—¿Es que no sabéis respetar la bandera blanca de paz, malditos bastardos? —chilló—. Dejadnos pasar sin diezmarnos. Estamos sin hogar. Todo lo que llevamos nos es imprescindible.
Su tripulación tenía menos ánimos que ella. Alzaron los remos y pértigas y dejaron que la barca se deslizara por debajo del puente de piedra hasta chocar contra la estaca. Regocijados de encontrar un premio tan indefenso, los aldeanos la arrastraron hasta la orilla por medio de rezones. El reno levantó su pesada cabeza y proclamó ruidosamente su desafío, en tanto que la mujer morena expresaba su desaprobación a gritos.
—¡Eh, tú, el del hocico de carnicero! —gritó, señalando a Mole—. ¡Escúchame; somos vecinos! Venimos de Grafton Lock. ¿Así tratas a tus vecinos, asqueroso pirata?
Un murmullo corrió entre la multitud congregada en la orilla. Jeff Pitt fue el primero en reconocer a la mujer. Era conocida como la gitana Joan, y su nombre constituía una especie de leyenda incluso entre los aldeanos que nunca se habían aventurado a entrar en su territorio.
Jim Mole y Trouter avanzaron unos pasos y la conminaron a guardar silencio, pero ella siguió gritando.
—¡Desenganchad los garfios de la barca! Tenemos heridos a bordo.
—¡Cierra el pico, mujer, y acércate a la orilla! No te haremos daño —dijo Mole, sosteniendo la espada de forma más eficaz. En compañía del mayor, se dirigió hacia la barca.
Algunos aldeanos ya habían tratado de abordarla sin esperar órdenes. Envalentonados por la falta general de resistencia y ansiosos por obtener su parte del botín, se lanzaron al ataque, conducidos por dos de las mujeres. Uno de los remeros, un venerable anciano de barba amarilla, se dejó dominar por el pánico y descargó su remo sobre la cabeza del atacante más próximo. La mujer cayó de bruces. Inmediatamente se inició la refriega, a pesar de los gritos de ambos dirigentes para hacerlos desistir.
La embarcación se balanceó. Los hombres que aguantaban al reno trataron de protegerse. Aprovechándose de la distracción, el animal escapó de sus captores. Pasó encima del techo de la cabina, se detuvo un momento y saltó al Támesis. Nadando vigorosamente, se dirigió río abajo. Un gemido de desesperación se elevó desde el bote.
Dos de los hombres que cuidaban al animal también saltaron por la borda, gritando al animal que regresara. Después se vieron obligados a cuidar de sí mismos; uno de ellos consiguió llegar a la orilla, donde muchas manos se tendieron para ayudarle a salir del agua. Al otro extremo del puente roto, el reno salió del río, chorreando agua por los flancos. Resopló y sacudió la cabeza de un lado a otro durante unos minutos, como si tuviera agua en los oídos. Después dio media vuelta y desapareció entre un grupo de sauces.
El segundo hombre que saltó por la borda fue menos afortunado. No pudo llegar a ninguna de las dos orillas. La corriente le arrastró hacia el puente, sobre sus restos sumergidos, y por encima de la esclusa. Sus gritos aumentaron de intensidad. Se vio aparecer un brazo entre la espuma, y después sólo pudo oírse el rugido del agua verde y blanca.
Este incidente puso fin a la lucha que se desarrollaba en la barca, de modo que Mole y Trouter pudieron interrogar a la tripulación. Tanto uno como otro, apoyados en la barandilla del bote, comprobaron que la gitana Joan no había mentido al hablar de los heridos. En lo que en otro tiempo fuera la cámara del barco, se amontonaban nueve hombres y mujeres que, por su aspecto y sus ojos hundidos, debían ser nonagenarios. Sus pobres ropas estaban rasgadas, y tenían el rostro y las manos cubiertos de sangre. Una mujer, a quien faltaba la mitad de la cara, parecía al borde de la muerte, mientras que todos mantenían un silencio que era peor que los gritos.
—¿Qué les ha sucedido? —preguntó ansiosamente Mole.
—Armiños —contestó la gitana Joan. Ella y sus compañeros estaban ansiosos por explicar lo ocurrido. Los hechos eran muy sencillos. Constituían un grupo reducido, pero vivían bastante bien en una zona inundada cerca de Grafton Lock. No montaban guardia de ninguna clase, y casi no tenían defensas. Al atardecer del día anterior, fueron atacados por una manada, algunos dijeron que varias manadas, de armiños. Dominados por el miedo, la comunidad había corrido a las barcas y huido lo más rápidamente posible. Pronosticaron que, a menos que fueran desviados por alguna razón especial, los armiños no tardarían en lanzarse sobre Sparcot.
—¿Por qué iban a hacerlo? —preguntó Trouter.
—Porque están hambrientos, hombre, ¿por qué otra cosa iba a ser? —contestó la gitana Joan—. Se multiplican como conejos y recorren el país en busca de comida. Comen cualquier cosa, sea carne, pescado o carroña. Todos ustedes harían bien en irse de aquí.
Mole miró a su alrededor con inquietud y dijo:
—No empieces a esparcir rumores por aquí, mujer. Sabemos cuidar de nosotros mismos. Somos valientes, y estamos bien organizados. Ya podéis largaros. Os dejaremos marchar sin haceros daño, teniendo en cuenta que estáis en un buen apuro. Alejaos de nuestro territorio tan rápidamente como podáis.
Joan parecía dispuesta a discutir, pero dos de sus jefes, temerosos, la cogieron por un brazo y la apremiaron para irse cuanto antes.
—Viene otra barca detrás de nosotros —dijo uno de estos hombres—. La ocupan los ancianos que no han sido heridos. Os agradeceríamos que los dejarais pasar sin detenerlos.
Mole y Trouter retrocedieron, agitando los brazos. La mención de los armiños les había convertido en hombres ansiosos.
—¡En marcha! —gritaron, agitando los brazos, y a sus propios hombres—: Retirad el poste y dejadlos marchar.
El poste fue retirado. Joan y su tripulación se alejaron de la orilla, mientras su vieja barca se tambaleaba peligrosamente. Pero sus noticias se habían difundido entre aquellos que estaban en la orilla. La palabra «armiños» pasó rápidamente de boca en boca, y la gente echó a correr hacia su casa, o la caseta de botes perteneciente al pueblo.
A diferencia de sus enemigas las ratas, los armiños no habían disminuido en número. Durante la última década, habían aumentado considerablemente, tanto en número como en atrevimiento. A principios de año, el viejo Reggy Foster había sido atacado por uno de ellos en los pastos y murió de un mordisco en la garganta. Los armiños habían extendido una vieja costumbre ocasional y ahora volvían a cazar en manadas, como acababan de hacerlo en Grafton. Entonces no se atemorizaban ante los seres humanos.
Los aldeanos, que lo sabían, empezaron a agitarse, empujándose a lo largo de la orilla y gritando incoherentemente.
Jim Mole sacó un revólver y apuntó a una de las espaldas que se batían en retirada.
—¡No puedes hacer eso! —exclamó Barbagrís, dando un paso adelante con una mano levantada.
Mole bajó el revólver y apuntó con él a Barbagrís.
—No puedes matar a tu propia gente —dijo firmemente Barbagrís.
—¿De verdad? —preguntó Mole. Sus ojos parecían ampollas sobre su piel arrugada. Trouter dijo algo, que le impulsó a alzar el revólver y disparar al aire. Los aldeanos miraron en torno suyo con sorpresa; después, la mayoría echó a correr de nuevo. Mole estalló en carcajadas.
—Déjales ir. Se matarán ellos mismos.
—Hazlos razonar —dijo Barbagrís, acercándose—. Están asustados. Disparar contra ellos no sirve de nada. Háblales.
—¡Razonar! Apártate de mi camino, Barbagrís. ¡Están locos! Morirán. Todos moriremos.
—¿Vas a permitir que se marchen, Jim? —preguntó Trouter.
—Conoces el problema de los armiños tan bien como yo —dijo Mole—. Si atacan en manada, no tenemos bastantes municiones para disparar contra ellos. No tenemos bastantes buenos arqueros para detenerlos con flechas. Así que lo más sensato es cruzar el río en nuestro bote y quedarnos allí hasta que esas sabandijas se hayan ido.
—Saben nadar, ¿te enteras? —replicó Trouter.
—Ya sé que saben nadar. Pero ¿por qué iban a hacerlo? Lo que buscan es comida, no pelea. Estaremos a salvo en la otra orilla del río. —Se estremeció—. ¿Te imaginas lo que sería un ataque de armiños? Ya has visto a los de la barca. ¿Quieres que te ocurra lo mismo?
Había palidecido, y miraba ansiosamente en torno suyo, como si temiera la inmediata llegada de los armiños.
—Podemos encerrarnos en los graneros y las casas, si es que vienen —dijo Barbagrís—. Podemos defendernos sin abandonar el pueblo. Estaremos más seguros si no nos movemos.
Mole se volvió bruscamente hacia él, enseñando los dientes en un terrible gruñido.
—¿Cuántos edificios a prueba de armiños tenemos? Sabes muy bien que irán detrás del ganado si están realmente hambrientos, y se lanzarán sobre nosotros al mismo tiempo. Además, ¿quién crees que da las órdenes? ¡Tú no, Barbagrís! Vamos, Trouter, ¿qué esperas? ¡Saquemos la barca!
Trouter pareció momentáneamente inclinado a discutir. En cambio, dio media vuelta y empezó a dar órdenes con su estridente voz. Él y Mole pasaron junto a Barbagrís y echaron a correr hacia la caseta de los botes gritando:
—Tranquilos, malditos cobardes, y os llevaremos a todos a la otra orilla.
El lugar tomó pronto el aspecto de un hormiguero. Barbagrís vio que Charley había desaparecido. La embarcación que llevaba a los fugitivos de Grafton ya estaba a bastante distancia río abajo y había pasado la pequeña esclusa sin novedad. Mientras Barbagrís se hallaba en el puente, contemplando todo aquel caos, Martha fue a su encuentro.
Su esposa era una mujer de majestuoso porte y altura media, a pesar de ir un poco encorvada para asir los bordes de la manta que llevaba sobre los hombros. Su rostro ligeramente relleno estaba pálido y cubierto de arrugas, como si la edad hubiera atado fuertemente su cabeza por los bordes; sin embargo, a causa de su espléndida estructura ósea aún conservaba algo de su belleza juvenil, mientras las oscuras pestañas que bordeaban sus ojos le conferían un aspecto decidido.
Observó la mirada perdida de su marido.
—Puedes soñar igualmente bien en casa —le dijo.
Él la tomó del brazo.
—Me estaba preguntando lo que hay al otro extremo del río. Daría cualquier cosa por saber lo que era la vida en la costa. Mira a tu alrededor… ¡estamos tan faltos de dignidad! No somos más que chusma.
—¿No tienes miedo de los armiños, Algy?
—Claro que tengo miedo de los armiños —le sonrió con inquietud—. Estoy harto de tener miedo. Después de once años de vivir en este pueblo, hemos acabado por contagiarnos de la enfermedad de Mole.
Iniciaron el regreso hacia su casa. Por una vez, Sparcot bullía. Vieron a algunos hombres en la vega, conduciendo con ansiosos gestos a sus escasas vacas hacia lugar seguro. Fue en previsión de tales emergencias, y de posibles inundaciones, que los graneros y cuadras se construyeron sobre pilotes; cuando el ganado se hallara reunido en su interior y se cerraran las puertas, procederían a retirar las rampas, y el ganado estaría a salvo.
Cuando pasaban frente a la casa de Annie Hunter, la reseca figura de Willy Tallridge apareció por la puerta lateral. Aún se estaba abrochando la chaqueta, y no les prestó atención mientras se encaminaba hacia el río con toda la rapidez que le permitían sus piernas octogenarias. El alegre rostro de Annie, oculto bajo su habitual complemento de lápiz de labios y polvos, se dejó ver por la ventana superior. Agitó una mano en señal de saludo.
—Se teme un ataque de los armiños, Annie —gritó Barbagrís—. Se están preparando para trasladar a la gente al otro lado del río.
—Gracias por la advertencia, querido, pero yo me encerraré aquí.
—He oído que Gamey piensa hacer lo mismo —dijo secamente Martha— ¿Te das cuenta, Algy, de que debe tener veinte años más que yo? ¡Pobre Annie, vaya un destino… ser la profesional más vieja!
Él estaba escudriñando la despeinada pradera, buscando a pesar suyo alguna mancha de color pardo entre la hierba, pero celebró la broma de Martha con una sonrisa. Ocasionalmente, un comentario suyo le recordaba todo un mundo, el viejo mundo de frágiles comentarios hechos en las reuniones donde el alcohol y la nicotina se consumían ritualmente. La amaba por la mejor de las razones: porque era ella misma.
—Es curioso —dijo. Eres la única persona de todo Sparcot que aún habla por el placer de hablar. Ahora vete a casa como una buena chica y empaqueta las cosas más esenciales. Enciérrate dentro, y yo iré dentro de diez minutos. Tengo que ayudar a los hombres con el ganado.
—Algy, estoy nerviosa. ¿Es que tenemos que llevarnos algo para ir a la otra orilla? ¿Qué sucede?
De pronto, el rostro de su marido se endureció.
—Haz lo que te he dicho, Martha. No nos vamos a la otra orilla; nos vamos río abajo. Nos largamos de Sparcot.
Antes de que ella pudiera replicar, se alejó rápidamente. Ella también dio media vuelta, bajó por la estrecha callejuela, abrió la puerta de su casita y entró en ella. Lo hizo como un acto positivo. La ansiedad que la había dominado al oír las palabras de su esposo no duró mucho; en aquel momento, al mirar a su alrededor y ver las paredes con el papel medio desenganchado y el techo que mostraba sus sucias vigas, formuló el deseo de que realmente hubiera hablado en serio.
Pero ¿abandonar Sparcot? Para ella, todo el mundo se reducía a Sparcot…
Mientras Barbagrís se dirigía hacia las cuadras, se inició una lucha al principio de la calle. Dos grupos de gente que transportaba sus pertenencias hacia el río habían chocado; se dejaron dominar por los accesos de rabia que eran una característica de la vida en el pueblo. El resultado solía ser un hueso roto, una conmoción, confinamiento en el lecho, neumonía, y otro montón de tierra en el mísero y voraz cementerio que había bajo los abetos, donde el terreno era arenoso y cedía fácilmente a las palas.
Barbagrís había actuado a menudo de pacificador en tales disputas. En aquella ocasión dio media vuelta y se dirigió hacia el ganado. Era tan valioso —tenía que aceptarlo— como la chusma. El ganado subió a regañadientes por la rampa y entró en el establo. George Swinton, un viejo salvaje que sólo tenía un brazo y había matado a dos hombres en las Marchas de Westminster del año 2008, se movía entre ellos como una furia, atacándolos cuanto le era posible con la voz y el garrote.
Un ruido parecido a la caída de un tablón les hizo detener en seco. Dos de las patas de madera del establo se habían roto. Uno de los hombres allí presentes dio la voz de alarma. Antes de que pudiera acabar la frase, el establo empezó a ladearse. Las astillas de madera aparecieron como dientes cuando cedieron las vigas. El establo se balanceó. Se deslizó de lado, sin dejar de tambalearse, y se estrelló contra el suelo con una lluvia de tablones rotos. El ganado se alejó velozmente del lugar del desastre, o quedó aprisionado debajo.