Los muchachos apodaron a la madre Alco-Guri. Cuando era pequeño, muy pequeño, le pareció que su madre tenía un nombre muy bonito, Guri. Después de aparecer el apodo de Alco-Guri, lo odiaba. Ahora, no aguantaba a las mujeres que tenían el mismo nombre. De hecho, no soportaba a las mujeres en general.
Después de la pubertad, dejaron de meterse con él: tenía diecisiete años y había crecido 18 centímetros en año y medio. Ya no tenía granos en la cara y se ensanchó de hombros. La bizquera fue corregida mediante operación y tuvo que llevar un parche humillante en el ojo, lo que no aumentó precisamente su popularidad. El pelo era rubio y su madre dijo que era guapo. Pero, paradojas de la vida, no lograba entender cómo, por ejemplo, Aksel podía tener novia cuando a él nadie lo miraba. Aksel era un compañero de clase regordete y con gafas, que, además, medía una cabeza menos que él.
No eran, propiamente dicho, malos con él, solo lo evitaban y le soltaban algún que otro dardo envenenado de vez en cuando. En especial las chicas.
Cuando cursaba el penúltimo año de instituto, Alco-Guri acabó de trastornarse por completo y la internaron en un hospital psiquiátrico. La visitó una vez, justo después de su ingreso en el centro. Estaba acostada, entubada e ida por completo. No supo qué hacer ni qué decir. Mientras, callado, escuchaba las tonterías que profanaba su madre, el edredón se había resbalado, dejándola ligeramente destapada. Tenía el camisón abierto y uno de los pechos, un trapo arrugado y vacío con un pezón casi negro, le había mirado fijamente como un ojo acusatorio. Se fue y no volvió a verla nunca. Aquel día supo lo que quería ser y nadie jamás iba a volver a molestarlo.
Ahora se encontraba delante de un ordenador y se lo estaba pensando con mucho detenimiento. La elección no era fácil, tenía que apostar por los más seguros. A los que nadie echaría de menos. De vez en cuando se levantaba y se acercaba al armario archivador, sacaba carpetas y observaba la pequeña foto de pasaporte fijada con un clip en la parte superior de la primera página. Esas fotografías siempre mentían, lo sabía por su amarga experiencia. Pero, al menos, le proporcionaban alguna pista.
En definitiva, estaba satisfecho con el resultado. Notaba cómo aumentaba la tensión, como un chute, muy parecido a cuando se medía los músculos y sabía que sus bíceps habían aumentado un centímetro desde la última medición.
El plan era genial, y lo más genial de todo era que engañaba a otros, los engañaba y los fastidiaba. Sabía cómo lo estaban pasando esos imbéciles de la Brigada Judicial, allá en la jefatura. Se estaban volviendo locos con aquello. Incluso sabía que lo denominaban: «las masacres de los sábados». Sonrió. No eran lo suficientemente listos como para entender las pistas que dejaba, el hilo conductor. Idiotas, todos ellos.
Se sentía pletórico.
—Oye, ¿me puedes decir dónde te metes últimamente? —preguntó Hanne, dejándose caer en el sillón de invitados en el despacho de Håkon.
Estaba luchando con un trozo de picadura de mascar demasiado líquido y el labio superior adoptó una forma espasmódica extraña para impedir que penetrara en su boca el sabor amargo del tabaco.
—¡Casi no te veo el plumero!
—Los tribunales —masculló, intentando colocar con la lengua el polvillo de tabaco en su sitio. Pero tuvo que desistir, pasó el dedo índice por debajo del labio y vació los desechos de rapé. Sacudió el dedo contra el borde de la papelera y secó el resto en el pantalón.
—¡Cerdo! —murmuró Hanne.
—Estoy hasta el cuello, tengo demasiado trabajo —dijo, e hizo caso omiso del comentario—. En primer lugar, estoy en los tribunales casi a diario; por otro lado, me como demasiados turnos con excesiva frecuencia, ya que la gente se da de baja un día sí y otro no. No doy abasto. —Señaló con el dedo a uno de los habituales montones de carpetas verdes que en esos días parecían perseguirlos a todos—. No he dispuesto de tiempo siquiera para echarles una ojeada. ¡Ni los he mirado!
Hanne se inclinó hacia la mesa, abrió una carpeta que llevaba consigo y la posó delante de él. Luego empujó la silla hasta colocarla a su lado, de modo que quedaran emparejados como alumnos de primaria compartiendo el mismo libro de lectura.
—Pues aquí te voy a enseñar algo muy emocionante: las masacres de los sábados. Acabo de hablar con el laboratorio forense; están todavía trabajando en ello, pero las pruebas provisionales son extraordinariamente interesantes. Mira esto.
La carpeta rígida contenía una serie de láminas con dos fotos pegadas en cada una: en total había tres planchas y seis fotografías. Había flechitas blancas fijadas en dos o tres puntos de cada foto, tomadas desde diversos ángulos. Le costaba mantener la carpeta abierta, era muy rígida y tendía a cerrarse continuamente. La sostuvo con las dos manos y la partió en dos. Eso ayudó.
—Estas son de la primera escena, la leñera de Tøyen. Les pedí que realizaran tres pruebas tomadas en sitios diferentes.
«¿Con qué propósito?», se preguntó Håkon, pero no dijo nada.
—Pues el caso es que fue una idea cojonuda —dijo Hanne, la mentalista—. Porque aquí… —indicó la foto número uno con las dos flechas blancas— hubo sangre humana, de una mujer. He pedido un estudio exhaustivo, pero llevará su tiempo. Pero aquí —prosiguió, señalando la otra flechita, pasando a la siguiente lámina y señalando una nueva flecha sobre una foto que llevaba tres—, aquí es otra cosa, ¿entiendes? ¡Sangre de animal!
—¿Sangre de animal?
—Sí, presuntamente de cerdo, pero no lo sabemos aún, lo sabremos pronto.
La muestra de sangre humana había sido tomada desde el centro del baño de sangre. La sangre animal pertenece al área periférica.
Cerró la carpeta, pero permaneció sentada a su lado sin hacer ademán de querer moverse. No hablaron. Hanne percibió un aroma suave y agradable de
after shave
que no reconocía, olía bien. Ninguno de los dos tenía la menor idea de lo que podían significar las dos muestras de sangre.
—Si toda la sangre proviniera de un animal, la historia del gracioso cobraría más fuerza —susurró Hanne, al cabo de un rato, más para sus adentros que para Håkon—. El caso es que ahora no solo procede de un animal…
Miró el reloj y se alarmó.
—Tengo que salir pitando, la cerveza de los viernes con compañeros de promoción. Buen fin de semana.
—Sí, seguro que os sentará de maravilla —musitó, desalentado—. Me toca turno de guardia de sábado a domingo, todo un festín, con este tiempo. Ya no me acuerdo de la sensación que produce el frío.
—¡Venga, feliz turno! —dijo sonriendo al salir por la puerta.
Una cervecita en contadas ocasiones con los viejos colegas de la academia, la fiesta de verano y la cena de Navidad constituían el escaso roce que mantenía con su quinta, en cuanto a su vida social, fuera del horario de oficina. Eran momentos amenos y muy distantes. Aparcó la moto y meditó si dejarla en un área tan abierta, en plena explanada de Vaterland, pero decidió tentar la suerte. Por si acaso, utilizó las dos cadenas para asegurarla mejor. Las enganchó a sendas ruedas y, a su vez, a dos postes metálicos adyacentes y muy oportunos.
Se quitó el casco, se sacudió el pelo, que se había quedado aplastado, y subió las escaleras del sospechoso antro que albergaba la parrilla urbana más recóndita de la ciudad; literalmente debajo de un puente de carretera.
Eran cerca de las cuatro y media y los demás llevaban ya unas cuantas pintas encima, a juzgar por el ruido. La recibieron con aplausos y gritos ensordecedores. Era la única mujer. De hecho, no había más gente en todo el local que los siete policías allí sentados. De entre los aposentos traseros salió una asiática menudita que se abalanzó sobre ellos.
—Una cerveza para mi chica —rugió Billy T., el monstruo que tanto había impresionado esa misma mañana a Finn Håverstad.
—No, no —dijo esquivando la invitación, y se pidió una Munkholm sin alcohol.
Al minuto tenía una Clausthaler encima de la mesa. Estaba claro que a la camarera le importaba poco un tipo de «sin» que otro; aunque a Hanne no le daba igual, no protestó.
—¿Qué te traes últimamente entre manos, muñeca? —preguntó Billy T. arropándola con su brazo.
—Deberías deshacerte de este bigote —le contestó ella, tirando del enorme pelambre rojo, que había dejado crecer en un tiempo récord.
Hundió la cabeza entre los hombros haciéndose el ofendido.
—¡Mi bigote! ¡Mi espléndido bigote! Tenías que haber visto a mis chicos, casi se mueren de miedo cuando me vieron la primera vez. ¡Y ahora quieren uno igual, todos!
Billy T. tenía cuatro hijos. Un viernes de cada dos, por la tarde, daba vueltas por la ciudad con su coche recogiendo en cuatro domicilios distintos a sus cuatro chavales. El domingo por la noche recorría la misma ruta de vuelta, entregando a cuatro chicos agotados y felices a la custodia más protectora de sus respectivas madres.
—Oye, Billy T., tú que lo sabes todo —empezó diciendo Hanne, después de que, ofuscado por el comentario bigotudo, el hombre retirara el brazo de su hombro.
—Ajá, y ¿se puede saber lo que estás buscando ahora? —bromeó.
—No, nada. Pero ¿sabes dónde conseguir sangre? ¿Cantidades ingentes de sangre?
Súbitamente, todos se callaron, salvo uno que estaba en medio de una buena historia y no se había percatado de lo que había dicho la mujer. Cuando se dio cuenta de que los demás se habían callado y de que estaban más intrigados por la pregunta de Hanne que por su chiste, agarró el vaso de cerveza y bebió.
—¿Sangre? ¿Sangre humana? ¿Qué coño te pasa?
—No, sangre animal, de cerdo, por ejemplo, o de cualquier otra cosa, siempre que proceda de un animal y que se encuentre en Noruega, claro está.
—Pero, Hanne, si eso es elemental. ¡En un matadero, claro está!
Como si ella no hubiera llegado ya a esa conclusión.
—Sí, eso ya lo sé —dijo pacientemente—. Pero ¿puede cualquiera entrar en un matadero, como Pedro por su casa, y pedir lo que quiere, así, sin más? ¿Es posible comprar grandes cantidades de sangre en un matadero?
—Recuerdo que mi madre compraba sangre cuando era crío —soltó el más flaco de los policías—. Volvía a casa con la asquerosa sangre en una caja, hacía morcillas y cosas así, también tortitas de sangre.
Hizo una mueca rememorando el recuerdo de infancia.
—Sí, lo sé —dijo Hanne, aguantando con paciencia—. Existen carnicerías que todavía la venden. Pero, no dejaría de ser una circunstancia llamativa que alguien llegara y solicitase diez litros de sangre, ¿no creéis?
—¿Tiene algo que ver con las masacres de los sábados, con respecto a lo que estás trabajando actualmente? —preguntó Billy T., ahora con más interés—. ¿Os han confirmado que es sangre animal?
—Algo por el estilo —informó Hanne, sin entrar en detalles sobre su propia apreciación.
—Pues comprueba en los mataderos de esta ciudad si alguien ha mostrado un interés llamativo por comprar sangre con descuento al por mayor. Es una tarea factible, incluso para vosotros, los vagos de la Sección Once.
Ya no estaban solos en el lúgubre local, dos chicas de veintitantos se habían sentado en el otro extremo del establecimiento. Un detalle que siete hombres en su mejor edad no dejaron pasar. Un par de ellos mostraron incluso cierta fascinación y Hanne sacó la conclusión de que se trataba de los dos del grupo que no tenían novia. Ella misma disparó una mirada fugaz a las chicas y le dio un vuelco el corazón. Eran lesbianas. No lo supo porque presentaran una estampa que respondiera a un patrón característico, pues una de ellas llevaba el pelo largo, y ambas tenían un físico de lo más corriente. Pero Hanne, al igual que todas las demás lesbianas, poseía un radar interno que hace posible descifrar estas cosas en una décima de segundo. Cuando, espontáneamente, las dos chicas se acercaron y se besaron dulcemente, no fue ya la única en saberlo.
Estaba furiosa, tal comportamiento la sacaba de sus casillas, se sentía provocada.
—Bolleras —susurró uno de los policías, el que, en principio, se sintió más atraído por las dos recién llegadas.
Los demás soltaron una ruidosa carcajada, todos menos Billy T. Uno de los chicos, fornido y rubio, alguien que nunca le había gustado a Hanne, solo le aguantaba, esbozó un chiste verde aprovechando la coyuntura. Billy T. lo interrumpió.
—Corta ya —le ordenó—. No nos importa un huevo lo que hagan esas chicas. Además… —un índice de increíbles dimensiones se hundió en el pecho del compañero rubio—, tus chistes no valen una mierda, escuchad este.
Treinta segundos después bramaron todos de risa. Una nueva ronda de pintas aterrizó sobre la mesa, pero para Hanne era ahora solo cuestión de dejar pasar el tiempo suficiente entre el episodio desafortunado del «bolleras» e irse de allí. Media hora debía bastar.
Se levantó, se puso la cazadora de cuero, les lanzó una sonrisa que significaba: «Suerte en vuestra travesía del viernes» y a punto estaba de irse cuando…
—Espera un poco, guapa —flirteó Billy T., y la cogió por el brazo.
—¿Me vas a abrazar?
Se inclinó a regañadientes cuando él detuvo de golpe el movimiento y la miró fijamente, con una gravedad en los ojos que ella nunca había visto en él.
—Te quiero mucho, Hanne, ¿sabes? —dijo en voz baja, y le dio un fuerte abrazo.
L
a naturaleza estaba totalmente desquiciada. El aroma del cerezo aliso se proyectaba a lo largo de todos los caminos y los rosales en los jardines habían culminado ya su floración. Los tulipanes que, normalmente, deberían estar pletóricos, mostraban un aspecto desolador, con los pétalos caídos, a punto de marchitarse. Los insectos zumbaban aturdidos entre tanta diversión. Los alérgicos al polen habían sufrido de lo lindo, e incluso los más fervorosos amantes del verano miraban de reojo al sol, que apenas descansaba unas horas cada noche antes de volver al día siguiente a la carga, a las cinco de la mañana, ardiente y descansado. Algo no cuadraba.
—Está a punto de llegar el cometa —suspiró Hanne, que leía una vez al año los libros de los Humin, de Tove Jansson.
Estaba sentada en la terraza con los pies apoyados en la barandilla leyendo el periódico del sábado. Eran casi las diez y media de la noche, pero hacía demasiado calor para estar metida en casa viendo la tele.
—¡Miedica! —dijo Cecilie, ofreciéndole una copita de Campari con tónica—. Si estuviéramos en el sur de Europa, dirías que esto es una maravilla. Alégrate de que tengamos aquí en el norte, aunque sea por una vez, una temperatura agradable.