Bajo la hiedra (9 page)

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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

BOOK: Bajo la hiedra
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Gair arrugó el entrecejo.

—Pero el Índice fue creado para mantenernos libres de pecado.

—¿Y qué pecado es ése? —replicó el anciano—. ¿El pecado de la filosofía, la astronomía, la medicina? No, el Índice fue creado para controlar el conocimiento y mantener a la gente en la ignorancia, para que los demás sigan pensando que la fiebre intermitente se debe a un desequilibrio de los humores corporales, en lugar de por cavar la letrina demasiado cerca del pozo.

—No es eso lo que me enseñaron.

—La Iglesia te enseñó lo que quiso enseñarte. —Alderan carraspeó antes de dar una fuerte chupada a la pipa—. Os han conducido con las anteojeras puestas, muchacho. Confía en mí, estás mucho mejor lejos de ese sitio. La Iglesia aún tiene en su hombro la mano muerta de la Inquisición.

—¿Qué quieres decir?

—Conoces la historia, ¿no? ¿De cómo se fundó el Imperio? Una docena de pequeños ducados disputaban entre sí, demasiado suspicaces para unirse. Ninguno era lo bastante fuerte para plantar cara por su cuenta cuando los clanes nimrothianos descendieron por los pasos. Fue necesaria la Iglesia para forjarlos en algo que pudiese impedir el avance de Gwlach.

—El gran rede declaró la crisis de la fe. Tuvieron que unirse o afrontar la excomunión.

—Y después, por supuesto, la Madre Iglesia tuvo al emperador metido en el bolsillo. Éste gobernó según el capricho de los lectores. Cualquiera que desafiase el dominio eclesial, o pronunciase la palabra equivocada en el oído adecuado, encontraba en su puerta a la mañana siguiente a las túnicas negras.

—El maestro de novicios no lo cuenta así.

El anciano resopló.

—Bueno, y ¿por qué habría de hacerlo? La Iglesia guarda demasiados secretos. —Alderan estiró las piernas hacia el fuego y cruzó los tobillos—. Ahora vivimos en una era de la razón, con relojes, fábricas y hojas de papel que nos ponen al corriente de las noticias. Pero debido al legado de la Inquisición, hemos perdido algo realmente precioso. No nos queda casi nadie capaz de escuchar los cantos de la tierra.

—Excepto yo.

—Y quienes son como tú, sí. He conocido a varios durante mis viajes por todo el Imperio. La mayoría se sienten como tú, incomprendidos, confundidos, extraviados. Intenté ayudarlos en la medida de lo posible.

—¿Se debe a eso que me ayudaras a salir de Dremen? —Gair miró a través del fuego la figura en sombras de su interlocutor—. ¿Quién eres, Alderan? Casi sabes tanto de medicina como el hermano enfermero, y más acerca de mi don de cuanto yo pueda saber. ¿Qué es? ¿De dónde procede? A partir de ahora ¿qué va a ser de mi vida? ¿Qué haré con esto? —preguntó levantando la mano marcada.

—¡Son tantas las preguntas que no sé ni por dónde empezar! —El anciano rió entre dientes—. Bueno, soy un estudioso. Colecciono libros, cuanto más antiguos y raros mejor. Tenemos tantas cosas que aprender del pasado que merecen no caer en el olvido… Respecto a dónde puedes ir, eso depende de ti. Hay lugares donde la cicatriz no supone un impedimento.

—¿Dónde? El primer lector que la vea me cargará de grilletes.

Después de la cena, Alderan había vuelto a hacerle una cura y le había vendado de nuevo la herida. La forma de la marca del brujo era claramente visible, a pesar de la hinchazón y las ampollas. Cuando desaparecieran quedaría una cicatriz que resultaría muy difícil disimular.

—No necesariamente. Sé de uno o dos que hacen una interpretación más flexible del
Libro de Eador
.

—Es una doctrina, Alderan. «No permitirás que un brujo siga con vida.»

Gair oyó aquellas palabras, pronunciadas en su recuerdo por el Anciano Goran. La ley estaba hecha de blancos y negros, tanto como el suelo ajedrezado del salón del rede. Su sensación de miedo se agudizó.

—¿No depende eso de tu definición de brujería? Antes dije que no creía que fueras brujo. No creo que lleves dentro la capacidad de hacer esa clase de daño.

—Entonces, ¿qué soy?

—Un joven capaz de convertirse en aquello que se ha propuesto ser —respondió Alderan—. Gozas de salud, se te da bien la espada, pues de no haber sido ése el caso te habrían enviado al escritorio, de modo que hay muchos lugares donde podrías ganarte la vida y en los que la marca de tu mano no provocará más que alguna que otra ceja enarcada. Podrías ser el guardián de un mercader, o servir en la mesnada de algún terrateniente. El Ejército Imperial. Incluso podrías convertirte en mercenario. Es un modo de vida caracterizado por la incertidumbre, pero he oído que se ganan bien la vida. Dicen que Kasrin de la Glaive vive como un príncipe.

Tal como lo había expuesto Alderan, sonaba fácil, a pesar de lo cual Gair no vio más que obstáculos. Ni dinero, ni familia a la que recurrir… Diablos, ni siquiera tenía caballo propio.

—Ojalá todo fuera tan sencillo.

Alderan permaneció callado un rato. Luego se sacó la pipa de la boca y exhaló un largo penacho de humo al cielo nocturno.

—También podrías acompañarme a poniente —propuso—. Tengo una escuela en Penglas, en las islas Occidentales. Allí podrías estudiar, tal vez convertirte en profesor con el tiempo, o aprender un oficio. Tendrás libertad de ir y venir como te plazca. Como mínimo eso te alejaría de aquí. No me quito de encima la sensación de que cuanto más tiempo sigamos en Dremenir, mayor es la probabilidad de que nos topemos de nuevo con los hombres de Goran, digan lo que digan las leyes jurisdiccionales.

—Eso es muy amable por tu parte, pero, con todos mis respetos, apenas nos conocemos. Te has tomado demasiadas molestias para ayudarme en la ciudad, pero no puedo pedirte que hagas más sacrificios por mí.

—Bobadas. Es mi deber de buen eadoriano tender una mano amiga a quienes son menos afortunados que yo, y, visto desde mi perspectiva, sigues perteneciendo a esa categoría. Será un placer tenerte de compañero de viaje, aunque sólo sea por la conversación. Ya te adelanto que en un camino tan largo, de al menos mil millas, no se tarda en averiguar que los caballos no es que sean muy parlanchines.

—¿Mil millas? ¿Para ir a buscar libros antiguos?

—Me gusta viajar. —Una hilera de dientes asomó en torno a la boquilla de la pipa—. Además, los ejemplares más raros se reparten a lo largo y ancho de las doce provincias, y más allá. Anhelo visitar Sardauk el año que viene. En Marsalis tienen una espléndida biblioteca, y su universidad supera en antigüedad al Imperio. Por alguna razón el desierto alumbra a los mejores estudiosos. Puede que toda esa arena y el calor ayuden a la concentración mental.

Gair observó la fantasmagórica silueta de una lechuza sobrevolándolos en busca de cena. Alderan únicamente lo había tratado con consideración desde que despertó en la fonda, y su sugerencia de viajar a las islas le apetecía mucho más que las demás alternativas. Siempre le había gustado leer. Aventuras, historias, incluso los poemas épicos de las gentes del norte cuando estaba de humor para ello. La biblioteca de la casa materna contaba sobre todo con textos eclesiásticos, pero algunos de los primeros monjes se tomaron la molestia de dejar constancia de la historia de las tierras desde la Fundación en adelante, y hubo muchos que le entretuvieron.

—¿Qué puedo hacer ahí, en las islas?

—Lo que tú quieras. Podrías seguir tu propio camino.

—Y ¿no te importa lo que soy? Me refiero a la magia.

—Ni lo más mínimo. Tú y las demás personas que he conocido sois, casi sin excepción, gente decente, honesta, mejores eadorianos que muchos de los lectores que conozco, incluido nuestro querido amigo el Anciano. Ya he dicho que soy cauto en mis tratos con los hombres de la Iglesia, y tan sólo a un puñado puedo llamarlos amigos.

—¿Es el lector de tu parroquia uno de ellos?

Alderan rió de buena gana.

—Por supuesto. Es un tipo estupendo que me envía una botella de buen vino blanco de Tylan cada Atardecer, y que no me mira con el ceño arrugado si no acudo a confesarme. Quede constancia, Gair, de que a juzgar por nuestra breve relación, serías bienvenido en mi casa.

«Bienvenido» era una palabra que no había escuchado con la frecuencia deseada. Quienes mejor lo conocían lo habían desterrado de Leah, y quienes debieron perdonarlo fueron los mismos que lo expulsaron de la casa materna. La persona que le había tendido sinceramente la mano era a quien menos conocía, y ya estaba cansado de que todo el mundo lo rechazara.

—¿Cuánto llevaría el viaje?

—Mucho me temo que lo que queda de verano, aunque podríamos hacer la mayor parte del camino a bordo de un barco y ahorrarle a nuestros traseros el contacto con la silla de montar. ¿Debo entender que has decidido acompañarme?

—Siempre me han gustado los libros.

—Comprendo. Pues bien, tenemos unas cuantas millas hasta Mesarilda y éste ha sido un día agotador para ti. Procura descansar.

Gair se tapó hasta los hombros con la manta. A poniente. Un nuevo comienzo, una vida propia, en lugar de la que otros habían decidido para él. Eso podía ser bueno, ¿no? Cerró los ojos. Además, no tenía muchas alternativas precisamente.

6

PREGUNTAS

L
a silla de madera era recta como un santo e inflexible como un roble negro de la Puerta del Traidor. Gair forcejeó como pudo con los brazos atados tras el respaldo, pero no sirvió de nada. Prácticamente había perdido la sensibilidad en la espalda.

Serios y pacientes como cuervos posados en una cerca, los tres interrogadores aguardaban. Idénticos con sus túnicas negras, con máscaras como de porcelana cristalizada, nada distinguía al portavoz.

—¿Estás incómodo?

Cabeceó en sentido afirmativo. Le ardían los hombros y le dolía el cuello debido al esfuerzo de mantener la cabeza en alto.

—Todo esto terminará pronto. Luego podrás descansar. —El tono suave, melifluo, era más propio de un confesionario que de la sala desnuda, de paredes encaladas, donde los interrogadores desempeñaban su labor—. Tal vez puedas darte un baño, disfrutar de una comida caliente. ¿Eso te gustaría?

Otro cabeceo. Agua caliente. Toallas esponjosas, cálidas, para envolverlo, como si se tumbara sobre las nubes de verano. Sí.

—Lo único que queremos es la verdad. —Fue una voz distinta esa vez. Más ronca, carente de inflexión, dura como una piedra. La voz apropiada para un interrogador.

—Os he dicho la verdad.

Una de las máscaras apartó la mirada. Otra ni siquiera se movió. La tercera, situada en el centro, se inclinó inquisitoria.

—¿De veras? Eso es imposible, o no estarías aquí. Las preguntas son muy sencillas. ¿Por qué no respondes a ellas con sinceridad?

—Os he dicho la verdad.

—Vamos, Gair —reprobó la voz suave, la de un maestro de escuela decepcionado con su alumno favorito—. Sabes que no es así. Hemos sido pacientes contigo y no creo que te estemos pidiendo gran cosa. Lo único que queremos es la verdad. Ésa es nuestra labor, obtener la verdad. Lo único que tienes que hacer es dárnosla. Es muy simple.

Siempre las mismas preguntas, y las había respondido más veces de lo que podía recordar. Les había contado la verdad, una y otra vez. Les había dicho lo que pensaba que querían oír, pero las mentiras tampoco los satisficieron. Ellos repitieron sus preguntas, y no se tomaron bien que no tuviera nada nuevo que decirles. Y estaba ya demasiado cansado de todo aquello.

—No tengo nada más que deciros. —Tiró de las correas y el cuero grueso le hirió las muñecas—. ¿Cuántas veces más vais a querer oírlo?

—Mentir ante la diosa es pecado —dijo abruptamente la voz ronca—. El mundo es como es y decir lo contrario equivale a degradar la perfección de su creación. ¡Responde a las preguntas que se te hacen, o afronta el castigo por tu pecado!

—He respondido a las preguntas. —La sangre goteó de las manos de Gair.

—¿Quién es tu demonio?

—No tengo demonio.

—¿Quién es tu demonio?

—¡No tengo demonio! ¡Os lo he dicho un millar de veces!

—¿Quién es tu demonio?

Negó con la cabeza. No tenía sentido. Las mismas preguntas, las mismas respuestas, una y otra vez, y vuelta a empezar. Un centenar de años en esa condenada silla, con el culo tieso y las piernas dormidas y sometidas a calambres que no había forma de aliviar porque se las habían encadenado al suelo. Mil años encerrado en ese malsano y húmedo cuarto, respirando el humo acre del rancio aceite de la lámpara, además de su propio hedor. No tenía sentido.

—¿Quién es tu demonio?

—Perdéis el tiempo.

—¡Habla, muchacho, y salva tu alma! ¿Quién es tu demonio?

—¡No tengo demonio! Por el amor de la diosa, ¿es que no me estáis oyendo? —Le tembló la voz—. ¡No tengo demonio!

—¡Blasfemas!

—La blasfemia es pecado, Gair. Mentar su nombre en vano de ese modo… —Vozsuave sacudió lentamente la cabeza, desaprobador, triste.

—Cuéntanos lo que queremos saber —espetó el otro interrogador—. ¡No nos mientas!

—No sé qué queréis que os diga. —Gair crispó los puños y volvió a abrirlos, empapados los dedos en su propia sangre—. Ya os he contado la verdad. No tengo demonio. No tengo familiar. No existe ningún aquelarre.

—Limítate a responder a las preguntas.

—Es lo que he hecho. ¿Qué más queréis?

—Queremos la verdad.

Finalmente habló el tercer interrogador. Su voz era culta, sedosa. Incluso refinada.

—No nos has dicho la verdad. Por tanto, es necesario alentarte para que seas honesto.

Un guante negro emergió de una manga e hizo un gesto imperceptible. Manos invisibles corrieron un cerrojo tras la silla, momento en que los brazos de Gair recuperaron su postura normal. De pronto una marea ardiente, un cosquilleo, los recorrió a medida que la circulación sanguínea fue recuperándose, al menos hasta que tiraron de las cuerdas para colgarlo de las anillas de la pared y, de ahí, pasar a manos de los silenciosos lacayos de los interrogadores.

—No, por favor.

Lo levantaron de la silla, estirados los brazos por las cuerdas. Las piernas protestaron con continuos calambres. Más alto. La sangre volvió a circular, perforándolo con agujas diminutas. Y aún más alto. El dolor laceraba todos y cada uno de sus músculos. El sudor hizo que le dolieran las mordeduras de las correas en las muñecas.

—¡Piedad, por la diosa!

El cáñamo crujió, tenso como los obenques de un barco.

«Oh, madre, sé luz y consuelo ahora y en la hora de mi muerte.» Movió los dedos de los pies con la esperanza de tocar suelo. «Me postro ante ti…»

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