Barbagrís (12 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Barbagrís
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Pasaron junto al camión militar sin tocarlo, aunque los cuatro lanzaron instintivamente un grito. Uno de los faros delanteros golpeó al soldado antes de que éste pudiera reaccionar. Su rifle saltó por los aires. Como una bolsa de cemento, el hombre salió disparado hacia uno de los bloques de hormigón. Al traspasar la barrera oyeron un chirrido: acero sobre piedra. Cuando estaban atravesando el puente, el tercer vehículo del convoy apareció ante ellos.

Desde el puesto de vigilancia que acababan de pasar, una metralleta inició su tiroteo. Las balas se estrellaron contra la rejilla que había en la parte posterior de su camión, resonando en sus oídos como un tambor de acero. El parabrisas del camión de transporte que se acercaba a ellos se rompió en mil pedazos, y nuevos desgarrones surcaron su vieja lona. Con un silbido de los neumáticos, el vehículo se tambaleó hacia un lado; el conductor abrió su portezuela, pero fue empujado hacia el interior de la cabina cuando se tambaleó hacia el otro. Con grandes sacudidas y golpes, se estrelló contra los raíles de protección y fue a caer sobre la línea férrea.

Timberlane había girado bruscamente el volante para evitar un choque con el camión. Sólo el accidente ocurrido al vehículo le permitió conseguirlo. Siguieron avanzando a toda velocidad, por la carretera totalmente despejada. La ametralladora seguía vociferando, pero la elevación de terreno les resguardó de ella.

Si Studley no hubiese perdido el conocimiento, requiriendo un descanso inmediato en un desierto pueblo llamado Sparcot, donde se estaban reuniendo otros refugiados, habrían llegado hasta Devon. Pero Studley había contraído el cólera; y un paranoico llamado Mole les recluyó en un puesto de avanzada fortificado; y las abundantes lluvias que cayeron una semana más tarde se llevaron consigo un sinnúmero de oportunidades. La parada en Sparcot duró once largos años.

Cuando rememoraba aquella época, Martha se asombraba de la forma en que la excitación nerviosa de su estancia en Cowley la había grabado en su memoria, de modo que todo volvía fácilmente. Los años que siguieron estaban menos claros, pues se hallaban caracterizados por la miseria y la monotonía. La muerte de Studley; la muerte de otros varios componentes de aquel grupo original de refugiados; la aparición de Jim Mole, y las disputas que tuvieron lugar cuando les distribuyó entre las desiertas casas del pueblo; la lucha interminable, las riñas por las mujeres; el abandono de la esperanza, las costumbres y el lápiz de labios; todo eso eran figuras de una enorme, pero deslucida tapicería que ya no volvería a ver.

Un suceso acaecido en aquellos días (¡ah, entonces la falta de hijos la hizo sufrir mucho!) permanecía grabado en su mente con letras de fuego, porque sabía que aún inquietaba a su marido; fue el trueque de su camión DOUCH (1), durante el segundo invierno de su permanencia en Sparcot, cuando todos estaban muriéndose de hambre. Lo cambiaron por una carretada de putrefacto pescado, chirivías y píldoras vitamínicas pertenecientes a un buhonero tuerto. Ella y Algy habían regateado con él durante toda una tarde, para acabar contemplando su partida a bordo del camión. En la oscuridad de aquel invierno, sus penurias llegaron a su punto culminante.

Varios hombres, entre los que se contaban los más capaces, se dispararon un tiro. Fue entonces cuando Eve, una jovencita que era amante de Trouter, dio a luz una criatura sin deformidad alguna. Se volvió loca y escapó. Un mes más tarde se encontró su cadáver y el del bebé en un bosque cercano.

En aquel horrible invierno, Martha y Barbagrís organizaron conferencias, no con el total apoyo de Mole. Hablaron de historia, geografía, política, de las lecciones que la vida enseñaba… Pero como todos sus temas versaban necesariamente sobre una existencia que iba muriendo a medida que ellos hablaban, las conferencias fueron un fracaso. Al hambre y las privaciones se añadió algo todavía más siniestro: la sensación de que en la Tierra ya no había lugar para el intelecto.

Alguien inventó una frase muy gráfica para definir esa sensación: el telón cerebral. Fue un verdadero telón cerebral lo que descendió aquel invierno.

En enero, los zorzales llevaron a Sparcot su ronca canción de Noruega. En febrero, los vientos soplaron fuertemente y nevó todos los días. En marzo, los gorriones se aparearon sobre los crujientes y sucios montones de hielo. El aire cálido no regresó hasta abril.

Durante ese mes, Chariey Samuels se casó con Iris Ryde. Charley y Timberlane habían luchado juntos en la guerra, algunos años atrás, cuando ambos formaban parte del Cuerpo de Infantop. Fue un gran día cuando llegó al abigarrado pueblecito. Una vez casados, se trasladó con su esposa a la casa próxima a la de Martha y Algy. Seis años más tarde, Iris murió de cáncer, que, igual que la esterilidad, era un efecto del accidente.

Fue una mala época. Y durante todo aquel tiempo se vieron obligados a trabajar bajo las iras de Mole, que no conocía el significado de la palabra abuso. Su huida fue como una convalecencia, cuando uno vuelve la vista atrás y se da cuenta de lo enfermo que ha estado. Martha recordaba cuán ansiosamente habían conspirado con la naturaleza, contribuyendo al desmoronamiento de las carreteras, aislándose del peligroso mundo exterior, y lo celosamente que guardaban Sparcot del día en que las fuerzas de Croucher se aproximaran para lanzarse sobre ellos.

Croucher no llegó a Sparcot. Murió de la pandemia que mató a tantos de sus seguidores y convirtió su fortaleza en una morgue. A medida que la enfermedad seguía su curso, las grandes organizaciones se transformaron de igual manera que los grandes animales; los setos crecieron, los bosquecillos enderezaron los hombros y se convirtieron en frondosos bosques; los ríos se desbordaron formando marismas; y los mamíferos más inteligentes pasaron una senectud llena de privaciones en pequeñas comunidades.

3. El río: La feria de Swifford

Tanto los seres humanos como las ovejas tosieron mucho durante el viaje de los botes río abajo. El grupo había perdido su inicial sensación de aventura. Eran demasiado viejos y habían visto demasiadas desgracias para mantenerse largo tiempo optimistas. El frío y el paisaje también contribuyeron a desanimarles: cubierta de escarcha como el rostro de un antiguo espíritu, la vegetación formaba parte de un escenario totalmente ajeno a los aislados humanos que lo atravesaban.

Rodeados por el frío aire invernal, su aliento formaba blancas nubecillas a su espalda. El esquife iba delante, seguido por el bote de remos perteneciente a Jeff Pitt, que llevaba dos ovejas en una red colocada sobre la destartalada cubierta de popa. Su progreso era lento; el orgullo de Pitt en cuanto a impulsar un bote de remos superaba a su habilidad.

En el esquife, Charley y Barbagrís remaban la mayor parte del tiempo, y Martha permanecía sentada junto a la caña, frente a ellos. Becky y Towin Thomas iban a un lado; Becky había expresado su deseo de quedarse en la posada donde estaban las ovejas mientras durase el licor y el invierno, pero Barbagrís la persuadió de lo contrario. El resto de las ovejas yacía entre ellos sobre el fondo del bote.

En una ocasión, cansada de tener junto a sí a un hombre inactivo, Becky ordenó a Towin que pasara a la barca de Jeff Pitt y le ayudase a remar. El experimento resultó un fracaso. La barca estuvo a punto de volcar. Pitt no había dejado de soltar maldiciones. Ahora Pitt remaba solo, pensando en sus propios asuntos.

A sus sesenta y cinco años de existencia, tenía un rostro extrañamente puntiagudo. Aunque la protuberancia de su nariz seguía siendo la misma, la gradual pérdida de los dientes y la sequedad de la piel habían contribuido a la creciente prominencia de su mandíbula inferior y su barbilla.

Desde su llegada a Sparcot, donde había logrado escaparse de Barbagrís, el ex capitán de la guardia de Croucher había llevado una vida solitaria. Era evidente que se resentía de la existencia que había sido la suya; aunque nunca se confiaba a nadie, su aspecto era el de un hombre amargado; así lo denunciaba el hecho de que, más efectivamente que cualquier otro, se había decantado hacia la forma de vida de un cazador furtivo.

A pesar de haberse unido al grupo, su disposición antisocial resultaba obvia; remaba de espaldas al esquife, mirando fijamente el áspero paisaje invernal que iban dejando atrás. Estaba con ellos, pero su actitud daba a entender que no necesariamente a favor de ellos.

Entre las dos orillas flageladas por el color blanco y tostado de la escarcha, su avance provocaba constantes crujidos sobre el hielo que la proa de su embarcación reducía a pedazos. La segunda tarde después de abandonar la posada donde encontraran las ovejas, olieron a humo y vieron que una gran columna grisácea se elevaba ante ellos, por encima del río. Pronto llegaron a un lugar donde el hielo estaba roto y ardía una fogata en la orilla. Barbagrís agarró su rifle, Charley asió su cuchillo, Martha agudizó la vigilancia; Towin y Becky se escondieron debajo de los tablones.

—¡Dios mío, los gnomos! —exclamó él—. ¡No hay duda de que es uno de ellos!

En la orilla, bailando cerca del fuego, había una pequeña figura completamente blanca, flexionando los brazos y las piernas. Cantaba en voz baja con una entonación parecida al crujido de una rama. Cuando vio las barcas a través de un claro en la vegetación, se interrumpió. Acercándose al borde del agua, dio unas cuantas palmadas y les llamó a gritos. Aunque no lograron entender lo que decía, remaron como hipnotizados hacia él.

Cuando llegaron a la orilla, la figura se había cubierto con algunas prendas y parecía más humana. Detrás de él, y medio oculto por un ceniciento matorral, había un cobertizo embadurnado de alquitrán. La figura gesticulaba y señalaba hacia el cobertizo, hablando rápidamente mientras lo hacía.

Era un vigoroso octogenario, a juzgar por las apariencias, alegre y grotesco, con una hilera de capilares rojos y violetas que iban de un pómulo a otro pasando por encima de la nariz. Su barba y copete formaban una verdadera conflagración de cabellos, atados por debajo de la barbilla y por encima de la coronilla, y teñido de un color naranja. Bailaba como un esqueleto y les hacía señas.

—¿Está solo? ¿Podemos atracar aquí? —le preguntó Barbagrís.

—No me gusta su aspecto… sigamos adelante —gritó Jeff Pitt, introduciendo su barca entre los trozos de hielo—. No sabemos lo que nos espera ahí.

El esqueleto gritó algo ininteligible, retrocediendo bruscamente cuando Barbagrís saltó a tierra. Agarró algunas cuentas rojas y verdes que colgaban alrededor de su cuello.

—Herrmoso día parra nadarr —dijo.

—Oh… ¿Un estupendo día para nadar? ¿Ha estado nadando? ¿No hace mucho frío? ¿No tiene miedo de cortarse con el hielo?

—¿Qué quierre decirr? ¿Algo del frrío?

—No parece entenderme mejor que yo a él —comentó Barbagrís a los de las barcas. Pero con paciencia, consiguió descifrar el fuerte acento del esqueleto. Su nombre resultó ser Norsgrey, y era un infatigable viajero. Explicó que se encontraba con su esposa, Lita, en el cobertizo que habían visto a través de los árboles. Invitó a Barbagrís y sus acompañantes a visitar su morada.

Como el zorro de Charley, todas las ovejas estaban atadas. Se las obligó a saltar a tierra, donde inmediatamente empezaron a mordisquear la dura hierba. Los hombres arrastraron los botes hacia la orilla, y agitaron los brazos y las piernas para desentumecerse y calentarse. Entonces se dirigieron hacia el cobertizo, moviendo las extremidades con dificultad. A medida que se acostumbraban al acento del esqueleto, lo que éste decía resultaba más inteligible, aunque el contenido de su charla era extravagante.

Su mayor preocupación residía en los tejones.

Norsgrey creía en el poder mágico de los tejones. Les contó que tenía una hija, muy próxima ya a los sesenta, que había huido a los bosques («cuando estaban re-multiplicándose y re-echando ramas para invadir y estrangular las ciudades del hombre») y se había casado con un tejón. En aquellos momentos había hombres-tejones en los bosques que eran sus hijos, y mujeres-tejones que eran sus hijas, de rostro blanco y negro y muy hermosas.

—¿Hay armiños por los alrededores? —preguntó Martha, interrumpiendo lo que amenazaba convertirse en un largo monólogo.

El viejo Norsgrey se detuvo junto al cobertizo y señaló las ramas inferiores de un árbol.

—Ahora mismo hay uno, re-mirándonos desde arriba, señora mía, sentado en su nido con la pulcritud que a usted le gusta. Pero no se atreverá a tocarnos porque sabe que estoy relacionado con los tejones por materimonio.

Todos miraron en la dirección que él les indicaba, pero sólo vieron las grisáceas ramas de los fresnos oscilando al aire.

Dentro del cobertizo, un anciano reno se hallaba acostado en la semioscuridad, con las cuatro patas juntas. Becky lanzó un chillido de sorpresa cuando el animal volvió hacia ellos su taciturno rostro. Las gallinas cloquearon y se asustaron al verles entrar.

—No hagan demasiado ruido —les advirtió Norsgrey. Lita está durmiendo, y no quiero que se despierte. Si la molestan, no dudaré en echarles, pero si se están quietecitos y me dan algo para cenar, les dejaré quedar aquí, en un sitio agradable, caliente y cómodo… y a salvo de todos los hambrientos armiños que hay fuera.

—¿Qué le pasa a su mujer? —preguntó Towin—. No pienso quedarme ni un minuto si está enferma.

—No insulte a mi esposa. No ha estado enferma en toda su vida. Haga el favor de callarse y portarse bien.

—Iré a traer el equipaje —dijo Barbagrís. Charley y el zorro volvieron con él al río. Mientras se cargaban los paquetes a la espalda, Charley habló con cierta turbación, sin mirar a Barbagrís, sino al frío paisaje grisáceo.

—Towin y su Becky se habrían quedado en el lugar donde estaba el hombre muerto en la cocina —dijo—. No querían seguir adelante, pero nosotros les convencimos. Fue así, ¿verdad, Barbagrís?

—Ya sabes que sí.

—De acuerdo. Así pues, lo que yo quiero preguntarte es esto: ¿hasta dónde iremos? ¿Qué planeas hacer? ¿Qué te propones?

Barbagrís miró al río.

—Tú eres un hombre religioso, Charley. ¿No crees que Dios ha planeado algo para nosotros?

Charley soltó una carcajada.

—Sonaría mejor si tú también creyeras en Dios. Pero supongamos que yo piense que El desea que nos establezcamos aquí, ¿qué harías entonces? No sé cuáles son tus intenciones.

—Aún no nos hemos alejado bastante de Sparcot para detenernos. Pueden formar una expedición y atraparnos aquí.

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