El bote de remos empezó a avanzar hacia la orilla. Dos mujeres se hallaban a cargo de los remos, y tosían de tal modo que parecían estar al borde de la trombosis. Se hicieron menos insustanciales cuando, emergiendo de la neblina, llegaron a la orilla y saltaron a tierra.
Martha agarró a Barbagrís por una mano.
—¿Reconoces a una de esas mujeres? ¿La que ahora escupe al agua? ¡No puede ser! Parece la vieja… ¿Cómo se llamaba?
—La dejamos en no sé qué sitio… ¡Becky! ¡Es Becky Thomas!
Martha echó a correr. Las mujeres de la isla forcejeaban para subir al bote. Llevaban provisiones en cestos o en sus brazos, a modo de ofrendas para el Señor. Becky se hallaba a un lado, observando apáticamente el desfile. Parecía aún más sucia que en Sparcot, y mucho más vieja, aunque su cuerpo se mantenía gordinflón. Tenía las mejillas hundidas y la nariz afilada.
Al mirarla, Martha pensó: «Pertenece a la generación de mis padres y los de Algy. Es asombroso que aún sobreviva alguno, a pesar de las lúgubres predicciones que solíamos oír acerca de que todo el mundo fallecía en su juventud. Becky debe de tener ochenta y cinco años, cuando menos.»
Y, temerosamente: «¿Qué quedará del mundo si Algy y yo alcanzamos esa edad?»
Mientras Martha se aproximaba, Becky cambió de posición y se puso las manos en las caderas. En una de sus huesudas muñecas, Martha vio un viejo y estropeado reloj que había sido el orgullo de Towin. ¿Dónde estaba él?
—Hola, Becky —dijo—. ¡Qué pequeño es el mundo! ¿Estás haciendo un crucero estival?
Becky no dio grandes muestras de alegría al ver a Martha, ni a Barbagrís, Charley y Pitt, que se acercaron a hablar con ella.
—Ahora pertenezco al Señor —les dijo—. Por eso tengo el privilegio de llevar un niño de la Segunda Generación en mis entrañas, a pesar de mi edad. Daré a luz en otoño.
Pitt lanzó una ronca carcajada.
—Ya estabas embarazada cuando te dejamos en aquella feria, no sé cuántos años hace. ¿Qué le pasó a aquel niño? Me parece que fue una camada fantasma, ¿verdad? Es lo que siempre creí.
—Entonces yo estaba casada, viejo animal —dijo Becky—, y el Señor aún no me había escogido para servirle, así que no había nada que hacer. Sólo ahora que he visto la luz, puedo concebir. Si quieres tener hijos, Martha, será mejor que le lleves un regalo al Señor y le preguntes qué puedes hacer. Hace milagros, te lo aseguro.
—¿Qué le ha pasado al viejo Towin, Becky? —preguntó Charley—. ¿No va en el barco contigo?
Ella hizo una mueca de desagrado.
—El viejo Towin Thomas era un pecador, Charley Samuels, y ya he dejado de pensar en él. No creía en el Señor, ni se sometía a las curas del Señor, y en consecuencia murió de un cáncer maligno que le consumió hasta dejarlo en los huesos. Francamente, fue una suerte que se muriera. Desde entonces, he seguido al Señor. Estoy a punto de cumplir los doscientos treinta y tres años. No aparento más de cien, ¿verdad?
Barbagrís dijo:
—Esta no es la primera vez que oigo una cosa parecida. Así que conocemos a tu Señor, ¿verdad, Becky? ¿No será Bunny Jingadangelow por casualidad?
—Siempre has tenido la lengua muy larga, Barbagrís —dijo Becky—. Ten cuidado al hablar de él, porque ahora ya no utiliza ese nombre.
—Sin embargo, me parece que sigue utilizando los mismos trucos —dijo Barbagrís, volviéndose hacia Martha—. Subamos a bordo para ver al viejo bribón.
—No tengo ganas de verle —repuso Martha.
—Bueno… mira, ninguno de nosotros quiere perderse en este mar invadido por la niebla. Tendríamos que quedarnos hasta otoño, y para entonces ya podríamos haber adelantado mucho. Vamos a ver a Jingadangelow y él nos echará una mano. Es evidente que el capitán del barco sabe adónde va.
Lo hicieron así, y se trasladaron hasta el vapor en el bote de Pitt. Subieron a bordo, aunque el puente ya estaba abarrotado de creyentes y sus regalos.
Barbagrís tuvo que esperar a que las mujeres de la isla entraran en el camarote del Señor, una por una, para recibir su bendición, antes de que le permitieran la entrada a él. Entonces, fue introducido con algo de ceremonia.
Bunny Jingadangelow se hallaba aposentado en una tumbona, envuelto en el grasiento equivalente de una toga romana, prenda que seguramente consideraba más adecuada para su nueva personalidad que la antigua colección de pieles de conejo, que anteriormente fueran su prenda más notable. A su alrededor —unos viejos se apresuraban a retirarlos en carretillas— había tributos materiales a su divinidad, verdura, lechugas con enormes corazones, patos, pescado, huevos y una gallina con el cuello recién retorcido.
Jingadangelow aún lucía su bigote y sus patillas. La redondez que en otros tiempos afectara únicamente a su barbilla, se habla extendido a otro territorio; su cuerpo era corpulento, su rostro tenía la asimétrica gordura de una luna casi llena, y una blandura sin precedentes hasta entonces, aunque se contrajera ligeramente cuando Barbagrís entró. Resultaba evidente que Becky le había comunicado la noticia de su visita.
—He querido verle porque siempre me ha parecido que usted tenía un raro sentido de la penetración —dijo Barbagrís.
—Es muy cierto. Fue lo que me condujo a la divinidad. Pero le aseguro, señor Barbagrís, pues me imagino que le siguen designando con ese vulgar sobrenombre, que no tengo intenciones de hablar sobre el pasado. He sobrevivido al pasado, tal como pretendo sobrevivir al futuro.
—Veo que continúa en la línea de la Vida Eterna, aunque ahora las bases sean más complicadas.
—¿Ve usted esta campanilla? No tengo más que tocarla para que se lo lleven de aquí. No debe insultarme. He alcanzado la santidad. —Apoyó una rechoncha mano sobre la mesa que había junto a él y frunció los labios en una mueca de descontento—. Si no ha venido para unirse a mis Generacionistas, ¿qué es lo que desea?
—Bueno, creí que… he venido a verle acerca de Becky Thomas y su embarazo. Usted no ha…
—Es lo mismo que me dijo la última vez que nos vimos, hace siglos. Becky no es asunto suyo: se ha convertido en una de mis fieles desde que su marido falleció. Usted debe imaginarse que es un guía de hombres, aunque en realidad no guíe a nadie, ¿verdad?
—No guío a nadie porque…
—¡Porque es un vagabundo! ¿Cuál es su meta en la vida? ¡No tiene ninguna! Unase a mi grupo, hombre, y vivirá mejor. No crea que me paso la vida recorriendo el lago en este destartalado barco. Tengo una base en el extremo sur llamada Hagbourne. Venga conmigo.
—¿Para convertirme en un… comoquiera que llame a sus seguidores, y hacer que mi esposa lo sea también? ¡Ni hablar! Nosotros…
Jingadangelow alzó la campanilla y la agitó.
Se apresuraron a entrar, vestidas con una parodia de una toga, dos ancianas de gran corpulencia y ojos saltones que sólo se posaban en su Señor.
—Sacerdotisas de la Segunda Generación —ordenó Jingadangelow—, enumerad las razones de mi venida.
Con una cantilena en la que la mujer más delgada llevaba una ventaja de media frase, contestaron:
—Has venido a sustituir al Dios que nos ha abandonado; has venido a sustituir a los hombres que nos han dejado; has venido a sustituir a los niños que nos han sido negados.
—Bien entendido que en esto no hay nada físico, Barbagrís —comentó Jingadangelow, a modo de paréntesis.
—Nos has traído la esperanza cuando sólo teníamos cenizas; nos has traído la vida cuando sólo teníamos penas; nos has traído vientres abultados cuando sólo teníamos estómagos vacíos.
—Estará de acuerdo conmigo en que la prosa, en su forma pseudobíblica, es muy reveladora.
—Has hecho que los infieles desaparecieran de la Tierra; has hecho que los fieles sobrevivan; y harás que los niños de los fieles constituyan una Segunda Generación que repoblará el mundo.
—Muy bien, sacerdotisas. Vuestro Señor está contento de vosotras, y particularmente con la hermana Madge, que habla como si creyera en lo que dice. Ahora, chicas, explicad lo que debéis hacer para que todo esto suceda.
Las dos mujeres prosiguieron la exposición.
—Debemos matar todo pecado en nosotras mismas; debemos matar todo pecado en los demás; debemos honrar y amar al Señor.
—Estos son todos los requisitos necesarios —dijo Jingadangelow a Barbagrís—. Muy bien, sacerdotisas, podéis retiraros.
Se arrodillaron para besarle la mano y acariciarle la cabeza, suplicaron que les fuera permitido quedarse y recitaron una serie de frases ininteligibles.
—¡Maldita sea, chicas! Esto es una audiencia. ¡Dejadme solo!
Ellas huyeron de su justa cólera y, mientras él cambiaba de posición para volver a sentarse cómodamente, dijo a Barbagrís con irritación:
—Esto es lo malo de tener discípulas: se exceden a sí mismas. Entonces esas frases repetitivas parece cosa de mujeres. Jesús sabía lo que se hacía cuando escogió un equipo de hombres, pero yo me llevo mejor con las mujeres.
Barbagrís observó:
—No parece estar totalmente compenetrado con su papel, Jingadangelow.
—El papel de profeta siempre es un poco cansado. ¿Cuántos años hace que lo resisto? ¡Tengo muchos siglos por delante! Pero les doy esperanza, esto es lo más importante. ¿Verdad que es gracioso tener que dar a la gente algo de lo que tú careces?
Llamaron a la puerta, y un andrajoso anciano vestido con un jersey gris exageradamente grande anunció que todas las mujeres de Wittenham se hallaban sanas y salvas en tierra firme y que el barco estaba listo para partir.
—Tendrán que irse —dijo Jingadangelow a Barbagrís.
Fue entonces cuando Barbagrís pidió que les remolcaran. Con irritación, Jingadangelow repuso que era posible, siempre que estuvieran dispuestos a partir inmediatamente. Les remolcaría hasta Hagbourne a cambio del trabajo de Pitt, Charley y Barbagrís. Tras algunas consultas, todos convinieron en ello y reunieron sus pertenencias; la mayor parte flieron guardadas en el esquife o la barca de Pitt, mientras que el resto iba con ellos en el vapor, donde fueron instalados en una zona del puente. Cuando se pusieron en marcha, la niebla había aclarado. El día era muy caluroso.
Pitt y Charley empezaron a jugar a cartas con dos miembros de la tripulación. Martha y Barbagrís dieron un paseo por el puente, donde aún se veían las marcas de los asientos en los que en otro tiempo se sentaran los veraneantes para contemplar el viejo río. Habla pocas personas a bordo: unas nueve «sacerdotisas» consagradas a Jingadangelow, y la tripulación. También había un par de ociosos caballeros que holgazaneaban a la sombra de popa y no hablaban. Iban armados con revólveres, evidentemente para repeler cualquier ataque contra el barco, pero Barbagrís, a quien no le gustó su aspecto, sintió cierto alivio de llevar el rifle consigo.
Cuando pasaban frente a la cámara, la habitación destinada para uso de Jingadangelow, la puerta se abrió, y el Señor en persona apareció en el umbral. Saludó ostentosamente a Martha.
—Incluso un dios necesita un poco de aire fresco —dijo—. Mi camarote parece un horno. Está usted tan hermosa como siempre, señora; los siglos no han dejado ni una marca en su paso por su rostro. Hablando de belleza, hagan el favor de entrar un momento y dar una ojeada a algo que les enseñaré.
Hizo entrar a Martha y Barbagrís en su camarote, y les guió hacia una puerta que había al fondo.
—Naturalmente, ustedes dos son infieles, nacidos infieles, diría yo, pues siempre he tenido la teoría de que los infieles nacen mientras que los santos se hacen; pero en espera de convertirles, quizá les gustaría ver uno de mis milagros.
—¿Sigue usted siendo partidario de la castración? —preguntó Martha, sin moverse de donde estaba.
—Cielos, no! No hay duda de que la transformación que he sufrido es evidente, ¿verdad, señora Barbagrís? Las trampas no forman parte de mi actual personalidad. Quiero mostrarles una genuina muestra de la Segunda Generación. —Alzó la cortina que cubría una ventana de la puerta, y les indujo a echar una ojeada a la habitación contigua.
Barbagrís contuvo la respiración. Todos sus sentidos se agudizaron súbitamente.
Tendida en una litera, una joven se hallaba durmiendo. Estaba desnuda, y la sábana que la cubría se había deslizado de sus hombros, dejando al descubierto la mayor parte de su cuerpo. Este era suave y tostado, perfectamente moldeado. Sus brazos, doblados bajo ella, protegían sus senos; una de sus rodillas casi le tocaba un codo, revelando la curva de sus piernas. Dormía con la cara enterrada en la almohada, la boca abierta, el abundante cabello desordenado, y en total abandono. Debía de tener unos dieciséis años.
Martha dejó caer la cortina sobre el cristal de la puerta y se volvió a Jingadangelow.
—Así que todavía hay mujeres que conciben… Pero esta criatura no pertenece a ninguna de las que tiene usted a bordo, ¿verdad?
—No, no, ¡cuánta razón tiene! Esta sólo es el consuelo de un pobre y anciano profeta, si me permiten decirlo así. Su marido parece emocionado. ¿Puedo esperar que después de esta evidencia de mi poder tengamos el placer de acogerle en el regazo de nuestros Generacionistas?
—Maldito Jingadangelow, ¿qué está haciendo con esa muchacha? Es perfecta… muy diferente a aquellas tristes criaturas que vimos en Oxford. ¿Cómo se hizo usted con ella? ¿De dónde es?
—¿Se da cuenta de que no puede interrogarme de este modo? Pero le diré que me imagino que hay muchas otras criaturas tan hermosas como Chammoy, éste es su nombre, en todo el país. ¡Ya ven que tengo algo tangible que ofrecer a mis seguidores! Y ahora, ¿por qué no se unen a mi grupo?
—Estamos de viaje hacia la desembocadura del río —dijo Martha.
Él meneó la cabeza hasta que sus mejillas temblaron.
—Se está convirtiendo usted en el portavoz de su marido, señora Barbagrís. Cuando nos conocimos, hace ya tantos siglos, pensé que tenía usted sus propias opiniones.
Barbagrís le asió por la pechera de la toga.
—¿Quién es esa muchacha? Si hay más niños, deben ser salvados y tratados debidamente, ayudándoles, ¡no sirviéndole a usted de prostitutas! Por Dios, Jingadangelow…
El Señor retrocedió tambaleándose, cogió la campanilla, la agitó violentamente y golpeó a Barbagrís en la cara con ella.
—¡Usted, igual que todos los hombres, está celoso! —gritó.
Dos sacerdotisas acudieron en seguida, se pusieron a chillar al ver la herida, y dejaron entrar a los dos hombres que se hallaban en la popa de la nave. Estos agarraron a Barbagrís por ambos brazos y le inmovilizaron.