—Balliol creyó que podría gobernar Oxford, ¿sabe? Hubo un desagradable asunto en el que quisieron cobrar los atrasos de alquileres de sus propiedades en la ciudad. Los habitantes pidieron ayuda a Christ Church. Afortunadamente, pudimos dársela.
»Teníamos a un terrible artillero, un tal coronel Appleyard, refugiado en nuestro colegio por aquellos días. Era un antiguo estudiante, suspendido, el pobre, e incapaz de encajar más que en la vida militar, pero tenía un par de morteros. Morteros para hacer trincheras, ¿saben? Los montó en el patio y empezó a bombardear, si es que puede utilizarse dicho verbo en esta ocasión, Balliol.
Gavin soltó una risita y añadió:
—La puntería de Appleyard no era muy buena, y destruyó la mayor parte de los edificios entre Balliol y éste, incluyendo el Jesus College; pero el rector de Balliol se apresuró a izar la bandera blanca, y desde entonces hemos vivido todos en paz.
Esta anécdota puso de buen humor a los tres estudiantes, que empezaron a rememorar entre ellos los puntos sobresalientes de la campaña, olvidando a sus invitados. Enjugándose la frente, Gavin dijo:
—Algunos colegios están construidos como pequeñas fortalezas; es agradable ver que este aspecto es funcional hasta cierto punto.
—¿Tiene el lago por el que hemos venido hasta Folly Bridge alguna historia particular? —inquirió Barbagrís.
—¿Un significado particular «característico»? Pues, sí y no, aunque no es nada tan dramático, tan lleno de interés humano, podríamos decir, como la campaña de Balliol —dijo Morton—. El lago Meadow, como lo conocemos aquí, cubre un terreno que siempre ha estado sujeto a inundaciones, incluso en los prósperos días de la Comisión del Támesis, que en paz descanse. Ahora está permanentemente inundado, gracias al trabajo de excavación realizado desde la orilla por un ejército de coipos.
—¿El coipo es un animal? —preguntó Martha.
—Un roedor, señora, de la familia de las nutrias, procedente de Sudamérica, y ahora tan arraigado en Oxford como Gavin o yo… y me imagino que seguirán estándolo mucho después de que nosotros hayamos desaparecido, ¿eh, Gavin? Es posible que no lo hayan visto nunca en el curso de sus viajes, pues es una criatura tímida que siempre se esconde. Pero deben visitar nuestro parque zoológico, y conocer a nuestro coipo domesticado.
Les acompañó a través de varias olorosas habitaciones, en las cuales se encontraban numerosos animales enjaulados. La mayoría de ellos corrieron hacia él y parecieron contentos de verle.
El coipo disfrutaba de una minúscula piscina abierta en las láminas de piedra de una habitación situada en la planta baja. Parecía el resultado de un cruce entre un castor y una rata. Morton les explicó que habían sido importados durante el siglo XX para ser criados en granjas y su piel explotada. Algunos se escaparon y se convirtieron en una plaga en East Angla, pero fueron casi exterminados en varias campañas intensivas. Después del Accidente, volvieron a multiplicarse, lentamente al principio y después, progresando a grandes pasos como tantas otras criaturas parecidas, con gran rapidez. Se extendieron hacia el oeste a lo largo de los ríos, y ahora ocupaban la mitad del país.
—Seran el fin del Támesis —dijo Morton—. Destrozan cualquier curso de agua. Afortunadamente, su existencia está más que justificada gracias a su buen sabor y la calidad de su piel. El coipo estofado es uno de los grandes consuelos de nuestra vejez, ¿eh, Vivian? Quizá hayan observado ya la gran cantidad de gente que se permite el lujo de un abrigo de pieles.
Martha mencionó las martas cibelinas que habían visto.
—¡Eh, muy interesante! Deben estar extendiéndose hacia el este desde Gales, que era la única parte de Gran Bretaña donde sobrevivían hace un siglo. En todo el mundo, deben producirse grandes cambios en el comportamiento y el hábitat de los animales; si por lo menos tuviéramos otra vida en la cual registrar todo eso… Ah, bueno, no es un deseo muy fructífero, ¿verdad?
Morton terminó por ofrecer a Martha un empleo de ayudante en el zoológico, y aconsejó a Barbagrís que fuera a ver a un granjero llamado Flitch, que necesitaba un hombre para trabajos diversos.
Joseph Flitch era un octogenario tan activo como un hombre veinte años más joven. Tenía que serlo. Mantenía una casa llena de regañonas mujeres, su esposa, las dos ancianas hermanas de su esposa, su madre y dos hijas, una de ellas prematuramente senil y la otra permanentemente tullida por la artritis. De este grupo de brujas, la señora Flitch, quizá porque la regla de su casa era la supervivencia del más feroz, era la más feroz. Sintió un odio instantáneo hacia Barbagrís.
Flitch le condujo a un edificio anexo, le estrechó la mano y le contrató por lo que Norman Morton había calificado como un precio justo.
—Veo que será un buen hombre por la manera en que mi mujer le ha tratado —declaró, hablando con un acento de Oxford tan cerrado que al principio resultaba incomprensible.
Era —no resultaba extraño en aquellas circunstancias— un hombre adusto. Además, tal como Barbagrís tuvo oportunidad de comprobar, era también astuto y emprendedor, y tenía un floreciente negocio. Su granja se encontraba en Osney, a orillas del lago Meadow, y tenía empleadas a varias personas en ella. Flitch había sido uno de los primeros en aprovechar el cambio de las condiciones naturales, y utilizaba los extensos lechos de cañas como base de los materiales hechos con paja. En la localidad no se fabricaban ladrillos ni baldosas; pero varias de las mejores casas de los alrededores estaban cubiertas por una hermosa capa del bálago del granjero Flitch.
El trabajo de Barbagrís consistía en recorrer el lago recogiendo una brazada de cañas tras otra. Como empleaba su propia barca para esta tarea, Flitch, que era un hombre justo, le regaló un caliente e impermeable abrigo de coipo, que había pertenecido a un hombre que murió en deuda con él. Bien abrigado, Barbagrís pasaba la mayor parte del día trabajando lentamente en el lago, sintiéndose absorbido entre la sosegada extensión de agua y el pantano y el cielo. Era un periodo de tranquilidad acentuada por los sobresaltos de los pájaros acuáticos; a veces llenaba el esquife con gran abundancia de cañas, y después podía dedicarse media hora a la pesca de su cena y la de Martha. En estas ocasiones, veía muchas clases distintas de roedores entrando y saliendo de las zonas pantanosas: no sólo ratas de agua, sino también animales más grandes, castores, nutrias, y el coipo con cuyas pieles iba cubierto. Una vez vio a un coipo hembra seguido muy de cerca por sus retoños.
Aceptaba aquellas industriosas horas entre las cañas; pero no olvidaba la lección aprendida en Sparcot: que la serenidad no procedía del mundo exterior, sino de dentro. Si necesitaba recordarlo, sólo tenía que recoger cañas en su bahía favorita. Desde allí se divisaba un gran cementerio, al cual acudía todos los días una triste comitíva fúnebre dando escolta a un ataúd. Cuando Barbagrís comentó haber visto un camposanto, Flitch observó secamente:
—Ah, siguen plantándolos, pero ninguno vuelve a crecer.
Después se reunía con Martha, a menudo con la barba cubierta de escarcha, en la destartalada habitación de Killcanon que ella había logrado convertir en un hogar. Charley y Pitt vivían fuera de Christ Church, donde habían encontrado alojamientos más baratos y destartalados; Charley, a quien veían casi todos los días, había encontrado trabajo en una tenería; Pitt había reanudado su antigua ocupación de cazador furtivo y nunca buscaba su compañía; Barbagrís le vio una vez en la orilla meridional del lago, como una pequeña e independiente figura.
Todos los días, Barbagrís se hallaba frente a la gran puerta del colegio a las seis, esperando que la abrieran para ir a trabajar. Una mañana, cuando ya hacía un mes que trabajaba para Flitch, una campana de la ruinosa Torre Tom que había sobre su cabeza empezó a tañer.
Era el día de Año Nuevo, que los habitantes de Oxford celebraban con gran alegría.
—Hoy es un día de fiesta —dijo Flitch, cuando Barbagrís se presentó en la granja—. La vida es muy corta, aunque nos parezca larga; tú eres joven, y debes ir a divertirte.
—¿En qué año estamos, Joe? He perdido el calendano y no recuerdo la fecha exacta.
—¿Qué importa eso? Bastante trabajo me cuesta acordarme de mis propios años, no voy ahora a preocuparme por los que tiene el mundo. Vete a casa con tu Martha.
—Estaba pensando; ¿por qué no se ha celebrado el día de Navidad?
Flitch se apartó de la oveja que estaba ordeñando y miró a Barbagrís con expresión divertida.
—Es evidente que no eres muy religioso, o no me preguntarías tal cosa. La Navidad se inventó para celebrar el nacimiento del Hijo de Dios, ¿no es así? Y los estudiantes de Christ Church consideran que no sería de buen gusto celebrar un nacimiento en estos tiempos. —Acercó el taburete y el cubo a una cabra y añadió—: Claro que si estuvieras en Balliol o Magdalena las cosas habrían sido distintas; allí siguen celebrando la Navidad.
—¿Es usted un hombre religioso, Joe?
Flitch hizo una mueca.
—Dejo esas cosas a las mujeres.
Barbagrís volvió a recorrer las cenagosas calles para reunirse con Martha. La expresión de su esposa le reveló en seguida que ocurría algo importante. Ella le explicó que aquél era el día en que los niños de Balliol eran mostrados al público y expresó su deseo de verlos.
—Es mejor no ver a los niños, Martha. Es algo que sólo lograría trastornarte. Quédate aquí conmigo, donde hace calor. Hagamos una visita a Tubby y tomemos una copa con él. O, si no, vayamos a ver al viejo Joe Flitch; no es necesario que veamos a sus mujeres. O…
—Algy, quiero que me lleves a ver a los niños. Me siento capaz de resistir la impresión. Además, es una especie de acontecimiento social y no podemos faltar. —Metió su cabello en la capucha, mirándole con indiferencia. El meneó la cabeza y la cogió por el brazo.
—Siempre has sido muy obstinada, Martha.
—En lo que a ti respecta, siempre he sido tan débil como el agua, y tú lo sabes.
A lo largo del sendero conocido como el Maíz, seguramente a causa de una faja de tierra labrada que corría junto a él, se afanaban numerosas personas. Su aspecto era tan gris y rcsquebrajado como el de los edificios en ruinas frente a los que pasaban; caminaban de prisa y no charlaban demasiado. Se apartaron de mala gana para dar paso a un carro arrastrado por un reno. Cuando el carro llegó a la altura de Martha y Barbagrís, ella oyó que alguien la llamaba.
Norman Morton, con una toga encima de un grueso abrigo de pieles, se encontraba en el carro, acompañado por algunos estudiantes, entre los cuales estaban los dos con los que Barbagrís hablara, el seboso Gavin y el silencioso Vivian. Hizo detener el carro e invitó a los dos peatones a subir. Estos se encaramaron a los cubos de las ruedas y aceptaron la ayuda que se les ofrecía.
—¿Les sorprende encontrarme participando en los placeres comunes? —preguntó Morton—. Siento el mismo interés hacia los niños de Balliol que hacia mis propios animales. Constituyen un espectáculo digno de contemplar y reflejan un poco de una popularidad muy necesaria sobre el rector. Lo que les ocurra cuando sean mayores, lo cual será dentro de pocos años, es algo que ni siquiera el rector puede predecir.
El carro se estacionó en una posición estratégica delante de la fortaleza de Balliol, de graciosa fachada victoriana. La extrema efectividad de los morteros del coronel Appleyard era manifiesta. La torre había sido reducida a la nada, y dos grandes porciones de la fachada estaban torpemente reconstruidas con piedra nueva. Se había erigido una especie de cadalso junto a la puerta de entrada, y la bandera del colegio ondeaba sobre él.
La multitud congregada allí era más numerosa de lo que Martha y Barbagrís habían visto durante años. Aunque la atmósfera era más solemne que jovial, los buhoneros se movían entre la gente reunida, vendiendo bufandas y bisutería, sombreros hechos con plumas de cisne, perros calientes y panfletos. Morton señaló a un hombre que llevaba una bandeja llena de láminas y libros.
—Vean, Oxford continúa siendo el centro de la imprenta, y lo será hasta el fin. Esto dice mucho en favor de la tradición, ¿saben? Veamos lo que ese bribón tiene que ofrecer.
El bribón era un robusto individuo de labios finos con un letrero cosido al abrigo que decía: «Vendedor de la Prensa Universitaria», pero la mayor parte de sus artículos estaban destinados, tal como observó Gavin al hojear la edición pobremente impresa de una novela, al pueblo en general.
Martha adquirió un panfleto de cuatro páginas editado para la ocasión y encabezado con las palabras: ¡FELIZ AÑO NUEVO! OXFORD, 2030. Lo hojeó y se lo dio a Barbagrís.
—La poesía parece haber adquirido merecida fama. Sin embargo, principalmente es pornografía infantil. ¿Te recuerda alguna cosa?
Él leyó el primer verso. La mezcla de puerilidad y obscenidad le pareció familiar.
Hombrecito melancólico
,anímate de una vez
,los críos pequeñitos
han dejado de nacer
.
—América… —dijo. Los nombres de todas las cosas se habían borrado de su memoria desde hacía casi treinta años. Después le sonrió—. Nuestro padrino de boda, le veo tan claramente, ¿cómo llamaba a esta clase de basura? ¡Dios mío, parece que no hayan pasado los años! —La rodeó con un brazo.
—Jack Pilbeam —dijo ella. Ambos se echaron a reír, sorprendidos por el placer, y exclamaron simultáneamente—: Mi memoria es tan mala…
Momentáneamente, ambos se evadieron del presente y el podrido marco de la maloliente multitud que había a su alrededor. Habían retrocedido a un mundo más limpio, al Washington embriagador que conocieran.
Uno de los regalos de boda que Bill Dyson les hizo fue un pase para viajar por los Estados Unidos. Disfrutaron de su luna de miel en el Niágara, regocijándose ante la trivial elección, haciéndose pasar por americanos, y escuchando la caída de las aguas.
Mientras estaban allí se enteraron de las noticias. El secuestrador de Martha había sido hallado y arrestado. Resultó ser Dusty Dykes, el comediante que Jack Pilbeam les llevara a ver. La noticia del arresto ocupaba los titulares de todos los periódicos; pero al día siguiente hubo un desvastador incendio en una fábrica de Detroit para llenar las primeras páginas.
Ese mundo de noticias y acontecimientos estaba enterrado irncluso en sus recuerdos, sólo vivía borrosamente, pues formaban parte de la desintegración general. Barbagrís cerró los ojos y fue incapaz de mirar a Martha.