—Comprendo —dijo después de un momento.
El anciano respondió con una breve inclinación de cabeza.
—Estaba seguro de que sería así. Si no, si tuvieras dudas, por pequeñas que fueran, me habría negado a enseñarte cualquier cosa que fuese más allá de lo necesario para que no te hagas daño. No me interesa nada la gente consumida por la arrogancia, o la avaricia, u obsesionada con su propio engrandecimiento. El canto no existe para servirte, aunque lo hará. Cualquiera que posea el don puede dar forma a cualquier propósito que escoja, por tanto quienes pueden usarlo tienen la obligación de asegurarse de que se utilice sabiamente.
Alderan hizo una pausa, mientras sus labios daban forma a más palabras, como si tuviera algo más que decir. Pero cambió de idea. Gair se preguntó qué se habría quedado en el tintero. Por un momento, antes de que la expresión del otro se suavizara, había visto un viejo dolor. En un abrir y cerrar de ojos desapareció, y Alderan se rascó con fuerza la barba mientras sacaba la barbilla hacia afuera como un perro empeñado en deshacerse de una pulga molesta.
—Bueno, veamos de qué eres capaz. ¿Puedes hacer esto?
En cuanto Gair sintió un cosquilleo en la mente, un globo blanco perla del tamaño de una nuez se materializó en el aire entre ambos camastros. Proyectó una luz suave, plateada, Lumiel en miniatura. En su interior saltó el canto. Tras concentrarse hizo un globo propio. Era más azulado que blanco, y giraba en un torbellino envuelto en humo, pero despedía tanto o más brillo que el globo de Alderan. Era la segunda cosa que había aprendido a hacer, después de explosionar un puñado de velas. El anciano asintió con aprobación.
—Bien hecho. Eso se llama bril. Habría sido mi siguiente lección, pero no eres un alumno del montón, ¿verdad? —Una sonrisa irónica separó la barba cana—. ¿Qué más dominas?
—Puedo hacer fuego, mover el aire. Cosas sencillas, como dices. Siempre que intenté ir más allá las cosas se torcieron.
—No eres la primera persona que recurre al canto y éste acaba mordiéndolo. Con el tiempo aprenderás a evitar que se vuelva contra ti.
—¿Cuánto me llevará?
—¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar?
—No lo sé.
—Entonces no puedo decirte cuán largo será el viaje. He estudiado el canto desde que llevaba pañales. Ahora que soy un viejo al que le crujen las articulaciones, con una vejiga que me levanta en plena noche, sigo sin saber todo de lo que soy capaz. Ni siquiera sé si hay límites. Quién sabe, tú podrías ser quién lo descubra, si te aplicas.
Gair extendió la mano para tocar la superficie de su bril. Los colores giraban alrededor de la punta de su dedo, y sentía un hormigueo en la piel, como cuando un sorbete entra en contacto con la punta de la lengua.
—Dices que es un don —dijo Gair. Sintió que sus pensamientos se dirigían por fin a la raíz de lo que realmente quería saber—. ¿Podría ser un don de la diosa?
—Me gustaría pensar que así es. No todo el mundo nace con el don, del mismo modo que no todo el mundo puede cantar bien. Observa cómo la diosa nos ha negado a algunos de nosotros cualquier sentido del ritmo, mientras que ha bendecido a otros con un oído excepcional. Creo que ahí tienes tu respuesta.
—Entonces no es un pecado.
—Hay cosas que están bien y cosas que están mal —contestó Alderan tras meditar durante un momento— y algunos de estas últimas son consideradas pecado por la Iglesia. No siempre podemos estar de acuerdo en las definiciones.
—Ésa no es una respuesta sencilla.
—Tampoco era una pregunta sencilla.
—¿Quieres decir que es pecado sólo si yo creo que lo es? —preguntó Gair con el ceño fruncido.
—Es posible —le contestó Alderan con desenfado—. Sólo tú puedes decidir lo que creer, Gair.
¿Y qué creía él? Ésa era una pregunta tan enorme que Gair difícilmente podía abarcarla, así que la hizo a un lado por el momento.
—¿De dónde proviene el poder? ¿De mi interior o de otro lugar?
—De ambos —respondió Alderan, que compuso una sonrisa torcida al ver la sorpresa dibujada en el rostro del joven—. Forma parte de nosotros, de nuestro entorno, incluso del aire y la tierra. Con el tiempo serás capaz de escuchar su eco en todo lo que toques. En algunas cosas, como un ave o un animal, es muy fuerte. En otras, en las cosas creadas por nosotros, apenas existe, no es más que un recuerdo, y cuanto más se aleja de su origen, más débil se vuelve. Quienes poseen el auténtico don pueden tomar un puñado de ceniza de una chimenea y escuchar el canto de los árboles de los que se hizo leña, incluso retroceder lo bastante en el tiempo para escuchar el germen del canto en las semillas de esos árboles.
Gair estaba asombrado. No tenía ni idea de que los sencillos trucos de magia que había realizado apenas arañaran la superficie de lo que era el canto y de lo que se podía lograr con él. «En este ancho mundo es mejor dar bocados pequeños», le había dicho el anciano. De repente, el mundo era mucho más amplio de lo que nunca hubiera soñado. La magnitud de lo que había preguntado a Alderan, lo hizo tambalearse.
—Tengo mucho que aprender —dijo, resoplando.
El bril se meneó. Alderan se levantó y su propio bril se desvaneció como un diente de león llevado por el viento.
—Más de lo que podrías imaginar —dijo, cargando al hombro la bolsa. Echó mano del tirador para salir de la cabina—. Tienes un tremendo potencial, Gair, pero habrá que trabajar duro para desbloquearlo. Mañana, cuando hayas descansado, podremos empezar.
—En realidad no llevabas cepos para ratones en las alforjas, ¿verdad? —preguntó Gair. La sonrisa de Alderan dejó sus dientes al descubierto.
—Es un simple encantamiento custodio, una nimiedad, pero duele como la picadura de una serpiente. Si quieres te enseñaré a hacerlo en cualquier rato libre que tengamos. Nunca se sabe cuándo podría serte útil.
—¿Y en el barco? ¿La bengala? Quise preguntártelo antes, pero todo ha sucedido tan rápido que se me olvidó. ¿También eso fue el canto?
—No, eso fue la bengala de emergencia de Skeff. En estos tiempos la mayoría de las embarcaciones las llevan. Algunas de las rutas fluviales no son tan seguras como solían. Sucede que no había tiempo de esperar a que la mecha se consumiera. —Abrió la puerta—. Sube a cubierta. Un poco de aire fresco te sentará bien.
Cuando Alderan se hubo marchado, Gair se tumbó en el camastro. No estaba seguro de si la conversación le había aclarado alguna de sus dudas, o dado pie a una docena más. Había tantas cosas que quería preguntar que no sabía ni por dónde empezar, tanto que aprender que lo poco que había entendido ni siquiera era un principio, sencillamente subrayaba la magnitud de su ignorancia, el modo en que la llama de una vela en la noche hacía poco más que revelar la profundidad de la oscuridad.
La superficie del bril relucía con un millar de tonalidades de azul, inmerso en un movimiento perpetuo, incesante. Acabó resultándole tan fácil invocar brils que se volvió descuidado. Ése fue su error en Leah, y más tarde cometió el mismo error en Dremen. Pero nunca más. En el futuro se mostraría mucho más cuidadoso. Tenía que serlo. Pero, ay, ¡qué sensación le daba el canto cuando le permitía llenarlo! Se sentía tan vivo, tan lleno de posibilidades, que cualquier cosa que pudiera soñar parecía estar al alcance de su mano.
El bril flotó sobre él, girando con suavidad sobre su propio eje. Recurrió al canto y dejó que el globo creciera hasta adquirir el tamaño de un melón dulce, y, después, el de su cabeza. En su interior le aguardaba un vasto potencial, cuya voluntad podría doblegar a su antojo. Con el cuidado que se había propuesto, encogió el bril hasta reducirlo al tamaño de una canica, y luego lo soltó.
En la cubierta principal, la
Kittiwake
parecía un cruce entre una lavandería y una maderera. Los marineros habían colgado la ropa a secar en el aparejo, todo, desde los coyes hasta los calzones, mientras el carpintero y sus ayudantes preparaban un mastelero de respeto que sustituyera al que habían perdido. Subieron a proa una olla con brea y un par de marineros embrearon el cabo nuevo. El mar y el cielo tenían el color azul propio de la canícula, y un banco de marsopas hacía cabriolas a unas yardas de la proa. De la tormenta no quedaba ni rastro.
Alderan se hallaba de pie junto al coronamiento de popa, acompañado por Dail. Cuando vio a Gair, le hizo un gesto para que se les acercara.
—Lamento lo de tus botas —dijo Gair, avergonzado.
Dail rió.
—No te preocupes. Después de lo que hiciste por nosotros anoche, no creo que un par de botas valga gran cosa.
Gair se sonrojó.
—En realidad el responsable fue Alderan.
—De ningún modo. —El anciano puso la mano en el hombro del leahno—. Sin ti no lo habríamos logrado. Era demasiado fuerte para combatirla sin ayuda.
Un marinero se les acercó corriendo y saludó a Dail, llevándose los nudillos a la frente.
—Con los saludos del contramaestre, señor, quien desea informarle de que se dispone a sondar el sollado.
Dail asintió.
—Disculpadme, caballeros. Parece que me necesitan abajo.
Así las cosas, caminó hacia la escala de toldilla. Aparte del timonel, Gair y Alderan se quedaron a solas en el alcázar.
—Dail está al corriente de lo que somos —dijo Gair en voz baja. Era una afirmación.
—Frecuenta las rutas comerciales desde Puertos Blancos a Penglas desde antes de que nacieras, —le dijo Alderan, con una sonrisa—, y en este tiempo ha visto a unos cuantos de nosotros ir y venir. Sabe la clase de cosas de las que somos capaces, así como algunos de sus hombres, pero la mayoría no tienen ni idea. Hay gente que no se siente a gusto con los de nuestra especie. A veces algunos se dejan llevar por sus prejuicios. Ya tienes bastante con que te hayan acusado una vez de brujería.
Había otra cosa, y aquél era un momento tan bueno como cualquier otro para preguntarla.
—Pero ¿existen los brujos? ¿No son como nosotros?
El anciano aspiró aire con fuerza. Cuando habló, moduló la voz de modo que no llegase muy lejos.
—Algunos sí lo son. Probablemente muchos a quienes se ha acusado de ello sean como tú, tengan el don del poder y se hayan pasado la vida intentando controlarlo. La mayoría son viejos bizcos, detestados por sus vecinos. Van por ahí mascullando, vagabundeando, o tienen más gatos de la cuenta. —Se le dibujó una sonrisa, imperceptible como la hoja de un asesino, igual de fugaz—. Y también los hay, los que menos, que son auténticos brujos, con el poder de rasgar el Velo que separa ambos mundos.
—¿Pueden invocar demonios, tal como dicen los cuentos?
—Demonios, ángeles, tan pocas cosas los diferencian que apenas importa una vez están aquí. Cualquier cosa del Reino Oculto altera el equilibrio del mundo que vemos, equilibrio que es necesario mantener. —Alderan exhaló un suspiro—. Pero, sí, la mayoría son demonios. El orden es blanco y desapasionado, empujado por la lógica. El caos es la pasión desencadenada, energías tanto creativas como destructivas anheladas indiscriminadamente. La turbulencia es lo que más tensa el Velo. En esos puntos de tensión es posible encontrar un agujero en el tejido.
—¿Qué sucedería si el Velo desapareciera?
Alderan negó con la cabeza.
—Algunos han tenido visiones de ese suceso. La mayoría de ellos murieron entre gritos desgarradores, como san Ioan.
—Que tuvo una visión de los Últimos Días y se arrancó los ojos para dejar de verla.
—Exacto. El último capítulo del
Libro de Eador
contiene todo lo que la Iglesia se atrevió a revelar al público de la profecía de Ioan. Hay más en el Apócrifo, cosas capaces de inspirar pesadillas en los hombres más fuertes.
Gair miró en torno, a las velas hinchadas en lo alto, al agua que los salpicaba con sus gotas, brillantes a la luz del sol. Costaba creer que el mundo que veía y tocaba pudiera rasgarse como la pintura de un viejo granero, que al rascarla revela otro mundo debajo. Se preguntó si tendría que haberlo intuido de algún modo. Había leído acerca del Reino Oculto, cuando era un niño, cautivado por los relatos de fantasmas, demonios y criaturas feéricas, pero no eran más que eso, relatos, cuentos. En realidad nunca había pensado que todo ese mundo estuviese ahí, a su lado, tan próximo como su propia piel.
—¿Cómo es posible que no sepa nada al respecto? ¿Cómo sabes tú de la existencia de ese otro mundo, si no puedes verlo, o tocarlo, o…? —Extendió las manos en un gesto de impotencia. Fue incapaz de organizar sus pensamientos para formular preguntas coherentes. Había demasiada información que asimilar.
—En lo que a las personas que te educaron concierne, no existe. —Y con una sonrisa más bien triste, añadió Alderan—: A la gente no le gusta pensar demasiado en el mundo que habita, ¿sabes? No le importa el cambio, y es feliz siempre y cuando cada nuevo día siga siendo más o menos como el anterior. Si le cuentas que el cielo no está arriba, o el infierno abajo, sino que de hecho son un mismo lugar y coexiste con nuestro mundo, a una sombra de distancia, te dirá que estás tocado por santa Margret y te pondrá en manos de las hermanas, que te encerrarán en el manicomio.
Gair sintió cómo se le aflojaban las rodillas y tuvo que sentarse. Todo aquello que había dado por sentado en la vida se tambaleaba lejos de su alcance, como se alejan las manzanas rodando al caer de un carro en marcha. En parte quería seguirlas, atraparlas y amontonarlas de algún modo, pero por otro lado prefería esperar a que dejasen de rodar. Necesitaba más tiempo para encontrarle el sentido a todo. Nada, nada en absoluto, volvería a ser como antes.
—¿Qué me dices de la tormenta? —preguntó al final—. ¿Sospecha Dail algo al respecto?
—Claro que sí. Dijo que no era normal que las tormentas llegasen tan al noreste en esta época del año. Normalmente provienen del sur, del desierto. Alguien estuvo jugando con el tiempo atmosférico.
—¿Quién?
—No tengo ni idea —respondió Alderan, pensativo—. Hay pocas personas lo bastante fuertes como para tejer algo de esa magnitud, y te hablo de las pocas que conozco. Las tormentas no son lo que podría llamar fenómenos locales. Sus causas se extienden a lo largo de decenas, incluso cientos de millas. La temperatura del agua o de la tierra, la dirección del viento, todo contribuye o se confabula en enormes distancias para dar pie a las condiciones que causan una tormenta. Controlar todas esas energías y manipularlas para concentrarlas en una zona específica requiere de una inmensa habilidad, o de una aptitud natural para el canto del tiempo atmosférico. Recuerda que nosotros tuvimos que aunar fuerzas para dispersarla.