La Luna era blanca y redonda. La hierba se inclinaba, plateada como si la segase el viento. A sus espaldas, la Montaña callaba, turbando apenas el aire; sus luces discretas no competían con la Luna.
Certidumbre. Eso era lo que Painter le ofrecía; sólo que no la ofrecía; la tenía, meramente. Certidumbre después de la ambivalencia, la duda, la inseguridad. Painter pedía a Meric —no, no pedía nada, no podía pedir, no le interesaba, y sin embargo proponía la cuestión— que destronase al rey que tenía dentro, el viejo Adán de quien Jehová decía que debía gobernar toda la Creación. Porque el Rey Adán no estaba destronado ni siquiera en la Montaña; estaba sólo en el exilio. Todavía orgulloso, ansioso, entronizado en su solitaria superioridad porque no había un nuevo rey que recogiera la corona abandonada.
Ese rey había llegado. Aguardaba afuera, en la obscuridad; su reino oculto era como un sol encapuchado. Meric lo había visto y se había arrodillado ante él, besándole las manos fuertes, avergonzado, aliviado, asombrado por la gracia.
Abandonad todos vuestros bienes, decía el leo a los hombres. Abandonadlo todo, venid, seguidme. Meric bajó los anchos escalones hacia la hierba susurrante, y sin mirar atrás, se encaminó en línea recta hacia el norte.
Se llevaron a Painter a fin de ese mes, un día gris y muy frío en que los escasos copos de nieve flotaban en el aire como polvo. El plan de Barron era rodear a todo el grupo de leos, si era posible, y negociar un arreglo, llevándose en custodia al llamado Painter y disponiendo el desplazamiento de los demás, bajo vigilancia, hacia el sur, en la dirección general del Capitolio y los nuevos centros de internamiento. Pero ese hombre, Meric Landseer, había estropeado el plan. Él, y ese joven leo surgido de la nada. Debía haber sido una cosa sencilla, limpia, precisa: sorpresa, negociación, reinstalación. Se convirtió en una guerra.
Durante cierto tiempo, pareció que los leos estaban huyendo de ellos por las estribaciones de las montañas que constituían el límite norte de la Reserva. Barron decidió que si las montañas les impedían avanzar hacia el norte, podría lanzar hacia adelante a algunos de los suyos, rápidamente, y cortarles el paso con un desplazamiento en forma de C, mientras las montañas les cortaban la retirada. Pero cuando lo hizo, la lenta caravana giró súbitamente hacia el norte, hacia las laderas cubiertas de pinos. Sin embargo, a Barron le habían dicho que no les agradaban las montañas. Quizá Meric Landseer había influido sobre ellos.
Había un río, y más allá una súbita montaña. Abandonaron el camión y el carro junto al río. Se disponían a cruzar cuando Barron y el guardia rural se acercaron. Los agentes federales aguardaban, ocultos, con las armas preparadas. Barron llamó a los leos por un megáfono, imponiendo condiciones y ordenando que arrojaran sus rifles. Los leos no se movieron. El guardia rural, Grady, empuñó el megáfono. Gritó el nombre de Meric, le dijo que no se metiera, que no fuera un tonto y se alejase. No hubo respuesta. Las hembras, con obscuras batas largas, eran apenas visibles sobre la hierba parda y obscura.
Barron, hablando con calma pero con autoridad por el megáfono, y Grady, que llevaba un arma pesada y corta, como un trabuco, empezaron a caminar hacia el río. Los leos entraron en el agua. Barron se apresuró. Suponía que el más alto, el que llevaba ropas corrientes, era el que buscaban. Lo llamó por su nombre y ordenó que se rindiera.
Entonces vio por el rabillo del ojo una figura que se movía rápidamente entre el bosque, a la izquierda. Vio que tenía un rifle. Un leo. ¿Quién era? ¿De dónde había venido? Grady se arrojó al suelo, arrastrando a Barron. El rifle del leo disparó, con un sonido opaco, y luego se escuchó una aguda ráfaga disparada desde el sitio en el que los agentes se hallaban escondidos.
El joven leo pasaba de un árbol a otro, volviendo a cargar el viejo rifle, y disparando. Hubo un grito o un chillido detrás de Barron: alguien había sido herido. Barron alcanzaba a vislumbrar al leo cada vez que se atrevía a alzar la cabeza. El megáfono estaba caído a algunos metros. Se arrastró hasta él y lo recogió. Gritó al leo joven que arrojara el rifle, o los agentes tirarían a matar. Los leos ya estaban vadeando la sombría corriente con el agua hasta el pecho, y llevando a los niños en vilo. Painter estaba de pie en la costa, con Meric y alguien más: la chica que habían visto durante la persecución, sin duda la que habían raptado.
De pronto el leo joven con el rifle echó a correr, a inhumana velocidad, en descubierto, poniéndose entre el grupo de leos en fuga y los agentes federales. Detrás de Barron, las armas dispararon. El leo contestó al azar, y Barron y el guardia rural se aplastaron contra el suelo. El leo corrió hacia unos arbustos. Por un momento pareció que tropezaba y caía; se arrastró hasta los arbustos y volvió a disparar. Los federales cubrieron de fuego los arbustos.
Luego hubo un sonoro silencio. Barron volvió a alzar los ojos. El joven yacía boca arriba. Painter había echado a andar, solo, hacia donde estaban Barron y el guardia rural. El rifle le colgaba de la mano. Barron creyó escuchar una voz débil, la voz de la muchacha, que lo llamaba. Con mano temblorosa, Barron tomó el megáfono y gritó:
—Baje el rifle, no tema, no le haremos daño.
El leo no miró hacia los arbustos donde había caído el leo joven; se acercaba a paso firme, sin soltar el rifle. Barron insistió en que lo soltara. Una y otra vez. Se volvió y ordenó a los agentes que no disparasen sus armas.
Al fin el leo arrojó el rifle, o lo dejó caer, como si no tuviera importancia. En el río, el hombre entraba en el agua, trayendo a la chica; ella se resistía, trataba de volverse, luchando contra el hombre y llamando al leo. Pero el hombre la obligó a continuar. Algunos de los leos habían llegado ya a la margen opuesta y trepaban, con manos y pies, la cuesta obscurecida por los pinos. De pronto, el guardia rural se puso de pie y alzó el arma corta y gruesa.
Apuntó por encima de la cabeza del leo. Se oyó un sordo estallido, y sobre la cabeza de Painter, como un halcón, apareció de pronto una pequeña nube amorfa. Un grito se alzó en el río: un grito de la muchacha. La nube se abrió en una red de mallas finas y fuertes, unida todavía al arma del guardia rural. Descendió perezosamente sobre el leo, quien sólo la advirtió cuando cayó sobre él. Trató de evadirse, rugiendo, tironeando, mientras Grady estiraba la red desde el otro extremo gritando al leo que no se moviera. El leo tropezó, con las piernas enredadas en las mallas elásticas. Trató de alcanzar su cuchillo, pero tenía los brazos inmovilizados. Rodó al suelo, con la red sobre la cara. Grady corrió hacia él, y con rapidez y eficiencia, como una araña competente, aseguró las ataduras.
Barron vio a los dos seres humanos que llegaban a la costa opuesta. La nieve caía lentamente. ¿Qué les ocurría? ¿Adónde creían que iban?
Llegó hasta donde estaba el leo, quieto ahora. Grady decía, en tono a la vez tranquilizador y triunfante:
—Ya está bien, ya está bien.
—¿Qué has hecho? —dijo Barron al leo—. ¿Qué demonios crees que has hecho? Tengo a un hombre muerto aquí —por algún motivo, la conmoción quizá, parecía furioso.
Si no hubiera estado allí el guardia rural, habría pateado una y otra vez al leo.
Oh, lejos de aquí el Perro que es amigo del hombre.
T. S. Eliot
Blondie estaba muerta.
No lo comprendieron durante algún tiempo; hacían guardia junto al cuerpo que se endurecía, temerosos y confusos. Aunque en verdad era Duke quien había encontrado la carne, ella había sido la primera en comer. Él la había olisqueado y mordisqueado una o dos veces antes de que Blondie se acercara imperiosamente, conociendo bien sus derechos, y Duke había retrocedido.
Según esos mismos derechos, Sweets, que era la pareja de Blondie, hubiera debido comer en segundo término, antes de que comenzara la pelea, pero algo, algún olor que conocía, lo había puesto sobre aviso. Sweets había gruñido una advertencia a Blondie, gimoteando incluso para llamarle la atención, pero ella era demasiado vieja y orgullosa, y estaba demasiado hambrienta para escuchar. Duke era joven y fuerte; tuvo unos espasmos y vomitó con violencia. Blondie había muerto.
Hacia el anochecer, los demás empezaron a alejarse, cansados de esperar, y perdido ya el respeto al olor, en rápida desaparición, de Blondie; pero Sweets se quedó. Le lamió la cara rígida y manchada de vómito. Corrió un poco detrás de los que se iban, pero luego regresó. Permaneció largo rato junto a ella, con las orejas levantadas ante los ruidos lejanos y confusos. De vez en cuando uno de los miembros de la manada salvaje se acercaba y daba unas vueltas cautelosas alrededor de su antigua reina, no muy seguro de su poder ni del de Sweets. Éste los ahuyentaba, y ellos se mantenían a distancia: él estaba con ella; ella aún conservaba alguna autoridad, Sweets aún la compartía. Pero tenía el corazón frío, y estaba asustado. No tanto de los salvajes que, a pesar de sus aires, tenían tanto miedo de los hombres y de cruzar los límites del parque que nunca podrían ser los líderes. No, no de los salvajes; Sweets tenía miedo de Duke.
Sweets había olido la enfermedad y la debilidad de Duke; Duke no podría afrontar ahora una pelea. Se había ido a alguna parte, a esconderse y a recuperarse del veneno. Después vendría la batalla.
Los dos, privados de la reina que los había mantenido en paz, sabían, inquietos e inseguros, que la posición de ambos había cambiado, y que era preciso restaurarla.
Al alba, Sweets había dormido y la escarcha había borrado las facciones de Blondie. Sweets despertó, consciente sólo de una cosa: no de Blondie, sino del olor acre de la orina de Duke, y de la presencia próxima del doberman.
La batalla había comenzado. La manada había empezado a reunirse desde distintos puntos del parque; todos estaban flacos e inquietos por la llegada del invierno, y los ladridos se oían desde muy lejos en el aire frío. Eran de todos los tamaños y colores, desde una falderilla color blanco sucio y de escaso pelaje, con un inmundo moño rosado todavía en la cabeza, hasta un viejo mastín irlandés, enorme y estúpido. Cada uno tenía un lugar en la manada, no tanto por el tamaño o incluso por la ferocidad como por cierta índole de carácter que algunos poseían y otros no. Por supuesto, cada lugar era eternamente disputado; sólo Blondie, la vieja perra de caza, se había visto libre de desafíos. Entre Sweets y Duke la cosa estaba clara: uno de los dos sería el jefe. Pero para el perdedor continuaría la guerra, hasta que por fin uno de los demás retrocediera ante él. Así encontraría su lugar. Podría ser el segundo. Y también el último, si el valor le flaqueaba.
Si el valor le flaqueaba: cuando Sweets vio venir a Duke, de inmediato y sin vacilaciones, tuvo el brusco, abrumador impulso de gemir, arrastrarse hasta el doberman, ofrecerse a él, y olisquear la orina victoriosa de Duke en un éxtasis de entrega. Y entonces, rápida como la ira, llegó otra cosa, algo que reconstruyó todo su valor, le echó atrás las orejas, le desnudó los dientes, le erizó la piel para que pareciera más grande, le endureció los músculos y lo lanzó contra Duke como un latigazo.
La primera manada de Sweets había sido una familia china de la East Tenth Street, que lo había recibido, gordo y ahíto de leche, de su propia madre, la ovejera de la dueña de la casa, y había puesto en la puerta:
PROPIEDAD DEFENDIDA POR UN PERRO GUARDIÁN
Poco después, toda la manzana había sido desalojada por el gobierno, antes de que Sweets pudiera apoyar francamente al chico tímido y estudioso que era sin duda un jefe de manada. A veces, ahora, cuando buscaba entre las basuras del sur de la ciudad, podía oler en los basureros algunas leves reminiscencias de aquellos primeros años.
Los perros de la East Tenth Street que escapaban de los camiones de la perrera municipal eran perseguidos normalmente por las pandillas paramilitares, en nombre, según se decía, de una mejor higiene, pero principalmente para que los pandilleros dieran salida a su violencia. Sweets fue apresado, y habría sido destruido con el resto de los habitantes aterrorizados y hambrientos de la jaula, ni no hubiera tropezado con un destino que en la mayoría de los casos solía ser peor: fue elegido por el laboratorio de un centro de investigaciones, con otros, para ver qué se les podía enseñar que fuese de interés para esa raza que los perros habían adoptado como líder.
Esto era lo primero que recordaba Sweets, es decir, no con sus nervios y tejidos que nada podían olvidar, sino con el sitio de detrás-de-la-nariz, donde tenía ahora una nueva conciencia: el laboratorio de un centro de investigación. La ineluctable y dolorosa blancura de la luz fluorescente. Las brillantes tiras metálicas que lo sujetaban. La picazón de la cabeza afeitada en el lugar donde le implantaron los electrodos. Las manos fuertes, desinfectadas e indiferentes de la mujer negra que lo puso en libertad, después de que despertó, permitiendo que caminara, envarada y torpemente como un cachorro, hacia los brazos de la nueva ama.
—Sweets
[2]
—le dijo—, Sweets, Sweets, Sweets, ven con tu madre.
Los experimentos para los que habían empleado a Sweets tenían como propósito mejorar las funciones del lóbulo frontal. El resultado se consideró un fracaso. Nadie era capaz de interpretar el electroencefalograma de Sweets; en cualquier caso, nadie confiaba ya en un electroencefalograma, y Sweets no se había desempeñado significativamente en ninguno de los tests creados para él. Aparentemente, no había habido ninguna mejora funcional, ni un aumento de la inteligencia eidética. Toda esa línea de investigación fue abandonada, como un error. Y Sweets, sin tener idea de lo que se proponían, y de que le habían cambiado no el alma —que había heredado de su madre, la ovejera gris, y de su padre, un perro callejero con un solo ojo— pero sí la mente, no habría pensado en decirles que había despertado, aunque hubiera sabido hablar. Se limitó a mover la cola frenéticamente ante su ama, una científica que lo adoptó después del experimento. A ella entregó Sweets una gran parte del amor que aún le quedaba.
La unión de los hombres y los perros había llevado siglos, hasta que los perros aceptaron a los hombres como si pertenecieran a la manada. En la ciudad, esa unión se deshizo en una sola década.
Era justo que las especies que habían optado por compartir el destino del hombre de las ciudades —los perros, los gatos, las ratas, las cucarachas, compartieran también su tragedia, como siempre habían hecho; los perros, voluntariamente; los gatos, con aires de reproche; el resto a ciegas, pero habían muerto de hambre, habían sido bombardeados, quemados, sacrificados a las carencias y a las ciencias de los hombres junto con los hombres. Pero éstos habían cambiado rápidamente mucho más que sus especies compañeras. Las ratas, que con tanta precisión se ajustaban a las sucias costumbres ciudadanas y que contaban con la pereza de los hombres, habían sido bruscamente derrotadas por el ingenio humano, y habían desaparecido casi del todo: sólo ahora, cuando el hombre perdía el dominio del Mundo, y lo olvidaba a causa de la lucha mental que sólo él es capaz de emprender, las ratas habían empezado a regresar, en escala pequeña; Sweets y su manada lo sabían, porque les daban caza. Los gatos se habían dividido en dos clases a causa de la declinación de las ratas: una de delicados eunucos que se alimentaban de animales veinte veces más grandes, engordados para ellos y cortados en ordenados trocitos, y otra, mayor, de proscriptos que morían de hambre o helados o envenenados, a millares.