Bestias (20 page)

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Authors: John Crowley

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Bestias
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Esa noche abandonaron los canales del gobierno, cada vez más desesperados, para ver «otra cosa», como había dicho Mika; «algo que no sea real», algo que pudieran incluir dentro de los límites de su sueño de tres. Pero todos los canales estaban llenos de rostros jactanciosos, o bien, inexplicablemente, no funcionaban. Y por fin cambiaron a otro canal donde los retuvo una súbita imagen silenciosa.

El leo, con su viejo rifle bajo el brazo, estaba de pie ante la puerta aleteante de la tienda. La gran cabeza parecía serena, sin expresión inquisitiva ni afectada; si sabía que la cámara registraba su imagen, no lo demostraba. En su cuerpo vestido con gruesas ropas, en sus manos, había un inmenso reposo; en sus ojos, una mirada firme. ¿Parecía un rey, un santo, otra cosa? La acentuada curva de la frente confería a los ojos la tranquila ferocidad que los de Halcón tenían también; eran despiadados, sin crueldad ni astucia. No se movía. No había ningún ruido, aparte de esa peculiar nota electrónica de soledad: los golpes de viento intermitentes contra el micrófono desnudo.

—Pues bien —dijo suavemente Mika—, él no es real.

—Calla —dijo Sten.

Una voz suave y juvenil hablaba sin prisa:

—Fue capturado al final del verano por guardias de la Montaña y agentes del gobierno federal. Desde ese momento, no se ha sabido nada de él. La familia espera que se comunique con ellos. No se preguntan si fue asesinado, como bien podría haber ocurrido, en secreto; si está prisionero, si retornará. Para los leos no hay especulaciones, ansiedades, preocupaciones. Estas cosas no están en la naturaleza de los leos. Ellos se limitan a esperar.

Otras imágenes siguieron a la del rey perdido: las hembras alrededor de pequeñas hogueras, con abrigos brillantes y unos ojos como lámparas, infinitamente expresivos sobre las bocas.

—Por Dios, mírale las muñecas —dijo Mika—. Son como mis piernas.

Los cachorros jugaban, jóvenes ogros rubios; no eran niños pero tenían la desbordante energía de los niños. Luchaban, se golpeaban y mordían con resuelta deliberación, como si se entrenaran para un desesperado combate de guerrillas. Las hembras los observaban de soslayo. Cada vez que un cachorro se acercaba y saltaba a la espalda o el amplio regazo de una hembra, era pacientemente tolerado; en una oportunidad vieron a una hembra que ponía una pierna sobre su hijo, sosteniéndolo contra el suelo: el cachorro se retorcía, feliz, incapaz de liberarse, mientras la hembra seguía cociendo algo en una golpeada olla sobre el fuego, moviéndose con gestos cuidadosos y mesurados. Nadie hablaba.

—¿Por qué no dicen nada? —preguntó Mika.

—Solamente el hombre habla todo el tiempo —respondió Loren—. Sólo para oírse hablar. Tal vez los leos no lo necesitan. Tal vez no lo han heredado.

—Dan una impresión de frío.

—¿Quieres decir que no tienen emociones?

—No. Parece que fueran fríos.

Y como si hubiera sabido que los espectadores lo iban a descubrir precisamente entonces, la voz suave continuó:

—Como los gitanos —dijo—, como los nómadas, los leos, en lugar de modificar el ambiente, se adaptan a él. En invierno van a donde hace más calor. Aunque hay también otros grupos, en cuarteles de invierno, en el lejano sur. Las fronteras de esta Autonomía están cerradas para ellos. Son, técnicamente, fugitivos y criminales. En alguna parte de estas montañas hay agentes federales que los buscan; si los encuentran, serán fusilados en el acto. No son humanos. No es necesario un proceso. Quizás no los encuentren, pero poco importa. Si no pueden salir de estas montañas cubiertas de nieve, la mayoría morirá de hambre antes de que la caza vuelva a abundar. Esto no es tan extraño: lejos de nosotros, cada invierno mueren de hambre millones de no humanos.

En la penumbra, el grupo de leos se reunió alrededor de las brasas y del incongruente fulgor anaranjado dé un calentador de batería. El pelaje grueso y los músculos fuertes impedían ver que estaban pasando hambre. Pero allí, apretada por los brazos de una gran leo, había una niña pálida y flaca... No, no era una niña; parecía una niña entre los brazos de la hembra leo, pero era una mujer humana, quieta, de ojos obscuros. No tenía miedo, pero parecía inmensamente vulnerable entre esas grandes bestias.

La imagen cambió. Un hombre rubio, sin barba, los miraba, mientras se frotaba lentamente las manos rugosas.

—Nosotros moriremos de hambre junto con ellos —dijo la voz suave y monótona, que no cambió al pronunciar esa terrible afirmación—. Ellos son robustos, lo que sólo quiere decir que resisten más. Son fuertes, y pueden sobrevivir. Nosotros somos humanos, y no muy robustos. No hay nada que podamos hacer. Supongo que muy pronto seremos una carga para ellos. No sería raro que nos mataran, aunque me parece que tendrían derecho a hacerlo. Y ciertamente, si morimos, nos comerán.

Nuevamente vieron a la muchacha de aspecto infantil dentro de los grandes brazos protectores de la leo.

—Hemos creado a estas bestias —dijo la voz—. Con nuestro infinito ingenio, con infinito orgullo. Sólo ha sido un accidente genético que sean mejores que nosotros: más fuertes, más directos, más inteligentes. Quizá también era así la ballena azul, que hemos aniquilado, o el gorila. No importa; cuando estas bestias desaparezcan, eliminadas como la ballena, ya no serán un reproche a nuestra pequeñez y a nuestra mezquindad.

Volvió a aparecer el rey perdido, con un rifle, la misma imagen, el mismo imponente sosiego.

—Borren este videotape —advirtió suavemente la voz—. Destrúyanlo. Destruyan las pruebas.

La imagen del rey continuó en la pantalla. Cuando la grabación terminó, hubo un centelleo en la pantalla vacía. Los tres se quedaron acurrucados en el sillón, juntos, mirando el inexpresivo resplandor estático, sin decir nada.

(Muy lejos, en los alborotados despachos de la Reserva Génesis, también Bree Landseer estaba silenciosa, conmovida, inmóvil ante una pantalla; Emma Roth la abrazaba; pero Emma nada podía decir, llena de la vergüenza más amarga y el horror más pecaminoso que nunca había sentido. Ella y sólo ella había causado todo esto; ella había abierto las puertas a los cazadores asesinos y voraces; no a los leos, sino a los pistoleros de ropas negras, los verdaderos depredadores, el Diablo. Ella había puesto a Meric y a esas bestias en manos del Diablo. No podía llorar; sostenía a Bree, incapaz de consolarla, sabiendo que por ese pecado jamás vería el rostro de Dios.)

—No es correcto —dijo Sten—. No es justo. Ni siquiera legal.

—Bueno —dijo Loren—. En realidad, no conocemos toda la historia. De hecho, no hemos visto íntegra esa grabación.

Sten recorría de un lado a otro la sala de comunicaciones. El tono de la pantalla se había convertido en un inescrutable zumbido, y unas letras borrosas decían:

TRANSMISIÓN INTERRUMPIDA

—Podríamos ayudar —dijo Sten.

—¿Cómo? —dijo Loren.

—Podríamos llamar a Nashe. Decirle...

—¿Qué? Ese tipo dice que eran agentes federales.

—Podríamos decirle que protestamos. A todos. Al gobierno federal. Yo llamaré.

—No, no lo harás.

Sten se volvió hacia él, confuso y enojado.

—¿Qué te ocurre? ¿No los has visto? Se morirán de hambre.

—En primer lugar —dijo Loren, que deseaba parecer razonable y apenas conseguía parecer frío—, no tenemos idea de la situación. Yo he visto antes a ese hombre. ¿Tú no? Trabaja en la Montaña de Candy. Se ocupa de la propaganda. La he leído; dice cómo debemos amar la Tierra y cómo todos los animales son sagrados. Quizá esto sea sólo propaganda. Además, ¿cómo ha conseguido enviar ese videotape desde donde están? ¿No lo has pensado? —en realidad, se le acababa de ocurrir—. Si tiene medios para eso, ¿no tiene medios también para conseguir comida, o para salir de allí?

Sten guardaba silencio, sin mirarlo. A su lado, en el sillón, Mika se había acurrucado, subiéndose la manta hasta la nariz. Loren sintió que se alejaba de él.

—En segundo lugar, nada podemos hacer. Si hay agentes federales en la Reserva, es de suponer que la Montaña los dejó entrar. ¿Y qué quieren hacer los federales con los leos? ¿Qué sabes de los leos, aparte de lo que ha dicho ese tipo? Quizá se equivoca. Tal vez los federales tienen razón.

Sten resopló con desdén. Loren sabía cuán remota era la probabilidad de que el gobierno federal estuviera actuando desinteresadamente. Y sabía también que Sten tenía poder; quizás no ante Nashe, pero sí algo más vago, un lugar en los corazones de la gente, quizá mayor por ser más vago.

—En tercer lugar... —en tercer lugar, Loren sentía un temor que no podía, o quería, analizar; si Sten se convertía en una figura conspicua para el gobierno, o para cualquiera, sería terriblemente vulnerable; ¿a qué?, Loren apartó la cuestión; los tres debían esconderse en silencio; era lo más seguro, pero no podía decirlo—. En tercer lugar, te lo prohíbo. Simplemente, acepta mi palabra. Si nos implicamos, habrá dificultades.

Mika se deslizó fuera de la manta y se puso de pie, cruzando los brazos sobre el pecho. Nunca, nunca podría soportar el frío: siempre sería para ella un grave insulto, un lamentable error. Cuando miraba a los leos alrededor de los pequeños fuegos, había sentido intensamente el frío que los aquejaba.

—Además, ¿sabéis?, se equivoca —observó suavemente Loren—, cuando dice que son mejores que nosotros —los jóvenes nada dijeron, y Loren continuó, como si discutiera contra el silencio de ellos—: Así ocurre cuando los amantes de los perros dicen que los perros son mejores que las personas por ser más leales, o porque no pueden mentir. Hacen lo que deben. También los seres humanos.

Sten se dirigió al panel de control. Ociosamente, sintonizó varios canales. En todos había estáticos o una señal de transmisión interrumpida.

—No, está bien, no he querido decir eso, que los cacen o se mueran de hambre —dijo Loren; la vinculación entre los tres se había estirado hasta el límite; los jóvenes estaban profundamente escandalizados por lo que habían visto, y él debía ayudarlos a pensar correctamente; había una perspectiva apropiada—. Tienen derecho a la vida, como todos los seres. No son malos, ¿sabéis?, en general. Pero es comprensible, ¿no es verdad?, que la gente odie y tema a los leos, o que no tenga las ideas claras... Simplemente, es difícil.

Calló. Lo que decía no llegaba hasta ellos, y hubiese querido no decirlo aun mientras hablaba: todo sonaba mezquino y equivocado ahora que sus ojos habían mirado los ojos de las bestias y habían visto a esos mártires locos. Tan equivocado como los hombres dominantes que cazaban a los leos, o los criminales del SIS que habían reducido al exilio a los halcones. Tomar partido era el crimen, así como la culpa y la abnegación con que asumían esa clase de loca «responsabilidad»; y sólo esto se oponía al despilfarro indiscriminado y la codicia de los hombres.

—¿Qué ocurre? —dijo Sten; ningún canal funcionaba, continuó pasando nerviosamente de un vacío o otro y luego, sin mirar a Loren, salió de la habitación.

Mika tenía los brazos cruzados. Temblaba.

—Creía que eran monstruos —dijo—. Como el hombre-zorro.

—Lo son —dijo Loren—. Exactamente como él.

Mika lo miró con los ojos vivos y los labios apretados. Él sabía que debía calmarla y explicarse; pero de pronto también él se sintió rígido y justiciero. Ésta era una dura lección sobre los hombres, los animales, y los monstruos; sobre la vida y la muerte. Que la aprendieran por sí mismos.

Mika giró sobre sus talones, y mostrando claramente su disgusto, dejó la habitación.

Por este motivo, sólo Loren, furioso y de algún modo avergonzado en la penumbra electrónica, vio la tensa cara de Nashe, muy tarde, en todos los canales. Estaba rodeada de hombres, algunos de uniforme, que mostraban la expresión complacida y estólida de los vencedores burocráticos. La voz de Nashe era un fatigado murmullo. Las manos le temblaban mientras leía volviendo las páginas, y se equivocaba al leer el texto escrito para ella. Dijo a la Autonomía que su gobierno había sido disuelto; que a causa de graves y crecientes violencias, inestabilidad y desorden, el gobierno federal se había visto obligado a entrar por la fuerza en la Autonomía para preservar la paz. La Autonomía era ahora un protectorado federal. Con los ojos bajos, dijo que había sido relevada de todos sus poderes y obligaciones; pedía a todos los ciudadanos que obedecieran al gobierno. Dobló los papeles, y dio las gracias. ¿Por qué?, se preguntó Loren.

Al concluir, totalmente humillada, fue conducida fuera de la pantalla por dos hombres, como un ladrón en custodia. Un hombre de cara ancha que Loren recordaba haber visto frecuentemente en la pantalla esos últimos días —uno de aquellos de quienes se habían reído antes de apagar el aparato— habló luego, pronunciando la venerable letanía del golpe de estado: un nuevo orden, paz y seguridad, mantenimiento del orden público; los ciudadanos debían permanecer en sus hogares; todos aquellos que violaran el toque de queda al ocaso serían arrestados, se fusilaría a quienes se entregaran al pillaje, etcétera.

Luego se escuchó el himno nacional en un registro rayado y poco claro, como si sonara en un pasado remoto, y los miembros del nuevo gobierno permanecieron de pie, como pecadores que oyen un sermón. Luego pasaron una vieja película de la bandera federal, flameando bravía en un viento antiguo. Continuó flameando durante bastante rato, y éste era sin duda el último mensaje de los amos en esa noche, algo así como si dijeran, al modo de los lobos:

Aquí está nuestra señal; es todo lo que necesitamos decir; el lugar es nuestro; habéis sido advertidos: desafiadla si os atrevéis.

Las olas creadas por el acuatizaje del hidroavión continuaban rebotando en la costa del lago y rompiendo suavemente contra los pilares del embarcadero, en arcos que venían y se iban.

Loren vio que la carta comenzaba con su propio nombre, pero se lanzó a las apretadas líneas con tanto temor y voracidad que no entendió nada del resto, y tuvo que volver a empezar, calmarse, y releer el mensaje:

«Espero que estés bien donde estás. Durante largo tiempo no he tenido ninguna noticia, y me pregunté qué te habría ocurrido.»

¿Se preguntaba qué, cuándo, con qué frecuencia, con qué sentimientos?

«Me he enterado de lo que haces, y parece muy interesante. Me gustaría que pudiéramos discutirlo. Esto es realmente muy difícil de escribir.»

Loren sintió como una puñalada la pausa que tuvo que haber precedido a esas palabras de Sten, y luego sintió una inundación de amor y piedad, de modo que por un momento las palabras que veía brillaron y nadaron, ilegibles.

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