Balas de plata (20 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

BOOK: Balas de plata
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—Espere... espere... escúcheme aunque sólo sea un segundo —le rogó Bobby.

—Y tú, Cheyenne, parece que jamás en tu vida hayas escuchado nada de lo que he tratado de enseñarte. Te diré lo que voy a hacer por ti. Te voy a comprar un billete de avión para que puedas volver a casa y ver a tu madre. O, si lo prefieres, también puedes quedarte aquí. No me vendría nada mal un poquito de ayuda... me hago viejo y estos caballos necesitan muchos cuidados.

—¡Un momento, joder! Haga el favor de escucharme —le dijo Bobby.

—No. —Bannerman cruzó ambos brazos sobre el pecho—. Si no me equivoco, le he rogado qué se marchara. Mi ancianidad no me impediría echarle yo mismo —dijo.

—Chey, háblale tú a este tío, ¿quieres? —dijo Bobby. Se pasó las manos por las sienes, con sumo cuidado para no deshacerse las púas de cabello—. Creo que a mí no me va a hacer caso.

Chey saltó de la cerca al suelo y se alejó de ambos.

—Déjalo correr, Bobby —dijo—. No es un hombre que se deje convencer porque sí. Ése es uno de los motivos por los que le respeto tanto.

La vergüenza le ardía en el rostro y quería marcharse.

—Chey —le insistía Bobby, pero ella siguió caminando.

—En esa misma carretera hay un campo de tiro. Por cincuenta dólares me van a impartir un curso de tiro con armas de fuego básicas —dijo—. Lo había mirado antes. Ya me imaginaba lo que iba a contestarte mi tío.

—Cheyenne —la llamó Bannerman. Había hielo en su voz. La joven se detuvo, pero no se volvió. Pensó que iba a prohibirle que viajara al Ártico. Tendría que haber sabido que no lo haría. No tenía derecho a prohibirle nada y tampoco era el tipo de hombre que se entrometiera donde no tenía derecho a entrometerse—. ¿Esto ha sido idea tuya de verdad? —preguntó—. ¿Ese espía de pacotilla no te ha enredado en esto?

—No puedo dormir, tío Bannerman. No he logrado dormir una noche entera desde que tenía doce años. —Pensó que las noches de borrachera no contaban—. Cada vez que veo un chihuahua me cago encima. Ese lobo se comió a mi padre, pero eso no es todo. También me jodio a mí la vida entera. Tengo que resolverlo.

—Si vas hasta allí, lo único que lograrás será que te maten. No podrás luchar contra un licántropo. Son más fuertes que nosotros.

—Yo sé de algo que es más fuerte que ellos —le propuso Bobby—. Una bala de plata. Conozco a un tío en Medicine Hat, un orfebre, que me las está preparando. Pero si Chey no sabe disparar una pistola, un cartucho de plata calibre antitanque no le va a servir para nada.

—Es usted muy taimado, señor Fenech —dijo Bannerman. A continuación, sacó el teléfono móvil del bolsillo y marcó un número.

Capítulo 30

Faltaba... faltaba poco. La carrera de diez kilómetros finalizaba con una serie de obstáculos. Una mano tras otra, balanceándose sobre un gigantesco armazón de tubos de metal. Arrastrándose bajo el alambre. Chey echaba resoplidos al pasar por los neumáticos, pero le quedaron fuerzas suficientes para agarrarse al extremo superior de la pared. Logró pasar una pierna al otro lado y a continuación pasó la segunda, como le habían enseñado a hacer. El sargento Horrocks, su instructor, empezó a gritarle tan pronto como se metió en el barro.

—¡Como no consigas levantar un poco más esas piernas, tendrás que repetir el puto circuito entero! —vociferó. Era un hombre de poca estatura, duro, de cabello blanco y rizado, y durante sus seis meses de entrenamiento, Chey no le había oído decir ni una sola palabra en tono de conversación. El sargento tenía dos opciones: los gritos o un silencio de menosprecio.

Corrió a la mesa y se ató una venda en torno al rostro. Le quedaban cincuenta y cinco segundos. Sus manos sudorosas agarraron las piezas del arma que se encontraban sobre la mesa. Cajón de mecanismos, cañón, peine. Montó la pistola, la desmontó, la montó de nuevo. Luego se quitó la venda y aguardó hasta que el sargento Horrocks le gritó el alto.

Tenía el corazón acelerado. El cuerpo le ardía de dolor. Había terminado.

—Bastante penoso, pero de todos modos apruebas —le dijo el sargento—. Está bien, has terminado.

Y eso fue todo. Fue hasta el lugar donde se encontraban Bobby y tío Bannerman, sentados en sillas plegables, y se dejó caer sobre la hierba. No le quedaban fuerzas para decir nada, y ellos tampoco la felicitaron. Estaban inmersos en su propia conversación y pareció que a duras penas notaran su presencia. La misma conversación que habían sostenido una y otra vez desde que se conocían.

—Ése es su magnífico plan. Enviar a una mujer sola contra un monstruo.

—Una superviviente de voluntad fuerte, deseosa de curar su psique herida. Ahora, gracias a usted, una superviviente muy bien entrenada.

—Aún no ha cumplido los veinticinco años y se han puesto de acuerdo los dos para acabar con su vida. ¿Usted sabía que Chey teme a los perros? —le preguntó Bannerman—. ¿Cómo va a acercarse al licántropo a una distancia suficiente como para dispararle si le aterrorizan los perros?

—No siempre tiene forma de lobo. A veces es tan humano como usted y como yo. Al menos lo parece.

Bannerman rezongaba.

—De todas formas, será más fuerte y rápido que ella. Será igualmente un asesino. Chey ni siquiera es militar, aunque ahora tenga el entrenamiento básico.

—Si me fuera posible enviar a los militares, lo haría. Ojalá pudiese mandar a un regimiento de infantería —dijo Bobby—. Ojalá pudiera ordenar un ataque aéreo. Pero ese animal es muy avispado. Lo vería venir y se marcharía antes de nuestra llegada.

—Y además necesitaría usted sanción oficial —añadió Bannerman—. Y eso no lo tendrá jamás.

—Sí, eso también. Mire. Lo he hecho tan fácil como he podido. Esperaremos hasta lo más cálido del verano, en un momento en el que ella no se vaya a congelar. Irá hasta allí, haciéndose pasar por una ecoturista que se ha perdido, por si alguien le pregunta. Creemos que el hombre lobo podría tener cómplices humanos que montan guardia para protegerlo. Así tendrá una historia perfecta para justificar su presencia. Bastará con que se acerque lo suficiente para un único disparo, y entonces todo habrá terminado.

—Bueno, y aparte de eso tendrá que escapar de un terreno difícil. ¿También tendrá que matar a los cómplices?

Bobby meneó la mano delante de la cara como si hubiese querido espantar a las moscas.

—Tendré un helicóptero a punto para evacuarla en cuanto sea necesario. Esto no es una misión suicida. ¿Acaso piensa usted que quiero perderla de ese modo? Es mi novia.

—Es un peón destinado al sacrificio. Yo no sé lo que quiere ganar usted con esto, pero sí sé que está dispuesto a dejarla morir.

El corazón de Chey se detuvo por unos instantes al oírlo. Pero no quería abandonar. Se sentó y les miró.

—¿Por qué está usted tan interesado en ese licántropo? —le preguntó Bannerman.

—Ya se lo dije. Es una cuestión de seguridad pública. No quiero que otros canadienses mueran también devorados. —Pero no logró decirlo sin que se le moviera ni un músculo de la cara. Bobby no le había explicado a Chey por qué estaba interesado en ese asunto. La joven se dio cuenta de que no se lo había preguntado nunca.

—Dígame la verdad, joven. —El rostro de Bannerman se volvió de piedra. Sus ojos se transformaron en afilados trozos de pedernal.

Chey conocía bien esa mirada. Ni siquiera Bobby fue capaz de sostenerla, ni de seguir con sus evasivas.

—Está bien —accedió—. ¿Quiere usted saberlo? Es por el petróleo.

—¿Disculpe... ? —le dijo su tío.

Bobby se encogió de hombros.

—No es nada original. Ya lo sé. Pero, de todas maneras, se trata de una cuestión importante. Los satélites informan de que existe una reserva de petróleo sin explotar en el Círculo Polar Ártico. Dicen que podría ascender a seiscientos millones de barriles. Y no está cubierta de arenas de alquitrán, ni de esquistos que impidan que su extracción sea rentable. Lo que tenemos allí es lo que nos interesa, petróleo en bruto. Pero existe un único problema: encima de las reservas hay un hombre lobo. Si empezamos a enviar hombres para que pongan en marcha las prospecciones, el hombre lobo se comerá a unos cuantos. Los peces gordos de Ottawa no quieren pagar el petróleo con sangre. Y por ello no dan la luz verde para las prospecciones. Y además, tenemos que tener en cuenta el terrorismo, porque hoy en día, en mi oficio, hay que tener siempre en cuenta el terrorismo, ¿vale? Usted lo sabe muy bien. Si empezáramos a extraer nuestro propio petróleo, no dependeríamos tanto del Próximo Oriente. Canadá ganaría en seguridad.

—Por favor... —resopló Bannerman.

Los labios de Bobby eran una línea de trazo firme.

—Sí, claro, estamos trabajando con intangibles. Pero no es menos cierto que, una vez matemos a ese cabrón, todas y cada una de las personas que viven en mi país estarán más seguras.

—Y no hay nadie en el mundo que pueda conseguirlo, excepto mi sobrina —dijo Bannerman. Estaba a punto de mostrarle por última vez su desprecio y mandarlo a paseo. Estaba a punto de rechazar todo aquello por lo que Chey había trabajado tanto. Todo lo que iba a necesitar Chey si quería vivir una vida de verdad. La joven se sentó sobre el suelo y le miró, justo cuando él estaba a punto de decirle a Bobby que se marchase y no volviera jamás. Le rogó con la mirada. No como le habría rogado a otro hombre, con ojos suplicantes, sino con los ojos de una mujer adulta. Con los ojos de una mujer capaz de tomar sus propias decisiones.

Bannerman respiró hondo, con dificultad. Luego miró a los ojos de Chey.

—Cheyenne —dijo—. ¿De verdad que esto es lo que quieres? ¿Quieres arriesgarte a morir tan sólo por tener una oportunidad de matar a ese licántropo?

Chey no parpadeó siquiera.

—Sí —asintió.

TERCERA PARTE

Las praderas del Oeste

Capítulo 31

Las brisas que soplaban desde el pequeño lago agitaban las agujas de los pinos y hacían que las ramas se mecieran y cimbrearan. La luz del sol danzaba sobre el agua.

Chey se colocó en posición. Luego alzó el arma y apuntó a la frente de Powell. Este parecía sorprendido, pero no muy asustado. La mano de Chey se puso a temblar, pero la joven logró dominarse. Bastaría con un disparo y habría muerto. Chey habría sido más fuerte que el lobo.

Se lamentó por no haber tenido más tiempo para hablar con él. Había tantas preguntas que le habría gustado que le respondiera...

—Chey —le dijo lentamente Powell. Su intención era hablar con ella para disuadirla.

Su padre no había tenido ninguna oportunidad de hablar.

—¡A mi padre no le diste ninguna oportunidad! —le chilló. Estaba perdiendo el control sobre sí misma. Era perfectamente consciente de ello. Tenía que actuar con rapidez si no quería fastidiarla.

—¿Tu padre? —le preguntó Powell.

—Se llamaba Royal Clark. Era un hombre bueno. Pero eso tú no lo sabías, por supuesto. En ese momento no parecías nada interesado en su carácter. Parecías mucho más interesado en el sabor de sus tripas. Hace doce años atacaste nuestro coche y te lo comiste.

—¡Oh, no...! —exclamó Powell.

—Dime que le recuerdas —le dijo Chey—. Dime que sabes de quién te hablo. Sé que no llegaron a presentaros, pero estoy segura de que recuerdas su chaqueta roja. Yo misma recuerdo poco más. ¡Dímelo!

Si confesaba, si le decía que lo recordaba y que lamentaba lo ocurrido, sería el final de todo. Chey lo mataría y podría dormir de nuevo.

—Lo lamento, Chey... —se disculpó.

La joven sintió que se quedaba sin fuerzas. Pensó que estaba a punto de desmayarse. Powell confesaba, se disculpaba por lo que había hecho, como había querido ella.

Pero aún no había terminado la frase.

—Lo lamento, pero no lo recuerdo en absoluto.

De repente, Chey fue consciente de la solidez, de la rigidez de la pistola escuadra que tenía en la mano. «Ahora —pensó—. ¡Ahora, ahora, ahora!» Trató de apretar el gatillo. Pero no se movió. No sucedió nada.

Cerró los ojos, avergonzada y horrorizada. El seguro del arma aún estaba puesto.

Hubo un instante de convulsión, de ebriedad, en el que nadie se movió. Todo el mundo trataba de comprender lo que había ocurrido. El rostro de Powell se ensombreció. Levantó ambos brazos. Bajó la frente y adelantó un pie.

Entonces, todos actuaron a la vez.

Chey bajó el pulgar para abrir el seguro. El punto de mira de la pistola perdió de vista el rostro de Powell.

Lester, el piloto de etnia inuvialuit, trató de ponerse a salvo detrás del helicóptero.

Bobby metió la mano en el bolsillo de su chaqueta de cuero. Era obvio que buscaba su propia pistola.

A lo lejos, Dzo viró sobre el camino de leñadores y volvió a adentrarse en los bosques impenetrables con su herrumbrosa camioneta.

Pero antes de que nada de eso hubiera terminado de suceder, antes de que Chey lograra respirar, Powell actuó.

Chey sabía que los lobos, incluso en su forma humana, eran más veloces que las personas normales. Ella misma tenía en sus brazos y piernas la fuerza y la velocidad de aquellas bestias. Pero aún no las había probado. Aún no había tratado de alcanzar sus nuevos límites.

En cambio, hacía casi un siglo que Powell poseía esa velocidad. Sin duda, sabía lo que su cuerpo podía hacer y lo que daría de sí en situaciones extremas. No dudó. Simplemente, actuó: atravesó el claro a toda velocidad. Golpeó con la mano el brazo de Chey, con tanta fuerza que le dislocó la muñeca. La pistola voló por los aires. Powell no esperó a verla caer. Su mismo impulso lo llevó adelante: sus pies se estampaban en la tierra y sus piernas se movían sin parar. Golpeó a Bobby con el hombro, con la suficiente fuerza como para que ambos aullaran de dolor. El aullido de Bobby fue el más fuerte. Cayó al suelo y rodó con el cuerpo hecho una bola. Powell no se detuvo —sus pies se habían transformado en un borrón de color— hasta golpear estrepitosamente el costado del helicóptero. Miró a través de la burbuja de plexiglás de la cabina. Chey vio a Lester en la parte de atrás, agazapado, con los ojos abiertos como platos.

—Ni se te ocurra hacer nada —le masculló Powell al piloto.

—De acuerdo, está bien —dijo Lester, y asintió enfáticamente con la cabeza.

Chey miró en derredor. El brazo le dolía, pero podría sobreponerse al dolor durante un par de segundos. Tendría que sobreponerse a él durante el tiempo necesario para recuperar la pistola. Estaba allí... su forma negra y angular se recortaba sobre un montón de nieve. Se encontraba tan sólo unos metros más allá. Chey dobló las rodillas y trató de alcanzarla de un salto.

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