Bajo el sol de Kenia (69 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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—Pero es que, aparte de la naturaleza —dijo Mona—, no veo qué puede ofrecer Kenia al turista normal y corriente. Una persona puede cansarse fotografiando animales todo el día, sin hacer otra cosa.

Geoffrey pensó que uno de los problemas de Mona era la falta de imaginación.

—Eso va a formar parte de mi nuevo programa. En el folleto habrá fotografías de los hoteles de Nairobi. Haré hincapié en el lujo, en la cocina, la vida nocturna. Ahora que Nairobi ha alcanzado por fin la categoría de ciudad, pienso ponerla en el mapa del mundo.

Mona se rió.

—Lo único que necesitas es una cancioncilla o un eslogan para la publicidad. ¿Qué te parece «Bienvenidos a Nairobi, ciudad al sol»?

Mientras recogía las tazas de té vacías, Mona no vio que Geoffrey sacaba una libretita del bolsillo de su chaqueta caqui y anotaba algo.

—No te preocupes —dijo Geoffrey al cabo de unos minutos, mientras él e Ilse se despedían en la cocina. Tenía una mano en el brazo de Mona, apretándolo con fuerza—. Puedo garantizarte que con Kenyatta aislado de sus bandidos de la selva, se retirarán con el rabo entre las piernas y todo este asunto pasará.

Se acercó más a ella y Mona pudo ver las arruguitas tostadas por el sol que tenía alrededor de los ojos.

—Pero si tienes miedo —añadió Geoffrey—, si te despiertas y crees que hay alguien en la casa, llámame por teléfono y vendré en seguida. ¿Me prometes que lo harás?

Mona se apartó de él y entregó una cesta a Ilse, diciendo:

—Aquí tienes un poco de miel para los niños.

Al salir, Geoffrey se detuvo un momento y dijo:

—Oye, están interrogando a tu criado.

Mona miró y vio que tres agentes africanos de la reserva de policía de Kenia, con jerséis azul marino y un fez alto y rojo, se encontraban a poca distancia de la calzada y parecían estar examinando los papeles de identidad de David.

Geoffrey se volvió hacia Mona.

—Quiero que tengas cuidado con ese tipo.

No era ningún secreto que David Mathenge inspiraba una intensa antipatía a Geoffrey. Él y Mona discutían a menudo debido a las críticas constantes que Geoffrey dedicaba a la relación entre la muchacha y su encargado africano.

—Confío en David —dijo ella.

—A pesar de todo, durante las próximas semanas, mientras dure el estado de excepción, quiero que tengas mucho cuidado con él.

Mona se separó de Geoffrey y su esposa cuando ellos empezaron a bajar hacia la misión mientras ella seguía andando por la calzada hacia el lugar donde estaban David y los policías.

—¿Qué ocurre? —preguntó Mona.

Los tres agentes se mostraron corteses y hablaron con el melodioso acento británico del africano educado.

—Perdone la intrusión, memsaab, pero esta mañana han incendiado una granja y estamos interrogando a todo el mundo.

—¿Una granja? ¿Cuál?

—La de Muhori Gatheru. Han destruido su casa y matado todas sus reses. Ha sido obra del Mau-mau.

—¿Cómo lo sabes?

—Dejaron un mensaje que decía «La tierra es nuestra».

—¿Y eso qué significa?

—Es el juramento del Mau-mau.

—Yo respondo por el señor Mathenge. Esta mañana estaba en el tren de Nairobi.

—Usted perdone, memsaab, pero el tren sufrió un retraso y estuvo parado en Karatina durante cierto tiempo esta mañana, y la granja de Muhori Gatheru está en Karatina.

—Aunque así sea, respondo por él. Buenos días.

Mientras caminaban hacia la casa, donde ella y David pasarían la tarde revisando los libros, las facturas y la correspondencia, además de comentar la visita de David a Uganda, donde esperaba encontrar una solución para sus problemas con los parásitos del café, Mona dijo:

—¡Me cuesta creer que este horrible asunto del Mau-mau sea verdad! ¿Has oído hablar del estado de excepción?

—Sí.

Al entrar en la cocina, Mona dijo:

—Le diré a Solomon que nos prepare unos emparedados. ¿Dónde se habrá metido ese perezoso?

—No te preocupes por mí, Mona. No tengo hambre. Comí en el tren.

—¿Sabes por qué el tren sufrió un retraso en Karatina?

David hizo una pausa, luego dijo:

—No.

Hacía tiempo que Mona había convertido el despacho de su padre en el suyo después de guardar todos los trofeos, premios y fotografías de Valentine. Cortinas de algodón estampado ocupaban ahora el lugar de los gruesos cortinajes de antes, y el pesado mobiliario, traído de Inglaterra treinta y tres años antes aparecía cubierto con fundas también estampadas que ocultaban las señales del paso del tiempo.

Mona se sentó en su lugar detrás de la gran mesa de roble y David se sentó en una silla a su lado.

—¿Cómo está el bebé? —preguntó Mona, sacando los libros del cajón.

—Mi hijo está bien.

—¿Y Wanjiru?

—Hemos vuelto a discutir —David suspiró—. He estado fuera dos meses y mi esposa me recibe con quejas.

Mona estaba al corriente de las discusiones. Wanjiru quería coesposas, para que le hicieran compañía y la ayudasen a trabajar en la
shamba;
quería que David se hiciera elegir líder del capítulo local de la Unión Africana de Kenia; también quería que David dejara el bungalow de encargado que se había construido seis años antes y que viviese con ella y su madre a la orilla del río.

Wanjiru no dejaba de repetir estas exigencias y Mona sabía que David nunca cedía lo más mínimo. Y se alegraba de ello. Sobre el asunto de la Unión Africana de Kenia, Mona no tenía ninguna opinión, pero le complacía que David no se hubiese buscado una segunda y una tercera esposas y que prefiriese vivir solo en la casita junto a la carretera. Mona se decía a sí misma que se alegraba de ello porque de esta forma David gozaba de libertad para concentrarse en dirigir la plantación.

Pero lo que Mona no sabía y David no iba a decirle era que la discusión de ese día con Wanjiru había girado en torno a otro asunto. Habían discutido por el Mau-mau.

—Christopher es un niño estupendo —dijo Mona, entregando a David las facturas que se habían acumulado—. ¡Sólo tiene siete meses y ya empieza a gatear!

David miró a Mona y sonrió.

—Deberías tener hijos —dijo.

Mona miró hacia otro lado.

—¡Ya se me ha pasado la edad! ¡A los treinta y tres años no puedo pensar en fundar una familia!

—Todas las mujeres deberían tener hijos.

—Tengo la plantación, y con eso me doy por satisfecha —a Mona le molestaba muchísimo que David sacase a relucir su condición de soltera.

Le ponía furiosa su presunción masculina de que una mujer sin hijos no era feliz. Cierta vez había tratado de explicarle que la cuestión del matrimonio y los hijos no se reducía sencillamente a comprar una esposa por unas cuantas cabras. También intervenía en ella el amor.

—Antes me daba miedo la posibilidad de convertirme en una mujer como mi madre —le había dicho a David en una noche lluviosa de abril, cuando los dos se estaban calentando cerca del fuego después de un día de trabajo vigoroso en la plantación—, porque creía equivocadamente que mi madre era incapaz de amar. Y luego descubrí que mi madre era una de esas mujeres que sólo pueden amar a un solo hombre en la vida, amarle de forma tan completa y exclusiva, que les es absolutamente imposible sobrevivir sin él.

Mona se había interrumpido entonces, al darse cuenta súbitamente de que se estaba acercando a cosas demasiado privadas para confesarlas. Nadie, ni siquiera su tía Grace, que era su amiga y confidente más íntima, sabía que Mona estaba decidida a esperar toda la vida si hacía falta, sola y sin hijos, hasta que apareciese el hombre apropiado. Mona pensaba que conformarse con cualquiera, sólo para estar casada, únicamente servía para traer infelicidad y remordimiento.

David se había subido las mangas de la camisa. Al clasificar las facturas, sus brazos desnudos entraban y salían de la luz del sol que caía sobre la mesa. Mona se dio cuenta de que estaba observando el movimiento de los músculos debajo de la piel oscura.

Cogió la carta de Bella Hill. «Mi querida lady Mona —había escrito el agente—: Lamento de veras molestarla con estas cosas, pero, el hecho insoslayable es que hay que hacer algo o perderemos el último de nuestros inquilinos».

Mona dejó la carta. No tenía ganas de leer la relación de los problemas de Bella Hill, que, al parecer, eran interminables. Cuando su tía Edith se había ido a vivir con su prima de Brighton, Mona había ordenado convertir la mansión de Suffolk en pisos de bajo alquiler. Soldados que volvían de la guerra y se casaban los habían alquilado en seguida. Pero al volver la prosperidad a Inglaterra, al mejorar las condiciones de vida, al empezar las esposas a tener hijos y al empezar Bella Hill a acusar el paso del tiempo, la mansión ancestral que otrora había sido una fuente de ingresos cuando Bellatu necesitaba dinero se había convertido en una sangría económica. Los inquilinos se quejaban de las cañerías, de que la calefacción era insuficiente, pedían mejoras que modernizasen los pisos, se marchaban a otra parte y al agente le costaba encontrar otros. Mona sabía que iba a tener que hacer algo para resolver el problema, y pronto.

Bella Hill…

Miró de reojo a David, que estaba manejando la máquina de sumar, la cabeza inclinada, su rostro bien parecido concentrándose en la tarea.

Mona recordó tres incidentes. El primero había ocurrido veinticuatro años antes, en un oscuro pasillo de Bella Hill, cuando una Mona pequeña y desgraciada había tratado de obligar a la hermana de David, Njeri, a escaparse con ella. El segundo incidente había tenido lugar poco tiempo después del primero: Mona y David habían quedado atrapados en la choza incendiada. Pero ahora, mientras lo veía trabajar, recordó que el tercer incidente había sucedido hacía siete años, poco después de que David empezase a trabajar de encargado de la plantación.

—Quiero pedirte perdón, David —le había dicho Mona—. Fui cruel contigo cuando éramos niños y ahora lo lamento. Por mi culpa estuvimos a punto de morir los dos.

Por la cara de David había pasado una expresión que Mona no había acertado a descifrar, y luego había dicho:

—Ocurrió hace mucho tiempo. Está olvidado.

Como si se diera cuenta de que le estaba mirando, David apartó los ojos de la máquina de sumar y sonrió.

—Por poco se me olvida —dijo, apartándose de la mesa—. Te he traído algo de Uganda.

Mona vio que metía la mano en el bolsillo de los pantalones y sacaba algo grande envuelto en un pañuelo. Se lo entregó.

Intrigada, Mona lo tomó. Era la primera vez que David le regalaba algo. Y al desenvolverlo y ver qué era, la curiosidad dio paso a la sorpresa.

—¡Cielo santo! —susurró—. ¡Qué bello es!

—Es el collar que hace la gente de Toro. ¿Ves estas cuentas verdes? Es malaquita del Congo Belga. Y esto es ébano tallado.

Mona miró atentamente el collar bajo la luz del sol. Era una creación asombrosa de cobre bruñido, pedazos de ámbar, rosas de marfil y eslabones de hierro: africano y primitivo, pero al mismo tiempo extrañamente moderno, casi intemporal. A Mona le pareció una obra de arte que merecía algo mejor que acabar colgada del cuello de alguien.

—Deja que te lo ponga —dijo David.

Se acercó a ella por detrás y Mona notó cómo sus manos le apartaban los cabellos. Vio cómo el collar descendía delante de sus ojos y sintió que se posaba en su pecho, pesado y confortable a la vez. Los dedos de David le rozaron el cuello al abrochárselo.

—Acércate al espejo, Mona, y mírate.

Mona no podía dar crédito a sus ojos. Pensó que su aspecto había cambiado, que ya no parecía vulgar y corriente, sino transformada de algún modo. El collar reposaba sobre su blusa de algodón en una especie de gloria que hacía que todo lo demás —la habitación, los muebles, el sol en el exterior— pareciera prosaico.

—Es magnífico, David —dijo.

—Las mujeres de Toro los llevan.

—Las mujeres de Toro son hermosas. A mí no me sienta bien.

—En cuanto lo vi pensé en ti, Mona.

Mona se imaginó las mujeres ugandesas de Toro, con sus cuellos negros y esbeltos, y sus cabezas orgullosas.

—Yo no le hago justicia —dijo—. Mi piel no es la apropiada.

En voz muy baja David dijo:

—No hay nada malo en tu piel, Mona.

Mona miró a David reflejado en el espejo. Estaba detrás de ella, muy cerca. Sus ojos se cruzaron en el cristal.

En el momento en que Mona se volvió para darle las gracias, una radio quebró súbitamente el silencio.

Era la emisión en lengua kikuyu del mediodía. Solomon acababa de poner la radio en la cocina. El locutor leía la noticia del asesinato de Abel Kamau y su esposa europea por el Mau-mau. Luego añadió que el hijo de cuatro años de la pareja, que había sufrido graves heridas en los ojos, acababa de morir en el hospital Rey Jorge.

Capítulo 45

Wanjiru y su suegra cantaban juntas mientras trabajaban. Era una canción sencilla, con las mismas palabras repetidas una y otra vez, y la cantaban en agradable armonía, cambiándola, improvisando sobre la marcha. Era un himno a Ngai, el dios que vivía en el monte Kenia; era una plegaria pidiendo
uhuru,
libertad.

El corazón de mamá Wachera estaba apesadumbrado en ese día fresco y vigorizante antes de que comenzasen las lluvias. Mientras recogía boniatos y arrancaba las hojas para alimentar a las cabras, la anciana hechicera pensaba en la inminente partida de su nuera. No quería que la esposa de su hijo se fuese, pero mamá Wachera no intentaría detenerla. La madre de David sabía que en el corazón de la mujer joven había una llamada que sólo ella, Wanjiru, podía oír y que se sentía empujada a contestar. Mamá Wachera había soportado la soledad antes y volvería a soportarla.

¡En qué extraña situación se encontraba el mundo! Ni siquiera su bolsa de preguntas habría podido predecir la guerra encarnizada que en estos momentos dividía la tierra de los kikuyu. Ni siquiera el más profético de sus sueños habría podido mostrar a su hermano kikuyu luchando contra otro hermano kikuyu ante los ojos de las demás tribus de Kenia. Mamá Wachera pensó en lo tristes que debían de estar los antepasados al ver cómo los luchadores de la selva bajaban de la montaña y daban muerte a sus hermanos africanos y al ver cómo los camaradas de los asesinados respondían persiguiendo y torturando a los sospechosos de estar confabulados con los hombres de la selva. ¿Cómo se había llegado a semejante locura?

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