—Ha sido muy desconsiderado y cruel por tu parte, Algy, ¿me oyes? Podías imaginarte que me preocuparía con el río tan cerca. No debes jugar con desconocidos; ya te lo he dicho muchas veces, pueden tener enfermedades de las que tú no sabes nada. Nos has oído llamarte, ¿por qué no has salido inmediatamente?
Él sollozó con más fuerza.
—Me has dado un susto horroroso, y eres un niño muy malo. ¿Por qué no dices nada? Nunca volverás a jugar aquí, ¿lo entiendes? ¡Jamás!
—Volveré a ver a Martha Broughton, ¿verdad?
—No. No vendremos a vivir aquí, Algy. Papá no comprará la casa, y hoy te irás directamente a la cama. ¿Lo entiendes?
—¡Sólo era un juego, mamá!
—Un juego muy tonto.
Hasta que se encontraron en el coche, de camino hacia Twickenham, Algy no logró serenarse, y entonces se acercó a su padre y le acarició la cabeza.
—Papá, cuando lleguemos a casa, ¿nos harás algunos trucos de cartas para divertirnos? —preguntó.
—Tú te irás a la cama en cuanto lleguemos a casa —dijo Arthur Timberlane, impasible.
Mientras Patricia estaba en el piso superior, velando para que Algy se acostara lo antes posible, Arthur paseaba malhumoradamente delante del televisor. La recepción del color era muy mala aquella noche, y confería a los tres caballeros sentados alrededor de una mesa de la BBC las geniales tonalidades de los apopléticos. Todos ellos se mostraban eufóricos acerca de las circunstancias mundiales.
Sus voces suaves no consiguieron más que enfurecer a Arthur. Él no tenía fe en el actual gobierno, que había reemplazado, hacía menos de un año, al gobierno probomba. No tenía fe en las personas que apoyaban al gobierno. Arthur pensaba que dicho apoyo sólo demostraba la fatua seguridad de la gente en una cura política para una enfermedad humana.
Durante los años sesenta y setenta, un periodo que representaba la mayor parte de su vida adulta, Arthur se había enorgullecido de no dejarse asustar por los peligros de la guerra nuclear. «Si ésta llega algún día… bueno, mala suerte, pero no lograremos nada preocupándonos»: éste había sido el enfoque que había dado a la cuestión. Al fin y al cabo, el trabajo de los políticos era ocuparse de tales asuntos; él ya tenía bastantes preocupaciones labrándose un porvenir en Juguetes Soff Ltd., donde había entrado en los años sesenta en calidad de viajante.
Los experimentos nucleares se sucedían, mientras los paises comunistas y occidentales llevaban a cabo su incomprensible juego ideológico; nadie contaba el número de detonaciones, y todo el mundo llegó a cansarse de las ocasionales voces de alarma acerca de la creciente radiación en el hemisferio norte, la sobredosis de estroncio en los huesos de los renos lapones o en los dientes de los escolares de Saint Louis.
Los rudimentarios adelantos en viajes espaciales durante los años sesenta y setenta, y los estudios realizados sobre Marte, Venus, Mercurio y Júpiter, hicieron parecer natural que las dos principales potencias anunciaran una serie de detonaciones nucleares «controladas» en el espacio. La «bomba de arco iris» americana que estalló a principios de los años sesenta, resultó ser la primera de otras muchas. La gente —incluso los científicos— protestó, pero las protestas no fueron tomadas en cuenta. Y la mayoría de la gente creía que era más seguro activar las bombas fuera de la atmósfera terrestre.
Bueno, no había sido más seguro. El hombre había actuado con desconocimiento de causa muchas otras veces; aquella vez, la ignorancia exigió un alto precio. Los cinturones Van Allen, las fajas de radiación que circundaban la Tierra, y que en algunas zonas eran mucho más anchas que el diámetro de la Tierra, entraron en un estado de violenta actividad debido a las explosiones nucleares, todas las cuales se hallaban dentro de la gama de los multimegatones. Los cinturones palpitaron, contrayéndose y abriéndose de nuevo, para volver a contraerse en menor grado. Visualmente, el efecto de esta perturbación fue pequeño, aparte de alguna espectacular aurora boreal y austral ocurrida incluso en latitudes ecuatoriales. Vitalmente, la alteración fue mucho mayor. La biosfera recibió dos intensas, aunque breves, ráfagas de fuerte radiación.
Los resultados a largo plazo de estas ráfagas aún no podían, apenas un año después, ser evaluados. Pero los resultados inmediatos fueron evidentes. Aunque la mayor parte de la población humana mundial se vio afectada por una especie de gripe y vómitos, la mayoría se recuperó. Los niños fueron los que más sufrieron, y muchos de ellos —según el grado de exposición— perdieron el cabello o las uñas, o fallecieron, tal como Frank Timberlane. La mayoría de las mujeres embarazadas en la época del desastre abortaron. Los animales, y en particular aquellos mamíferos más expuestos al aire libre, sufrieron consecuencias similares. Los informes procedentes de las reservas africanas denunciaron los fulminantes efectos de la radiación sobre los animales salvajes. Sólo el buey de Groenlandia y el reno del norte de Escandinavia (donde generaciones anteriores habían alcanzado seguramente una especie de inmunidad frente a las partículas cósmicas y otras parecidas) parecieron escapar a los efectos generales. Un elevado porcentaje —algunas autoridades en la materia sostenían la cifra de un 85 por ciento— de perros y gatos domesticos fueron afectados; contrajeron el cáncer, y tuvieron que ser eliminados.
En opinión de Arthur, todo ello ilustraba una enseñanza moral que debían haber aprendido desde hacía tiempo: no confiar jamás en un manojo de asquerosos políticos que no sabían velar por los intereses de uno. Evidentemente, debían haber tenido el sentido común de lanzar sus malditas bombas en la Luna.
Cuando se inclinaba para apagar el televisor, haciendo desaparecer a los tres imperturbables caballeros, Patricia entró en la habitación. Llevaba una camisa y unos pantalones para meter en la lavadora.
—Algy es tremendo. Le he metido en cama, pero quiere que subas a verle —dijo.
—No pienso hacerlo. Ya estoy harto de él.
—Te necesita, Arthur. Te quiere mucho.
—Aún estoy enfadado con él; ¿a quién se le ocurre esconderse así de su padre? No, no es que esté enfadado. ¿Verdad que te ha faltado tiempo para contarle que no iríamos a vivir a Mayburn?
—Alguien tenía que decírselo, Arthur. He pensado que tú no tendrías valor para hacerlo.
—Oh, no discutamos por una tontería, Patty, cariño. Ya sabes que sigo trastornado por la muerte del pobre Frank.
—¡Primero es el negocio, y después es Frank! Realmente, Arthur, debes pensar que a mí no me afectan las mismas cosas, pero alguien tiene que cuidar de la casa y de todo lo demás.
—No nos peleemos. Ya tenemos bastantes problemas.
—No quiero que nos peleemos; me limito a explicarte las cosas.
Él la miró desesperadamente, frunció los labios y meneó la cabeza, indeciso entre mostrarse patético o desafiante, y decidiéndose por un término medio.
—Sólo quería que me consolaras, o de lo contrario no habría dicho nada.
—Entonces, es una lástima que lo hayas hecho —contestó bruscamente ella—. No puedo soportar que me mires así, Arthur, te aseguro que no puedo. —Se acercó al aparato de televisión y volvió a conectarlo—. ¿Por qué no subes a dar las buenas noches a Algy? Él también necesita que le consuelen.
—Me voy a dar un paseo. Estoy harto de todo.
Se dirigió a grandes zancadas hacia el vestíbulo y se puso el grueso abrigo de sarga azul. Ella hizo caso omiso de su aflicción, creyendo que cualquier cosa que dijera no haría más que provocar una disputa. Cuando él abría la puerta de entrada, le gritó:
—No te olvides de que Edgar y Venice llegarán dentro de una media hora.
—Hasta luego —dijo él. No había ninguna razón para que ella no le creyese.
Tendido sobre la mesa, acostado sobre un caótico montón de papeles, folletos y carpetas, había un oso de trapo. Era un oso de trapo muy especial. Llevaba una visera negra, una diminuta falda escocesa y un morral. Debajo del brazo sostenía una gaita. Era un «Oso Jock», el producto más vendido de Juguetes Soff… en los días en que se vendían juguetes Soff.
Simulando no fijarse en la malevolencia de su mirada, Arthur Timberlane tiró el oso al suelo de un manotazo y cogió un puñado de cartas de la mesa. Acurrucado en su pequeño despacho de la planta baja de la fábrica, empezó a leerlas, mientras los camiones pasaban a toda velocidad por la carretera en dirección al centro de Londres. No se quitó el abrigo.
Todas las cartas hablaban de lo mismo. La que estaba escrita en términos más crudos procedía de su mejor representante, el viejo Percy Pargetter, que viajaba para la firma desde últimos de los años cuarenta y no obtenía más que la comisión sobre sus ventas antes de que Arthur le adjudicara un sueldo. Percy era un buen representante. Iría a verle a la mañana siguiente; mientras tanto, quería dejar las cosas claras. No había nadie que comprara sus juguetes; los comerciantes al por menor y los mayoristas habían reducido sus compras a cero porque sus tiendas estaban abarrotadas; el cliente había dejado de interesarse por Juguetes Soff. Incluso sus amigos más antiguos en el negocio hacían una mueca de desagrado al ver el rostro de Percy en la puerta. Percy creía que algún peligroso rival había monopolizado de alguna forma el mercado de juguetes.
«Pero ¿quién, quién?», se preguntaba Arthur con angustia. Por los documentos comerciales y financieros, sabía que la situación del negocio de juguetería era desastrosa para todo el mundo. Esto era todo lo que sabía. Las finanzas y la industria fluctuaban entre el alza o la baja repentina, pero en eso no había nada nuevo, excepto que las fluctuaciones se habían acentuado en los últimos seis meses. Volvió a dejar las cartas encima de la mesa, meneando la cabeza con desesperación.
Había hecho todo lo posible, por lo menos hasta que Moxan presentara su funesto informe. Con la ayuda de Keith, habla reducido la producción al mínimo, había retrasado hasta Navidad la serie de películas con marionetas que anunciarían el «Oso Jock» en la ICV, había cancelado las entregas, había exprimido a los acreedores, había suprimido las horas extra, había anulado el contrato con Straboplásticos, había guardado los planos de la Feliz Sirena Parlante. Y había desechado la idea de mudarse de casa…
Se acercó a un fichero metálico y sacó la última carta de Moxan, comprobando el nombre de Gaylord K. Cottage. No porque éste fuera un nombre fácil de olvidar, pensó sombríamente; Cottage era el brillante joven que se hallaba a cargo de las investigaciones de Moxan para encontrar las razones por las cuales el negocio iba tan mal. Arthur consultó su reloj. No, no era tarde. Aún podía localizar a Cottage en su oficina.
El teléfono sonó largo rato en la sede de Moxan. Arthur escuchó su repiqueteo y el ruido del tráfico en la calle. Finalmente, una voz malhumorada respondió a la llamada y preguntó a Arthur lo que deseaba. La visión se aclaró y una cara redonda y adormilada contempló a Arthur. Era el portero nocturno; ante la insistencia de Arthur, accedió a pasarle la llamada a Cottage.
Cottage se puso al aparato casi en seguida. Se hallaba sentado a la mesa de una habitación vacía e iba en mangas de camisa. Un mechón de cabelLos le caía encima de la frente, y llevaba el nudo de la corbata descuidadamente hecho. Arthur sólo se dio cuenta de que no parecía tan lustroso como en sus visitas a Juguetes Soff. Cuando habló, para alivio de Arthur, pareció menos desagradable y tirante que en su última entrevista.
—Su informe está en Fotomecánica, señor Timberlane —dijo—. Es un ligero retraso que no hemos podido evitar. Siento muchísimo que no hayamos podido entregárselo antes, pero verá… Oh, Dios mío, ¡todo el asunto es un desastre! Mire, señor Timberlane, debo hablar con alguien de esto. Será mejor que escuche antes de que la censura gubernamental extienda sus garras.
Miró afablemente a Arthur. O el color de la línea era malo, o estaba muy pálido.
Envuelto en su abrigo de sarga azul, Arthur sintió frío.
—Le escucho, pero no sé a lo que se refiere al hablar de censura, señor Cottage. Naturalmente, sus dificultades personales me interesan, pero…
—Oh, esto no es sólo personal, amigo mío, ni mucho menos. Mire, déjeme encender un cigarrillo… —Cogió un paquete que tenía sobre la mesa, lo encendió, inhaló y dijo—: Escuche, ¡su firma está en quiebra, en bancarrota, acabada! Es imposible decirlo con más claridad, ¿verdad? Su socio, Keith Barratt, ¿no es así?, estaba muy equivocado al afirmar que había sido usted derribado por otra empresa de juguetería. Hemos investigado, y todos se hallan en el mismo barco, todas las firmas, desde la más importante hasta la más insignificante. Las cifras lo demuestran. La cuestión es que nadie compra juguetes.
—Pero esas bajas veraniegas vienen y…
Cottage agitó una mano frente a sí, riéndose despectivamente al mismo tiempo.
—Hágame caso, señor Timberlane; esto no es una baja de temporada, ni nada parecido. Es algo mucho más grande. He hablado con algunos de mis compañeros. ¿Conoce usted Johnchem, la firma especializada en una amplia gama de productos infantiles, desde alimentos preparados hasta polvos de talco? Son clientes nuestros. Sus cifras son peores que las de usted, y tienen unos gastos generales diez veces superiores a los suyos.
Arthur meneó la cabeza como si dudase de lo que estaba oyendo. Cottage se inclinó hacia delante hasta que su nariz quedó desenfocada.
—Ya sabe lo que eso significa —dijo, apagando el cigarrillo en un cenicero y soltando el humo que tenía en los pulmones en dirección a la pantalla—. Significa una cosa: desde el accidente de los cinturones Van Allen ocurrido el mes de mayo del año pasado, no ha nacido ningún niño. Usted no vende porque no tiene consumidores.
—¡No lo creo! ¡No puedo creerlo!
Cottage jugueteaba con su encendedor.
—Nadie lo creerá hasta que se anuncie oficialmente, pero nosotros hemos hecho las comprobaciones oportunas en la Oficina General de Registros de Somerset y la Oficina de Registros de Edimburgo. No han querido decir nada; pero por lo que no han dicho, nuestras cifras nos ayudan a llegar a las conclusiones acertadas. Todas nuestras conexiones de ultramar coinciden en lo mismo. En todas partes es igual: ¡no hay niños!
Hablaba con cierta satisfacción maliciosa, inclinado hacia adelante, y con los ojos entornados para protegerlos de las luces del visífono.
Arthur desconectó la visión. No soportaba mirar a Cottage, ni que Cottage le viera. Se aguantó la cabeza con las manos, vagamente consciente del frío que tenía, y de lo mucho que temblaba.