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Authors: Federico Axat

Tags: #Intriga, #Terror

Benjamín (60 page)

BOOK: Benjamín
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—Te traeré un vaso de agua —dijo Mike, al tiempo que se ponía en pie.

—No es necesario, gracias. Hay que hablar con Danna cuanto antes.

—¿Dónde está la guía telefónica?

—No encontrarás la de Manchester aquí…

—Lo sé. Hablaré con Rachel Bellows. Danna debió de dejarle los datos de su hermano.

Allison le indicó a Mike que encontraría la guía en uno de los cajones del mueble junto a la puerta de entrada. Ella lo siguió con la mirada mientras él se desplazaba por la sala.

Mike regresó junto a ella y se dispuso a localizar el teléfono de Rachel. Costaba creer que apenas la noche anterior habían estado en esa misma posición escuchando la sesión de hipnosis de Robert. Los acontecimientos habían tomado un giro inesperado.

Localizó el número en pocos segundos. Lo marcó y una voz femenina respondió de inmediato.

—Rachel, soy Mike Dawson.

—Hola, Mike. —Hubo algo en el tono de Rachel que resultaba peculiar, pero Mike no pudo determinar qué.

—Necesito el teléfono y la dirección de Brandon Arlen en Manchester.

Se produjo un silencio en el otro extremo de la línea.

—¿Has perdido la información? —preguntó Rachel.

—¿A qué te refieres? —Mike no hizo ningún esfuerzo por ocultar su desconcierto.

—No importa. La tengo justo aquí de todas maneras. Dejé mi libreta abierta en la página de Brandon cuando hablé contigo esta mañana, como si supiera que llamarías de nuevo.

Mike estuvo a punto de dejar caer el auricular.

Cuando hablé contigo esta mañana…

—¿Tienes para tomar nota?

—Sí.

Rachel le dio la información.

—Gracias.

—De nada. No la pierdas esta vez.

—No lo haré, descuida. No me ocurrirá dos veces.

—Adiós, Mike.

—Adiós.

Mike estaba paralizado.

—¿Qué ha ocurrido? —Allison advirtió de inmediato la preocupación en su rostro.

—No lo sé.

—Si pudieras verte en este instante, te alarmarías.

—Alguien se comunicó con ella esta mañana. Se hizo pasar por mí y le pidió los datos de Brandon Arlen.

—Dios mío, ¿se los dio?

—Sí. Rachel está convencida de que ésta es la segunda vez que habla conmigo hoy.

—Tenemos que ir a ver a Harrison. ¡Ahora mismo!

Mike aún sostenía el auricular en su mano izquierda.

—Primero quiero hablar con Danna —dijo él mientras marcaba el número con rapidez.

Aguardó lo que le resultó una eternidad sin obtener respuesta y luego repitió la operación dos veces más.

Nada.

Se puso en pie masajeándose la frente.

—Cambio de planes —anunció—. Iré ahora mismo a casa de los Arlen.

—¿A Manchester?

—En menos de tres horas estaré allí.

—Voy contigo. —Allison lanzó una mirada a la casa silenciosa.

—Será mejor que tú te quedes. Alguien deberá hablar con Harrison de todo esto. Recoge algo de ropa y vete a casa de tu hermana.

—¿Qué está ocurriendo, Mike? ¿Por qué todo carece de sentido…?

—No sé qué pensar. Pero si de alguna manera Ben está en Manchester y ha conseguido la dirección de Danna…

Allison colocó dos dedos sobre los labios de él.

—No lo digas —le pidió.

6

Una hora y media después de la partida de Brandon y Courteney, Danna regresó a la cocina. Se preparó un trago con vodka y Seven Up, bebió tres sorbos, rellenó el vaso y regresó a la habitación de invitados.

Sentada contra el respaldo de la cama, con sus piernas abiertas formando una V y los ojos fijos en el techo, bebió mientras recordaba los incidentes de la noche anterior: el encuentro con Matt Gerritsen, al que su mente se empecinaba, y con razón, en etiquetar con el término
estupidez,
y lo que había venido después. Toda la situación se le había ido de las manos. Podía convencerse a sí misma de haber tenido un control parcial sobre los acontecimientos de los últimos dos días, pero ni siquiera eso era cierto. La realidad era que más allá de ciertas conjeturas acerca de Matt y algo relacionado con drogas, no tenía la más remota idea de en qué cuernos se había visto involucrada.

Había dejado de preguntarse por el autor del mensaje en su cama, o qué buscaban los agentes de la DEA, o si Matt había sabido que ellos estaban fuera esperando para hacer su entrada triunfal. Todo esto había dejado de ser importante para ella.

Lo único que le importaba era la razón por la que Robert se encontraba allí.

La visión de su marido descendiendo del vehículo de reparto de pizza con la cabeza gacha era peor que todo el resto. Peor que ser descubierta por la policía con el novio de su hija. Peor que la posibilidad de verse involucrada en algo que desconocía por completo. Si Robert había estado de alguna manera detrás de aquello, actuando sin que ella lo supiera…, entonces, señoras y señores, ¡tenemos un ganador!

La posibilidad de haber sido manipulada nublaba su juicio por completo.

¿Cuánto sabía Robert?

¿Había dejado él el mensaje sobre su cama?

Robert.

Danna alzó su vaso.

—Salud, cariño —dijo mientras advertía que el vaso estaba vacío.

Se inclinó hacia un lado y lo depositó en la mesilla, junto al frasco de aspirinas que ella misma había dejado allí hacía más o menos una hora. ¿Cuántas aspirinas había tomado hasta ahora? Unas quince; quizás más. El alcohol se encargó de hacer que la idea le resultara fascinante.

Robert debía conocer la existencia de Sallinger sin que ella lo advirtiera, pensó. Costaba aceptar la idea, pero allí estaban las pruebas; tenía que ser necia para no verlas. Danna recordó una conversación que había mantenido con Robert días atrás estando acostados en la cama, preparados para dormir, en la que él le había sugerido la posibilidad de hacer el viaje a Pleasant Bay. De buenas a primeras se mostraba interesado por un viaje que apenas dos días atrás le había resultado la idea más disparatada del mundo. Si a Danna no le fallaba la memoria, ese mismo día ella había encontrado el mensaje sobre la cama. El estúpido conejo sonriente… Si en efecto había sido Robert quien había dejado el mensaje, entonces le había hablado del viaje porque sabía que ella no aceptaría. Sabía que no se iría sin antes averiguar quién había sido capaz de hacerle una cosa así. La había puesto a prueba esa noche. Con su tono apesadumbrado y su rostro asustado, Robert se había burlado de ella.

Se puso en pie. La bebida no la mareó, pero le proporcionó un agradable calor interior. A pesar de estar en una casa desconocida, se sentía a gusto.

—Felicidades, Robert. Me alegro de que nuestros años juntos hayan servido para que aprendieras algo —le dijo a una lámpara de pie.

Se encaminó a la cocina, esta vez decidida a dejar de lado los vívidos recuerdos de la noche anterior, el repugnante encuentro con Gerritsen y los acontecimientos posteriores, la calle atestada de policías y Robert saliendo del vehículo de reparto de pizza, las horas que pasó en la comisaría, la falta de sueño. Su cabeza había dado vueltas a todo aquello desde entonces y ahora había llegado el momento de dejar de hacerlo. Era hora de superarlo, como había hecho siempre.

Dejar de pensar…

Lavó el vaso y lo depositó boca abajo en el fregadero. Luego tomó dos paños de cocina y los extendió sobre la encimera, procurando que las puntas no estuvieran dobladas, como si tal cosa tuviera alguna importancia. Sonrió. Extrajo de la nevera un recipiente de plástico con hielo y vertió su contenido sobre los paños. Devolvió el recipiente vacío a su lugar y contempló los dos montículos irregulares de hielo durante unos segundos. Los tapó con los paños y regresó a la habitación.

Se sentó en el borde de la cama, esta vez junto a la mesilla de noche. Se quitó la blusa con lentitud, desabrochando los botones con parsimonia; luego la dobló y la depositó al pie de la cama. Se descalzó y tiró de su pantalón, que también dobló cuidadosamente, depositándolo sobre la blusa.

Se quitó las medias deslizándolas por sus piernas y las colocó dentro de sus zapatos. Se sintió satisfecha al observar su ropa ordenada y lista para ser utilizada al día siguiente. La ironía le hizo sonreír.

Estiró los brazos, uno junto al otro, y colocó uno de los paños con hielo entre sus muñecas y el restante entre los bíceps. Apretó con fuerza y sintió de inmediato el frío transmitiéndose a su piel. Bastarían unos cinco minutos en aquella posición, o quizás menos.

Cuando sintió las muñecas y los antebrazos lo suficientemente entumecidos, dejó las improvisadas bolsas sobre la cama y dirigió su atención a la mesilla. Allí vio el frasco de aspirinas casi vacío y, a su lado, las hojas de afeitar con las que Brandon daría el acabado final a su imagen de abogado perfecto durante un tiempo. Tomó dos y las sostuvo superpuestas. Se provocó un corte profundo en una de sus muñecas y un latigazo de dolor la sacudió a pesar del enfriamiento, pero no gritó. Un chorro de sangre manó de la herida de modo espeluznante. De haberlo visto en una película de terror barata hubiera provocado risa, pero la visión de su propia sangre hizo en cambio que Danna se limitara a observarla con incredulidad.

Con la experiencia del primero, el corte en la segunda muñeca fue más sencillo. Sostuvo las hojas de afeitar con firmeza y se provocó un corte profundo. El espectáculo no fue tan visual como el anterior, pero la sangre fluyó en mayor cantidad, tiñendo rápidamente sus manos y luego la alfombra blanca.

La visión de la sangre no la intimidó. Relegó el dolor a un segundo plano, y no sólo por haber tenido la precaución de colocar hielo antes de provocarse las heridas. Iba más allá de ello; un balance entre un dolor físico que reemplazaba a otro. Pero por encima de todas las cosas, era un dolor que traía consigo la satisfacción de desangrarse en casa de su hermano.

Danna fantaseó con la idea de Robert viendo su cadáver, reconociéndolo allí o en la morgue.

Sintió que sus pensamientos se enturbiaban. Sabía que debía ser rápida, no tenía mucho tiempo. En la mesilla, alineado con el resto de las cosas como si se tratara de la bandeja de operaciones de un cirujano, descansaba el cuchillo de trinchar carne (el que probablemente Courteney utilizaba para preparar las cenas importantes en las que participaba junto a Brandon, el abogado estrella, y sus amigos del golf). Lo agarró y advirtió que la sangre brotaba a borbotones de su muñeca.

Los cortes en los bíceps debían ser más profundos. Las arterias allí se encontraban a mayor profundidad y haría falta algo más que una hoja de afeitar para llegar a ellas. Condujo la hoja del cuchillo hacia su brazo. Advirtió un ligero temblor y un leve cansancio visual que amenazaba con crecer de un momento a otro. Cortó rápido, presionando con todas sus fuerzas y advirtiendo que la hoja se hundía más de lo que había previsto. Provocó un tajo horrible, el cuchillo cayó al suelo y la visión de una vagina menstruante en su brazo hizo que el grito que escapó de su boca se transformara en una risa histérica.

Esta vez el dolor fue espantoso.

Las heridas continuaron vomitando sangre sin detenerse, enfurecidas, ayudadas por el efecto anticoagulante de las aspirinas. Su ritmo cardiaco, acelerado por el alcohol, colaboró para que su corazón funcionara con tesón, expulsando la sangre de su cuerpo y privándosela al cerebro.

Su visión se nubló y sus pensamientos se fueron reduciendo a pequeñas entidades livianas, flotando hasta perderse y desintegrarse. Su cuerpo se desplomó de costado sobre la colcha. La habitación giró peligrosamente a su alrededor. Intentó incorporarse y por un momento creyó que no lo lograría. Logró ponerse en pie y dar tres pasos en dirección a la puerta de la habitación, dejando una estela sangrienta a su paso. Sirviéndose de la pared para apoyarse, salió de la habitación y se lanzó hacia la puerta del cuarto de baño. Allí permaneció unos segundos, esforzándose por lograr que sus piernas temblorosas la sostuvieran. Estaba cerca. Sólo un esfuerzo más.

Vio la bañera llena de agua, tal como la había dejado preparada.

El último esfuerzo por alcanzarla fue sumamente penoso. Suspendido por un único hilo de coherencia, su cerebro dio la orden de lanzarse hacia ella. Sus piernas fallaron.

Cayó.

Logró aferrarse al borde de la superficie de porcelana con su brazo izquierdo (aquel cuyo bíceps no había alcanzado a cortar) y, en parte, amortiguar la caída. Fue un golpe duro, pero apenas fue consciente de él. Se deslizó dentro de la bañera haciendo uso de un resto de energía insospechado, y se tendió boca arriba.

El agua se tiñó de rojo de inmediato.

La falta de oxígeno bajo el agua impediría la coagulación; Danna lo sabía perfectamente, pero no fue la única razón por la que sonrió. Tenía muchas. Entre ellas, y no poco importante, la sensación del agua tibia que su cerebro moribundo aún percibía.

Cerró los ojos.

El cuerpo de Danna Green permanecía inmóvil dentro de la bañera; la sangre brotaba de las heridas como algas negras y ondulantes. La quietud de la casa era completa. Una gota pendía de la ducha para caer solitaria en la bañera. Al rato otra surgía y se dejaba caer también, marcando el ritmo lento de lo que quedaba de una tarde que lentamente se transformaba en noche.

7

Eran las cinco de la tarde cuando Mike dejó atrás Rochester y se lanzó a recorrer el último trecho de la carretera 125 en dirección a Manchester. El indicador de velocidad de su Saab superaba los cien kilómetros por hora. En una hora aproximadamente debía llegar a casa de los Arlen.

Mientras tamborileaba con los dedos sobre el volante, reflexionaba acerca de los acontecimientos de los últimos días. Había dos puntos que resultaban peculiares. El primero era que Ben había permanecido escondido en el desván de la casa y no en otro sitio, y el segundo era la pintada que habían hallado en el lugar:
Benjamin
. Mike no creía que alguien llamara a Ben por su nombre completo, ni siquiera que él lo reconociera como propio. ¿Por qué no escribir simplemente
Ben
si lo que buscaba era dejar una señal?

Y la respuesta, aunque rebuscada (debía reconocerlo), se respondía fácilmente con otra pregunta: ¿y si no había sido Ben el que había dejado su impronta en el desván?

Que el hermano de Robert hubiera muerto allí de un modo horrible adquiría de pronto una importancia absoluta. Allison había dicho que el niño que vio a través de la ventana era Ben, pero que al mismo tiempo había visto algo diferente en él.

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