Gair torció el gesto.
—Supongo que a estas alturas todo el mundo lo sabe —dijo, alicaído.
—Quienes estuvimos presentes aquel día sabemos qué significa cuando un novicio informa que la maestra Aysha pretexta que estás estudiando con ella. Tal vez algunos de los estudiantes también hayan juntado las piezas del rompecabezas. Sabrás lo difícil que es guardar secretos en un lugar como éste. Los estudiantes chismorrean más que las ancianas el día de hacer la colada, y Aysha ni siquiera pretende mostrarse discreta respecto a su particular don.
A Gair le hubiera gustado poder llevar la contraria al maestro. A Aysha no parecía importarle quién estuviera al corriente de sus habilidades, pues no las ocultaba a ojos de nadie en la casa capitular. Él no se sentía cómodo con ello. Era algo demasiado personal para compartirlo con el resto del mundo. Pero la suerte estaba echada, así que tendría que acostumbrarse a ello. Barin se alejó por el corredor.
—Recuerda, mañana a media prima, ¡no te retrases ni un segundo!
RUMORES
N
o iba bien. Tendría que volver a empezar desde el principio. Gair bajó la espada y anduvo de vuelta al patio. Había acudido puntual el día anterior a la agotadora clase bajo la atenta y crítica mirada de Barin, y le había costado bastante concentrarse en el canto con el repiqueteo de la lluvia en la ventana del salón de conferencias, y el viento gimiendo en el hueco de la chimenea como un tropel de espectros, por no mencionar lo preocupado que estaba por Darin. Había transcurrido un día entero sin tener noticias de la enfermería, lo cual había mermado aún más su capacidad de concentración. En el último enfrentamiento había estado a punto de cortarse los dedos de los pies.
Secó con una toalla el sudor del rostro y el pecho, y bebió un vaso de agua. Era tan temprano que aún reinaba la oscuridad, pero había creado brils a lo largo del borde del alero del tejado, y la luz blanquiazul que desprendían brillaba como la luna, aunque no despidieran la menor calidez. Si se quedaba quieto mucho rato, el viento privaría a sus músculos del calor que les había proporcionado en la pasada hora, hasta tal punto que daría lo mismo arrojar la toalla y volver a la cama.
Puso ambos pies en la primera posición y luego blandió lentamente la espada, con cuidado, antes de avanzar. Volvería a ejecutar las rutinas más básicas, las que conocía tan bien como respirar, y a partir de ahí intentaría recuperar la concentración. De otro modo, al día siguiente Haral lo enviaría derechito a la clase de los novicios.
«Primera posición. Respira hondo. Espera un latido de corazón… y empieza.»
No se oía ningún otro ruido, aparte del que hacían sus pies en el frío terreno, el silbido del aire en las briznas de hierba. Gair mantuvo la respiración bajo control y, poco a poco, fue recuperando el ritmo. El fluido y suave bascular del peso de un pie a otro. El equilibrio y la compensación iban de la mano, de modo que cuanto más rápido se movía más lentamente discurrían sus pensamientos hacia el punto de perfecta y glacial claridad donde no tenía que pensar siquiera, puesto que sus músculos ya sabían qué hacer.
Cuando alcanzó el extremo del patio, volvió a empezar por el principio, pasando por cada bloqueo, parada, estocada, del ritmo que llevaba grabado en la cabeza. Selenas solía dar palmadas para marcar el compás mientras se desplazaba de un lado a otro de las hileras compuestas por esforzados novicios. Aunque el nudoso maestro de esgrima se encontraba muy lejos, Gair aún podía oír el preciso compás de cada ejercicio. Hacía tictac como los latidos de corazón, y sus pies obedecían, llevándolo de una rutina a otra, como en un baile.
Mejor. Mucho mejor. Después de todo, tal vez no daría una imagen pésima en la próxima clase de Haral. El maestro de armas le había asignado la semana anterior a un nuevo compañero, un syfriano recio como un buey, con aspecto lento hasta que asió el palo con ambas manos, momento en que Gair se vio riñendo con un remolino sólido y fuerte como la muralla de un castillo. Hasta que mesuró la capacidad de su oponente, estuvo a punto en más de una ocasión de llevarse un buen golpe. A pesar de todo, al terminar la clase tuvo que hacer un esfuerzo para despegar los dedos de la espada de madera con la que practicaba. La próxima vez quería presentar una defensa más sólida.
El sol casi se había alzado del todo cuando tuvo la sensación de que alguien lo estaba observando. El desánimo se impuso. No era un buen día para tolerar a Arlin y a sus secuaces. Dejaron de adulterar el agua de su jarra cuando alguien quiso echarle una guindilla entera y descubrió que Gair sabía cómo tejer un encantamiento de protección que funcionaba como un cepo que se cierra sobre su presa. Cuando Gair sintió la descarga del encantamiento, siguió adelante con las rutinas de espada, de modo que no alcanzó a ver quién lo había hecho saltar, pero al día siguiente uno de los amigos de Arlin, Nenris, llevaba dos dedos entablillados. Así las cosas, el asunto quedó en tablas, pero Gair supo más allá de toda duda que la partida distaba mucho de darse por concluida.
No permitiría que arruinaran una concentración en cuya recuperación había puesto tanto empeño. Si estaban dispuestos a divertirse a su costa, por él podían seguir ahí sentados hasta que terminara. Hizo el esfuerzo de aislarse de todo, lanzó un tajo y se volvió al finalizar la rutina. Diez pasos más. Ocho. Tres. Giro y final.
Como si hubiera atrapado el eco del bril, la hoja relampagueó blanquiazul y se detuvo a la altura de la garganta de Sorchal. El atezado elethrainiano, sentado en la barandilla que bordeaba el camino, levantó ambas manos en un burlón gesto de alarma.
—¡Cuartel, señor caballero! ¡Me rindo!
Jadeando, Gair apartó la espada.
—Perdóname, esperaba a otra persona.
Su interlocutor enarcó las cejas negras.
—Ah, pero ¿hay más gente despierta a esta hora de la mañana?
—Tú, por ejemplo —replicó Gair.
—Eso es porque aún no me he ido a dormir —dijo Sorchal, a quien le centellearon los ojos.
—¿Has pasado una buena noche en el Dragón Rojo?
—Podría decirse así. —El elethrainiano bajó de un salto de la barandilla y le tendió la mano—. No creo que nos hayan presentado formalmente. Sorchal din Urse, hedonista y haragán.
Gair se secó en la ropa blanca el sudor de las manos y estrechó la mano que le tendían.
—Gair. Excomulgado leahno e hijo bastardo.
Sorchal esbozó una sonrisa torcida. Tenía fracturado uno de los dientes, lo que proporcionaba un aire travieso a la sonrisa, y eso, combinado con los ojos esmeralda y el atractivo moreno, hizo que Gair empezase a comprender algunas de las historias que circulaban por ahí.
—Ya me caes bien. Eres de los que siguen su propio camino. Sólo los aburridos respetan las normas. —Miró en dirección a la muralla este, donde el brillante hilo de luz apenas superaba las tejas—. ¿Siempre madrugas tanto?
—Casi todos los días. Me gusta el silencio.
—Y te mantiene apartado de Arlin —señaló Sorchal—. Supongo que te debo una, leahno. Ya iba siendo hora de que alguien diese una buena patada en el trasero a ese gallito. Me encantaría haber tenido la destreza suficiente para hacerlo yo.
—Te he visto en la clase de Haral. Eres bueno.
El elethrainiano hizo un gesto de negación con la cabeza.
—La espada de hoja larga no es mi auténtica arma. A mí se me da mejor la ropera. Con ella resulta más sencillo cortar la cinta del cabello de una muchacha. —Hizo un gesto de muñeca con una espada imaginaria—. Si lo intentara con esa hoja de carnicero que empuñas, probablemente acabaría decapitando a alguien, ¿y después quién estaría dispuesta a recibir mis besos?
—¿Su afligida madre, quizá?
—¡Ah, vil calumnia! —acusó Sorchal—. Fue una boda, no un funeral, y la dama en cuestión era la madre de la novia, y no de la difunta. —Su expresión afrentada adoptó de nuevo otra sonrisa deslumbrante—. Aunque debo admitir que tu versión añade cierto tono picante a mi reputación de bribón.
Gair recogió la toalla, que se colgó sobre el hombro. Había llegado el momento de parar si pretendía darse un baño y comer algo antes de acudir a la clase del maestro Coran.
—A juzgar por lo que he oído, me maravilla que ningún marido afrentado te haya ensartado como un pichón.
—El truco, amigo mío, es que no te pillen. Además, a mí lo que me sorprende es que no tengas tu propia corte de tórtolas. Tanto hacer ejercicio desnudo de cintura para arriba. Casadas o doncellas, a las mujeres les encanta ver sudar a un hombre.
Sorchal le guiñó un ojo y rompió a reír cuando Gair agachó la cabeza para ocultar el rubor que se le extendía por el rostro.
—Discúlpame, no tendría que burlarme de ti —dijo, intentando parecer contrito—. Bueno, yo ya te he entretenido bastante, y la cama me está esperando. Si te dejas caer una noche por el Dragón, será un honor para mí invitarte a una copa de lo que más le plazca a tu paladar, aunque sólo sea por la lección que le diste a Arlin.
Dicho lo cual se echó la capa al hombro y cruzó a buen paso el patio, silbando. Cuando alcanzó la puerta, se detuvo un instante.
—Por cierto —dijo—, he apostado cinco imperiales por ti. ¡No me defraudes!
Gair sacudió la cabeza y recogió el resto de sus pertenencias. Las conquistas de Sorchal corrían en boca de todos en el dormitorio, tanto que reducían a Darin a un modelo de castidad, pero era tan afable que era imposible sentir antipatía por él. Incluso la imponente arrogancia la salvaba un sentido del humor que hacía de ella una característica más de su carisma, en lugar de algo ofensivo.
Después de darse un baño y cambiarse la ropa, Gair caminó de vuelta a su cuarto para dejar la espada. Cuando abrió la puerta encontró a Tanith inclinada sobre su escritorio, pasando las hojas de uno de los libros que había tomado prestados de la biblioteca.
—
El príncipe Corum y los cuarenta caballeros
—dijo ella, levantándolo—. También es uno de mis favoritos. Recuerda que no tienes que creer una palabra de lo que dice el autor respecto a los astolanos. No creo que llegase a conocer a ninguno.
—¿Las orejas?
—Como podrás ver no terminan en punta. —Cerró el libro, que devolvió a la pila—. Pensé que te gustaría saber que tu amigo Darin ha despertado y se está recuperando bien. Dice Saaron que gracias a ti logrará volver a ser el mismo de siempre.
—¡Qué buena noticia! —Gair ya no sintió el cansancio—. ¿Puedo visitarlo?
—Pues claro. Te acompañaré. ¿Siempre es tan inquieto? Nos está costando lo nuestro mantenerlo en cama.
Afuera, en el patio de los dormitorios, el viento no había dejado de gemir. Las hojas secas giraban en torbellino alrededor de sus pies, y las losas y las tejas en lo alto relucían como peltre bajo el cielo apagado.
—Perdona mi brusquedad, pero ¿te han evaluado ya? —preguntó Tanith mientras caminaban—. Aparte del personal y los niños, aquí eres el único que no lleva capa o túnica.
Gair pensó en la prenda azul de lana, doblada cuidadosamente en el fondo del armario.
—Nadie ha mencionado nada al respecto. Aún —respondió sin faltar a la verdad—. Supongo que no se habrán decidido.
—Pero llevas aquí… ¿cuánto? ¿Tres meses? —Y cuando lo vio asentir, añadió—: Es la primera vez que el consejo se toma tanto tiempo.
—Tal vez no sepan qué hacer conmigo.
Tanith le miró con curiosidad.
—Recuerdo cuando tuve que atender el golpe que te dieron en la cabeza. Por lo que vi entonces parecías muy fuerte, más que cualquiera que haya conocido en lo que llevo aquí, a excepción de algunos maestros. ¿Qué estás estudiando?
—Todo, creo. Tengo práctica de armas dos veces por semana con el maestro Haral; el maestro Coran me da clase de encantamientos de protección; luego Barin, Eavin, Esther y Dogril se encargan de los cuatro elementos, y el resto me anima a probar todo aquello que no esté aprendiendo con los demás.
Tanith enarcó ambas cejas, sorprendida.
—¿Eres lo bastante fuerte en los cuatro elementos?
—Eso parece. No ha habido nada de todo lo que he intentado hacer que no haya logrado dominar con paciencia y práctica.
La sanadora astolana lo miró con asombro, y luego pronunció una palabra en su propia lengua que, a juzgar por cómo sonó, tenía aspecto de no ser propia de una dama. Extendió ambas manos hacia el rostro de Gair.
—¿Puedo?
Él reculó.
—Depende de qué te propongas hacer.
—No te dolerá.
—Eso dijo el maestro Brendan cuando quiso saber por qué me parecían tan sencillas las ilusiones. Me dejó con un dolor de cabeza tan fuerte que veía doble.
Ella rió.
—No te preocupes, sólo quiero mirarte.
Puso las manos en ambas mejillas y cerró los ojos. Su mente sobrevoló la superficie de sus pensamientos con el tacto de una pluma; no fue desagradable, más bien le produjo cierto cosquilleo.
—¿Qué haces?
—Shh. Tengo que concentrarme.
La luz y su calidez lo inundaron de forma tan repentina que dio un respingo. La exploración lo recorrió desde la coronilla a los dedos de los pies, y desde los dedos de los pies a la coronilla, de modo que se le estremecieron todos los nervios y se le puso la piel de gallina. Fue consciente del picor de la lana de los calzones, la piedra helada bajo la suela de las botas, y el vello del cogote, del millar de sensaciones cotidianas que por lo general su mente bloqueaba.
Tanith abrió los ojos y apartó las manos, momento en que las sensaciones se desvanecieron. Los ojos de ella lo miraron con curiosidad, como cuando un joyero valora a simple vista una piedra preciosa.
—Sin ir más allá no sabría decir cuál puede ser el alcance de tu potencial —dijo lentamente—. Un ensayo completo requeriría de dos sanadores y, probablemente, media docena de maestros, dado todo lo que he podido ver, y sería mucho más exhaustivo que las pruebas iniciales. No suele llevarse a cabo, ¿comprendes? Sólo en casos especiales.
—¿Y?
—Bueno, yo diría que es probable que seas uno de esos casos especiales. Pediré a Saaron que lo exponga la semana que viene en el consejo, y luego ya veremos. Lo que está claro es que, sea como sea, eres un graduado.
Ya en la puerta de la enfermería, Gair le abrió para que ella pasara y la siguió a través de la sala de espera hasta la estancia donde las camas se alineaban en las paredes. Había pocos pacientes, así que la mayoría de las plazas estaban vacías. Tanith hizo una pausa en el escritorio para cruzar unas palabras con el sanador que estaba de guardia, y luego señaló hacia un lugar de la sala.