Cuando el perro gruñó, le devolvió el gruñido. El perro calló. Quizás lo habían enviado ellos para que lo buscase. Pero este perro olía a miedo y a dolor, y jamás se le hubiera ocurrido a Painter disparar contra un perro, como fuera. Bajó el arma. Mientras no hiciera ruido —y si estaba herido y escondido, como Painter, no lo haría—, podía ignorarlo.
Sweets había pensado al comienzo: un hombre con un gato. Pero era un olor, no dos; y no el olor de un hombre, aunque se le parecía. Era grande, estaba herido y en un rincón; pero no era éste su lugar, este sótano. Sweets supo todo esto instantáneamente, aun antes de que sus ojos se acostumbraran al lugar y pudiera ver, por la luz gris que atravesaba una ventana alta y pequeña, al hombre —sus ojos decían «hombre» pero él no podía creer en ellos— sentado, con el torso erguido, en el rincón. Sweets se retiró en tres patas, con el cuello erizado, hasta el rincón opuesto. Trató de bajar la pata lastimada pero, cuando se apoyó en ella, le dolió. Intentó echarse, y no pudo. Giró, gimiendo, tratando de lamerse la herida y morder al dolor.
La ventana se iluminó cuando un estrépito de motores se acercó por la calle. Sweets mostró los dientes y empezó a gruñir, sin poder evitarlo, como respondiendo al gruñido de los motores.
Hombres
—dijo—.
Hombres
.
No
—dijo el otro—.
Estamos seguros. Descansa
.
El gruñido que se había apoderado de Sweets se redujo a un gemido. Descansaría. La luz se desvaneció de la ventana y el ruido se alejó. Descansar... Sweets enderezó las orejas y prestó atención. El otro...
El otro todavía estaba inmóvil en el rincón. El arma brillante le pendía flojamente de la mano. La luz se le reflejaba en los ojos, como los de un perro, cuando movía la cabeza. ¿Quién era?
¿Quién eres?
—dijo Sweets.
Sólo un nuevo amo
—dijo el otro.
Sweets respondió:
Ya ningún hombre es mi amo.
Tú me seguías
—dijo el leo—,
mucho antes de que siguieras a los hombres
.
(Pero no lo «
dijo
»; ni siquiera Painter, que podía hablar, se hubiera dicho que ambos estaban hablando. Ambos se sorprendieron un momento ante esa comunicación, que tenía la claridad inmediata, sin palabras, de un apretón de manos o de un golpe aplicado con furia.)
Estoy solo y herido
—dijo Sweets.
Solo, no. Aquí estamos seguros, al menos por el momento. Descansa.
Sweets seguía mirándolo fijamente; su conciencia, asustada, desesperada, trataba de seleccionar alguna orden que pudiera seguir entre la confusión de temores, iras y esperanzas que le volaban desde detrás de la nariz, por el espinazo, hasta las puntas de las orejas. El olor del leo decía «
Aléjate y ten siempre miedo de mí
». Pero le había ordenado que descansara y se sintiera seguro. La pata herida le decía «
Espera, recobra las fuerzas
». Y finalmente los torrentes de sentimientos empezaron a fluir juntos en un mismo río cuyo curso era una orden: «
Ríndete
».
Se echó en la actitud de sumisión que pudo conseguir con tres patas, y se acercó al leo, centímetro a centímetro, emitiendo pequeñas voces de cachorro. El leo no respondió. Sweets sintió esa indiferencia como una gracia que descendiera sobre él: no habría disputas, al menos mientras Sweets lo aceptara como amo. Poco a poco, con los ollares abiertos, listo para apartarse si lo rechazaban, lamió la gran mano apoyada sobre la rodilla, probándola, aprendiendo algo más sobre la naturaleza del leo, estudio que le absorbería la mayor parte de su tiempo, aunque aún no lo sabía. No fue rechazado, de modo que se deslizó cautelosamente en el hueco entre las piernas de Painter, y se acurrucó allí, todavía preparado para retroceder ante el menor signo. Pero no hubo tal signo. Encontró la forma de acomodarse sin que la pata le doliera más. Empezó a temblar con violencia. El leo apoyó una mano en él y el temblor cesó, después de recorrerle la cola que golpeó dos, tres veces contra el pie de Painter, Durante un rato tuvo las orejas erguidas y las ventanas de la nariz dilatadas. Luego apoyó la cabeza contra los duros músculos del muslo de Painter, con la nariz colmada de aquel intenso e indefinible olor. Sweets se durmió. Painter se durmió.
Los ruidos de una búsqueda casa por casa, cada vez más cerca, los despertaron justamente poco antes del amanecer.
Entonces, ningún lugar es seguro
—dijo Painter.
Sólo el parque
—dijo Sweets—.
Iremos allí
.
(Esa comunicación no sería frecuente entre ellos, porque no era algo deliberado, sino más bien una especie de chispa que saltaba entre ambos cuando una carga de emoción, reflexión o necesidad alcanzaba cierto nivel. Sin embargo, fue suficiente para mantener sutilmente aliados y de un mismo parecer al hombre-león y al antes-perro. Es un don, se dijo Painter cuando más tarde pensó en esto, un don de nuestra alteración a manos de los hombres, un don del que ellos nunca se enteraron y que probablemente habrían tratado de retirar de haberlo conocido.)
Salieron a la fina niebla de la madrugada. Sweets, rápido y asustado, todavía cojeando, se detenía cuando estaba fuera del halo de olor del leo, daba unos pasos nerviosos y sólo continuaba cuando comprobaba que el otro lo seguía. En cierto momento se perdió, luego encontró huellas de la manada, marcas que eran para él como el murmullo de una conversación distante para un hombre; las siguió, el rastro se hizo más claro y finalmente los pilares de piedra del portal asomaron en la niebla. Entre ellos había una forma negra, móvil, que lo llamaba. ¡Duke! Sweets ladró de alegría y corrió a su encuentro, sin sentir el dolor de la pata, olisqueándolo y dejando luego que él lo oliera de un extremo al otro, para que se enterara de sus aventuras.
Duke no se acercó al leo; se quedó bailoteando en lo alto de la colina mientras Sweets y Painter se deslizaban entre las hojas húmedas y podridas, por debajo del estropeado puente barroco, y a través de la alcantarilla llegaban a la seguridad —la más perfecta que Sweets conocía— de su refugio más secreto, donde no había estado ningún hombre, donde había nacido la salvaje prole de Sweets y Blondie, y adonde ella había querido ir cuando agonizaba.
Ahora es tuyo
—dijo; y el gran animal que había encontrado se dejó caer agradecido entre malolientes desechos, aferrándose el brazo herido y sintiéndose indeciblemente seguro.
Había comenzado el invierno. Sweets lo sabía, como Painter; los demás meramente lo sufrían.
Uno por uno llegaron a aceptar a Painter como miembro de la manada, siguiendo así el ejemplo de Sweets. Por la noche se reunían a su alrededor en el refugio, que en realidad era la ruina hundida de un rústico pabellón donde en un tiempo se reunían los ancianos para jugar a los naipes y a las damas y hablar de lo mal que andaba el Mundo. Incluso había un anuncio, perdido en alguna parte, entre malezas y enredaderas, que restringía el acceso en beneficio de los ciudadanos de la tercera edad. Los pilares que lo sostenían habían cedido como piernas de ancianos, y el techo abovedado había caído de lado sobre el suelo, creando una cueva muy baja. La manada se agrupaba en montón, abrigándose con sus propios cuerpos. Painter, una enorme masa en medio de todos, dormía cuando ellos dormían y se levantaba cuando ellos se levantaban.
Sweets y él proveían a las necesidades de la manada. Painter era más fuerte que ellos, y Sweets podía cazar tan bien como cualquiera, pero también podía pensar. Ambos llevaron a cabo el robo del zoológico, que les rindió varios cartilaginosos kilos de carne de caballo destinada a los pocos felinos, seniles de puro aburrimiento, que aún eran mantenidos en jaulas. Ambos dieron los golpes que, párrafo tras párrafo, empezaban a adquirir importancia en los periódicos de la ciudad: Painter era el «hombre grande y robusto» que había robado dos cuartos traseros de res al proveedor de un restaurante —acosado por un perro furioso— y luego había echado a andar por la nieve con la carne al hombro, casi ochenta kilos de carne y hueso: si el carnicero no lo hubiera visto, no lo habría creído.
Si en Painter o en Sweets hubiese habido una parte mayor de alma humana, habrían considerado asombrosas la sociedad que habían creado y sus propias aventuras, que parecían relatos a la vez conmovedores y sensacionales; habrían recordado el rostro de la mujer alta a quien Painter despojó con delicadeza de un enorme abrigo de piel de conejo, que a partir de entonces llevó siempre encima, cada vez más sucio. Se habrían detenido en el momento en que Painter, en el zoológico, estuvo cara a cara con un león y lo miró: el león abrió las fauces y mostró los dientes, sin saber por qué lo miraban, pero reconociendo un olor al que debía responder, mientras Painter abría los labios como un eco.
No recordaron nada de esto, y si lo hubiesen recordado, habría sido de un modo que los hombres jamás podrían entender. Cuando, mucho más tarde, Meric Landseer intentó narrar la historia de Painter, poco logró averiguar sobre esa época. Painter la había relegado al olvido. Había sobrevivido. Eso era lo que podía hacer, y a eso se había consagrado.
Sweets y Painter se comprendían cada vez mejor.
Painter sabía que era preciso encontrar un camino que llevase fuera de la ciudad; sabía que era imposible pasar mucho más tiempo en el parque, ahora de árboles desnudos, sin que lo vieran y apresaran. Ignoraba en cambio que no se había hecho una búsqueda a fondo porque el viejo edificio donde había estado prisionero, debilitado por la explosión, se había desmoronado, y como nadie parecía decidido a excavar los escombros, se presumía que el leo había quedado sepultado bajo toneladas de ladrillos y yeso cubierto de empapelado. Sabía que Sweets, como él, quería escapar del parque; Sweets reconocía que la manada sólo lograba sobrevivir allí por la negligencia y la tolerancia de los hombres, y que eventualmente sería perseguida, muerta a tiros, aprisionada o trasladada en furgones, si antes no moría de hambre. Se resolvió entonces que si Painter se marchaba, la manada lo seguiría. Sweets, agradecido, puso en manos de Painter la carga del liderazgo, y con ella, su corazón. No tenía idea de qué era la libertad que Painter prometía, ni intentaba imaginarla. Cuando aceptó al leo como amo, todas las preguntas quedaron respondidas para siempre.
Eso era, en verdad, lo que Sweets siempre había querido.
El túnel no estaba muy al norte de la planta de carne envasada que la manada solía visitar por la mañana, muy temprano, para arrancar trozos de carne y sebo de los cubos de basura, hasta que los hombres armados con largos palos amenazantes salían a perseguirlos. Habían evitado el lugar desde que uno de los miembros de la manada había sido acorralado y golpeado a muerte con esos palos. Pero Sweets recordaba el túnel. Tenía una boca obscura cerrada con barricadas: en la parte superior había luces anaranjadas que se encendían y apagaban una a una. Las calles de la ciudad convergían en el túnel desde varias direcciones, entre muros de piedra, y se hundían en sus fauces. Sweets nunca se había preguntado adónde iba el túnel, aunque en una ocasión había visto entrar a un policía en motocicleta, que no volvió a salir.
Cuando el invierno era ya viejo y sucio en la ciudad, Painter se decidió por el túnel, entre todas las salidas que Sweets y él habían investigado.
Su aliento y el de Sweets ascendían, blanquecinos, en el aire claro, antes del amanecer. Painter miraba el túnel, al amparo del borde del muro de piedra. Una cadena de luces pálidas corría por el centro. Painter no sabía mejor que Sweets adónde iba el túnel, pero suponía que a la Autonomía del Norte; de todos modos el camino llevaba hacia el oeste, hacia las tierras incultas, y ésa era, por el momento, toda la libertad que necesitaba imaginar.
¿Por qué no había guardianes, como en los puentes? Quizá estaban en el otro extremo. O tal vez se trataba de alguno de aquellos viejos puestos de guardia que habían sido descuidados y reemplazados por anuncios amenazadores:
PROHIBIDO EL ACCESO
TRÁNSITO CERRADO
LOS INFRACTORES SERÁN ARRESTADOS Y DEPORTADOS
GOBIERNO REGIONAL PROVISIONAL
No estaba en la naturaleza del leo preocuparse por los peligros, amenazas o castigos. Trató de imaginar lo que ocurriría cuando todos se encontraran en el túnel, pero no apareció nada. Se limitó entonces a esperar que la manada se congregase.
Habían venido de noche, por caminos distintos, aunque nunca separados de los olores de los otros; se detenían para marcar el camino, o para investigar olores, olores de comida, de ratas, de seres humanos. Avanzaban en cuadrilla por tres calles laterales. En la vanguardia estaba Sweets, junto a Painter, muy nervioso por la forma descubierta con que se movía pero nada dispuesto a alejarse de él. Ahora que la luz aumentaba se movía con inquietud, marcaba una y otra vez algún sitio, manteniendo la nariz en alto en busca de noticias de los demás. Llegaban de a uno, dos o tres, inquietos por encontrarse tan lejos de los olores hogareños al romper el día; Duke estaba particularmente excitado, y volteaba su única y orgullosa oreja buscando ruidos.
Painter esperó hasta que no vio en Sweets ninguna resistencia a seguir adelante (Painter nunca había contado la manada y tampoco los conocía a todos; sólo Sweets sabía si faltaba alguno) y descendió hacia el túnel pisando con firmeza la nieve sucia y amarillenta. La manada lo seguía, agrupada ahora; el túnel no les gustaba, pero preferían la obscuridad al trecho expuesto. Painter rompió una parte de la podrida barricada de madera; algunos de ellos se habían deslizado ya por debajo, o habían pasado por encima. Estaban dentro del túnel, moviéndose rápidamente a lo largo de los muros de cerámica clara. El ruido de las uñas de los perros y el ruido acompasado de las botas de Painter eran fuertes, distintos, intrusos en el silencio.
El túnel era más largo de lo que Painter esperaba. Se volvía y revolvía en curvas amplias y sinuosas, como si estuvieran en el interior de una vasta serpiente; las luces amarillas brillaban, como correspondía, debajo de las escamas. Pensó que estaban acercándose a la salida cuando acababan de dejar atrás el punto central, sin saber que junto a la marca de ese punto —una borrosa línea blanca que indicaba el centro del río— había una alarma conectada con una garita policial junto a la boca del túnel.
Sweets corría adelante, sabiendo que después de algún recodo debería ver la luz del día. Quería llevar a Painter hasta ella; pero al mismo tiempo no deseaba alejarse de él. Y además debía tener en cuenta a la manada: era imposible evitar que se detuvieran y ventearan el aire cuando atravesaban las zonas obscuras en que las luces no funcionaban. Lo mejor que podía hacer era correr al frente para obligarlos a continuar; y en una de las ocasiones en que se adelantó, oyó por primera vez la motocicleta que se acercaba por el túnel.