—Dudo que esta noche saques algo de este tío, en el estado en el que se encuentra —dijo cortante, aunque volvió a sonreír cuando Kristine le dio cincuenta coronas más de lo que marcaba el taxímetro—. Bueno, pues que tengas suerte —murmuró, dibujando una sonrisa forzada.
No fue su intención emborracharlo de esa forma. Tardó casi cinco minutos en arrastrarlo los ocho metros hasta el dormitorio; la dificultad era aún mayor porque tenía que evitar despertar a su padre.
La cama era estrecha, pero no era la primera vez que la compartía con un chico. Terje libraba su propia lucha encarnizada para despertar a lo que podía ser el momento más importante de su vida. Pero cuando Kristine acabó de quitarle la ropa y lo acostó cómodamente en la confortable cama, se esfumaron todas sus esperanzas. Estaba roncando. No pareció afectarle en absoluto cuando ella lo destapó y lo puso boca abajo, de modo que su elegante y velludo trasero quedara bien a la vista para recibir un pinchazo. La jeringuilla estaba preparada de antemano y esperaba debajo de la cama. Puesto que estaba más pedo de lo previsto, apretó el émbolo y vació lentamente algunos milímetros. Noventa eran suficientes. Noventa milímetros de Nozinan. En la Cruz Azul administraban hasta trescientos milímetros para brindar a los borrachos más irascibles unas merecidas horas de sueño cuando llevaban largos periodos de borrachera y rozaban la inconsciencia. Pero Terje estaba lejos de ser un alcohólico, aunque debía de tener en ese momento un buen nivel de etanol en las venas. Estaba tan ido que estuvo dudando si realmente era necesario que durmiera toda la noche. La duda se evaporó al instante. Decidida, le clavó la jeringa en el muslo izquierdo sin que reaccionara lo más mínimo. Inyectó el líquido en el músculo de forma gradual. Cuando el émbolo tocó el fondo del tubo, sacó la aguja con mucho cuidado y presionó con una torunda de algodón el punto del pinchazo durante un buen rato. Luego fue soltando poco a poco. Fue todo un éxito. «Cuando Terje se despierte mañana conmigo a su lado, tendrá una resaca insoportable. No me llevará la contraria cuando le dé las gracias por haber pasado una noche deliciosa.» Un chaval en su mejor edad y con una experiencia más limitada de lo que jamás se atrevería a reconocer, se sorprendería un poco al principio, le daría algunas vueltas en su cabeza y se fabricaría su propia película «ego-estimulante» de lo maravillosa que fue esa noche.
Kristine ya tenía preparada su coartada. La ropa exterior estaba mojada y tiritó al ponérsela de nuevo. Su coche estaba aparcado en la esquina inferior del patio, empapado y humillado, lo suficientemente apartado de la casa como para no despertar a nadie. Casi como revancha por no haberlo dejado en el garaje el día anterior, se negó a arrancar.
¡Demonios! No se ponía en marcha.
Hanne intentaba conciliar el sueño, pero era difícil. Aunque el temporal había remitido, la lluvia fustigaba los cristales del dormitorio y la chimenea aullaba cada vez que pasaba una ráfaga de viento. Además, tenía demasiadas cosas en que pensar.
La situación era desesperada, estaba tan cansada que le era imposible concentrarse. Los informes quedaron encima de la mesa del salón a medio leer, a la vez que era inútil intentar dormir. Cambiaba de postura cada dos minutos con la esperanza de encontrar una posición adecuada que le permitiera relajar los músculos y dejar de darle vueltas a la cabeza. Cecilie se quejaba cada vez que se retorcía.
Finalmente, desistió. En cualquier caso, era mejor que al menos una de ellas lograra dormir. Con cuidado y sin hacer ruido, se levantó de la cama, agarró el albornoz rosa que colgaba de un gancho junto a la puerta y se fue al salón. Se dejó caer en una silla y comenzó a leer los informes desde el principio.
Los tres oficiales fueron bastante escuetos en su redacción, usando un lenguaje pretendidamente preciso y conciso que, con frecuencia, resultaba lo contrario, cosa que la irritaba. Sin embargo, el de prácticas tenía al parecer mayor ambición literaria. Se regodeaba con metáforas y extensas frases y ofrecía todo un abanico de detalles y explicaciones. Hanne sonreía. Estaba claro que el chico sabía escribir; además, las faltas de ortografía brillaban por su ausencia. Pero el estilo no es que fuera muy «policial».
¡Vaya! Este chaval tenía talento. Había descubierto que la familia que vivía encima del piso de la agraviada tenía un convecino en el edificio de enfrente. Uno que se quedaba sentado y quieto al lado de la ventana, como si durmiera. El aspirante, decepcionado porque nadie había sido capaz de aportar algo de valor a la Policía, había decidido cruzar la calle. Allí había visitado a un tipo bastante raro que tenía por costumbre seguir y enterarse de todo lo que acaecía en ese trocito de calle. El hombre, de edad indeterminada, se había portado de un modo hostil, aunque mostrando, a su vez, cierto orgullo por la cantidad de archivos que almacenaba de unas cosas y otras. Además, pudo añadir que un tal Håverstad le había hecho una visita hacía muy poco.
Hanne estaba ahora más despierta. Movió la cabeza en círculo varias veces, con la esperanza de llevar más sangre al cerebro extenuado de sueño y decidió prepararse un café. Ya se podía olvidar esta noche de dormir o de descansar. Acabó de leer el informe y, después de eso, no necesitó ningún café, estaba totalmente espabilada.
Sonó el teléfono, el de Hanne. Dio tres brincos hasta la entrada para llegar a tiempo antes de despertar a Cecilie.
—Wilhelmsen —dijo en voz baja, intentando tirar del cable hasta la salita, lo que provocó que el aparato se estampara contra el suelo—. Hola —intentó de nuevo, casi susurrando.
—Soy Villarsen, de la Central de Operaciones. Acabamos de recibir un aviso de Lillehammer. Han encontrado a la mujer iraní que buscábamos.
—Traedla aquí —dijo ella sin más preámbulos—. Inmediatamente.
—Tienen un traslado para Oslo mañana por la mañana, vendrá en él.
—No. Tiene que venir ahora, sin perder tiempo —insistió—. Requise lo que sea, un helicóptero si es necesario. Cualquier cosa. Estaré en la jefatura dentro de diez minutos.
—¿Dice en serio lo del helicóptero?
—Nunca en mi vida he dicho algo tan en serio. Hable con el fiscal adjunto de mi parte, dígale que es vital hacerlo y ya; de paso, hable también con el jefe de sección. Tengo que hablar con esa mujer.
Por una vez, hubo algo que salió sobre ruedas en la gran casa gris y decaída de la calle Grønland 44. Solo veinte minutos después de finalizar la conversación entre la central de operaciones y la subinspectora Hanne Wilhelmsen, la mujer iraní volaba en un helicóptero desde Lillehammer hasta Oslo. A Hanne le preocupó que el mal tiempo pudiera ser un impedimento para el transporte aéreo, aunque tampoco tenía mucha idea de helicópteros. La poca lluvia que caía ahora no suponía, por lo visto, ningún problema. La factura iba a ser muy dolorosa, teniendo en cuenta el presupuesto sobreexplotado, pero eso era otro cantar, ya tendrían tiempo para discutir sobre el tema.
Había que aprovechar el tiempo de espera. La iraní no iba a llegar hasta dentro de cuarenta y cinco minutos. Mientras tanto iban a probar con el rarillo del edificio vecino, el de las matrículas. Siete números correspondientes al 29 de mayo, facilitados con cierto recelo, aunque también con una nota de orgullo, al aspirante «tan poco elegante». Lo deplorable era que el policía, con toda su inexperiencia, se limitó a recabar la información y no anotó las matrículas. Aunque eran ya más de la una de la mañana, Hanne se vio en la obligación de reclamar a E un esfuerzo extra de servicio público.
Pero fue más fácil decirlo que hacerlo. Se encontraba en la central de operaciones, en la sala situada en el centro del edificio de la jefatura. Se oía un zumbido constante de actividades múltiples. Un sinfín de mensajes por radio entraban como una corriente constante y sin descanso. Provenían de los coches de guardia nocturna que patrullaban por la capital; de Fox y de Bravo, de Delta y de Charlie, dependiendo de quién era y de lo que hacía. Recibían avisos de comandos en su camino de regreso y de agentes uniformados que, de vez en cuando, llamaban internamente a algún fiscal adjunto adormilado para aclarar una detención o un registro que precisaba el derribo de una puerta. Hanne estaba sentada en la segunda fila de sillas colocadas frente al mapa. No tardó en encontrar el piso de Kristine Håverstad en el gigantesco callejero de Oslo que tenía delante. Se quedó mirando fijamente la dirección durante varios minutos. Esperó, agotada, sin fuerzas y con malos presentimientos, las respuestas del coche patrulla que se encargaba de efectuar la visita. Distraída y tensa, acabó partiendo tres lápices, que no tenían la culpa de nada.
—Fox tres-cero llamando a cero-uno.
—Cero-uno a Fox tres-cero. ¿Qué ha pasado?
—No nos deja entrar.
—¿Que no os deja entrar?
—O no está en casa, o no nos deja entrar. Nosotros nos decantamos por lo último. ¿Echamos abajo la puerta?
Todo tenía su límite. Por muy importante que fuera saber lo que Finn Håverstad había obtenido de ese imbécil, no existía la mínima base legal para entrar a la fuerza. Se le pasó por la mente, durante una décima de segundo, dejar todo el follón para después y actuar. Pero no conocía a ningún fiscal adjunto en el mundo que diera su visto bueno a una violación de la ley tan flagrante.
—No —suspiró resignada—. Intentadlo algunas veces más, llamad al timbre sin parar. Cero-uno, corto.
En un momento dado, fue como si el coche cambiara de opinión. Tras haberse opuesto tenazmente a los intentos furibundos de Kristine de ponerlo en marcha, el motor arrancó. Tardó menos de media hora en llegar.
No quería arriesgarse a que la vieran. Dos días antes, había decidido que tenía que hacerlo entre las dos y las tres de la madrugada. Todavía quedaba mucho tiempo. Mientras tanto, era crucial permanecer oculta. Quizá fuera un error salir de casa tan pronto. Por otro lado, estaba tan cerca que, si el coche, en el peor de los casos, volviera a tener otro «ataque de perentoria necesidad de castigarla», seguiría andando lo que le quedara de camino. Corriendo, no podía tardar más de dos o tres minutos hasta llegar al adosado donde vivía el hombre que la había violado.
La lluvia la hacía sentir bien. El agua formaba riachuelos que bajaban por su cuello, por el interior de su chubasquero y por debajo del jersey. En otro momento, tendría incluso una sensación de malestar, pero no ahora. Notaba el frescor, pero no tenía frío. Estaba entumecida, pero sentía un nuevo y desconocido sosiego en el cuerpo, una forma de control total y absoluto. El corazón latía con fuerza y cadencia, pero no demasiado rápido.
Ante ella se levantaba una arboleda, dividida en dos por un sendero ancho. En un claro, más o menos en el centro del pequeño bosque circular, distinguió un banco de madera. Se sentó en él. Encima de ella, el cielo ofrecía ruidos sordos y escupía rayos enfurecidos contra el suelo. El estampido de truenos fue seguido de un aparatoso estruendo a los pocos segundos de iluminarse la vegetación de color azul. Se encontraba peligrosamente cerca. El chaparrón era una bendición porque retenía a los testigos en casa. La tormenta, que debía de situarse ahora justo encima de ella, era peor, porque mantenía a la gente despierta. Pero no se podía hacer nada con el tiempo, para eso no existía ningún remedio. Se sacudió de encima la inquietud que le provocó la caída del rayo y volvió a sentirse animada y lista para llevar a cabo su cometido.
El ruidoso helicóptero se sostenía en el aire a unos quince metros del césped enlodado del estadio de Jordal Amfi. Se movía lenta y pesadamente de un lado a otro, como un péndulo colgado de la capa de nubes bajas y negras con un cable invisible. La bestia se acercaba palmo a palmo hasta el suelo.
Un policía uniformado abrió la puerta y saltó fuera antes de que el aparato se estabilizara. Se quedó encorvado, esperando un instante mientras las hélices traqueteaban amenazadoramente por encima de su cabeza. Enseguida apareció una figura ágil y diminuta, ataviada con un chubasquero rojo. Se detuvo en la puerta del helicóptero, pero el policía, impaciente, la sacó de un tirón. La agarró de la mano y juntos cruzaron el campo corriendo entre potentes ráfagas de viento y el lodo salpicándolos.
Hanne tenía muchísima prisa, pero esperó al piloto. Este salió, pálido y circunspecto.
—Nunca debí de haber aceptado esta misión —dijo.
Hanne se imaginó que el vuelo había sido todo menos agradable.
—Nos alcanzó un rayo —murmuró rendido, desde el asiento de copiloto del coche uniformado, con el motor en marcha.
El policía y la testigo iraní estaban sentados mudos en el asiento trasero. Tampoco es que necesitaran hablar. Exactamente noventa segundos después, entraron por el patio trasero de la calle Grønland 44, donde Hanne se había encargado antes de que el portón estuviera abierto para recibirlos.
El piloto y el hombre uniformado fueron por su lado. La refugiada siguió a Hanne hasta su despacho.
La subinspectora se sintió como una corredora de biathlon acercándose al puesto de tiro. Deseaba esprintar, pero sabía que debía entrar en un estado de calma total. Tuvo una súbita ocurrencia, agarró la mano de la otra mujer y la llevó en volandas por las escaleras como si fuera una niña pequeña. La mano estaba congelada y sin fuerza.
—Tiene que hablar. Tiene que hablar.
Hanne rezó una silenciosa plegaria. Era posible que Finn Håverstad estuviera durmiendo plácidamente en su cama de Volvat. Pero le habían facilitado siete números de matrícula que lo mantendrían ocupado, y hacía dos días de eso, más que suficiente para un hombre como él. La mujer iraní tenía que hablar. Esta se quedó de pie sin hacer intención de quitarse la ropa de lluvia o de sentarse. Hanne le pidió que hiciera ambas cosas, pero nada. Se acercó a ella poco a poco.
Media veinticinco centímetros más que aquella mujer de Irán y le sacaba diez años. Además era noruega y estaba de trabajo hasta arriba. Sin que se le pasara por la cabeza que el gesto pudiera ser interpretado como humillante, acercó su mano a la cara de la otra mujer. Le sujetó la barbilla, no de un modo hostil, ni brusco, sino de una manera decidida. Seguidamente acercó el rostro de la mujer al suyo.
—Escucha —dijo en voz baja, pero con una intensidad que incluso la otra mujer era capaz de entender, a pesar del idioma—. Sé que tienes miedo de alguien y que ese hombre te ha molestado. Dios sabe lo que habrá hecho. Pero puedo garantizarte una cosa: recibirá su castigo.