Se le seguía pagando a Loren, que continuaba enseñando, aunque era, inexorablemente, cada vez menos preceptor y más padre, hermano u otra cosa. Hubo una breve reunión con Nashe en que se habló del futuro de los jóvenes, pero a Nashe no le interesaba el tema y el resultado no fue concluyente. Loren se sintió indeciblemente aliviado. Las cosas seguirían como hasta entonces.
Por supuesto, en otro sentido, Sten no era un heredero sino un prisionero. Lo sabía, aunque no se lo dijo nunca a nadie. Excepto por ese conocimiento, que lo agobiaba y paralizaba, era feliz: las dos personas a quienes más quería, y que lo amaban sin reservas, estaban constantemente con él. No había otras reglas que las propias, y las de Loren, lo que venía a ser lo mismo. Sten sabía que, con su padre muerto y Nashe alejada, el poder de Loren dependía del consentimiento de los jóvenes. Pero las reglas de Loren eran las de un amor inteligente, el único que había conocido Sten. Podían dar motivo a discusiones o protestas, pero nunca a resentimiento. A veces él se preguntaba, cuando se sentía a la vez más fuerte y más horriblemente solo, en qué momento derrocaría a Loren. Nunca, le decía el corazón, con fuerza.
Había siempre clases y equitación; menos equitación ahora que el invierno empezaba a instalarse y la nieve se amontonaba en las hondonadas y en los llanos pedregosos. Loren pasaba mucho tiempo tratando de reparar un antiguo trineo motorizado que los anteriores habitantes de la mansión habían abandonado en la cochera.
—No anda —dijo por fin—. Llamaré a alguien de la capital. No nos pueden negar un par de trineos de motor.
—No —respondió Sten—. Podemos usar raquetas para nieve. Y esquiar. No los necesitamos.
—En realidad, os los deben.
—No. Está bien.
Ese mes, más tarde, llegaron cuatro trineos nuevos, como regalo de un fabricante, junto con un esperanzado fotógrafo. Sten, desganadamente, sin agradecimiento, aceptó los trineos. El fotógrafo fue despachado sin la foto de Sten, que se negó a recomendar el producto. Los trineos quedaron arrinconados en la vieja cochera.
Pasaban habitualmente las noches en la penumbra de la sala de comunicación, hundidos en sillones delante de los monitores y las grandes pantallas. Veían viejas películas y videotapes, escuchaban arengas políticas, miraban los programas de los canales religiosos y del gobierno. No parecían importantes. Esas personas chatas, susurrantes, estaban tan lejos, eran tan irreales que acrecentaban la relación entre los miembros del grupo. Reían juntos del gordo raro y sin mentón que les explicaba la naturaleza de las cosas (en especial Mika, que no aguantaba la retórica y tenía un sentido del humor particularmente afilado); y el gordo raro y sin mentón, enormemente ampliado o reducido a una imagen diminuta en las pantallas, no podía saber que ellos se reían. Bastaba rozar un botón iluminado para extinguirlo. Y también al Mundo entero. Era una sombra. Sólo ellos tres eran reales, en particular cuando la calefacción se apagaba por la escasez de combustible y se apretujaban en un gran sillón que parecía un trono cubierto con una manta.
Nashe era una sombra bastante frecuente en la sala de comunicaciones.
—Aquí viene el alfiler —decía Mika; de algún modo, esa descripción de Mika era cómicamente apropiada, aunque ninguno de ellos sabía con certeza por qué.
—Tiene un trabajo duro —dijo Loren—. El más duro.
—Pero mira esa nariz.
—Escuchemos un minuto —dijo Sten, con seriedad.
Todos sabían que había un vínculo entre el destino de Sten y el de esa mujer, por remoto que fuese. Sten era quien lo sentía más claramente. A veces debían escuchar.
Le habían preguntado algo acerca de la Reserva Génesis.
—Los crímenes que puedan cometerse dentro de sus fronteras no pertenecen a la jurisdicción del gobierno federal —decía con su voz seca y tensa—. Nuestros antiguos acuerdos con la Montaña nos dan el derecho exclusivo, a petición de la Montaña, de entrar en su territorio para hacer frente a actividades criminales... No, no hemos recibido esa petición... No: no importa que se trate de un supuesto delito federal, si esa expresión tiene algún sentido legal en este momento. Sólo puedo interpretar este hecho como una tentativa del gobierno federal y del Sindicato de Ingeniería Social para establecer una especie de cabeza de puente legal en esta Autonomía. Como directora, no puedo aceptarlo —en apariencia, se veía obligada a hacer eso, proclamar su título, frecuentemente—. Me parece que conocemos lo bastante al SIS para aceptar actitudes de este carácter.
Por lo menos, pensaba Sten, no dejará entrar al SIS. Tiene que combatirlo y enfrentarse a él, pues saca beneficio de sus prácticas, o lo que todo el Mundo cree que son sus prácticas. No lo puede declarar ilegal en la Autonomía; el SIS es demasiado fuerte. Pero luchará.
Sten había heredado la repugnancia de Loren a esos hombres y mujeres decididos, con sus portafolios de plástico y voces heladas de afecto.
—¿Qué ocurrirá —preguntó— si Nashe no logra mantener unida la Autonomía?
—No lo sé. Elecciones, tal vez —Sten rió brevemente.
—Bueno —dijo Loren—, se supone que el gobierno federal puede intervenir en caso de graves disturbios civiles. Si eso tiene sentido.
Le dolía la pierna porque Sten se había apoyado en ella, pero no quería moverse. No quería moverse nunca más. Extendió con cuidado la mano izquierda, como para acomodarse mejor, en el hueco entre el cuello y el hombro duro de Sten. Esperaba que esa mano fuera desalojada; deseaba que lo fuera, pero no ocurrió. Sintió dentro de él que otro baluarte defensivo se desmoronaba; sintió que se hundía más en un obscuro abismo que había empezado a advertir cuando los niños y él habían heredado el reino: cuando ya era demasiado tarde para apartarse del borde.
—Entonces, ¿qué harían con nosotros? —preguntó Mika.
—No se preocupan por nosotros —respondió rápidamente Sten, acabando con el tema.
Sin embargo, esa noche volvió a pasar por todas las pantallas el viejo videotape de Sten en la infancia, y también la noche siguiente. Ni siquiera Mika se burló. Parecía una advertencia, o una convocación.
Había una anticuada sauna de madera en lo que había sido la suite privada de Gregorius en la casa. También allí, en el estrecho recinto caliente, obscuro y de olor a madera, podían esconderse de las cosas que parecían pesar sobre ellos. Cuando nadaban, en verano, en los pequeños lagos de la propiedad, Loren se había empeñado en mostrar una juvenil modestia: usaba, como ellos, un gastado bañador. Pero una noche húmeda fueron a bañarse sin ellos, y Mika dijo que sólo usaban bañadores por respeto a Loren. Después se bañaron siempre desnudos, y en el invierno, también en la sauna. Gozaban de esa libertad, y se decían que era en realidad lo único sensato, y así, sin pensarlo, forjaron un nuevo lazo entre ellos.
—Uno empieza a sentir —dijo Sten— que no se puede respirar, que hay demasiado calor en el aire —aspiró profundamente.
—Estás hiperventilado —afirmó Loren—. Te marearás.
Sten se puso de pie, estuvo a punto de caer, rió.
—Estoy mareado. Es muy raro.
Mika, que sentía por una vez tanto calor como pensaba que merecía, con el cuerpo en fusión, apoyó la cabeza contra el muro de madera. Las gotas de sudor le nacían por todas partes y le mojaban la piel. Miraba a Loren y a Sten. Loren apretó con una llave de lucha la cintura de Sten; estaban comprobando hasta qué punto podían estar hiperventilados y mareados. Los pies húmedos golpeaban el suelo. Les brillaban las pieles a la luz escasa; luchaban y reían como demonios en su día libre. Por fin se dejaron caer, débiles, respirando con dificultad.
—Basta, basta —dijo Loren.
Mika los miraba. Un hombre y un chico. Hizo comparaciones. Parecía dormida.
—Mi padre decía —dijo Sten en tono gutural— que su padre, al salir de la sauna, corría y se revolcaba en la nieve. Desnudo.
—Loco —dijo Mika.
—No —dijo Loren—. Es tradicional.
—¿Y no te resfrías?
—Uno no se resfría a causa del frío —dijo Loren—. Ya lo sabéis.
—¿Quieres que lo hagamos? —dijo Sten.
—Por supuesto —Loren lo dijo casualmente, como si lo hiciera todos los días.
—Yo no —dijo Mika—. Apenas he empezado a entrar en calor.
En realidad, tuvieron que darse mutuamente ánimos durante un rato; pero luego salieron a la carrera a través de las puertas de cristal, gritando, a la nieve resplandeciente. Mika miraba, escuchando débilmente a través de los cristales las dos voces distintas, la aguda y excitada de Sten, el profundo rugido de Loren. Se frotó lentamente con una gruesa toalla. Luchando, Loren empujó a Sten contra un muro de nieve; Mika se preguntó si era una demostración para ella. Loren era obscuro, sólido, velludo; Sten era flaco, su piel era ahora de un tono rosado ardiente, casi sin pelo, temblaba con violencia. Mika se apartó de la ventana y fue al dormitorio. Ya había conectado la manta eléctrica de su padre; después de una sauna, siempre se arrebujaba en ella y dormía. Se miró en uno de los muchos altos espejos, delgada, atezada, y en apariencia algo inconclusa. Apartó los ojos y se deslizó entre las sábanas.
Soñó que estaba casada y se encontraba en cama con su marido, cuyos rasgos no podía distinguir; sentía intensa excitación y comprendía que los espejos de la habitación eran los ojos de su padre, y que él los había dejado allí al morir para poder verla.
Ese invierno fue uno de los más duros que se recordaban. Hubo escasez de combustible, de alimento, de todo. No importaba que Nashe y los pocos ministros leales que había logrado conservar denunciaran que el gobierno federal y el SIS bloqueaban sistemáticamente los abastecimientos, provocaban demoras en las fronteras, emitían salvoconductos ambiguos o los retiraban al azar: la gente culpaba de todo a Nashe y al Directorio. Hubo demostraciones, tumultos. La sangre se congelaba en las calles. Los periódicos y los comentaristas del SIS explicaban sistemáticamente, con tablas y gráficos de ordenador, que cada crisis era un fallo de la voluntad y el esfuerzo humanos, el resultado de no aplicar la capacidad y la razón del hombre para que el Mundo funcionase. La gente escuchaba. La gente participaba en manifestaciones y disturbios en nombre de la razón. A lo largo de las fronteras de la Autonomía, aguardaban, vigilantes, las tropas —o bandas armadas— del gobierno federal. La Montaña de Candy, que se bastaba a sí misma, no más hambrienta este invierno que cualquier otro, sentía la lejana presión de la envidia.
También en la casa de Gregorius se sentían las lejanas presiones. Por más que llenaran los días, cada vez más breves, con actividad, estudio, largos paseos, castillos de nieve, las horas estaban invadidas por los fulgurantes odios y carencias que estallaban cada noche, así como un día puede ser invadido por un sueño terrible que no se alcanza a recordar.
Todos los días de Sol en que el frío no parecía excesivo, llevaban a Halcón a su alta percha sobre la hierba. No era tiempo para cazar, y Sten sólo podía ejercitarlo con el señuelo, lo que encontraba aburrido y difícil. Insistía, no obstante, pero si Halcón estaba irritado, o mal dispuesto, el ejercicio era insoportable para ambos. Loren comenzó a hacerse cargo de la tarea; al principio se limitaba a «ayudar» para acompañar constantemente a Sten y darle aliento, pero luego, gradualmente, empezó a hacerlo solo.
—Mira —dijo Loren—, se ha erizado dos veces seguidas.
—Sí —dijo Sten, poniéndose las manos en las axilas.
El día era gris; los nubarrones eran bajos; el viento se elevaba. Pronto volvería a nevar. Halcón miraba alrededor, al Mundo, a los humanos, con rápidas y severas miradas. Se le erizaron las plumas, abrió las alas y el pico, y volvió a su posición inicial, exactamente como un hombre que se despereza.
—Tres veces —según una vieja norma de la cetrería, un halcón que se eriza tres veces está listo para volar: la halconería de Loren era una mezcla pragmática de viejas reglas, nuevas técnicas, ciencia de la vida, observación y paciencia—. ¿Quieres trabajar ahora con él?
—No.
En cierto sentido, la tarea de entrenar a un halcón con un señuelo era más difícil que la ciencia de la caza. Había que mover de lado a lado una pértiga con un saquito de cuero que llevaba atadas las alas y la cola de un ave cazada por Halcón el verano pasado, y una porción de carne cruda. Había que describir arcos con la pértiga, delante de Halcón, hasta que él echara a volar, y luego apartar la presa antes de que pudiera atacarla. Si Halcón la alcanzaba, se posaría para comer la carne, o trataría de escapar con ella. El juego habría terminado entonces con la victoria de Halcón. Si Loren sacudía el señuelo con demasiada rapidez, y no le daba una oportunidad, Halcón estaría pronto aburrido e indignado. Si Loren lo golpeaba con el alto señuelo volante, lo desconcertaría, tal vez se negaría a jugar, y hasta podía lastimarse.
Loren movió el señuelo, tentándolo, hasta que Halcón, con los ojos moviéndose de un lado a otro con el señuelo, se lanzó directamente hacia arriba y luego se dejó caer con las garras preparadas y abiertas. Loren hizo girar el señuelo como un hombre que va a lanzar el martillo: Halcón giró en un arco muy próximo, buscando el señuelo. Loren acechaba cada rápido movimiento de Halcón, jugando con él, manteniéndolo alerta y al mismo tiempo entusiasmándose con su propio y delicado control sobre ese ser imperioso y salvaje. Giró y Halcón amagó; el señuelo describió círculos alrededor de Loren, y Halcón lo siguió a unos pocos centímetros, frenando y maniobrando, a solo medio metro del suelo. Loren reía y lo alentaba, con todas sus energías concentradas y en actividad. Halcón no reía, sólo giraba curvando las grandes alas y extendiendo las garras crueles para atrapar el huidizo señuelo.
Sten miró un rato. Luego se apartó y volvió a la casa.
Cuando Loren, satisfecho y sin aliento, entró en la cocina con el deseo de café, de algo caliente, de alguna recompensa, vio a Sten ante una taza fría, con el mentón en las manos.
—No debes ser el mejor en todo —dijo Loren—. Nadie te lo exige.
Apenas lo hubo dicho, lo lamentó amargamente. Era verdad, por supuesto; pero Loren lo había dicho por orgullo, por su éxito con Halcón, el halcón de Sten. Hubiese querido acercarse, abrazar a Sten, decirle que comprendía, que no lo había dicho como cacareando un triunfo, sino como una advertencia. Aunque no del todo. Y sabía que si se acercaba, Sten se apartaría. Esa cabeza rubia, tan íntegra, tan hermosa y abierta, podía volverse obscura, cerrada, odiosa. Loren preparó un poco de café.