«¡Señora! ¡Cantora del barco! ¡Por favor, ayúdame!»
La dama no respondió. Masen aguzó el oído y los sentidos con la esperanza de escuchar otra palabra, pero aparte de los suspiros del mar, el susurro de la lluvia y el estruendoso silencio que invadió el interior de su cabeza, no hubo nada que escuchar.
«¡Dama, por favor!»
Le llegó otra voz, afilada como la hoja de una daga.
«La dama se ha pronunciado. No insistas.»
«No pretendo presionarla, patrón. Tan sólo suplicar su ayuda. Temo por el Velo y el fin de una era.»
El patrón hizo una pausa, pero la sensación de su presencia no desapareció. Era fría, pensativa.
«¿Eres uno de los guardianes?»
«Sí, patrón. Soy el guardián del portal de la orden.»
«No anunciarías en vano semejante amenaza, ¿verdad?»
«Jamás haría tal cosa. He jurado proteger el Velo.»
Otra pausa.
«Dos días. Llegaremos con la pleamar. Prepárate.»
Dos lobos corrían juntos por un prado rocoso. Movían la cola, la lengua afuera, trotando por la hierba alta, mordisqueándose como dos lobatos con permiso para abandonar la guarida por primera vez. Corrieron de un lado a otro, interponiéndose en el camino ajeno, volviendo sobre sí con el sol en el lomo, mientras las doradas hojas de los abedules caían como nevisca. Las liebres tamborilearon para dar la alarma y se dispersaron ocultas bajo la hierba; las perdices alcanzaron el vuelo al cielo azul bajo las patas de los lobos. No tenían motivo para sospechar que los depredadores que cargaban sobre ellos no fueran reales.
Maldición, ella había vuelto a pegarse al terreno y Gair le había perdido el rastro. Miró en torno, pero no vio indicio alguno de la presencia de Aysha. El viento hizo temblar la hierba, cuyas hojas eran lo bastante gruesas para esconder una manada entera de lobos, pero no vio nada moviéndose en ella. El oído le habló de la presencia cercana de un arroyo y de la llamada del gorrión, pero eso fue todo. Levantó el hocico para olfatear el olor de una loba, pero no le llegó nada. Debía de estar a sotavento, pues. Redujo el paso y se volvía ya hacia la ladera cuando una sombra salió disparada de un enebro.
«¡Sorpresa!»
Alcanzó su hombro con el pecho y ambos cayeron al suelo. Él se retorció para inmovilizarla, pero de algún modo se las había ingeniado para hacerlo rodar colina abajo en una maraña de extremidades. Cuerpos retorcidos, intentos vanos de ganar la pelea por la mano cuando terminaran de rodar. Cuando logró incorporarse y librarse de ella, Aysha apoyó la barbilla en las zarpas el tiempo que él tardó en relajarse. En un abrir y cerrar de ojos se alejó de nuevo, aullando alegre.
Gair se dispuso a perseguirla. Necesitaba todo aquello. Después de los días que había pasado en las salas de estudio y los patios de prácticas, era divertido jugar. El entusiasmo de Aysha era contagioso y ambos corrieron incansables, dándose sustos mutuamente, asomando de cualquier escondite que les proporcionase el terreno. Sobre los arbustos, saliendo de las rocas, peleando, sacando partido a la agilidad que les proporcionaban las formas que habían tomado prestadas.
Cuesta abajo, el prado se extendía al acercarse a las fuentes del río. Allí el viento soplaba con más intensidad, era más frío, teñido por la promesa del invierno que se cernía sobre la tierra. Apenas era consciente de la temperatura gracias al grueso pelaje que lo cubría. Lo único que sintió fue la emoción de la caza. El aliento cálido, los fuertes músculos dispuestos a flexionarse para saltar, la mandíbula dispuesta a apresar y subyugar. Ella se volvía más astuta, se sentía más a gusto en aquella forma que él; tuvo que servirse de su propio peso para inmovilizarla.
Pero Aysha no permaneció impasible y clavó las garras en el terreno. Gair no pudo retenerla y, en lo que tardó en parpadear, ella lo tumbó y lo inmovilizó, mirándolo con expresión burlona.
«¡Yo gano!»
Los sonrientes ojos ámbar se volvieron azules cuando ella soltó el canto y su cuerpo recuperó la forma habitual. Gair la imitó. Tan sólo tardó uno o dos segundos más que ella, pero Aysha tuvo el tiempo suficiente para estamparle un beso en los sorprendidos labios antes de echar a correr de nuevo meneando la cola.
«¡Atrápame si puedes!», exclamó, convertida otra vez en loba.
Gair inspeccionó el tablero de ajedrez que tenía delante. Necesitaría algo más que suerte para sobrevivir en esa partida. Un número alarmantemente alto de piezas suyas estaban situadas a un lado del tablero, ante Darin. Había logrado recuperar algo de terreno en los dos últimos encuentros, pero el belisthano seguía liderando el marcador de victorias totales. Su estilo audaz solía deshacer la paciente oposición de Gair, pero esa noche tenía el juego ensartado en un espetón, igual que lo está un ganso en Atardecer.
—Creo que no tengo más remedio que concedértela —dijo Gair.
—No, de ninguna manera.
—¿Cómo que no? Me tienes totalmente acorralado. Mueva lo que mueva, no tienes más que atacarme la reina y, después, hacerme jaque mate en dos movimientos.
Darin basculó el peso del cuerpo en las patas posteriores del taburete, meneando la cabeza y sonriendo de tal modo que daba la impresión de que la sonrisa iba a partirle el rostro en dos, como un melón.
—Aún tienes una salida.
—Sólo un milagro me permitiría salir airoso.
—Confía en mí, amigo mío. Hay un modo de salir del brete en que te has metido tú solito que te permitirá abandonar este cuarto con la cabeza bien alta y el honor intacto. Lo que pasa es que vas a tener que esforzarte.
—La petulancia no resulta atractiva, como sabes.
Gair dobló los brazos sobre la mesa y luego apoyó la barbilla en ellos, contemplando ceñudo el tablero. El caballo de la derecha tan sólo podía efectuar un movimiento que no lo expusiera inmediatamente y que retrocedía en su amplio territorio abierto cuatro casillas más allá de la pieza más próxima de Darin. Únicamente disponía de tres peones que usaba para proteger a la reina. Por mucho que mirase las piezas labradas no vio siquiera el modo de acabar en tablas. En ningún momento había previsto lo que iba a suceder.
—No lo veo.
—Eso quiere decir que no te esfuerzas lo suficiente.
Gair gruñó frustrado, e inspeccionó de nuevo el tablero, una pieza tras otra. Darin continuó columpiándose en el taburete mientras se pasaba de una mano a otra la bolsita de terciopelo.
—Esto no es propio de ti, Gair. ¿Qué te tiene tan distraído?
Debió de haberlo previsto. Hubo pistas más que suficientes. ¿Cómo pudo estar tan ciego? ¿Acaso se había quedado dormido? Que los santos se apiadaran de él, ¿qué demonios se suponía que debía hacer?
—¿Gair?
Había empezado inocentemente. Pasaron la tarde persiguiéndose mutuamente, una tarde no muy distinta de las demás. Al cabo, cuando recuperó su forma humana la encontró entre sus brazos, y ella había aprovechado la momentánea desorientación que siguió al cambio. Santa madre, pero si era su maestra…
«¡Atrápame si puedes!»
Gair acarició el menos esencial de sus peones. Por mucho que se esforzó no pudo alcanzarla, por supuesto, y ella se divirtió de lo lindo mofándose de él. Aún no había aprendido a hablar con la mente, de modo que no pudo responder, y cada vez que saltaba demasiado o que mordía el aire al cerrar la mandíbula, ella reía mientras se le escapaba.
Para humillarlo aún más lo empujó bajo una cascada. Se había situado en un ángulo ciego, le hizo la zancadilla y lo arrojó a un arroyo de pie y medio de profundidad que nacía de una cascada de agua helada. Ni siquiera tuvo la decencia de situarse cerca cuando él se sacudió el agua del pelaje.
Pero el recuerdo de ese beso permaneció más tiempo en él que aquella humedad pasajera. Por un breve instante no superior a un latido de corazón, los labios de ella se unieron a los suyos en una dulce promesa de redención. Gair había dicho días atrás que no la temía, pero por la diosa que sí le daba miedo ahora. Le hacía sentir algo que no se distinguía mucho del miedo. Palmas sudorosas, boca seca, tan fuertes los latidos de su corazón que casi le dolían las costillas; y a ella le bastaba con volver la vista en su dirección.
Supuso que si tenía que compartirlo con alguien, ése era Darin. Habían trabado amistad desde su llegada a las islas. Podía confiar en él. Después de todo, el alegre belisthano no había pronunciado una palabra acerca de su capacidad para cambiar de forma desde que lo había descubierto. ¡Su profesora! En el nombre de todos los santos, ¿qué iba a hacer?
Gair basculó el peón sobre la base con la punta del dedo, intentando aún dar con el movimiento adecuado. Darin dio vueltas rápidas a la bolsita, colgada del dedo índice, canturreando una melodía indefinida.
—¿El movimiento equivocado?
—Digamos que yo no lo haría si estuviera en tu piel, y ésa es toda la ayuda que voy a prestarte.
Gair seguía sin verlo, a pesar de la insistencia del belisthano. Por la diosa, no podía estar más desconcentrado. Aquello no tenía futuro. Ella formaba parte del consejo, y él ni siquiera se había graduado, por mucho que tuviera la capa en el fondo del armario.
—Estoy acabado, Darin, como bien sabes. ¿Por qué no dejas que me rinda para que pueda retirarme a lamerme las heridas?
—Ni hablar. —El belisthano resopló alegre—. Tu asombroso juego te ha llevado a este atolladero, y ahora vas a tener que salir de él por tus propios medios.
—Creo que no tengo más remedio que concedértela —dijo Gair.
—No, de ninguna manera.
—¿Cómo que no? Me tienes totalmente acorralado. Mueva lo que mueva, no tienes más que atacarme la reina y, después, hacerme jaque mate en dos movimientos.
Darin basculó el peso del cuerpo en las patas posteriores del taburete, meneando la cabeza y sonriendo de tal modo que daba la impresión de que la sonrisa iba a partirle el rostro en dos, como un melón.
—Aún tienes una salida.
—Sólo un milagro me permitiría salir airoso.
—Confía en mí, amigo mío. Hay un modo de salir del brete en que te has metido tú solito que te permitirá abandonar este cuarto con la cabeza bien alta y el honor intacto. Lo que pasa es que vas a tener que esforzarte.
—La petulancia no resulta atractiva, como sabes.
Gair dobló los brazos sobre la mesa y luego apoyó la barbilla en ellos, contemplando ceñudo el tablero. El caballo de la derecha tan sólo podía efectuar un movimiento que no lo expusiera inmediatamente y que retrocedía en su amplio territorio abierto cuatro casillas más allá de la pieza más próxima de Darin. Únicamente disponía de tres peones que usaba para proteger a la reina. Por mucho que mirase las piezas labradas no vio siquiera el modo de acabar en tablas. En ningún momento había previsto lo que iba a suceder.
—No lo veo.
—Eso quiere decir que no te esfuerzas lo suficiente.
Gair gruñó frustrado, e inspeccionó de nuevo el tablero, una pieza tras otra. Darin continuó columpiándose en el taburete mientras se pasaba de una mano a otra la bolsita de terciopelo.
—Esto no es propio de ti, Gair. ¿Qué te tiene tan distraído?
LO QUE YACE EN EL POLVO
L
a respuesta tenía que estar ahí, en alguna parte. Con tanto libro, con tanto conocimiento atesorado en esa estancia, alguno habría que tuviera lo que andaba buscando. Pero lo único que había encontrado Ansel hasta el momento eran más secretos. Secretos y mentiras.
Arrugó el entrecejo al cerrar el libro que tenía delante, y después lo empujó hasta el fondo de la mesa, donde se sumó a la docena de volúmenes que había consultado y descartado durante la pasada hora. No tenía tiempo para leerlos todos. Lo único que podía hacer era hojear unas páginas y, a raíz de la lectura, calibrar si podía tratarse del libro que necesitaba. Era el único modo de beldar las montañas de crujientes pergaminos y cubiertas de cuero gastado que a su alrededor hundían los estantes. Lo acosaba constantemente el temor de que pudiera escapársele el libro que necesitaba.
Un leve carraspeo a su espalda señaló el regreso del bibliotecario encargado de ayudarlo. Ansel aligeró la expresión cuando el delgado joven, vestido con túnica marrón, puso otra pila de libros en la mesa, a la altura del codo.
—Los últimos libros de la estantería, mi señor —le advirtió.
—Gracias. Tú eres Alquist, ¿verdad?
—El mismo, mi señor. —La sonrisa nerviosa que asomó al rostro poblado de espinillas emprendió la huida, asustada—. Humm. ¿Es todo, mi señor?
—No, hijo mío. Aún tengo trabajo para ti.
El siguiente libro era una obra monumental, cuyas combadas cubiertas de madera se cerraban con correas, y que tuvo que ser transportado hasta la mesa por dos bibliotecarios. Era poco probable que fuese la obra que buscaba, pero no podía permitirse el lujo de pasar por alto ningún libro sólo por el tamaño. El esfuerzo de abrirlo le supuso un gruñido. Las páginas tiesas se hallaban en mejores condiciones de lo que la encuadernación había hecho suponer a Ansel, pero la tinta estaba tan descolorida que era difícil entender la letra. Acercó un poco más la luz. Por la diosa, tardaría una semana en descifrar la primera página de prieta caligrafía.
—Son pasadas vísperas y se supone que tendríamos que cerrar el archivo. El custodio…
—Dime, Alquist. —Ansel se recostó en la silla y se las ingenió para que la dorada hoja de roble que lucía en el pecho reflejase la luz—. ¿Quién es el preceptor de nuestra orden? ¿Yo o el custodio encargado de los archivos?
—Tú, mi señor, por supuesto. Pero el custodio…
—El custodio ha de custodiar —repuso Ansel con voz ronca—. Gracias, Alquist. Te avisaré cuando te necesite.
El bibliotecario se introdujo las manos en las mangas e inclinó la cabeza, pero no antes de que Ansel reparase en la expresión desolada que compuso.
—Por supuesto, mi señor —dijo el bibliotecario, que acto seguido se retiró a la sala principal.
Ansel lo vio alejarse, mordiéndose el labio. Sin duda el custodio de los archivos dedicaría al joven alguna que otra palabra malsonante, pero no había gran cosa que hacer al respecto. Tomó nota para procurar que no castigaran al muchacho por ser incapaz de imponerse a un superior suvaeano, y luego tomó nota también de que posiblemente no tardaría en ensartar con un alfiler al propio custodio. Ese tipo parecía tener un concepto exagerado de su importancia. ¿A quién creía estar protegiendo? ¿A la viva Iglesia, o a los preceptores que habían mordido el polvo en el albor de los tiempos?