Barbagrís (27 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Barbagrís
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El desfile comenzó. Varios dignatarios, flanqueados por guardias, salían de las puertas de Balliol. Algunos treparon al cadalso y otros guardaron el camino. Apareció el rector, viejo y frágil, con el rostro blanquísimo entre la toga y el sombrero negro. Le ayudaron a subir las escaleras. Hizo un discurso tan breve como inaudible, que terminó con un acceso de tos, después de lo cual los niños surgieron del colegio.

La niña fue la primera en salir, andando graciosamente y mirando a su alrededor a medida que avanzaba. Al oír los vítores de la multitud, su rostro se iluminó; trepó a la plataforma y agitó la mano en señal de saludo. Era completamente calva y la estructura de su cráneo resaltaba tanto como su pálida piel. Una de sus orejas, tal como habían advertido a Barbagrís, estaba tan hinchada que no era más que una confusa masa de carne. Cuando ella se volvió de modo que la oreja quedó frente a los espectadores, muchos la compararon con un duende.

La multitud estaba maravillada ante tanta juventud. Muchas personas aplaudían.

Los niños aparecieron después. El del brazo deforme parecía enfermo: tenía el rostro contraído y azulado; su actitud era apática; saludaba, pero no sonreía. Debía de tener unos trece años. El otro muchacho era mayor y más sano. Los ojos que observaban a la multitud eran calculadores; Barbagrís le contempló con simpatía, sabiendo lo inestable que es la multitud. Quizá el muchacho estuviera pensando que los que hoy le aplaudían tan alegremente podían reclamar su cabeza al año siguiente, si el viento cambiaba de dirección. Así que saludaba y sonreía, pero no sonreía con los ojos.

Eso fue todo. Los niños se retiraron en medio de los gritos de la multitud, entre la cual había muchas mejillas húmedas. Algunas ancianas lloraban abiertamente, y los buhoneros hacían un buen negocio vendiendo pañuelos.

—Extremadamente conmovedor —dijo Morton con aspereza.

Habló al conductor de su carro, e iniciaron el camino de regreso, maniobrando con dificultad a través del gentío. Era evidente que muchos de los espectadores pensaban quedarse un rato más, disfrutando de su mutua compañía.

—Ahí lo tiene —dijo Gavin, sacando un pañuelo del bolsillo para enjugarse la sebácea frente—. Eso basta en cuanto al milagro, el signo de que en ciertas circunstancias la raza humana puede regenerarse. Pero para los humanos es menos fácil empezar de la nada que para la mayoría de nuestros mamíferos. No se requiere más que una pareja de los armiños, coipos o conejos de Morton para que en cinco años, como máximo, hayas obtenido una horda de pequeños animalitos, ¿eh, Morton? Los humanos necesitarían un siglo para alcanzar el mismo número. Y, además, se requiere muchísima suerte. Los roedores y animales inferiores no se matan entre ellos como hace el
homo sapiens
. Basta pensar en los años que deben transcurrir antes de que una niña como la que hemos visto se convierta en mujer, o bien el niño mayor, para que después de un poco de diversión una causa cualquiera los lleve a la tumba.

—Supongo que la finalidad de esta exhibición anual es hacer que la gente se familiarice con los niños, y las probabilidades de que les hagan daño sean menores, ¿no es así? —inquirió Martha.

—El efecto psicológico de tales acciones es frecuentemente contrario al que se persigue —dijo Gavin.

Después de estos comentarios, prosiguieron en silencio el camino de Maíz y St. Aldates hasta llegar a la gran puerta de Christ Church. Al apearse, Barbagrís dijo:

—¿Prohibiría usted la demostración de Balliol si estuviera en su mano, estudiante Morton?

El anciano le miró con ironía.

—Prohibiría la naturaleza humana si pudiera. Somos muy malos, ¿sabe?

—¿Tal como ha prohibido la Navidad?

El arrugado semblante se contrajo en algo parecido a una sonrisa. Guiñó un ojo a Martha.

—Prohíbo lo que yo creo más conveniente, yo, Gavin y Vivian. Ejercemos nuestra sabiduría para el bien común, ¿saben? Permítanme decirles que hemos prohibido cosas más importantes que la Navidad.

—¿Como cuáles?

—El deán, por ejemplo —respondió el estudiante Vivian, enseñando sus dientes postizos en una extraña sonrisa.

—Tendrían que dar un vistazo al interior de la catedral —dijo Morton—. La hemos convertido en museo, donde guardamos muchas cosas prohibidas. ¿Qué les parece, caballeros, si diéramos una vuelta por nuestro museo, hoy que hace un día espléndido?

Los otros dos estudiantes, Gavin y Vivian, asintieron y el pequeño grupo inició la marcha hacia el ala oriental del patio, donde la catedral formaba parte del colegio.

—La radio es una de las cosas que no nos gustan en nuestra pequeña gerontocracia —dijo Morton—. No nos beneficiaría, y podría trastornarnos recibir noticias del mundo exterior. ¿Quién desea saber el porcentaje de muertes en París, o la extensión del hambre en Nueva York? ¿O bien el tiempo reinante en Irlanda?

—¿Así que tienen una estación radiofónica? —preguntó Barbagrís.

—Bueno, tenemos un camión que transmite… —se interrumpió, metiendo una gran llave en la cerradura de la catedral. Con la ayuda de Vivian, empujaron la puerta hasta abrirla.

Entraron juntos en la catedral a oscuras.

Allí, muy cerca de la puerta, estaba su camión DOUCH (1).

—¡Este camión es mío! —exclamó Barbagrís, echando a correr, y apretó el capó con sus manos enguantadas. Él y Martha contemplaron el vehículo con una especie de éxtasis.

—Perdóneme, pero no es suyo —replicó Morton—. Pertenece a los estudiantes de esta institución.

—Está intacto —dijo Martha, con las mejillas arreboladas, cuando Barbagrís abrió la portezuela del conductor y miró el interior—. ¡0h, Algy, cuántas cosas me recuerda este camión! ¡No creí que volveríamos a verlo en nuestra vida! ¿Cómo ha llegado hasta aquí?

—Me parece que han desaparecido parte de las grabaciones. Pero las películas están todas aquí, clasificadas exactamente igual como las dejamos. ¿Te acuerdas de cómo atravesamos el puente Littlemore en este camión? Debíamos estar locos. ¡Qué lejano me parece todo aquello! Jeff Pitt se alegrará de saberlo. —Se volvió hacia Norman Morton y los otros estudiantes—. Caballeros, este camión me fue entregado por un grupo cuyos motivos obtendrán inmediatamente sus simpatías, un grupo de estudios. Me vi obligado a cambiarlo por comida en una época en que nosotros y el resto de Sparcot nos moríamos de hambre. Debo pedirles el favor de que me lo devuelvan para que siga utilizándolo.

Los estudiantes enarcaron las cejas y se miraron.

—Vayamos a mis habitaciones —dijo Morton—. Am podremos hablar del asunto y llegar a un eventual acuerdo. Supongo que no habrá pensado recibir el camión como un regalo.

—Desde luego que sí. Pido que me lo restituyan porque estoy en el derecho de hacerlo, señor Morton.

Martha oprimió el brazo de Barbagrís cuando salían de la catedral y cerraban la puerta con llave.

—Intenta ser diplomático —susurró.

Mientras andaban, Gavin dijo:

—Ustedes son nuevos aquí, pero deben de haber reparado en la guardia que tenemos apostada a lo largo de los muros. Es posible que dicha guardia no sea necesaria, pero es muy eficiente. Todos estos ancianos son pensionistas; vienen aquí porque no tienen otro lugar adonde ir, y nosotros nos vemos obligados a acogerlos por caridad. Se ganan el alojamiento montando guardia. No somos una institución de caridad, ya lo saben; nuestros cofres no nos permiten serlo, a pesar de lo que sientan nuestros corazones.
Todo el mundo
, señor Barbagrís, todo el mundo vendría a vivir a costa nuestra si se lo permitiésemos. A nadie le gusta trabajar cuando ha sobrepasado los cincuenta años, especialmente si no tiene una generación futura que pueda aprovecharse de su trabajo.

—Así es exactamente, Gavin —convino Vivian, golpeando las gastadas losas del suelo con su bastón—. Tenemos que costear nuestros propios gastos de forma desconocida para nuestros predecesores y fundadores. El cardenal Wolsey volvería a morirse si lo viera… Por eso administramos el lugar como una mezcla de taberna, sala de subastas, mercado de ganado y casa de citas. No se puede escapar de la necesidad monetaria.

—Ya he entendido el mensaje —dijo Barbagrís, cuando entraban en las habitaciones de Morton, donde el mismo individuo de nariz afilada que conocieran el día de llegar se apresuró a tapar nuevamente una de las botellas de su amo y desapareció en las habitaciones contiguas—. Lo que ustedes quieren es que yo pague lo que es mío.

—No necesariamente —dijo Morton, acercándose a un gran fuego y extendiendo sus delgadas manos hacia él—. Podríamos, en el caso de admitir que éste sea su vehículo, cobrarle una cuota de aparcamiento… El precio del garaje, ¿sabe? Veamos… el tesorero debe tenerlo apuntado en alguna parte, pero ya debe hacer unos siete u ocho años que guardamos el vehículo en nuestro lujoso garaje eclesiástico… Dejémoslo en la modesta cantidad de tres chelines por día, er… Vivian, tú eres el matemático…

—Mi cabeza ya no es la que era.

—Si no me equivoco…

—Debe de ser una suma aproximada de cuatrocientas libras.

—¡Eso es absurdo! —protestó Barbagrís—. Es imposible que yo tenga tal cantidad, o siquiera parecida. Me gustaría saber cómo adquirieron ustedes el vehículo.

—Su profesión le delata, señor Barbagrís, —dijo Morton—. En esta habitación levantamos las copas, pero nunca la voz. ¿Quieren beber?

Martha dio un paso adelante.

—Señor Morton, estaremos encantados de beber con usted. —Puso una moneda sobre la mesa—. Aquí está el importe.

La arrugada cara de Morton se estiró y alcanzó una longitud tan considerable que su barbilla se perdió dentro del abrigo que llevaba.

—Señora, la presencia de una mujer no convierte automáticamente esta habitación en una taberna. Haga el favor de guardarse el dinero que tanto van a necesitar.

Se pasó la lengua por la encía superior, sonrió amargamente, alzó la copa, y con voz algo más razonable que la que había empleado anteriormente, dijo:

—Señor Barbagrís, voy a explicarle la forma en que el vehículo por el que usted tanto se interesa llegó a nuestro poder. Lo trajo un anciano buhonero. Como mi amigo Gavin recordará, dicho buhonero llegó enfermo y cubierto de pulgas. Él pensaba que se estaba muriendo. Nosotros, también. Le hicimos entrar, y le cuidamos. Consiguió pasar el invierno, cosa que no lograron muchos hombres más fuertes que él, y se recuperó bastante en primavera. Tenía una especie de parálisis y ni siquiera servía para hacer guardia. En pago de su alojamiento, nos entregó ese camión. Puesto que no tiene para nosotros valor alguno, no hay duda de quién salió ganando en el cambio. Murió hace unos meses después de una juerga, maldiciendo, eso he oído decir, a todos sus benefactores.

Malhumorado, Barbagrís se atragantó con el vino.

—Si el camión no les sirve de nada, ¿por qué no se limitan a entregármelo?

—Porque es una de nuestras propiedades, una de nuestras propiedades en venta. Suponiendo que la tarifa del garaje ascienda a la cantidad que Vivian ha calculado, cuatrocientas libras, se lo dejaríamos llevar por doscientas. ¿Qué le parece?

—Pero si no tengo un penique! Tardaría… ya saben lo poco que gano con Joe Flitch… Tardaría cuatro años en reunir esa cantidad.

—Podríamos rebajarle la tarifa de aparcamiento durante ese período, ¿verdad, Gavin?

—Podríamos, siempre que el tesorero esté de acuerdo.

—Exactamente. Digamos que un chelín diario por cuatro años… ¿Vivian?

—Mi cabeza ya no es la que era. Setenta y cinco libras adicionales, ¿no es así?

Barbagrís se lanzó a explicar las actividades de DOUCH (1). Contó las veces que se había reprochado la venta del camión, a pesar de que el intercambio salvara a Sparcot de la muerte por inanición. Los estudiantes permanecieron inmutables; lo que es más, Vivian señaló que si el vehículo era tan valioso, y puesto que él no había demostrado claramente que fuera de su propiedad, tendrían que vendérsclo por mil libras. Así que la discusión concluyó, y los administradores del colegio se mantuvieron firmes en su petición de dinero.

Al día siguiente, Barbagrís fue a ver al venerable tesorero, y le prometió pagarle un tanto mensual, hasta que la cuenta del garaje estuviese saldada.

Aquella noche llegó a su habitación de mal humor. Ni Martha ni Charley, que había ido a visitarles en compañía de «Isaac», pudieron animarle.

—Si todo va bien, tardaremos cinco años en saldar la deuda —dijo—-. Sin embargo, me parece una cuestión de honor hacerlo así. ¿Tú entiendes cómo me siento, Martha? Me comprometí a realizar el trabajo de DOUCH mientras viviese, y voy a hacer honor a mi deber; cuando un hombre no tiene nada, ¿qué otra cosa puede hacer? Además, cuando el camión vuelva a ser nuestro, arreglaremos la radio y es posible que localicemos otros camiones. Nos enteraremos de lo que ha sucedido en todo el mundo. A mí sí que me interesa lo que pasa, a diferencia de esos locos que gobiernan este lugar. ¿No sería magnífico ponernos en contacto con el viejo Jack Pilbeam en Washington?

—Si realmente piensas así, Algy —dijo Martha—, estoy segura de que cinco años pasarán muy de prisa.

Él la miró a los ojos.

—Eso es lo que temo —dijo.

Los días se sucedían uno tras otro. Los meses iban transcurriendo. El invierno dio paso a la primavera, y la primavera al verano. El verano dio paso a otro invierno, y ese invierno a un segundo verano. La Tierra se renovaba; sólo los hombres envejecían y no eran reemplazados. Los árboles crecían, las bandas de grajos se hacían más ruidosas, los cementerios se llenaban, las calles se volvían silenciosas. Barbagrís se internaba en el lago Meadow en todas las estaciones, cargando las brazadas de verdes cañas en su barca, aceptando los días como venían, sin preocuparse de que llegaría una época en que la gente no tendría energías para hacer paja o querer paja.

Martha siguió cuidando a los animales, ayudando al asistente de Morton, el jorobado y artrítico Thorne. El trabajo era interesante. La mayoría de los mamíferos empezaba a engendrar retoños normales, aunque las vacas, de las cuales sólo poseían un pequeño rebaño, todavía abortaban frecuentemente. Según el estado en que nacían las bestias, se vendían vivas en el mercado del patio o se mataban y vendían como carne.

A Martha le parecía que una especie de eclipse se había adueñado del carácter de Barbagrís. Cuando éste regresaba por la tarde de la granja de Joe Flitch, apenas tenía nada que decir, aunque escuchaba interesado los chismes que ella le contaba acerca del colegio, oídos por mediación de Thorne. Veían muy poco a Charley Samuels, y casi nada a Jeff Pitt. Al mismo tiempo, les costaba hacer nuevas amistades. Su relación con Morton y los otros estudiantes se había deteriorado con el trato financiero que cerraran respecto al camión.

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