Barbagrís (15 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Barbagrís
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—¿Sabe si se lucha en algún sitio? ¿Ha oído rumores de una invasión procedente de Escocia?

—Se dice que los escoceses se desenvuelven muy bien, en los Highlands por lo menos. Ellos eran muy pocos; aquí, la población era tan numerosa que se necesitaron varios años para que las plagas y el hambre nos diezmaran. Es muy probable que los escoceses se hayan librado de todas esas dificultades; pero ¿por qué iban a molestarnos? Ya somos demasiado viejos para luchar.

—Hay algunos tipos muy mal encarados en esta feria.

Potsluck se echó a reír.

—No lo niego. Yo los llamo delincuentes seniles. Es curioso, ahora que no hay jovenzuelos para llevar el paso, los viejos ocupan su lugar… tan bien como son capaces.

—Así pues, ¿qué les ha ocurrido a las personas como Croucher?

—¿Croucher? ¡Oh, se refiere al tipo de Cowley que acaba de mencionarme! La clase dictatorial está muerta y enterrada, gracias a Dios. No, ya es demasiado tarde para los métodos violentos. Quiero decir que aún pueden encontrarse leyes en las ciudades, pero fuera de ellas no hay ley que valga.

—Más que a la ley me refería a la fuerza.

—Bueno, yo creo que no puede haber ley sin fuerza, ¿no cree? Hay un cierto nivel en que la fuerza es una mala cosa, pero cuando llegas al tipo de nivel en que nosotros estamos, la fuerza se convierte en fortaleza, y entonces es algo muy positivo.

—Es probable que tenga razón.

—Hubiera dicho que usted sabía algo de eso. Parece el tipo de persona que lleva la ley consigo, con esos grandes puños y esa abundante barba.

Barbagrís sonrió.

—No lo sé. Es difícil juzgar el carácter de uno mismo en la época sin precedentes que nos ha tocado vivir.

—¿No ha logrado definirse a sí mismo? Quizá sea esto lo que le haga parecer tan joven.

Cambiando de tema, Barbagrís apuró el resto de su bebida y pidió un gran vaso de vino de chirivía, invitando también a Potsluck. Detrás de él, los invitados a la boda se volvieron melodiosos, cantando las efímeras melodías de hacía un siglo, que eran más pegadizas; sobre todo cuando se estaba borracho, pensó Barbagrís, cuando iniciaban:

Si tú fueras la única mujer del mundo
,

y yo fuera el único hombre

—Es posible que llegue a ocurrir —dijo medio riendo a Potsluck—. ¿Ha visto algún niño por los alrededores? Quiero decir si ha nacido alguno por aquí.

—Tenemos una exhibición de monstruos. Quizá desee ir a echarles un vistazo —repuso Potsluck. Una súbita desolación eclipsó su buen humor, y se volvió bruscamente para arreglar las botellas que había a su espalda.

Al cabo de un momento, como si temiera haber sido descortés, se volvió nuevamente y empezó a hablar de otra cosa.

—Yo era peluquero, desde mucho antes del accidente y hasta que el maldito gobierno de la Coalición me cerrara el cstablecimiento. Parece que hayan transcurrido muchos años —en realidad, así es—, largos años, quiero decir. Fui iniciado en el oficio por mi padre, que es el que compró la tienda. Cuando empezó a oírse hablar de la radiación, yo oía decir que mientras hubiera hombres en la Tierra habría gente que querría cortarse el pelo… mientras no se les cayera, naturalmente. Aún sigo cortándoselo a algún que otro viajero. Me satisface poder decir que todavía hay quien cuida de su aspecto.

Barbagrís no contestó. Reconocía a un hombre en las garras de la reminiscencia; Potsluck habla perdido algo de su rusticidad al hablar; con una airosa frase como «todavía hay quien cuida de su aspecto», acababa de revelar cómo había retrocedido medio siglo hasta aquel mundo perdido de artículos de tocador, cremas capilares, lociones para antes y después del afeitado, y los disfraces de olores y manchas.

—Me acuerdo de una vez, cuando era muy joven, en que tuve que ir a una casa particular… podría describirle perfectamente el lugar, aunque me atrevería a decir que hace largo tiempo que no existe. Las escaleras estaban muy oscuras, y tuve que coger del brazo a la señorita para subir. Sí, eso es, fui después de cerrar la tienda, lo recuerdo muy bien. Mi padre me envió; no debía tener más de diecisiete años, como mucho.

»Arriba había un caballero muerto y tendido en su ataúd, en el dormitorio. Parecía muy tranquilo y próspero. Él también habla sido un buen comerciante, en vida. Su esposa insistía en que se le cortara el pelo antes del funeral. Había sido un hombre muy pulcro, me dijo. Después hablé con ella en el salón… era una dama muy delgada, con pendientes. Me dio cinco chelines. No, no me acuerdo… quizá fueran diez chelines. Sea como fuere, señor, en aquellos días eso era una suma muy generosa… antes de que empezara el desastre.

»Así que le corté el pelo al caballero muerto. Debe usted saber que el pelo y las uñas siguen creciendo aun después de que la persona haya muerto, y él lo tenía muy largo. Sólo tuve que recortárselo, pero lo hice tan reverentemente como pude. En aquellos días aún frecuentaba la Iglesia, lo crea usted o no. Y la señorita que me llevó arriba tuvo que levantarle la cabeza por debajo de la nuca para que yo pudiera meter las tijeras; y de repente empezó a lloriquear y soltó la cabeza del caballero. Me pidió que le diera un beso. Yo me quedé un poco confundido, pues sabia que el caballero era su padre… No sé por qué le cuento todo esto. Los recuerdos son algo extraño. Supongo que si en aquellos días yo hubiera tenido un poco de sentido común, me habría lanzado de cabeza sobre la muchacha en aquel mismo sitio, pero entonces aún no sabía gran cosa de la vida… ¡y mucho menos de la muerte! Le invito a otro trago.

—Gracias, es posible que vuelva después —dijo Barbagrís—. Ahora quiero echar una ojeada a la feria. ¿Conoce a alguien llamado Bunny Jingadangelow?

—¿Jingadangelow? Sí, claro que le conozco. ¿Para qué necesita verle? Atraviese el puente y vaya por la carretera que conduce a Ensham; en seguida llegará a su cabaña, hay un letrero que pone «Vida Eterna» encima de ella. No tiene pérdida. ¿Entendido?

Paseando la mirada por el grupo de cantantes, Barbagrís hizo una seña a Charley. Charley se levantó, y salieron juntos, dejando a Towin y Becky cantando Cualquier hierro viejo» con los invitados a la boda.

—El tipo que acaba de casarse se dedica a la cría de renos —dijo Charley—. Al parecer siguen siendo los únicos mamíferos que no han sido afectados por la radiación. ¿Recuerdas que, cuando decidieron importarlos, todo el mundo decía que no lograrían adaptarse porque el clima era demasiado húmedo para su pelaje?

—También lo es para el mío, Charley… Hace menos frío que antes, y por el aspecto de las nubes no tardará en llover. ¿Qué clase de refugio encontraremos para pasar la noche?

—Una de las mujeres del bar me ha dicho que quizá encontraríamos alojamiento por aquí, en la ciudad. Lo averiguaremos; aún es temprano.

Enfilaron la carretera, pasando de largo ante los diversos puestos.

«Isaac» aulló y olfateó el aire al pasar frente a una jaula de zorros y un corral lleno de comadrejas. También había gallinas en venta, y una mujer envuelta en pieles trató de venderles unas astas de reno como amuleto contra la impotencia y la enfermedad. Dos curanderos rivales vendían purgas y lavativas, amuletos contra el reuma y curalotodo para los achaques de la edad; las escasas personas que les escuchaban parecían escépticas. El comercio empezaba a decaer a aquella hora de la tarde; la gente buscaba más la diversión que los negocios, y un juglar atraía a considerables multitudes. Igualmente ocurría con un adivino… aunque el arte de predecir el futuro debía ser ya muy limitado, pensó Barbagrís, ahora que el cabello de todos los visitantes se había vuelto gris y las posibilidades de oír llorar nuevamente a un niño eran muy limitadas.

Vieron a un hombre que se masturbaba en una cuneta y no dejaba de maldecir justo antes de llegar a la siguiente cabaña. Esta no era más que una pequeña plataforma de madera. Encima de ella oscilaba un letrero con las palabras VIDA ETERNA.

—Este debe de ser el puesto de Jingadangelow —dijo Barbagrís.

Había varias personas allí; algunas escuchaban al hombre que hablaba sobre la plataforma, mientras que otras se arremolinaban en torno a una figura caída que estaba apoyada contra el borde de la plataforma y rodeada por dos viejas que gemían y lloriqueaban. Ver lo que sucedía resultaba difícil a la escasa luz de las antorchas, pero las palabras del hombre que había encima de la plataforma aclaraban las cosas.

Dicho hombre era una figura alta y enjuta, de cabello enmarañado y rostro absolutamente blanco a excepción de unas profundas ojeras grises. Hablaba con voz de persona cultivada y con un vigor que su complexión apenas parecía capaz de sostener, acentuando sus frases con delicados movimientos de sus manos.

—Aquí mismo, frente a ustedes, tienen la prueba de lo que estoy diciendo, amigos míos. A la vista de todos nosotros, un hermano nuestro acaba de abandonar esta vida. Su alma se ha desprendido de su cuerpo y nos ha dejado. Míranos a todos, mira a mis amadisimos hermanos, vestidos pobremente, soportando el frío de esta miserable noche en un olvidado rincón del universo. ¿Acaso no es verdad que, en el fondo de su corazón, todos ustedes piensan que sería mejor seguir a su amigo?

—¡Prefiero hacer algo más divertido! —gritó un hombre, abrazado a una botella. El dedo acusador del que hablaba apuntó hacia él.

—Convengo en que para usted, amigo mío, quizá no fuera mejor… pues usted se irá como lo ha hecho este hermano nuestro, compareciendo borracho ante el Señor. El Señor ya nos ha tolerado demasiadas tonterías, hermanos; ésta es la pura verdad. Hemos hecho más de las que Él puede tolerar. Ha acabado con nosotros, pero no con nuestras almas. Nos ha abandonado, y demuestra su desaprobación ante el hecho de que sigamos cometiendo locuras que debiéramos haber dejado en nuestra juventud.

—¿De qué otra forma vamos a calentarnos en estas frías noches de invierno? —preguntó el alegre sujeto, levantando un murmullo de aprobación en torno suyo. Charley le dio un golpecito en el hombro y dijo:

—¿Le importaría callarse mientras habla este caballero?

El hombre se encaró bruscamente con Chariey. Aunque la edad le había marchitado como una ciruela, tenía la boca roja y grande igual que si acabara de recibir un puñetazo. Abrió esta enorme boca, se dio cuenta de que Charley era más fuerte que él, y decidió guardar silencio. Impasible, el clérigo reanudó su sermón.

—Debemos inclinarnos ante Su voluntad, amigos míos, eso es lo que debemos hacer. Ahora nos arrodillaremos y rezaremos. A todos nos conviene comparecer juntos ante Su presencia, pues somos la última de Sus generaciones, y es lógico que actuemos en consecuencia. ¿Qué tenemos que temer si nuestro comportamiento es recto y justo? ¿Se lo han preguntado alguna vez? En otra ocasión, castigó los pecados del hombre con un diluvio que arrasó la Tierra. Ahora nos ha arrebatado el poder de procrear que Él mismo nos donó. Si consideramos que éste es un castigo peor que el diluvio, es que los pecados de nuestro siglo, el siglo veinte, son todavía más horribles. El puede borrar la pizarra cuantas veces desee, y volver a empezar.

»Así que no lloremos por esta Tierra que estamos destinados a abandonar. Nacemos para desvanecernos, de igual modo que se ha desvanecido el ganado que en otros tiempos criamos, dejando la Tierra limpia y nueva para sus posteriores obras. Permítanme que les recuerde, hermanos míos, antes de caer de rodillas para orar, las palabras de las Escrituras que hablan de este tiempo.

Unió las manos con solemnidad y fijó la mirada en la negrura de la noche para recitar:

—Porque todo aquello que suceda a los hijos de los hombres sucederá a las bestias… sí, absolutamente todo. Tal como muera uno, morirá el otro, y no tendrán más que un solo aliento. De modo que el hombre no tenga preeminencia sobre la bestia, porque todo es vanidad. Todos irán al mismo lugar, porque todos son polvo y al polvo volverán. Por todo lo cual se deduce que no hay nada mejor que la colaboración del hombre en la obra del Señor, pues éste es su destino. Y, ¿quién podrá decirle lo que le espera?

—Mi vieja es la que me espera —dijo el borracho—. Buenas noches, predicador. —Echó a andar por la carretera, sostenido por un compañero. Barbagrís cogió a Charley por un brazo y le dijo:

—Este hombre no es Bunny Jingadangelow, por mucho que anuncie la vida eterna. Larguémonos.

—No, sigamos escuchando, Barbagrís. Es un hombre que dice la verdad. ¿Cuántos años hace que no oía hablar así a nadie?

—Si quieres quedarte, quédate. Yo me marcho.

—Quédate y escucha, Algy… Te hará bien.

Pero Barbagrís se alejó. El predicador empleaba nuevamente al hombre muerto junto a la plataforma como tema de su sermón. Quizá fuese aquélla una de las indelebles faltas del género humano —porque incluso un ateo convencido tenía que admitir la existencia de esas faltas—, y es que nunca se conformaba con las cosas tal como eran; tenía que convertirlas en símbolos u otras cosas. Un arco iris no sólo era un arco iris; una tormenta era un signo de la cólera celestial; e incluso de la tierra surgían oscuros dioses. ¿Qué significaba todo aquello? Las creencias de un agnóstico y el enjuto predicador no eran dos tipos de pensamiento irreconciliables: eran dos sistemas de pensamientos igualmente válidos porque, en algún punto de la línea evolutiva, el hombre, desarrollando esta costumbre de pensar en símbolos, se habla provisto con más alternativas de las que podía dominar de más sistemas de alternativas de los que podía dominar. Los animales no avanzaban por tales canales de la imaginación: copulaban y comían; pero para el santo, el pan era un símbolo de vida, como lo era el falo para los paganos. Los mismos animales cumplían una función simbólica, y no sólo en los bestiarios medievales, por cierto.

Tal costumbre era una distorsión, a pesar de que el hombre parecía incapaz de raciocinar sin ella. Este había sido el problema desde el principio de los tiempos. Quizá fuera el mismo principio, retrocediendo hasta los primeros seres humanos, lo que el hombre nunca consiguió definir claramente (para el hombre primitivo, siendo también símbolos, tenían que ser bestias de carga, o nobles fieras salvajes, o sufrir alguna otra interpretación). Quizá el primer fuego, la primera herramienta, la primera rueda, la primera talla en una cueva de piedra caliza, fueran destinados a servir a la distorsión más que a la realidad. Fue una especie de locura lo que condujo a los hombres desde sus humildes parajes en el término de algún bosque hasta las ciudades y capitales, a las artes y las guerras, a las cruzadas religiosas, al martirio y la prostitución, a la dispepsia y el ayuno, al amor y el odio, al actual callejón sin salida; todo ello se había presentado por la búsqueda de símbolos. Al principio sólo había el símbolo, y la oscuridad reinaba sobre la faz de la Tierra.

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