Bajo el sol de Kenia (38 page)

Read Bajo el sol de Kenia Online

Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
10.03Mb size Format: txt, pdf, ePub

Los hombres parecieron quedar hechizados cuando Johnstone Kamau habló del destino del africano, de la necesidad de unirse, de la necesidad de educarse. Wachera y su hijo escuchaban; la pequeña Wanjiru escuchaba también.

—En el antiguo orden de la sociedad africana —dijo Johnstone Kamau—, pese a todos los males que se le atribuyen, un hombre era un hombre, y como tal tenía los derechos de un hombre y era libre de ejercer su voluntad y su pensamiento como más conviniera a sus propósitos, así como a los de sus semejantes; pero hoy día un africano, sin que importe su posición en la vida, es como un caballo que se mueve únicamente en la dirección que el jinete indica tirando de las riendas… El africano sólo puede avanzar hacia un «nivel superior» si goza de libertad para expresarse, para organizarse económicamente, políticamente y socialmente, y para participar en el gobierno de su propio país.

Cuando hubo terminado se hizo el silencio. El hombre miró las caras de sus oyentes e hizo una breve pausa para contemplar a la hermosa hechicera que lucía el vestido ancestral. Luego dijo.

—Podéis decir lo que opináis.

Un hombre llamado Murigo, que vivía en el poblado de Wanjiru, dijo:

—¿Qué pretendes decirnos? ¿Que deberíamos expulsar al hombre blanco de la tierra de los kikuyu?

—No hablo de revolución, sino de igualdad, hermano mío. ¿Quién de vosotros se siente igual que su amo y señor blanco?

Otro hombre, Timothy Minjire, dijo:

—¡Los
wazungu
nos han dado tantas cosas! Antes de que llegaran, vivíamos en pecado y en tinieblas. Ahora tenemos a Jesu. Somos modernos a ojos del mundo.

Varios hombres asintieron con la cabeza.

—¿Pero qué habéis dado a cambio de estas cosas? —preguntó Johnstone—. Nosotros les dimos nuestra tierra y ellos nos dieron a Dios. ¿Fue un cambio justo?

—El bwana es bueno con nosotros —dijo Murigo—. Ahora nuestros hijos son más sanos; mis hijos están aprendiendo a leer y escribir; mis esposas cocinan con aceite y azúcar en abundancia. Antes de que llegase el bwana no teníamos ninguna de estas cosas.

—¡Pero éramos hombres! ¿Podéis decir que lo sois ahora?

Los oyentes se miraron unos a otros. Un anciano se levantó, dirigió una mirada imperiosa al joven Kamau y abandonó el círculo, perdiéndose en la oscuridad; otros hombres se levantaron apresuradamente y le siguieron. Los que se quedaron en su sitio siguieron mirando al advenedizo con suspicacia.

—¡Nosotros somos millones, mientras que ellos sólo son miles! —gritó Johnstone—. ¡Y pese a ello, nos gobiernan!

—¿Acaso un puñado de ancianos no gobiernan a todos los kikuyu? —arguyó un hombre.

Johnstone le lanzó una mirada penetrante.

—¿Es que mil hienas gobiernan a un millón de leones? —se sacó un periódico del bolsillo y lo agitó como si fuera un garrote—. ¡Leed! —exclamó—. Leed las palabras del propio hombre blanco. Reconoce que el uno por ciento de la población de nuestro país decide todas las leyes, y ese uno por ciento son forasteros cuyos antepasados moran en otras tierras.

Se oyeron murmullos entre los reunidos.

—¡Nos quitaron las lanzas y las campanas de guerra! —gritó Johnstone—. Han convertido a nuestros hombres en mujeres. Y ahora pretenden abolir la sagrada iniciación de las muchachas, y les enseñan a leer y a escribir para que nuestras mujeres se conviertan en hombres. ¡Los
wazungu
están volviendo a los kikuyu al revés! ¡Poco a poco van destruyendo a los Hijos de Mumbi! ¡Y vosotros sois como borregos que besan la mano que empuña la daga! ¡Despertad, Hijos de Mumbi! ¡Haced algo antes de que sea demasiado tarde! Recordad el proverbio que dice que la familia de «lo haré» fue vencida por la familia de «lo he hecho».

Cruzó el círculo y se detuvo ante un anciano que estaba sentado en el suelo. El viejo iba envuelto en una manta, llevaba un palo y tenía un pequeño recipiente de metal colgado del cuello.


Mzee
—dijo Johnstone en tono más calmado y respetuoso—, ¿qué es ese collar que llevas?

El anciano le miró con cautela.

—Tú sabes lo que es. Tú mismo llevas uno.

—¡Sí! —exclamó Johnstone—. Es la
kipande,
la identificación que los
wazungu
nos obligan a llevar. Pero como la mayoría de vosotros no lleváis ropa con bolsillos, como yo sí puedo llevarla, tenéis que llevar vuestra identificación colgada del cuello, ¡como los perros llevan collares!

La gente se quedó helada mientras los ojos del
mzee
se cruzaban con los del revoltoso. Al cabo de unos momentos, el digno anciano se puso en pie y con voz tranquila, mortal, dijo:

—El hombre blanco vino y nos sacó de las tinieblas. Nos enseñó el mundo más grande, del cual nada sabíamos. Nos trajo medicina y Dios, carreteras y libros. Nos trajo una vida mejor. Esta
kipande
que llevo les dice a los otros hombres quién soy yo. No me avergüenzo de llevarla. Y no tengo por qué escucharte.

Hizo un gesto majestuoso y se fue del claro como si abandonara su propio salón del trono. Los demás ancianos también se levantaron para irse con él. Pero los hombres jóvenes se quedaron y Johnstone se dirigió a ellos.

—Han pasado siete años desde la matanza de nuestra propia gente que hubo en Nairobi a causa de la detención de Harry Thuku. Thuku todavía está en la cárcel por sus actividades a favor de la
uhuru,
la independencia. Ciento cincuenta de nuestros hombres y mujeres, que iban desarmados, fueron muertos a tiros en la calle, igual que animales. ¿Seguiremos permitiendo esto?

Miró a los ojos de cada uno de los hombres del círculo, cautivándolos con su propio magnetismo, hasta que tuvieron que apartar la mirada.

—Os diré una cosa —añadió Johnstone Kamau con voz de fuerza tranquila—, si alguno de vosotros trabaja para un hombre blanco, no es un africano. ¿Me oís?


Eyh
—dijeron unos cuantos—. Sí.

—¿Acaso nuestra virilidad no vale más que el azúcar y el aceite?


Eyh
—volvieron a decir, un poco más fuerte.

—¿Seguiremos viajando en compartimentos de tercera clase en los trenes mientras el hombre blanco viaja en primera? ¿Hemos de soportar la indignidad de un pase para viajar de un poblado a otro? ¿Hemos de tolerar sus reglas prohibiéndonos fumar en presencia de un hombre blanco, obligándonos a quitarnos la gorra cuando él pasa, obligándonos a levantarnos cuando se nos acerca? ¿O viviremos como hombres?


¡Eyh!
—gritaron.

Wanjiru notó que el corazón se le disparaba. Aquel hombre carismático, Johnstone Kamau, tenía magia en la voz. Wanjiru comprendía pocas de las cosas que decía, pero el poder que había en su forma de decirlas le calentó la sangre. Con sus ojos grandes, sin parpadear, observó cómo varios hombres más se levantaban y se iban, porque no estaban de acuerdo con el radical y temían a la policía. Vio miradas temerosas y excitadas, gestos de indecisión. Algunos hombres musitaban palabras de apoyo al orador, otros permanecían en silencio. Wanjiru pensó que el hombre que acababa de hablar era como un palo que removiera los rescoldos de una hoguera. Los carbones viejos y apagados caían a un lado, otros brillaban mortecinamente en los bordes, pero los jóvenes, rojos y ardientes, proyectaban su calor hacia el centro de la hoguera. Eran los jóvenes que llevaban pantalones cortos de color caqui, que habían aprendido a leer y escribir pero no tenían ni un chelín en el bolsillo. Eran jóvenes descontentos que el cálido aliento de Johnstone Kamau hacía arder como llamas.

Wanjiru vio con sorpresa que la hechicera se levantaba lentamente y se acercaba al joven. El grupo enmudeció. La hechicera llegó junto al orador y cambiaron palabras de respeto. Luego Wachera, viuda del legendario Mathenge, dijo:

—Tengo una visión, hijo de Mumbi. Los antepasados me han enseñado tu futuro. Tú conducirás al pueblo y harás que vuelva a las antiguas costumbres. Tú nos liberarás del yugo de los
wazungu.
He mirado en tus mañanas y he visto lo que serás algún día: serás la lámpara de Kenia, serás
Kenya toa.

Johnstone parpadeó y por su rostro pasó fugazmente una expresión. Luego sonrió, asintió con la cabeza y se quedó contemplando a Wachera mientras ésta se alejaba.

Al llegar al lado de su hijo, Wachera le tomó la mano y dijo:

—Recordarás esta noche y a este hombre, David.

Wanjiru la oyó. También ella los recordaría.

Capítulo 25

Se oyeron unos truenos y la luz blanca de un relámpago iluminó fugazmente el interior del bungalow. Grace tomó la carta de Rose y empezó a leer:

Mi querida Grace:

El tiempo aquí es espantoso y me estoy volviendo loca de tanto estar encerrada en casa. ¡Bella Hill es un lugar tan triste! Cuando Valentine está en casa (pasa muchísimo tiempo en Londres hablando en el Parlamento en nombre de los blancos de Kenia) él y Harold discuten tan acaloradamente, que trabajo me cuesta conservar la cordura.

¡Pero he hecho algunas cosas maravillosas con el tapiz! Encontré un rojo de tonalidad bellísima en una de las tiendas del pueblo. Lo utilizaré para los pétalos de las flores de hibisco. ¿Te dije que había decidido poner hibiscos en mi tapiz? No sé si estas plantas crecen en las laderas del monte Kenia, pero me parecen apropiadas. ¿Qué opinas de una variación del punto húngaro para el cielo? ¿Es demasiado? Sigo sin saber qué poner en el espacio en blanco. No se me ocurre nada por mucho que lo intente. La montaña está saliendo bien; algunos de los árboles ya tienen el detalle de la corteza. Ahora dedicaré mi atención al leopardo que acecha detrás de los helechos. ¡Sin duda me ocupará uno o dos años de mi vida! ¿Pero qué voy a poner en el espacio en blanco?

Respondiendo a tus dos últimas cartas, todavía no puedo decirte nada sobre el estado de Arthur. No tienes por qué reñirme, Grace. Que no lo mencione en mis cartas no significa que no le quiera. ¡Un especialista de Harley Street tuvo la desfachatez de decirle a Valentine que llevase a Arthur a que le viera un freudiano! ¡Si supieras la que se armó!

¿Por qué noviembre es siempre tan horrible en Inglaterra? ¿Han llegado ya las lluvias a Kenia? Ruego a Dios que así sea. Mis rosas y mis consólidas las estarán necesitando. Esta mañana he recibido una carta de Lucille Donald desde Uganda. No habla sino de sus buenas obras.

Parece ser que, después de todo, no estaremos en casa para las Navidades. Aunque nos marchemos de Inglaterra, el barco tarda seis semanas. Mi corazón está en Kenia, con todos vosotros. Besos.
Rose

Grace suspiró y dejó la carta sobre la mesa. Estaba escrita en papel primoroso, de color rosa y azul, los colores de los Treverton, con el león y el grifo en la parte superior. La letra elegante de Rose llenaba toda la página sin decir nada, como de costumbre, a juicio de Grace.

Alzó los ojos hacia el techo de paja en el momento en que se oían más truenos procedentes del monte Kenia. El viento azotaba el papiro seco, cuyo ruido se unía al crepitar de la chimenea. Grace estaba sola a excepción de Mario, que dormía en su choza, y de Mona, que estaba acostada en el cuarto añadido recientemente. La casa grande se hallaba cerrada desde que Valentine y Rose se fueran a Inglaterra.

Grace procuró no pensar en la vacía Bellatu. Sólo servía para recordarle su propio vacío.

Tras servirse una segunda taza de té, se puso a escuchar el viento. Tenía a Mona. Grace sabía que, de no ser por la niña, la soledad la hubiese abrumado.

Arrancó sus pensamientos de las tinieblas que se cernían sobre ellos e intentó concentrarse en los problemas más recientes que tenía que resolver. Uno de ellos era el de la linfa de la viruela, que llegaba inactiva de Inglaterra porque no viajaba bien; la inoculación había sido un ritual de futilidad. Otro era el «proyecto pañales», que le costaba poner en marcha: enviar enfermeras a la selva para enseñarles a las africanas que los pañales para los bebés eran necesarios, así como para demostrarles cómo se hacían. Seguía enfrentándose al problema de los niños que sufrían quemaduras al caer en las hogueras y también al de los niños que se deshidrataban y no recibían a tiempo una terapia a base de líquidos. Además, era necesario examinar los filtros de agua instalados en todas las chozas para cerciorarse de que los estuviesen utilizando. Volvía a haber brotes de disentería, y el problema de los parásitos iba de mal en peor en vez de desaparecer poco a poco; los casos de desnutrición también iban en aumento porque cada vez nacían más niños; muchos bebés recién nacidos morían de tétanos por culpa de las condiciones antihigiénicas en que tenía lugar el parto. La lista parecía interminable.

Grace luchaba contra dos obstáculos inmutables: la falta de educación entre los africanos y su persistente preferencia por los médicos tribales. Sabía que el primer obstáculo podría vencerlo con escuelas, libros y maestros; el segundo era más peliagudo. Pese a que las misiones presionaban cada vez más a los africanos para que dejasen a los hechiceros, lo único que conseguían era que la medicina tradicional se hiciese más y más clandestina. Muchas noches Grace, al no poder dormir, salía a la veranda a tomar un poco de aire y veía a la luz de la luna sombras furtivas que entraban en la choza de Wachera.

Wachera era su enemigo; había que pararle los pies.

Grace hizo la carta de Rose a un lado y tomó la que había recibido de James. Los truenos iban aproximándose. Sabía que la tempestad era inminente y se preguntó si Mona seguiría durmiendo cuando llegara. James decía:

Aquí en Uganda tenemos los mismos problemas que vosotros. Los poblados están demasiado lejos unos de otros y demasiado hacia el interior de la jungla para que los misioneros médicos puedan ver a todo el mundo. ¡Esta gente se muere de las cosas más tontas! Diarrea, deshidratación, desnutrición, infecciones… Todo esto podría prevenirse o curarse si hubiera alguna forma de darles lecciones de sanidad básica a los africanos. Muchísimas veces, al entrar en un poblado, Grace, y ver tantos sufrimientos innecesarios, me he dicho que ojalá hubiera algún manual que pudieran utilizar las personas sin conocimientos de medicina como, por ejemplo, Lucille y yo, o incluso los propios nativos. Tú eres la persona más indicada para escribirlo, Grace. Rogamos a Dios que algún día lo hagas.

Los ojos se le empañaron y dejó la carta. Un libro. Que sustituyera al médico. Con explicaciones sencillas, dibujos fáciles de entender. A eso se refería James. Grace permaneció un largo rato con los ojos clavados en el fuego, pensando en el sueño de James y escuchando la tempestad que se aproximaba.

Other books

Absolution by Caro Ramsay
Changed (Second Sight) by Hunter, Hazel
The Alchemy of Murder by Carol McCleary
Gator Bowl by J. J. Cook
The Poor Mouth by Flann O'Brien, Patrick C. Power
The Pistol by James Jones
The Last Wolf by Margaret Mayhew