Cuando la pequeña iraní no apareció a la hora de la cena en la posada Gudbrandsdalen Gjestgiveri, la señora Brøttum llegó a la conclusión de que habían tomado en serio su denuncia. Canturreando, se permitió el lujo de invitar a sus clientes a un trozo extra de pepino en las rodajas con paté. Se sentía inmensamente complacida.
Por su parte, en una celda de la comisaría de Lillehammer, la mujer iraní esperaba a que comprobaran su identidad. Lo peor era que justo la habían traído en pleno cambio de turno. Los dos que habían apostado sobre su nacionalidad tenían prisa por volver a casa con sus mujeres e hijos, así que pidieron a sus relevos que redactaran un informe, cosa que sus compañeros prometieron sobre su fe y su honor.
Sin embargo, como cabía esperar, lo olvidaron. Así que la mujer se quedó allí, sin que nadie supiera dónde estaba.
C
aían chuzos de punta, por no decir palos y troncos. Era como si todo lo que la naturaleza había retenido durante dos meses tuviera que salir de golpe. El agua chasqueaba contra la tierra seca, que no estaba en condiciones de absorber tal cantidad de líquido de una vez. Aquello provocó que el agua buscara atajos hacia el mar utilizando las calles como cauces de un río. La calle kebergveien se parecía al río Aker en pleno desbordamiento primaveral. El agua corría impetuosamente, y tres agentes de circulación ataviados con impermeables y botas de agua se preguntaban lo que tardaría el agua en llevarse por delante los coches aparcados. Oslo era un auténtico caos.
Incluso los agricultores y granjeros, que durante el largo periodo de sequía, con su habitual pesimismo, habían predicho la peor cosecha de la historia, tal y como hacían cada año, ya fuera porque lloviera demasiado, ya fuera porque no lo hacía lo suficiente, porque había poco sol o demasiado, opinaban que ya estaba bien de tanta agua. La propia cosecha estaba ahora en peligro; aquello se iba pareciendo cada vez más a una catástrofe natural.
Los niños eran los únicos que se lo estaban pasando en grande. Tras tantos días de calor, ni siquiera un diluvio inesperado podía cambiar el hecho de que las temperaturas estivales habían llegado para quedarse durante un buen tiempo. El termómetro seguía marcando dieciocho grados. Los críos chillaban de alegría y salían corriendo bajo la lluvia en bañador, bajo las airadas e infructuosas protestas de sus madres. Era el aguacero más caluroso, más violento y más divertido que nadie podía recordar.
«Son los ángeles, que lloran por Kaldbakken», pensó Hanne, mirando por la ventana.
Era como estar sentado en un coche en el interior de un túnel de lavado. La lluvia azotaba la ventana con tanta fuerza que el contorno de las cosas en el exterior se fue borrando, hasta convertirse en una niebla clara y gris. Apoyó la frente contra el frío cristal y el vaho formó una rosa en el vidrio a la altura de la boca.
La megafonía ordenó a todos que se reunieran en la sala de juntas. Ella miró el reloj, a las ocho comenzaba el acto solemne en memoria del fallecido. Odiaba esas cosas, pero acudió.
El jefe de sección tenía un aspecto más tétrico de lo habitual, lo que, por otro lado, era comprensible. Se había puesto un traje para la ocasión y las perneras estaban mojadas. Aquello le daba el tono triste idóneo para la ocasión. El vapor se hacía notar en la sala, que carecía de ventilación. Nadie estaba seco, todo el mundo tenía calor y la mayoría de la gente se sentía realmente apenada.
No se podía decir de Kaldbakken que fuera un hombre popular, era demasiado introvertido y callado para eso. Malhumorado, dirían algunos. Pero había sido recto y ecuánime en todos estos años. Era más de lo que se podía decir de muchos de los dirigentes que trabajaban en la casa. Así que cuando algunos secaron sus lágrimas durante el discurso conmemorativo del jefe de sección, no fue solo por apariencia.
Hanne no lloró, pero estaba afligida. Habían trabajado bien juntos. Tenían una visión bien distinta sobre casi todo lo que se movía fuera del ámbito laboral, pero, por lo general, se ponían rápidamente de acuerdo en el trabajo. Además, sabían a qué atenerse: más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer. No tenía la menor idea de quién iba a ocupar el puesto de inspector. En el peor de los casos, vendría alguien de otra sección, pero tardarían todavía varios días hasta encontrar un interino. Primero debían enterrarlo; luego ya habría tiempo de que su sustituto entrara a ocupar aquel despacho impregnado de tabaco.
El jefe de sección había concluido. Un silencio aplastante se abatió sobre la audiencia. Algunas sillas chirriaban, pero nadie se levantó. No sabían muy bien si habían llegado al final de la ceremonia o si aquel silencio respondía solo a una pausa.
—Bien,
the show must go on
—dijo el jefe de sección, salvándolos a todos.
La sala se vació en menos de un minuto.
Hanne se había propuesto encontrar a la mujer iraní de la primera planta. Había desaparecido sin dejar el menor rastro, lo cual era preocupante. En el fondo, temía que la mujer yaciera ya unos metros bajo tierra con el cuello seccionado. El tipejo de los sábados podía haber cambiado sus hábitos. En cualquier caso, tenían que localizarla. Se sentía molesta consigo misma por no haberle prestado la atención requerida cuando la vio por primera vez. No le había parecido tan importante en aquel momento, y tenía tanto trabajo encima…
Por otro lado, ya sabían que la mujer del jardín, la que había encontrado aquel niño, había sido violada. Hanne trató de repasar los resultados de los análisis del laboratorio forense. Aún no habían realizado el de ADN (tardaban una eternidad), pero había quedado demostrada la presencia de semen tanto en el recto como en la vagina.
Sin embargo, fuera como fuera, lo primero de todo era encontrar a aquella mujer. Le pidió a Erik que se encargara de las formalidades para elaborar un aviso de búsqueda.
—Para todo el sur de Noruega —ordenó—. No, que sea para todo el país.
Quería dedicar unas cuantas horas a ese asunto. Habían decidido retomar y profundizar en los interrogatorios a todos los vecinos. Por la cuenta que les traía. Cuatro agentes iban a consagrar todo el día a ese caso, y ella misma tenía una montaña de papeles esperándola en el despacho.
Al otro lado de la ventana, la foto de aquel día seguía siendo gris y mojada.
Kristine ignoraba si iba a ser capaz de quitarle la vida a alguien que durmiera. Aunque lo esperaba con cierta expectación, como un acto de redención, habría preferido contar con un arma más eficiente que un cuchillo. Un arma de fuego habría sido lo más indicado. Así podría jugar con él, dominarlo, ponerlo en la misma situación que ella había sufrido. Sería lo mejor, lo más justo. Aquel tipo podría encomendarse a Dios para no morir, y ella se tomaría todo el tiempo del mundo. Quizá lo obligara a desnudarse, a quedarse de pie, completamente indefenso y desnudo, mientras que ella estaría vestida y armada.
Sabía que su padre guardaba un arma en el dormitorio, pero no entendía nada de armas de fuego. Lo que sí sabía era el punto exacto donde debía clavar un cuchillo para que resultara mortal. Pero necesitaba tiempo, debía estar dormido por completo. Las personas suelen dormir profundamente entre las tres y las cuatro de la mañana. Entonces es cuando debía actuar.
Lo mataría cuando estuviera dormido, aunque esa no había sido su primera opción.
La mujer iraní llevaba catorce horas de prisión preventiva en Lillehammer. Había comido, como todos los demás encarcelados. No recibió nada más. No realizó ninguna llamada, ni siquiera hablaba. Así era como debían de ser las cosas.
No pegó ojo en toda la noche. Se oían ruidos y había demasiada luz; además, estaba aterrorizada. Era la tercera vez que visitaba una celda; aquella estaba bastante más limpia que las dos anteriores, en las que ni siquiera le habían dado de comer, pero la incertidumbre y la ansiedad eran idénticas.
Se acurrucó en una esquina del calabozo, encogió las piernas hasta poner las rodillas debajo de la barbilla y permaneció en silencio total durante varias horas.
—Ha desaparecido sin dejar ni rastro, nadie sabe nada de ella. Por lo visto, no ha estado en su casa desde el lunes. Suele ser discreta y silenciosa, así que los vecinos no lo pueden aseverar. Al parecer nunca se oyen ruidos provenientes de ese piso.
Ver a Erik era como observar a un zorro rojo ahogado. Se había formado a su alrededor un pequeño charco que iba creciendo por momentos. Se inclinó hacia delante y sacudió la cabeza con violencia.
—¡Oye, no hace falta que me empapes! —protestó Hanne.
—Tendrías que ver la que está cayendo —dijo él, extasiado—. ¡Es impresionante! ¡Está diluviando, cayendo a raudales, y en algunos sitios el agua llega hasta aquí! —Se golpeó la rodilla con la mano abierta y su rostro se iluminó—. ¡Es prácticamente imposible moverse en coche! ¡El motor se ahoga!
No era necesario que se lo contara. Tenía la impresión de que el agua iba a alcanzar su ventana, en la tercera planta. Hacía más de una hora que los agentes de circulación en kebergveien habían tenido que rendirse; la calle estaba cortada. De hecho, el personal de la jefatura ya no soltaba chistes graciosos y exaltados acerca de la tromba de agua y del prodigioso caudal de agua que caía; habían empezado a preocuparse de verdad. El caos circulatorio ya no era tan solo irritante. Una ambulancia intentó pasar por encima de una charca en plena calle de Thorvald Meyer, y allí se quedó tirada con una avería insalvable al ahogársele el motor. Estaban tan cerca de Urgencias que no pasó nada grave; solo que la paciente se caló hasta los huesos cuando los enfermeros tuvieron que llevarla en camilla, vadeando los doscientos metros hasta conseguir ayuda médica para la anciana, que se había fracturado la cadera. Pero podían suceder cosas peores. No se temían especialmente los incendios, pero asustaba pensar que las infraestructuras de la ciudad estaban al borde del colapso. La red telefónica se colapsó en dos distritos al inundarse una centralita de teléfonos. Un generador estaba a punto de fallar en el hospital de Ullevål.
—¿Qué dicen los meteorólogos de todo esto?
—No lo sé —contestó Erik, asomándose a la ventana para contemplar el espectáculo del exterior—. Pero te puedo decir que no tiene pinta de parar hasta dentro de un buen rato.
El jefe de sección entró justo cuando Erik salía. Había colgado la chaqueta, pero se le veía que no estaba del todo cómodo con su pantalón de vestir, comprado sin duda con algunos kilos menos. Sujetó los tirantes antes de sentarse.
—No lo conseguiremos antes del sábado, ¿verdad?
Lo dijo más por constatar un hecho que por formular una pregunta. Así pues, ella no se molestó en contestar.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó, esta vez para conseguir una respuesta.
—He mandado a cuatro hombres al edificio donde vive Kristine Håverstad. Van a interrogar de nuevo a todos los vecinos, más a fondo.
Se quedó observando con cierto fastidio la mancha húmeda dejada por Erik.
—Ha sido una metedura de pata penosa. Tenía que haber sido más rigurosa la primera vez.
Llevaba razón. Pero el jefe de sección era perfectamente consciente de por qué no lo había sido. Se rascó la mejilla y moqueó.
—¡Cojones! Con estos cambios bruscos de temperatura vamos a acabar todos con catarro. Justo lo que necesitábamos ahora. Una epidemia de gripe.
Suspiró contrariado y se sonó de nuevo la nariz. Hanne seguía reprochándose cómo había actuado la semana anterior, cuando todavía disponían de tiempo, tal vez el suficiente como para evitar el baño de sangre del último sábado.
—Por favor, Hanne —dijo amistosamente y empujó su silla más cerca de ella—. Fue una violación, una espantosa violación, pero, desgraciadamente, un acto bastante frecuente. ¿Qué ibas a hacer, con todo lo que tenemos encima? En caso de que estés en lo cierto y de que tu teoría de que el mismo hombre está detrás de las masacres de los sábados y de esta violación (y creo que lo estás), bueno, entonces ya sabemos algo. Lo desconocíamos hace una semana.
Se detuvo, aspiró en pequeñas y sonoras sacudidas y estornudó con fuerza.
—¿Sabes cuánta gente más necesitaríamos en el grupo si tuviéramos que investigar cada una de las agresiones sexuales de un modo coherente y competente?
Hanne negó con la cabeza.
—Yo tampoco.
Volvió a moquear.
—Pero así es la vida, carecemos de personal suficiente. La violación es un delito complicado y no podemos invertir demasiado tiempo en ello, lamentablemente.
Su queja era sentida y sincera, como bien sabía Hanne. Debían ser flexibles y pragmáticos. Las violaciones eran difíciles de probar. La Policía tiene que demostrar hechos, así son las cosas.
—¿Hacéis algo más, además de hablar con los vecinos?
—Bueno, me estoy apoyando en la medicina forense. No es que sea de gran ayuda, sea lo que sea lo que puedan encontrar. Pero estaría bien tener listas las pruebas en el caso de que encontremos al autor, aunque demos con uno por casualidad. —Una sonrisa agotada acompañó la última frase—. Además seguimos buscando a la mujer iraní. No me gusta nada ese jueguecillo del escondite. No encuentro ningún motivo que justifique su desaparición. O tiene miedo por algo, y me gustaría saber por qué, o teme a alguien. También es posible que se haya unido a sus compatriotas y yazga ahora en el fango, quién sabe dónde.
El jefe de sección golpeó la mesa.
—Bueno, si es que sigue en el país y no está muerta… —para mayor seguridad, volvió a golpear el escritorio de madera— y aparece, tarde o temprano.
—Pues esperemos que sea temprano —dijo Hanne—. Por cierto, ¿sabes algo de este tiempo loco? ¡Empieza a tener tintes siniestros!
—Por lo visto, están hablando de que empezará a despejar al anochecer. Pero dicen en el instituto de meteorología que seguirá lloviendo en abundancia. Solo Dios sabe.
Se levantó muy anquilosado.
—Mantenme informado, andaré por aquí esta tarde.
—Me too
—respondió Hanne.
—Por cierto… —dijo, y se giró de repente al lado de la puerta—, el entierro es el lunes. ¿Irás?
—Sí. Si la Tierra sigue girando el lunes, iré.
Como era de esperar, el mal tiempo aplacó un poco su buen humor. Habían planeado empezar a beber en Aker Brygge para continuar después por el recorrido habitual. Pero lo cierto era que era inevitable. Había motivos razonables para pensar que el muelle de Aker ya no existía.