Bienaventurados los sedientos (23 page)

Read Bienaventurados los sedientos Online

Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaca

BOOK: Bienaventurados los sedientos
7.99Mb size Format: txt, pdf, ePub

—El tiempo está enloquecido, qué pasada —dijo Terje sobreexcitado—. ¡Bañémonos!

La propuesta no mereció siquiera comentario alguno. No obstante, aunque la lluvia había puesto freno a los planes iniciales, no iba un grupo de estudiantes en su apogeo a dejar pasar la ocasión de pegarse una buena juerga.

—Tengo una idea —dijo Kristine, que, a los ojos de sus compañeros, seguía teniendo un aspecto pachucho tras su fuerte gripe—. Tengo un montón de bebidas en casa, actualmente vivo con mi padre. —Sus pensamientos se agolpaban a toda velocidad—. Estuve muy mal, así que era mejor quedarse allí. ¿Qué tal si nos vamos a tu casa, Catherine, yo me paso por la de mi padre y asalto la bodega de vino y el congelador de comida y luego acabamos la fiesta en mi casa? Seguro que a mi padre le parecerá bien.

Era una idea espléndida. Dos horas de lectura intensa en la biblioteca y, a continuación, se citaban en casa de Catherine.

Eran las siete y el temporal había amainado un poco. La ventana del despacho de Hanne ya no era una superficie gris sin contornos. Ahora podía vislumbrar el tejado del aparcamiento donde guardaban los coches oficiales y el tejadillo del concesionario de coches de segunda mano, al otro lado de la calle. La lluvia solo deformaba un poco la imagen, aunque el buen tiempo aún quedaba lejos.

Los oficiales de la Policía entraron uno detrás del otro, empapados en agua, tras la ronda de preguntas con los vecinos. El último en entrar fue el de prácticas, a quien le parecía todo muy excitante. Se sentaron en sendos despachos a redactar sus informes.

—Que no se vaya nadie hasta que todos hayan acabado —decretó, para acallar los murmullos acerca de las horas extras impagadas.

—Jodida arribista —se atrevió a murmurar uno de ellos cuando estuvo fuera del alcance de la voz—. ¿Va a ser la nueva inspectora, o qué?

Escribieron y escribieron. Dos de los agentes habían entregado sus escritos y sus sonrisas esperanzadoras, pero fueron rechazados de inmediato y enviados de vuelta a sus mesas. Al final, un total de veinticuatro folios reposaban sobre el escritorio de Hanne. Entonces los agentes fueron liberados, y salieron corriendo como colegiales el último día antes de las vacaciones de verano.

Seguían sin dar con el paradero de la mujer iraní, lo cual empezaba a preocuparla seriamente. Pero el reloj marcaba ya más de las nueve y estaba muerta de fatiga. «Debería leer estos informes con lupa antes de marcharme, puede que hallara algo.»

—Lo dudo —se dijo a sí misma, tras un momento de reflexión.

Pero se llevó los informes, por si acaso, para leerlos en casa. Antes de marchar, se aseguró de que la central de operaciones la llamaría en cuanto supieran algo acerca de la iraní. O, mejor dicho: en caso de que supieran algo de ella.

Resulta que el tiempo fue el puntazo que necesitó la fiesta. La lluvia descargaba su ira contra la ventana como en una noche de otoño; dentro, hacía calor, estaba seco y tenían bebidas para dar y tomar. Dos de los chicos intentaban freír solomillos congelados.

—Quiero el mío casi crudo —voceó Torill, desde el salón.

—Crudo —murmuró el chico de la sartén—. Que se dé por contenta si se queda más blando que una piedra.

Su padre no mostró ni alegría ni preocupación cuando Kristine llegó a casa e, inesperadamente, le hizo saber que se iba de juerga. No tenía un aspecto muy de fiesta. Pero había dado su consentimiento para que se llevara una de las cajas de vino. Apenas cruzaron las miradas. Cuando salió por la puerta y el joven que la acompañaba acabó de saludar y corrió detrás de ella, sintió cierto alivio por no tenerla en casa. Con un poco de suerte, estaría fuera toda la noche, a tenor de la cantidad de tinto que se llevaban con ellos.

Él tenía otras cosas que hacer; otras cosas en las que pensar.

Kristine escupía en la copa. Era extremadamente complicado, pues Terje la vigilaba como un halcón. En cuanto tomaba un par de tragos, allí estaba él para llenarle la copa. Al cabo de un rato, se cambió de sitio y se situó al lado de una majestuosa palmera de yuca. Como era de esperar, Terje siguió sus pasos. No importaba nada, al contrario.

La fiesta se desarrolló tal y como lo suelen hacer las juergas estudiantiles. Bebieron y berrearon, y comieron solomillos tostados por fuera y congelados por dentro. Comieron patatas al horno y elaboraron grogs de vino tinto, bien entrada la noche. Temblaban de solo pensar en los exámenes y esperaban con ilusión el verano. Elaboraron planes a corto plazo para realizar un viaje en el Interraíl, y planes a largo plazo sobre doctorados y cirugía cerebral.

Cuando el reloj de la iglesia, apenas visible al otro lado de la calle, repicó doce campanadas, estaban todos muy bebidos. Salvo Kristine. Había logrado la difícil hazaña de ingerir menos de una copa de vino en toda la noche. En cambio, las hojas de la yuca empezaban a marchitarse.

Habían pasado exactamente dieciséis horas desde que la mujer iraní había sido detenida por los dos agentes de Lillehammer, tras una apuesta, y todavía nadie había hablado con ella. No había protestado lo más mínimo por el trato recibido y seguía presa del pánico y del sueño, sentada en el fondo de la celda, con las rodillas encogidas bajo la barbilla. La comida permanecía intacta sobre una bandeja al otro lado de la celda. Estaba convencida de que iba a morir, así que cerró los ojos y dio las gracias a Alá por cada minuto que pasaba sin que nadie viniera a buscarla.

Esa noche, el jefe de guardia era un hombre originario de Gausdal. Tenía treinta y dos años, con un futuro prometedor, tanto en la Policía como en la Fiscalía del Estado. Estudiaba Derecho en su tiempo libre y conseguía mantener cierta progresión en los estudios a pesar de trabajar a tiempo completo y tener una mujer, dos hijos y un chalé en construcción. Un hombre como él no se dormía en el trabajo, aunque la idea era tentadora. Bostezó. Aquel tiempo desquiciado les había dado una cantidad de tareas extra que, en realidad, no eran de su competencia. Pero cuando todos los demás fallan, la población llama a la Policía. Había dirigido sus tropas en multitudes de faenas, desde sótanos inundados hasta rescates para sacar a gente que se quedaba atrapada en sus coches con agua hasta las cerraduras de las puertas. La lluvia había aflojado mucho durante las últimas horas y la ciudad podía por fin encontrar paz y tranquilidad. Pero él no se iba a dormir.

El uniforme empezaba a quedarle un poco estrecho. Su mujer lo llamaba «la prueba de bienestar», y seguro que acertaba. Vivía condenadamente bien. Un trabajo que le gustaba, una familia estupenda, solvencia económica y suegros encantadores. Un chico de Gausdal no podía pedir más. Sonrió y se fue a echar un vistazo a los calabozos.

—¿Otra vez por aquí, Reidar? —dijo, saludando a un viejo conocido desdentado y con un índice de alcoholemia muy por encima de lo tolerable para una persona normal.

El preso se levantó inestable y se tambaleó, alegre de volver a verlo.

—¡Anda! ¿Eres tú, Frogner? ¿De verdad, eres tú? —dijo, y se desplomó.

Frogner se rió.

—Creo que deberías acostarte, Reidar. Estarás mejor mañana, ¡ya verás!

Conocía a casi todo el mundo, pero no todos se dejaban despertar. Tuvo que entrar en algunas de las celdas, sacudirlos y obligarlos a abrir un ojo para comprobar que seguían con vida. Y lo hacían. Cuando llegó a la celda situada al fondo, se quedó atónito.

Vio a una mujer hecha un ovillo, sentada en la esquina más apartada de la celda. No dormía, de eso estaba seguro, aunque tenía los ojos cerrados con fuerza. Desde los barrotes de la puerta pudo distinguir que sus párpados temblaban.

Quitó el cerrojo con cuidado y abrió la pesada puerta metálica. Ella apenas reaccionó, solo cerró los ojos con más fuerza si cabe.

Knut Frogner se había criado en una granja y había visto animales pasar miedo. Además tenía dos hijos y un sano sentido común de campesino. Se quedó quieto en la puerta.

—Hola —dijo en voz baja.

Ninguna reacción.

Se puso en cuclillas para no parecer tan grande.

—No pasa nada.

Con mucho recelo, la mujer abrió los ojos. Eran de color azul oscuro.

—¿Quién eres?

A lo mejor no hablaba noruego, había algo «de fuera» en esa mujer, un aire foráneo a pesar de los ojos.

—Who are you
? —reiteró, con su inglés de colegio de Gausdal.

No iba a ser fácil. La mujer no contestaba a nada y había vuelto a cerrar los ojos. Se fue acercando a ella con pasos cortos y lentos; de nuevo se puso en cuclillas. Puso una mano sobre su rodilla y ella se estremeció, pero, al menos, abrió los ojos.

—¿Quién eres? —volvió a preguntarle.

No había visto ningún informe sobre el arresto de una persona extranjera en el montón que acababa de repasar. De hecho, no existía ningún informe acerca de la detención de mujer alguna. Una sensación aguda de incomodidad empezó a invadirlo. ¿Cuánto tiempo llevaba esa mujer allí dentro?

Estaba claro que sería imposible hablar con ella dentro de la celda. Con cuidado pero con firmeza, la levantó hasta dejarla de pie. A todas luces, llevaba sentada en la misma posición bastante tiempo, porque el dolor se reflejó en su rostro cuando, con movimientos rígidos, se dejó poner en pie. No olía a alcohol, por tanto, no se trataba de un arresto por embriaguez. Por la vestimenta tenía aspecto de venir de muy lejos.

La sujetó de la mano y salieron lentamente de la zona de calabozos. Al llegar a la salita de guardia del Grupo de Seguridad Ciudadana, echó a los tres agentes adormecidos y apagó el vídeo que estaban viendo. Acto seguido sentó a la mujer en el incómodo sofá.

—Tengo que saber cómo te llamas —dijo, intentando ser lo más agradable posible, a pesar de llevar un uniforme como el suyo.

Ella murmuró un nombre. Su voz era débil y él no tenía la menor posibilidad de entender lo que decía.

—¿Cómo? —dijo, ladeando la cabeza y poniendo la mano detrás de la oreja. Eso debía de resultar lo suficientemente internacional.

Ella repitió el nombre, esta vez con más nitidez. De poco sirvió, no entendió nada. Miró con ansiedad a su alrededor en busca de algo sobre lo cual escribir. Un trozo de papel de envolver el bocata asomaba en un extremo de la mesa, con restos de pan con queso. Tiró del papel y no vio que el pedazo de pan cayó al suelo. Se tocó el bolsillo del pecho y encontró un bolígrafo. Se lo tendió a la mujer. Lenta y vacilante, ella agarró el bolígrafo y escribió sobre el papel de cocina su nombre, o al menos algo que se asemejaba a un nombre.

—¿Hablas algo de noruego?

Se atrevió a asentir con la cabeza.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí dentro?

—No sé.

Eran las primeras palabras que pronunciaba en las últimas treinta y seis horas. El policía profirió juramentos por lo bajo y, a continuación, se dispuso a remover cielos y tierra para averiguar quién era esa mujer.

Finn no tenía prisa.

Al principio, pensó que el temporal era un obstáculo inesperado, pero ahora se había convertido en una bendición. Todo el mundo se quedaba en casa, también el violador. Llegó sobre las once y vio luz y movimientos en el adosado de Bærum. Al detectarlo, sintió una mezcla de intenso alivio y de angustia confusa. Había albergado, en el fondo de su alma, la esperanza de que el hombre estuviera fuera, de viaje o que tuviera visita, invitados que iban a pernoctar. Así habría tenido que posponer aquello. Al menos durante un tiempo.

Pero por encima de todo estaba la sensación de alivio.

Seguía lloviendo sin descanso, aunque ya no diluviaba, como antes. Era tentador quedarse sentado en el coche, pero temía ser descubierto. Además, los últimos días le habían enseñado que era todo menos una buena idea dejar su propio coche cerca del lugar de los hechos. Seguía con la idea de no intentar librarse de las consecuencias de su delito, pero necesitaba tiempo. Tiempo para serenarse, algunas horas, un día o dos. A lo mejor hasta una semana. Era pronto para saberlo, pero quería tener la posibilidad de poder elegir.

Por eso le bastó con esperar unos minutos con el motor encendido, lo suficiente para asegurarse de que el violador estaba en casa. Luego llevó el coche al final de la calle, tras pasar por encima de dos badenes y doblar la esquina. Una edificación en terrazas de cuatro plantas y de más de cien metros de largo ocupaba el lado izquierdo de la calle. En una explanada de estacionamiento estaban aparcados los coches de las mujeres, los que no cabían en el aparcamiento subterráneo. Dejó el BMW allí, entre un viejo Honda y un flamante Opel Corsa al que parecía gustarle un poco de compañía.

La Glock estaba en su sitio. La metió en el bolsillo del pantalón, más bien porque no tenía otro sitio donde guardarla que porque fuera oportuno hacerlo. Era molesto, pero al menos estaba seco.

Volvió andando los doscientos metros. Se detuvo al principio de la calle que conducía hasta la casa del delincuente y pasaba por delante de ella. Más arriba de los adosados, vio algo que parecía un parque, con algunos juegos para niños y bancos. No era visible desde la acera de las casas, ya que la urbanización constaba de diez adosados colindantes y no dejaba ver lo que había detrás. Desde la pared de los adosados y cruzando el parque, podía haber unos veinte o treinta metros hasta la falda de un cerro que se levantaba abruptamente. En su cima divisó una granja que, por la altura y la oscuridad, adquiría un aspecto lúgubre, probablemente también en los días de buen tiempo. Durante un instante, meditó si modificar los planes e intentar entrar desde ese lado. Estaba mucho más protegido, tanto con relación a la carretera como a las viviendas situadas al otro lado de la carretera. Por otro lado, y desde la carretera, un desconocido llamaría, sin duda, menos la atención, o nada.

Iba a atenerse al plan original. Desplegó la capucha del chubasquero e intentó caminar lo más naturalmente posible hasta la casa número cinco de la fila. Una vez allí, se detuvo un momento. Eran ahora las doce y media y no había nadie a la vista. Casi todas las luces detrás de las ventanas estaban apagadas. Se escondió detrás de unos matorrales donde confluían tres setos, a tan solo ocho metros de la casa del violador.

Allí se quedó, sentado y a la espera.

No hizo falta convencer al bueno de Terje. Lo habría propuesto él mismo si ella no se le hubiera adelantado. Maravillado y borracho como una cuba, entró a trompicones en el taxi que Kristine, tras cuarenta minutos de insoportable espera colgada del teléfono, había conseguido. Se iba con ella a su casa, en plena noche, lo que solo podía significar una cosa, y la expectación lo mantuvo despierto casi todo el camino, pero solo casi. Cuando el coche entró en el patio de la casa de la niñez de Kristine, en Volvat, le costó Dios y ayuda despertarlo. Al final, el taxista tuvo que arrimar el hombro para ponerlo en pie y tirar de él hasta el vestíbulo de la casa. El conductor estuvo de un humor de perros por tener que salir del coche con la que estaba cayendo y sobre todo porque el patio era un gigantesco barrizal. Profirió juramentos entre dientes y volcó al chaval en el suelo de la entrada.

Other books

Wabanaki Blues by Melissa Tantaquidgeon Zobel
On the Line by Serena Williams
The Washington Club by Peter Corris
The Army Doctor's Christmas Baby by Helen Scott Taylor
Wood's Reach by Steven Becker
Ten Tiny Breaths by K.A. Tucker
Pirates and Prejudice by Louise, Kara