Por otra parte, es difícil conocer la verdadera jerarquía del empleado que atiende. Envolviendo a los maestros ilustres, hay un inextricable escalafón de autoridades secretas que deciden los complicados programas, las dificultosas pruebas, los implacables castigos, las recompensas lejanas y dudosas.
El vasto saber de los lectores de este informe me exime del penoso deber poético de fingir sorpresa ante cada nuevo dato.
Todos conocemos bien las enormes dificultades de los postulantes para ingresar a la escuela. Durante los diez primeros años después de su fundación, en los lejanos tiempos del emperador Han Ho-ti, nadie consiguió superar los exámenes.
Las pruebas eran secretas y los registros se guardaban bajo siete llaves. Sin embargo, algunos historiadores han conseguido reconstruir los ejercicios cumplidos por jóvenes aspirantes de nueve años de edad.
Se dice que en la primera noche, o tal vez en la segunda, cada postulante debía dibujar un mapa del cielo y dar nombre y colocación a tantas estrellas como pudiera. Para complicar la tarea, los maestros astrónomos lanzaban cohetes, fuegos de pólvora y globos luminosos, que engañaban a los alumnos con falsas y efímeras constelaciones.
Al tercer día, les leían los antiguos poemas y les pedían que suspiraran en los momentos de mayor intensidad. Los alumnos que se estremecían en el instante equivocado, o que dejaban sin suspiro los versos consagrados por la tradición, eran desaprobados.
Se ha hecho célebre la prueba de las cortesanas. En la novena y última noche, los aspirantes recibían la visita de un numeroso grupo de hetairas. El ejercicio consistía en percibir el deseo ajeno. Si un alumno suponía que alguna de las mujeres sentía impulsos de intimar con él, debía entregarle una rosa.
Dar una flor a una dama indiferente acarreaba la reprobación por petulancia.
Dejar sin rosa a una enamorada, causaba la expulsión por humildad desmedida.
Todos estos rigores son probablemente meros inventos destinados a sorprender a las nuevas generaciones. El verdadero interés de la Escuela de la Piedra de Loyang está en los sucesos que ocurrieron a partir del año 974, cuando el maestro disidente Wu Chang asumió la dirección. La severidad inicial había devenido en una especie de indiferencia, tal como cabe esperar bajo la influencia del Tao, que desprecia los ritos y propende a la inacción.
Wu Chang sostenía que ningún hombre es nadie, que el sujeto es un hábito jurídico y que vivimos en un entrevero de predicados que pueden ser atribuidos a cualquiera. El maestro pensaba que la mayoría de los seres no tenían ninguna idea, ni opinión, ni convicción acerca de ningún asunto. Sólo los sabios alcanzaban, al cabo de arduas jornadas, a construir unos pensamientos dudosos y frágiles que solían desarmarse ante la menor brisa.
No importa lo que hagamos, nuestras acciones, en un sentido o en otro, son perfectamente fútiles.
Observando a las plurales hormigas es posible que reparemos en alguna que presente cierta heterodoxia en su rumbo o en su carga. Pero a los pocos segundos, ya no sabremos si la hormiga que estamos viendo es la misma en la que antes reparamos. Al cabo de los días, el destino de las hormigas será igualmente casual, desordenado y carente de toda importancia.
Wu Chang ocultó las reglas y prefirió que los alumnos no supieran lo que se esperaba de ellos. Fomentó la confusión, de suerte que resultara muy difícil diferenciar a un alumno de otro. Ni siquiera se sabía con exactitud quiénes eran los profesores. Hasta los límites físicos de la institución eran imprecisos. Muchos terrenos y construcciones pertenecían a la escuela de un modo secreto. El caminante jamás sabía si estaba dentro o fuera de la Escuela de Loyang.
El emperador T'ai-tsung juzgó peligrosas aquellas enseñanzas, porque las consideraba ciertas. Encargó a su ministro Li Kuan que investigara las actividades en Loyang.
La burocracia china, como la flecha eleática, siempre encuentra un paso previo a cada acción. Y como el imperio es tan vasto como la red de funcionarios, cuando Tsu-an, enviado del ministro, entró en la escuela por primera vez para cumplir las órdenes del emperador, T'ai-tsung ya había muerto y otro hombre ocupaba su lugar.
Sin revelar su verdadera condición de delegado ministerial, Tsu-an asistió clandestinamente a lo que él pensaba eran clases de jardinería o de teatro. Algún tiempo después comprobó que se trataba de reuniones de vecinos preocupados por los demasiados incendios.
Pasó largos meses sin poder formarse ni siquiera una mínima idea acerca de la marcha de la escuela. Los habitantes de Loyang eludían cualquier respuesta, evitaban cualquier decisión, suspendían cualquier juicio. Esta actitud convenció a Tsu-an de la existencia de una vasta conspiración, que era necesario neutralizar. Pero pasaba el tiempo y la Escuela de Loyang seguía siendo invisible para el funcionario. Bastante preocupado, envió un informe a la capital:
A los dignos secretarios de la corte de K'ai Feng: ya no es posible distinguir lo que es la Escuela de Loyang de lo que no lo es. No se puede decir si existe o si no existe.
Ante una situación administrativa tan extrema y ante la imposibilidad de percibir instancias superiores a las cuales remitirme, solicito nuevas instrucciones, como así también recursos abundantes en metálico, por si resultara necesario realizar incorporaciones mercenarias, transigir en adulaciones o pagar sobornos.
Un año después de su llegada, Tsu-an consiguió asistir a una de las clases del joven profesor K'iai. Lo que vio allí lo inquietó notablemente. K'iai se paseó en silencio por la sala durante casi media hora. Después dijo:
Que nadie nombre ni cuente, porque es inútil diferenciar las cosas por las palabras o los números.
Que nadie responda, porque responder es aceptar el poder de la pregunta.
Hablemos poco, porque el lenguaje sostiene las esclavitudes. Un tirano es un lenguaje persistente. Los crímenes y las injusticias parecen razonables cuando se verbalizan.
K'iai recordó finalmente que el Tao era incognoscible y que nada podía decirse acerca de él. Después, siguió paseándose por la sala durante otra media hora, hasta que desapareció.
En clases sucesivas, Tsu-an tuvo motivos para acrecentar su alarma. El astrónomo y poeta Yüé Ts'ing proponía nada menos que la abolición del horóscopo, una actividad que ocupaba a miles de funcionarios. El argumento era éste: «No es posible saber lo que le va a ocurrir a cada uno».
Yüé Ts'ing soñaba con una paz, que según él, podía alcanzarse simplemente evitando la lucha. No se trataba de negociar ni de conciliar, bastaba con eludir perpetuamente la confrontación. Su arte poética se complacía en los llamados versos sin conflicto, que evitaban todo choque y a menudo toda anécdota.
Aquella sombra es Mién Shi,
el vendedor de máscaras.
Pero también podría ser un pájaro,
o un dragón o una torre distante.
Tsu-an comprendió que todos estos pensamientos configuraban una grave traición al Emperador y que merecían un inmediato escarmiento. Envió nuevos correos a la capital.
Una tarde en que Tsu-an creía estar realizando abluciones en una casa de baños, comprobó que se encontraba asistiendo a una importante reunión política. Un grupo de geómetras e intelectuales opositores a Wu Chang manifestaba su indignación y su encono. La pasividad de la escuela era causa de numerosas calamidades. Ya no se publicaban calendarios y los agricultores equivocaban los tiempos de la siembra. Siguiendo la idea de que ninguna conducta es preferible, las muchedumbres habían abandonado las regularidades cotidianas que son indispensables para vivir en sociedad.
Los intelectuales rebeldes aprovecharon la presencia de Tsu-an y lo convidaron a formar parte del grupo. Le confesaron que su máxima aspiración era asesinar a Wu Chang y restaurar la antigua Escuela de Loyang.
Tsu-an se mostró de acuerdo con aquellos propósitos, pero les hizo notar que era imposible encontrar a Wu Chang, que se hallaba oculto en un bosque de secretarías, antesalas y jerarquías dilatorias. Nadie en Loyang había visto jamás al maestro. Un matemático llamado Pa Ir-shi propuso asesinar a todos los ancianos de aspecto respetable que carecieran de instrumentos para demostrar que no eran Wu Chang.
Después, los conjurados gritaron que nada era casual en el mundo, ni siquiera los modestos caprichos de una hormiga. Había que volver a los tiempos dorados del fatalismo oficial. Pa Ir-shi cerró los ojos y dijo con nostalgia:
—Cuando ingresaba un alumno, los maestros ya sabíamos los resultados de sus pruebas futuras.
Tsu-an, mientras se secaba, les dijo que todo ser era alguien, aunque la naturaleza de cada personalidad y aun los hechos propios de la vida, estuvieran enteramente fuera de la voluntad y de la decisión de cada uno. Agregó que el Estado Imperial debía hacerse cargo de la acuñación de destinos funcionales a los deseos del Hijo del Cielo que eran, por definición, aquellos que más convenían al mundo todo.
Tsu-an se unió a aquellos criminales y envió urgentes mensajes a los secretarios del emperador, que por entonces ya era Chen-tsung.
Inmediatamente, comenzaron los asesinatos de ancianos de apariencia respetable. Tal cosa resultó más difícil de lo que parecía. Nadie era enteramente un anciano respetable en Loyang, como nadie era del todo un alumno, ni un ordenanza, ni un cocinero. Para no permanecer en una inacción que reputaban cómplice, los conjurados de la sala de baños cometieron algunos crímenes sin preocuparse mucho de la identidad de sus víctimas.
En K'ai Feng, la administración imperial se enredaba en su propia complejidad.
El mundo obedecía las órdenes del emperador, pero los caminos que seguía la voluntad del Hijo del Cielo eran demasiado largos y propensos al extravío. Muchas veces, el castigo o la recompensa alcanzaban a personas y comarcas equivocadas.
Durante largos años, Tsu-an no recibió ninguna ayuda ni comunicación de la capital. En una ocasión, fue visitado por un grupo de oficiales que le pidieron instrucciones para deponer al gobernador. Tsu-an les explicó que él no había solicitado tal cosa y los hombres se marcharon hacia otras provincias.
Pasó el tiempo. El enviado imperial envejeció esperando señales. Mientras tanto, asistía a todas las clases de la Escuela de la Piedra de Loyang. Se convirtió en una de las personas más versadas en aquellas doctrinas. Las autoridades le ofrecieron una cátedra y le permitieron enseñar el pensamiento de Wu Chang, sin sospechar que aquel hombre planeaba la aniquilación de la Escuela.
Por las noches, Tsu-an se reunía secretamente con los criminales de la casa de baños y, cada tanto, asesinaban a un viejo.
Un día, vinieron a enterarse de que Wu Chang había muerto mucho tiempo atrás, aplastado por un alud.
Las épocas siguientes fueron desdichadas. Sequías e inundaciones empobrecieron la provincia. Loyang se llenó de mendigos. La Escuela casi desapareció. Los maestros emigraron y los jóvenes perdieron interés en cualquier tipo de educación.
Tsu-an enfermó. Tuvo que abandonar todas sus actividades. Sus antiguos discípulos solían visitarlo en su habitación y le obsequiaban modestas golosinas. Él los contemplaba en silencio y al fin de la visita los despedía con una sonrisa.
El día en que Tsu-an cumplía noventa años, sus alumnos se presentaron tumultuosamente ante él y le contaron que habían llegado tropas de K'ai Feng. Los soldados venían acompañados por funcionarios imperiales y maestros de la administración que tenían orden de destruir la Escuela de Loyang y reemplazarla por un nuevo establecimiento. En verdad, no encontraron mucho que destruir, apenas un pabellón ruinoso y unos ancianos profesores que vendían limones y contestaban adivinanzas.
Tsu-an recibió aquellas noticias con indiferencia. Unos días después, se presentó ante él el nuevo director de la Escuela de la Piedra de Loyang en persona.
—El horóscopo y el calendario han sido restaurados —informó— La pasividad y la negación extrema serán castigadas con rigor. Volveremos a nombrar y a contar con la mayor precisión. Sostendremos violentamente que cada persona es distinta y que todos cumplen exactamente un destino, que es irrenunciable o imposible de modificar o intercambiar.
Tsu-an hizo una reverencia y murmuró:
—Alabado sea el Benefactor del Mundo, el ilustre emperador T'ai-tsung y su ministro Li Kuan.
El nuevo director le explicó que T'ai-tsung ya no era el emperador y que tampoco Li Kuan era el ministro. En pocas palabras señaló los cambios que se habían producido en las más altas esferas del poder. Después le preguntó qué recompensa deseaba por su trabajo. Tsu-an le dijo que volviera al día siguiente, ya que en ese momento sus deseos eran más bien inciertos.
Cuando el director regresó, Tsu-an había muerto. Sin embargo, algunos historiadores señalan que Tsu-an vivió muchos años más y que fue director honorario de la nueva Escuela de Loyang. Más recientemente, un grupo revisionista ha sostenido que la muerte de Tsu-an se produjo mucho antes de la llegada de las tropas de K'ai Feng.
Profesores franceses prefieren creer que Tsu-an no ha existido nunca y que es en realidad una comodidad destinada a hacer comprender pensamientos antagónicos.
P
ancho Drummond buscaba causas justas por las cuales batirse. Era escocés, pero luchaba en la marina inglesa. Peleó por la independencia de Brasil bajo las órdenes de Lord Cochrane, el enemigo de San Martín. Más tarde, quiso alistarse junto a las fuerzas argentinas que combatían a sus antiguos compañeros. Pero los brasileños lo metieron preso en Montevideo. Después de nueve meses, Drummond consiguió escapar e inmediatamente se incorporó a la escuadra argentina que comandaba el almirante Guillermo Brown. Se radicó en Buenos Aires y empezó a frecuentar la quinta del almirante en Barracas.
Allí conoció a Elisa, la hija mayor de Brown. Él tenía veinticuatro años y ella, diecisiete. Despacharon velozmente los penosos trámites que entonces imponía una seducción. Se comprometieron y planearon casarse cuando la guerra terminara. Ahorraremos al relato las elegantes conjeturas acerca de los encuentros y los sueños de los enamorados.
El 6 de abril de 1827, Drummond marchó a la guerra con la flota de Brown. Muy pronto sobrevinieron grandes dificultades. Las cuatro naves argentinas enfrentaron a dieciséis barcos brasileños. El Independencia, comandado por Drummond, quedó varado en un banco, con grandes averías y agotadas sus municiones. Siempre propenso al arrojo, Drummond, que ya estaba herido, tomó un bote y fue arrimándose al resto de los barcos en busca de municiones para continuar la lucha. En el momento de abordar la goleta Sarandí, lo alcanzó una bala enemiga.