Al menos eso tenía sentido. La telaraña que Alderan había tejido ante aquella tormenta se había extendido más allá de lo que Gair alcanzó a ver con la mirada, aunque su conciencia de ello a través de su contacto con el canto hubiera llegado mucho más lejos. Si hubiera sabido más acerca de lo que hacía, estaba convencido de que habría sido capaz de deslizarse por las fibras del poder hasta las lejanas extensiones de la red, como la cuenta que cuelga del cordel. La intuición le hizo cosquillas en un rincón de la mente.
—¿Qué me dices de Savin? ¿Pudo él enviarnos la tormenta?
—Es la clase de cosas que le parecerían divertidas, eso seguro —dijo Alderan—. Pero no creo que sea cosa suya. Savin es un mentiroso, un jugador escurridizo como una anguila en aceite, pero no se me ocurre por qué querría hacernos daño. ¿Qué te ha hecho pensar en él?
—Me dio la impresión de que no le caías demasiado bien. —Distraído, Gair se acarició la cicatriz de la mano. La costra y la hinchazón habían desaparecido, pero la marca conservaba su tonalidad encarnada, y a veces le dolía.
—Sólo de pensar en su cara se me crispa el puño —admitió Alderan tras lanzar un gruñido.
—Dijo que no eras de fiar.
—¿Eso dijo? Bueno, ya te advertí que era un mentiroso. —Se recostó en el coronamiento y dedicó a Gair una larga mirada—. ¿O acaso no confías en mí?
—Hasta ahora me has llevado por buen camino. —«Aparte de no contarme ciertas cosas», pensó.
—Y siempre lo haré, muchacho. Tienes mi palabra.
—Si Savin y tú no congeniáis, ¿a qué vino tanto interés por verte en Mesarilda?
—¿No tendrías que practicar con la espada?
—Sólo tengo curiosidad. Es como nosotros, ¿verdad?
Alderan le dedicó otra de sus penetrantes miradas. La mantuvo un instante más de lo que hubiera resultado cómodo.
—Posee el don, sí, pero no es como nosotros. No siente respeto por el canto. Para él no es más que una herramienta. Tuviste ocasión de comprobarlo, ¿no? Trucos de salón. Cree que impresionan a los demás.
—¿Qué provocó vuestras desavenencias?
—Hace unos años me perjudicó —dijo Alderan, sucinto—. Hizo algo que no le he perdonado. Moriré feliz si no vuelvo a verlo ni pienso en él en lo que me quede de vida. Y ésa es mi última palabra al respecto.
—¿Qué…?
—No insistas, Gair.
El joven levantó ambas manos.
—Vale, ya me voy.
Y se dirigió a buen paso bajo cubierta para recoger su espada. Una o dos horas de práctica le despejarían las ideas. Si vaciaba su atención de todo excepto los ejercicios, la información que acababa de averiguar se asentaría, todo encajaría en una pauta que pudiera asir. Con el tiempo vería las cosas con claridad.
Cuando regresó, Alderan seguía en el coronamiento, con la barbilla en el pecho, envuelto en sus pensamientos como si de una capa se tratara. Cuando pasó de largo por su lado, Gair se preguntó qué diablos habría pasado entre Savin y él para que Alderan se mostrase tan furioso.
LAS ISLAS OCCIDENTALES
D
esde su posición privilegiada subido a la serviola, Gair contempló cómo se acercaban a las islas. Al principio lo único que vio fue una línea irregular en el horizonte. Gradualmente se convirtió en una serie de montecillos como las curvas de una serpiente marina, y distinguió los colores de la tierra, el oscuro bosque, los prados verdes, los campos de labranza. Un collar de espuma blanca adornaba la orilla.
A medida que la
Kittiwake
ajustó el rumbo una fracción más al norte, las islas amontonadas se fueron desplegando a su paso, adquiriendo forma y definición. Casas diminutas adheridas a las laderas sobre largos muelles de madera que se adentraban en las aguas de una amplia ensenada. Las montañas grises y azules se alzaban en el interior, no lo bastante elevadas para la nieve en verano, pero muy escarpadas, lo que hizo que Gair sintiera el impulso de explorarlas. En conjunto tuvo la impresión de que su nuevo hogar iba a revelarse un lugar muy agradable.
Oyó pasos en la cubierta del castillo de proa, y Alderan asomó sobre la batayola, a su lado. El humor del anciano había mejorado con el paso de los días transcurridos tras la tormenta. Había dado a Gair varias lecciones de cómo controlar el canto. Ejercicios de novicio, los llamaba él. Cosas sencillas, no muy distintas de las que Gair había descubierto por sus propios medios: cómo mantener una vela encendida bajo el agua o hacer que el agua apagara una vela. Cada vez que el canto acudía de buena gana a su llamada, aumentaba la confianza que sentía en sus posibilidades.
—Esa de ahí enfrente es Penglas. —Alderan señaló con un gesto las islas a las que se acercaban—. La población se llama Pencruik. Significa «puerto de las Islas».
—¿Cuántas islas son?
—Veintitrés, aunque algunas no son más que atolones. Las que se dejan ver son Penglas, que es la mayor, Penmor, detrás de la primera y a la izquierda, y Pensaeca, a la derecha. Las pequeñas que se distribuyen cerca de Penmor son Penbirgha y Pensteir. Hay una serie de islotes que discurren más o menos al norte desde Penbirgha, conocidas por el nombre de Cinco Hermanas, que podrás ver en el horizonte, pero el resto quedan fuera de la vista.
—¿Todas están habitadas?
—La mayoría de ellas disfrutan de buen tenedero para faenar o son lo bastante extensas para trabajar la tierra. La casa capitular está en Penglas, en esa colina que se alza sobre la población. —Señaló—. Desde aquí podrás ver la parte superior de la torre del campanario, sobre aquellos árboles.
Gair aguzó la vista en la dirección que marcaba el brazo de Alderan. Sí, ahí estaba; una astilla blanca recortada contra el cielo azul. ¿Qué aspecto tendría el resto? Alderan le dio una palmada en el hombro.
—Creo que te gustará —dijo como si leyera el pensamiento a Gair—. Dail me ha dicho que dentro de un par de horas ordenará echar el ancla, así que ve recogiendo tus cosas. A media tarde estaremos en tierra.
Fiel a la palabra del capitán, apenas dos horas después de mediodía la
Kittiwake
echó el ancla frente a Pencruik, momento en que se despidieron. El calado del barco dificultó acercarlo al muelle, así que los llevaron en bote a puerto. Aunque reinaba el bullicio en las empinadas calles del lugar, el puerto estaba casi vacío. Al atardecer se llenaría de pesqueros y barcas que abastecían a los vidrieros, cuya actividad ocupaba a una cuarta parte de la población de Penglas.
El bote los llevó más allá del embarcadero de madera, cuyo tablonaje tenía el color de una osamenta vieja, hasta la escalera de piedra del muelle. Gair se echó al hombro su equipaje y subió con cuidado al muelle siguiendo los pasos de Alderan, precavido ante los peldaños mojados y el hecho de haberse acostumbrado a que todo se moviera bajo los pies. Los remeros apartaron la embarcación auxiliar con los remos y se dispusieron a bogar de vuelta a la
Kittiwake
.
Pencruik era un revoltijo de calles empedradas y polvorientas, cuyas casas altas tenían el tejado púrpura y la fachada enyesada en claros tonos dorados. Muchas tenían macetas con hierba y plantas con hojas de colores vivos en la puerta y el alféizar de las ventanas, cuando no se extendían por la pared. No había dos casas que tuvieran la misma altura o la puerta pintada del mismo color. Las calles retorcían su trazado para cruzarse en ángulos extraños, siguiendo la pendiente hacia arriba o hacia abajo como si la población hubiese crecido allí como una colonia de percebes.
En la plaza del mercado, Alderan encontró a un carretero que accedió a llevarlos a la casa capitular y ambos amontonaron sus pertenencias en el carro. Gair se acomodó entre unos sacos de la parte posterior, mientras el anciano se sentaba en el pescante con el carretero. El camino serpenteaba ladera arriba sobre la bahía. A los márgenes se alzaban las granjas protegidas por álamos, donde niños bronceados jugaban entre gallinas y perros. Los viñedos y las arboledas componían la mayor parte del terreno fértil, ajedrezando la ladera de almendros, olivos, y trechos de naranjos y limoneros. Para Gair las naranjas siempre habían sido un fruto escaso procedente del norte, y aquella abundancia resultaba asombrosa. Cuando una cuadrilla de temporeros pasó de largo con los cestos llenos a la espalda, los miró con tal atención que una joven de blusa polvorienta le sonrió y le arrojó una imponente fruta dorada. Alderan volvió la cabeza, sentado en el pescante.
—¿Qué impresión te da hasta el momento?
Gair, que tenía la boca llena de dulce naranja, se limitó a sonreír. Era una tierra fértil y muy hermosa.
A la altura del paso, el camino se adentraba en un pinar y luego salía de nuevo al campo abierto de un valle poco profundo en forma de cuenco. Un arroyo descendía por la ladera para desembocar en una laguna que había al pie del valle, cerca de una próspera granja. Más allá se encontraba la casa capitular.
Gair se arrodilló para ver mejor sobre el hombro de Alderan. La casa capitular estaba hecha de piedra blanca, jaspeada de plata y rosa, con tejados del mismo color púrpura que los que había visto en la población. En el extremo sur se hallaba la torre alta que había entrevisto entre los árboles; al pie de la torre, los edificios se distribuían en torno a patios y jardines abiertos. Los árboles asomaban por las tejas, y algo parecido a un jardín vallado de árboles frutales se asentaba en la parte soleada. Ventanas grandes, rematadas en arco, iluminaban las paredes, al contrario que las rendijas estrechas de la casa materna suvaeana, y el muro exterior parecía más señalar los límites de la propiedad que mantener a la gente a uno u otro lado.
—Parece una finca —dijo Gair.
—Lo fue, hace años. Con el tiempo la han ampliado, por supuesto, porque hace falta espacio para acomodar a doscientos setenta y siete estudiantes —explicó Alderan—. Más los graduados, que son los adeptos que escogen permanecer aquí, por no mencionar al servicio. En este momento, entre todos, somos unos quinientos.
—¡No pensé que hubiese tanta gente!
—Y ¿cuántos creías que habría? —preguntó el anciano cuando el carro franqueó la puerta. Una mujer que tendía la ropa de una cuerda que colgaba del patio los saludó. Alderan respondió al saludo; el carretero se descubrió—. No eres el único joven del mundo que ha nacido con estos dones.
—Bueno, yo… —tartamudeó Gair—. Cuando dijiste que eras uno de los últimos, di por sentado que no habría más de una docena, ¡y no media legión!
—Cuando tenía tu edad, tan sólo había unas docenas de gaeden, y la mayoría eran mayores. Hubo una carrera desesperada por encontrar estudiantes a quienes enseñar antes de que nos privaran de todos nuestros profesores. Ahora nuestra orden es mucho menos frágil, pero aún queda un largo camino por recorrer para que alcance el nivel que yo desearía. En estos años hemos perdido demasiado talento. A manos de la ignorancia, del prejuicio, como estuvo a punto de suceder en tu caso. Perdidos debido al control imperfecto de sus dones. Todos y cada uno de ellos son importantes y deben ser salvados si podemos.
—¿«Gaeden»? ¿Qué significa esa palabra?
—Es lo que tú eres, y lo que serás, si escoges unirte a nosotros. Es lo que soy. Significa «dotado». Es una palabra antigua, más que la Fundación. —El anciano sonrió—. Es preferible a «brujo», ¿no te parece?
El carromato franqueó la puerta abierta y accedió al patio de la casa capitular. A la derecha se abría una arcada hacia los establos. A la izquierda, a través de otra arcada, vio las cuerdas para tender y a las doncellas cubiertas con delantal blanco, cargadas con cestos de ropa blanca. Al frente, amplios peldaños conducían a una puerta de roble renegrida por el paso del tiempo, tachonada con clavos enormes. Cuando el carro detuvo el paso, Gair recogió sus cosas y saltó. El ambiente olía a pan recién horneado, a almidón, y arrastraba el gusto salado del mar.
—Henos aquí —anunció Alderan, situándose junto a Gair. Miró a su alrededor—. Condenado sea ese mozo, ¿dónde está? Se supone que debía esperarnos.
Antes de que Alderan acabara de hablar, un joven apareció en la entrada, mascando algo. Al verlos, tragó y se les acercó corriendo, sacudiéndose las migas de la camisa. Sobre la ropa llevaba una capa azul marino que le llegaba hasta las rodillas. El muchacho tenía el pelo negro, rizado, ojos castaños y la expresión maliciosa que suele atribuírsele a un duende.
—¿Otra vez comiendo entre horas, Darin? —preguntó Alderan—. ¡Me pregunto cómo te las apañas para no estar como un tonel, hijo!
—El maestro Saaron dice que necesito comer a menudo, y que si no lo hago, enfermo. —Darin sonrió, mostrando una envidiable hilera de dientes perfectos—. Siento que me hayas encontrado aquí.
—Y haces bien en sentirlo. Éste es Gair.
Darin le tendió la mano.
—Es un placer conocerte.
—Lo mismo digo.
El apretón de manos fue firme y amistoso. Gair calculó que Darin tendría más o menos su edad, puede que fuese un poco más joven. Su acento y tonalidad de piel eran propios de Belisthan.
—Debo averiguar qué ha pasado en mi ausencia, así que voy a confiarte al cuidado de Darin —dijo Alderan—. Él se encargará de que te den de comer y beber, y te mostrará dónde está todo. Puedes tomarte la tarde para acomodarte, pero quiero que mañana a primera hora estés listo.
—¿Listo? ¿Para qué?
—Para someterte a las pruebas, por supuesto —dijo Alderan con aire distraído, como si estuviera ansioso por despedirse—. Tú no te preocupes, no es algo que no puedas resolver. Darin te dará las explicaciones pertinentes. Ahora debo marcharme, el resto del consejo me estará esperando. Te veré por la mañana. Temprano, no lo olvides.
—Descuida —aseguró Gair—. Estoy acostumbrado a respetar los horarios de un monasterio, ¿recuerdas?
Después de saludar a Darin con un gesto y dar una palmada en la espalda a Gair, Alderan subió los peldaños que lo separaban de la puerta y desapareció en el interior. El belisthano miró a Gair sin saber muy bien qué hacer.
—¿Has dicho que vienes de un monasterio? —preguntó con la voz lastrada por el temor.
—De la casa materna suvaeana de Dremen. —Gair cargó de nuevo a hombros el petate. Darin no dejaba de mirar de reojo la espada.
—¿Significa eso que eres un caballero?
—No, no llegué a pasar de novicio. Me enviaron allí con la esperanza de que una educación monástica pudiera volverme normal.