Barbagrís (22 page)

Read Barbagrís Online

Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Barbagrís
7.36Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Quizá sea el mismo ramo, con los mejores deseos del encargado de quemar la basura.

—¡Por el amor de Dios, no me tomes el pelo, Algy!

Se echaron a reír. Pero a la mañana siguiente, un nuevo ramo de flores llegó al hotel para la señorita Martha Broughton. Timberlane, Pilbeam y la dueña del hotel subieron a verio.

—Orquídeas, rosas, claveles, violetas, azaleas; sea quien sea, tiene medios suficientes para ponerse muy sentimental —dijo Pilbeam—. Déjame que te asegure, Algy, viejo amigo, que no he sido yo el que se las ha enviado a tu novia. Las orquídeas es algo que no puedes incluir en una cuenta de gastos de DOUCH.

—Estoy francamente preocupada, querida señorita Broughton —dijo la dueña del hotel—. Debe usted tener cuidado, especialmente siendo extranjera en este país. Recuerdo que ya no quedan jóvenes de veinte años. Esta era la edad que los hombres mayores solían preferir. Ahora son las de veinte a treinta años las que deben vigilar. Esos hombres mayores, que son muy ricos, siempre han estado acostumbrados a… bueno, a golpear el hierro cuando está en ascua. Ahora que el hierro se enfría… están más ansiosos que nunca de aprovechar las últimas ascuas. ¿Comprende a lo que me refiero?

—Ni el mismo Dusty Dykes lo hubiese dicho mejor. Gracias por el consejo, señora. Tendré cuidado.

—Mientras tanto, yo telefonearé a una florista —dijo Pilbeam—. No hay razón para que no aproveches un par de miles de ese patán enamorado. Es muy útil tener un poco de dinero para propinas.

Pilbeam tenía que marcharse de Washington al día siguiente. Fue Dyson el que le transmitió la orden de trasladarse a otro escenario de la guerra, esta vez, al Sarawak central Tal como lo planteó, él se haría cargo de todo. Por la tarde, se encontraba en el centro de la ciudad recogiendo más armamento y vacunas cuando sonó la alarma de un bombardeo. Telefoneó al Timberlane, que entonces asistía a una conferencia sobre propaganda y falsas creencias públicas.

—Te llamo para avisarte de que el bombardeo me retrasará un poco —dijo Pilbeam—. Lo mejor es que tú y Martha no me esperéis para ir al Thesaurus y vayáis encargando las bebidas; yo me reuniré con vosotros lo antes posible. Si queréis, podemos cenar allí mismo, aunque creo que la comida del restaurante de la esquina tiene menos sustancias sintéticas.

—Es la cantidad de calorías lo que yo tengo que vigilar —repuso Timberlane, pasándose una mano por la cintura.

—Ya veremos cómo reacciona tu sensibilidad esta noche; acabo de conocer a un verdadero monumento, Algy, llamada Coriander y es tan atractiva como ocurrente.

—Estoy impaciente por conocerla. ¿Es casada o soltera?

—Con su energía y su talento, tanto podría ser una cosa como otra.

Se guiñaron mutuamente el ojo a través de la pantalla de visión y desconectaron.

Timberlane y Martha cogieron un taxi para ir a la ciudad en cuanto se hizo oscuro. El ataque enemigo consistió en dos misiles, uno de los cuales se rompió en maletas por encima del abandonado patio de maniobras, mientras que el otro, causante de mayores desastres, se rompió sobre el suburbio densamente poblado de Cleveland Park. En las aceras, los uniformes de policía predominaban sobre los uniformes de servicio; los Choy habían hecho que mucha gente permaneciera en su casa, y en consecuencia las calles estaban más vacías que otras veces.

Cuando llegaron al Thesaurus, Timberlane se apeó e inspeccionó la fachada del club. Estaba adornada con grupos de sinónimos en bajorrelieve: Pocos Escogidos, El Mejor, Ambiente Selecto, La Crema y Nata, La Elite, La Sal de la Tierra, Inmejorable, Gente Estupenda. Sonriendo, se volvió para pagar al taxista.

—¡Oiga! —gritó.

El taxi, con Martha dentro, hizo una brusca maniobra y se mezcló entre el tráfico, pasó a un automóvil particular y giró por una calle lateral. Timberlane echó a correr hacia allí. Unos frenos y unos neumáticos chirriaron tras él. Una gran limusina se detuvo en seco a pocos centímetros de sus piernas, y una cara roja salió por la ventanilla del conductor y empezó a maldecirle. Se oyó un prolongado crujido mucho más atrás, y la cara roja se volvió hacia la parte posterior maldiciendo todavía con más ferocidad. Al ver que un policía acudía a todo correr, Timberlane le asió por un brazo.

—Han secuestrado a mi novia. Un individuo acaba de llevársela en su coche.

—Es algo que sucede todos los días. Hay que tener mucho cuidado.

—¡No he podido evitario!

—Vaya a explicárselo al sargento, amigo. ¿Cree que yo no tengo nada que hacer? Ahora he de arreglar este jaleo de tráfico. —Hizo una seña a un coche patrulla que se acercaba. Mordiéndose el labio inferior, Timberlane se dirigió hacía él.

A las once de aquella noche, Dyson dijo:

—Vamos, Algy, aquí no hacemos nada. La policía nos telefoneará si descubren alguna pista. Ahora hemos de encontrar algo para comer, si no quieres que me muera de hambre.

—Debe de haber sido ese tipo que le enviaba las flores —dijo Timberlane, por milésima vez—. Es muy probable que en la floristería puedan dar una pista a la policía.

—El dueño de la tienda no les ha dicho nada que pudiera ayudarles. Si lograras recordar el número del taxi…

—Lo único que recuerdo es que era malva y amarillo, con las palabras Taxis Antílope encima del portaequipajes. Diablos, tienes razón, Bill, vayamos a comer alguna cosa.

Al abandonar la comisaría, el superintendente dijo amablemente:

—No se preocupe, señor Timberlane. Mañana por la mañana ya habremos localizado a su prometida.

—¿Qué le hace estar tan seguro? —preguntó malhumoradamente Timberlane, al subir al coche de Dyson. Aunque tanto Dyson como Jack Pilbeam, que en seguida se personó en la comisaría, habían hecho todo lo que pudieron, él estaba injustamente ansioso por molestarles. A pesar de lo mucho que le gustaba, se sentía muy vulnerable en un país extranjero. Tratando de reprimir sus emociones, permaneció en silencio mientras él y Dyson entraban en una cafetería y engullían hamburguesas con chiles y mostaza; las hamburguesas eran sintéticas pero buenas.

—Doy gracias a Dios por los chiles —dijo Dyson—. Podrían incendiar un montón de serrín. Me he preguntado a menudo si no son los chiles lo que en realidad están buscando los científicos para restaurar nuestros pobres genes destrozados.

—Podría ser —convino Timberlane—. Te apuesto algo a que primero inventan chiles sintéticos.

Se fue a acostar después de un último trago y se durmió casi en seguida. Al despertarse a la mañana siguiente, lo primero que hizo fue telefonear a la comisaría, pero no tenían nada nuevo que comunicarle. Malhumorado, se lavó y vistió para el desayuno, y bajó al vestíbulo para recoger la correspondencia del buzón.

En el interior encontró una carta entregada a mano. La abrió y encontró una hoja de papel con las siguientes palabras:

«Si quiere recuperar a su novia, dé un vistazo a la Prensa de la Indulgencia Divina. Después suspenda la investigación.»

De repente, perdió todo el apetito. Echó a correr hacia la cabina telefónica y hojeó el correspondiente volumen de la guía de teléfonos. Allí estaba, bajo un anticuado número desprovisto de visión: Prensa de la Indulgencia Divina, y la dirección. ¿Debía llamar primero o acudir en seguida? Se enfadó consigo mismo por la indecisión que le dominaba. Marcó el número y oyó el tono característico de un teléfono desconectado.

Volviendo apresuradamente a su habitación, escribió una nota para Pilbeam, con la dirección del lugar hacia donde se dirigía, y la dejó sobre la almohada de su litera sin deshacer. Después se metió su revólver en un bolsillo.

Fue hasta el final de la calle, cogió un taxi de la hilera que aguardaba y dijo al conductor que fuera todo lo rápido que pudiese. Una vez en el puente de Anacostia, encontraron un denso tráfico, causado por el despertar de la capital a un nuevo día de trabajo. A pesar de lo alterada que estaba por la congestión de una época de guerra, Washington mantenía su belleza; cuando pasaron por delante del Capitolio, cuyo césped circundante estaba ahora lleno de edificios de oficinas de urgencia, y se dirigieron hacia el oeste por la Avenida Pennsylvania, la blanquísima piedra lanzó un fulgurante destello. La permanencia y proporción de los edificios confirió a Timberlane un poco de seguridad.

Después, al dirigirse hacia el norte, la impresión de dignidad y justicia se rompió. Allí el desorden de los tiempos encontraba su expresión. El cambio de nombres y letreros era constante. La propiedad cambiaba rápidamente de manos, las camionetas de mobiliario de oficinas y camiones militares entregaban o recogían muebles. Y había otros edificios terriblemente silenciosos y vacíos. A veces, una calle entera parecía desierta, como si sus habitantes hubiesen huido de una plaga. En una de tales calles, Timberlane se fijó en la existencia de las agencias de viajes de las líneas aéreas transatlánticas y las oficinas de turismo de Dinamarca, Finlandia, Turquía; todos los establecimientos estaban abiertos; los viajes particulares eran nulos, y las grandes compañías aéreas se encontraban a cargo de las Naciones Unidas, llevando ayuda médica a las víctimas de la guerra.

Algunos distritos daban fe de recientes bombardeos, aunque se había intentado disimular los escombros con grandes carteleras de anuncios. Como todas las grandes ciudades del mundo, aquélla, detrás de su sonrisa, también revelaba las cavidades podridas que nadie era capaz de llenar.

—Ya hemos llegado, amigo, pero no creo que haya nadie en casa —dijo el taxista—. ¿Quiere que le espere?

—No, gracias. —Pagó al hombre, que le saludó y se alejó.

La sede de la Prensa de la Indulgencia Divina era un inmueble de cinco pisos y aspecto de destartalada ostentación, construido a finales del siglo anterior. Los letreros de EN VENTA cubrían sus ventanas. La verja de hierro que daba acceso a la puerta giratoria de entrada estaba rodeada por una gruesa cadena y un candado. Por las placas que había en el porche, Timberlane se hizo cargo de las ocupaciones de la Prensa. Constituía principalmente una editorial religiosa dirigida a los niños, que publicaba periódicos como
La Revista Dominical de los Niños, La Corneta de los Niños, La Guía de las Niñas
, líneas más populares como
Emocionantes Relatos de la Biblia, Emocionantes Relatos de los Evangelios, Aventuras Sagradas
, y la línea educacional
Lectores de la Indulgencia
. Un cartel roto se deslizó por el porche y fue a enrollarse en torno a la pierna de Timberlane. Este dio media vuelta. Al otro lado de la calle se levantaba un gran edificio de apartamentos. Inspeccionó las ventanas, tratando de ver si alguien le observaba. Mientras permanecía allí, varias personas pasaron rápidamente junto a él sin mirarle siquiera.

Había un callejón lateral flanqueado por una elevada pared. Se internó en él, abriéndose paso entre la basura. Se llevó una mano al revólver, y se dispuso a emplearlo en caso necesario. Satisfecho, sintió una primitiva ferocidad en su pecho; le hubiera gustado aplastar el rostro de alguien. El callejón terminaba en un vertedero de basuras. A media distancia, encuadrado entre dos salientes de la pared, un anciano negro de espalda ligeramente encorvada hacía volar una cometa, inclinándose peligrosamente hacia atrás para observar su marcha por encima de los tejados.

Antes de que Timberlane llegara al vertedero, vio una puertecilla lateral en el inmueble de la Prensa. Había sido abierta a golpes; dos de los pequeños cuadrados de cristal que había en la mitad superior estaban hechos añicos, y se hallaba entreabierta. Se apoyó un momento en la pared, recordó el procedimiento combativo del ejército en una lucha de casa por casa, abrió totalmente la puerta de un puntapié, y entró corriendo.

En la penumbra, miró cautelosamente a su alrededor. Ni un movimiento, ni el más leve ruido. Silencio. El Gran Accidente había diezmado a las ratas. El mismo efecto se produjo sobre los gatos, y el ansia de carne que tenían los humanos probablemente había diezmado a la mayor parte del resto de la población felina; así que si las ratas volvían, serían más difíciles de cazar que nunca. Pero, en aquel momento, resultaba evidente que el destartalado edificio donde estaba no necesitaba ningún gato.

Se encontraba en un decrépito almacén. Un antiguo impermeable colgado de un clavo hablaba mudamente de deserción. Montones de lecturas religiosas infantiles se cubrían de polvo, una vez sus compradores en potencia habían muerto, no habían nacido ni nacerían nunca, o no habían sido concebidos. Sólo las pisadas que conducían a un pasillo interior eran recientes.

Siguió las huellas a lo largo de la habitación, el pasillo y el vestíbulo de entrada, consciente del sonido de sus propios pasos. Encima de una sucia puerta giratoria, a través de la cual se veían las borrosas figuras que pasaban por la calle, había un busto y una inscripción en mármol: «Amad a los niños y dejad que se acerquen a mí.»

—De poco les ha servido —murmuró sombríamente Timberlane en voz casi inaudible.

Inició la búsqueda en la planta baja, abandonando la cautela a medida que avanzaba. El silencio reinaba en todas las estancias como una maldición. Deteniéndose bajo los ojos sin vista del fundador, alzó la mirada hacia las escaleras.

—Estoy aquí, bastardos. ¿Dónde estáis vosotros? —gritó—. ¿Qué habéis hecho con Martha?

El ruido de su propia voz le atemorizó. Se quedó escuchando sus ecos en el hueco del ascensor y el piso superior. Después empezó a subir los escalones de dos en dos, con el arma preparada y el seguro quitado.

Cuando llegó arriba, hizo una pausa. El silencio era absoluto. Atravesó el pasillo y abrió una puerta de par en par. Esta volvió a cerrarse sobre sus goznes, haciendo caer una pizarra y un caballete. Por el aspecto, aquélla parecía la sala de redacción. Se acercó a la ventana para mirar hacia el vertedero de basuras; buscó al viejo negro que hacía volar una cometa, recordándole tal como se recuerda a un amigo. El viejo se había ido o, por lo menos, no se veía. No se veía a nadie, ni siquiera a un perro.

«Dios mío, es como si estuviera solo en el mundo», pensó. Y su siguiente pensamiento fue: «Lo mejor es que te vayas acostumbrando, jovencito; es posible que algún día te encuentres solo en el mundo.»

No era un hombre particularmente imaginativo. Aunque durante casi toda su vida se había enfrentado con el conocimiento de la extinción que el género humano había atraído sobre si mismo, el optimismo de la juventud le ayudaba a creer que las circunstancias cambiarían por sí solas (la naturaleza ya se había recuperado otras veces de muchos desastres), o que una de las líneas de investigación emprendidas en numerosos países se encargarían de hacerlo (era imposible que un programa de muchos millones de dólares al año se malgastara completamente). El juicioso pesimismo del proyecto DOUCH había paralizado sus sueños.

Other books

Shaman Pass by Stan Jones
One Day the Wind Changed by Tracy Daugherty
Here Lies Bridget by Paige Harbison
The Night Watch by Sergei Luk'ianenko, Sergei Lukyanenko
Rapture (Elfin Series) by Loftis, Quinn
One Night by Duncan, Malla
Definitely Not Mr. Darcy by Karen Doornebos