—Quizá si Katsa le anuncia alguna vez que quiere hacer un experimento, sí —respondió con una sonrisa—. Lo que quería decir es que me gustaría tener a alguien con quien hablar sin mentirle nunca. A partir de ahora, usted es esa persona. Ni siquiera me andaré con ambigüedades. O le diré la verdad o no diré nada en absoluto.
—Mmmm… —Giddon se rascó la cabeza—. Tendré que discurrir un montón de preguntas indiscretas.
—Cuidado, no vaya a tentar demasiado la suerte. Ni siquiera le habría propuesto esto si usted tuviese la costumbre de hacerme preguntas indiscretas. También influye que no sea mi consejero, mi primo o mi servidor; ni siquiera es monmardo, así que no tiene la supuesta obligación moral de interferir en mis asuntos. Tampoco creo que vaya a ir corriendo a contarle a Po todo lo que yo le diga.
—O siquiera que se me pase por la cabeza contarle nada.
Giddon habló con un aire tan despreocupado que a Bitterblue se le puso el pelo de punta.
Por lo que más quieras, Po. Dile lo que ya sabe
, transmitió a su primo, temblorosa.
—Por si le interesa, majestad —continuó Giddon con serenidad—, entiendo que su confianza es un regalo, no algo de lo que yo me haya hecho merecedor. Prometo guardar fielmente, en secreto, todo lo que decida contarme.
—Gracias, Giddon —respondió, aturullada.
Se quedó sentada allí, jugueteando con las lazadas que ataban
El beso en las tradiciones de Monmar
, a pesar de saber que tendría que marcharse, que Runnemood estaría preocupado y que Thiel se encontraría trabajando de firme para sacar el trabajo que ella había dejado sin hacer.
—Giddon.
—¿Sí, majestad?
«Fiarse es una estupidez —se dijo para sus adentros—. ¿Cuál es la verdadera razón de que haya decidido confiar en él? Desde luego, su trabajo en el Consejo lo acredita, así como su elección de amigos. Pero ¿no será también por el timbre de su voz? Me gusta oírle hablar. Me da confianza la intensidad con que dice: “Sí, majestad”.»
Emitió un sonido que en parte era resoplido y en parte suspiro. Luego, antes de poder hacerle la pregunta, Runnemood salió al patio desde el gran vestíbulo con pasos airados, la vio y cruzó hacia ella.
—Majestad —dijo con sequedad, parándose tan cerca que Bitterblue tuvo que echar la cabeza hacia atrás para mirarlo—. Ha pasado fuera del despacho un alto porcentaje del horario de trabajo.
El consejero se mostraba muy seguro de sí mismo; se atusó con los dedos enjoyados el oscuro cabello. No parecía que le estuviera clareando el pelo.
—¿De veras? —preguntó Bitterblue con reserva.
—Me temo que soy menos indulgente que Thiel —continuó Runnemood al tiempo que esbozaba una sonrisa—. Tanto Darby como Rood se encuentran indispuestos hoy, y al regresar de la ciudad la encuentro charlando con amigos y entreteniéndose con viejos manuscritos polvorientos mientras toma el sol. Thiel y yo estamos desbordados con el trabajo que ha desatendido su majestad. ¿Capta lo que digo?
Pasándole el paquete de
El beso en las tradiciones de Monmar
a Giddon, Bitterblue se puso de pie de forma que Runnemood tuvo que retirarse hacia atrás de un brinco para no chocar con ella. Bitterblue no solo captaba sus palabras, sino el tono de superioridad que utilizaba, que la ofendía. Tampoco le gustaba la forma en que posaba la vista en los libros que sostenía Giddon, no como si no creyera que fueran unos simples manuscritos polvorientos e inofensivos, sino más bien como si tratara de evaluar cada uno de ellos y le desagradara lo que veía.
Deseaba decirle que hasta un perro amaestrado sería capaz de llevar a cabo el trabajo que ella había dejado de hacer. Deseaba decirle que sabía, de algún modo que no podía explicar ni justificar, que el tiempo que pasaba fuera del despacho era tan importante para el reino como el trabajo que hacía en la torre con fueros, órdenes y leyes. Pero el instinto le susurró que ocultara esas ideas al consejero. Que protegiera esos libros que Giddon sostenía contra el pecho.
—Runnemood —dijo en cambio—, por lo que he oído, se te supone un experto en manipular a la gente. Pon más empeño en lograr ser de mi agrado, ¿de acuerdo? Soy la reina. Tu vida será más grata si me caes bien.
Tuvo la satisfacción de ver sorprendido al consejero. Runnemood enarcó las cejas al máximo y la boca formó una pequeña «o». Resultaba satisfactorio verlo con esa expresión estúpida, verlo hacer un esfuerzo para recobrar su altivo aire de menosprecio. Por fin, el hombre se limitó a entrar en el castillo caminando a zancadas furiosas.
Bitterblue se sentó otra vez al lado de Giddon, al que no le estaba resultando nada fácil disimular una expresión divertida.
—Estaba a punto de hacerle una pregunta sobre un tema desagradable cuando ha aparecido —reanudó ella la conversación.
—Majestad, estoy a vuestra entera disposición —respondió Giddon, aún sin conseguir borrar del todo el gesto de regocijo.
—¿Se le ocurre alguna razón por la que Leck hubiera elegido a cuatro sanadores para ser sus consejeros?
El noble se quedó pensativo unos instantes.
—Bueno, sí —dijo después.
—Adelante —instó Bitterblue, abatida—. No hay nada que no haya imaginado ya.
—Bien, pues, es bien sabido el comportamiento de Leck con sus animales. Les hacía cortes, dejaba que se curaran, volvía a cortarlos… ¿Y si también le gustaba herir a la gente y después dejar que se curara? Si actuar así era parte de su manera de gobernar, por macabra que pueda sonar tal cosa, para él habría sido lógico tener sanadores a su lado todo el tiempo.
—Me han mentido, ¿sabe? —susurró ella—. Me han dicho que ignoraban las cosas que hacía en secreto, pero, si curaban a sus víctimas, entonces es evidente que sabían lo que hacía.
Giddon se quedó callado unos instantes y después añadió de forma sosegada:
—Algunas cosas son demasiado dolorosas para hablar de ellas, majestad.
—Lo sé, Giddon; lo sé. Preguntar sería una crueldad imperdonable. Sin embargo, ¿cómo voy a ayudar a nadie si no estoy enterada de lo que ocurrió entonces? Necesito saber la verdad, ¿no se da cuenta?
E
ra de noche. Y fue Zaf el que apareció corriendo y casi chocó con ella en el callejón; Zaf el que, jadeante, la asió y la llevó en volandas —a través de una especie de portal roto— a un cuarto de olor fétido y la empujó contra una pared; Zaf el que, durante todo ese episodio, no dejó de susurrar con fiereza: «Chispas, soy yo, soy yo, por favor, no me hagas daño, soy yo…»; pero a pesar de todo, ella sacó los cuchillos y también le asestó una patada en la entrepierna antes de ser plenamente consciente de lo que ocurría.
—Aaaaag, uuuuf —gruñó él, más o menos, doblado por la cintura, pero sin dejar de mantenerla pegada contra la pared.
—¿Pero qué haces, por los cielos benditos? —siseó Bitterblue mientras se debatía para soltarse de su presa.
—Si nos encuentran nos matarán, así que cierra la boca.
Bitterblue estaba temblando, no solo por el susto y el desconcierto, sino por el miedo de lo que podría haberle hecho en esos primeros segundos si le hubiera dejado un resquicio para arremeter con un cuchillo. Entonces sonaron pisadas fuera, en el callejón, y olvidó todas esas ideas.
Las pisadas pasaron por delante del portal roto, siguieron, aflojaron el ritmo. Se detuvieron. Cuando dieron media vuelta, deslizándose con sigilo hacia el edificio en el que se escondían, Zaf masculló un juramento en su oreja.
—Conozco un sitio —dijo tirando de ella a través del oscuro cuarto. En el mismo momento en que un resoplido bajo, profundo, le dio un susto de muerte, Zaf le susurró—: Trepa.
Perpleja, avanzó a tientas y descubrió una escalera de mano. El olor de aquel sitio cobró sentido para ella de repente. Era algún tipo de cuadra; esa respiración profunda había sido una vaca, y Zaf quería que trepara.
—Sube —repitió al notar que ella vacilaba, y la empujó—. ¡Venga!
Bitterblue alargó las manos hacia arriba, se agarró a una barra de hierro y se aupó.
«No pienses —se instó—. No sientas. Solo trepa».
No veía hacia dónde iba ni cuántos travesaños quedaban por subir. Tampoco veía a qué altura habían subido ya, e imaginaba que debajo de ella solo había un vacío.
Pisándole los talones, Zaf subió por detrás de forma que lo sintió a su alrededor.
—No te gustan las escaleras de mano —le susurró él al oído.
—Si está oscuro —respondió, humillada—. Si es de…
—Vale, date prisa —la interrumpió él mientras la izaba y le daba media vuelta, de forma que la cargó como si fuese una niña, frente a frente.
Lo rodeó con los brazos y las piernas como si Zaf fuese el pilar de la tierra, porque no parecía haber otra alternativa. Él subió deprisa por la escalera. Solo cuando Zaf la soltó en una especie de piso sólido Bitterblue fue capaz de pensar en el denigrante trance. Y entonces ya no hubo tiempo para eso, porque Zaf tiraba de ella a través de lo que identificó de repente como un tejado. La empujó hacia el tejado de otro edificio más alto y, tirando de ella, corriendo, se encontraron apretujados en una minúscula y resbaladiza vertiente; rodaron por encima del caballete, bajaron por el lado opuesto y después descendieron por otro tejado, tras lo cual subieron por otro y otro más.
Tiró de nuevo de ella hacia arriba, por la vertiente del sexto o séptimo tejado, hasta un muro lindante y se agazapó contra la pared. Bitterblue se dejó caer a su lado, pegada a la maravillosa y sólida pared, temblando.
—Te odio —dijo—. Te odio.
—Lo sé. Y lo siento.
—Voy a matarte —le amenazó—. Voy a…
Iba a vomitar. Se volvió de espaldas, ladeada de rodillas en la vertiente, las manos aferradas a la resbaladiza chapa e intentando contener las arcadas. Transcurrió un minuto, durante el cual logró su propósito de no vomitar.
—¿Cómo vamos a bajar de aquí? —preguntó con desconsuelo.
—Estamos en la imprenta —contestó Zaf—. Pasaremos a través de esa ventana al dormitorio de Bran y Tilda. Se acabaron las escaleras de mano, lo prometo. ¿De acuerdo?
La imprenta. Haciendo una profunda inhalación, le pareció que la chapa ya no parecía tan empeñada en hacerla rodar vertiente abajo. Moviéndose con cuidado para no apartar la espalda de la pared, se sentó y colocó bien el manuscrito de
El beso en las tradiciones de Monmar
que llevaba guardado en una bolsa colgada al pecho. Entonces miró hacia Zafiro. Estaba tendido de espaldas, una silueta oscura con las piernas dobladas que miraba el firmamento. Bitterblue captó un fugaz destello en una de las orejas de él.
—Lo siento —se disculpó en voz baja—. No soy racional cuando se trata de las alturas.
Zaf giró la cabeza hacia ella.
—No te preocupes, Chispas. Dime si te puedo ayudar en algo. ¿Con las matemáticas, por ejemplo? —sugirió con guasa, animado; buscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó un objeto dorado que Bitterblue reconoció.
—Toma —dijo él mientras le echaba el pesado reloj al regazo—. Dime qué hora es.
—Creía que tenías que devolver esto a la familia del relojero —comentó Bitterblue.
—Ah, sí, es lo que iba a hacer —contestó abochornado—. Y lo haré, no lo dudes. Lo que pasa es que estoy muy encariñado con este.
—Encariñado —repitió Bitterblue con sorna. Abrió el reloj y vio que marcaba las catorce treinta; durante un instante, se imaginó sentada en un cuarto vacío, con los números, y después informó a Zaf de que enseguida serían las doce y veinticinco.
—Parece que toda la ciudad se ha puesto en movimiento pronto esta noche —comentó Zaf con sequedad.
—Deduzco que no nos han oído, ¿verdad? No estaríamos aquí sentados y mirando las estrellas si aún nos persiguieran, ¿no?
—Espanté a unas cuantas gallinas y las dispersé antes de subir esa escalera de mano —contestó Zaf—. ¿No oíste el alboroto que organizaron?
—Estaba distraída con la convicción de que iba a morir.
Sus palabras tuvieron como respuesta una sonrisa.
—En fin, ocultaron el ruido que hacíamos nosotros, y los perros también estaban despiertos cuando llegamos al tejado, cosa que contaba que ocurriera. Nadie pasaría entre los perros.
—Conoces esa cuadra.
—Es de un amigo. Me dirigía hacia allí cuando apareciste.
—Faltó poco para que te clavara un cuchillo.
—Sí, me he dado cuenta. Debería haberte dejado en aquel callejón. Los habrías ahuyentado tú solita.
—¿Quiénes eran? Esta vez no se trataba de una pandilla de fanfarrones en busca de pelea, ¿verdad, Zaf? Eran los mismos que intentaron matar a Teddy.
—Hablemos mejor de lo que llevas en la bolsa —cambió de tema Zaf, que cruzó una pierna poniendo el tobillo encima de la otra rodilla y bostezó sin quitar la vista de las estrellas—. ¿Me has traído un regalo?
—Pues, de hecho, sí —contestó Bitterblue—. Es una prueba de que, si tú me ayudas, yo puedo ayudarte a ti.
—¿En serio? Venga, pásamelo.
—Si crees que voy a moverme de aquí, estás loco.
Él se puso de pie en la irregular plancha del tejado con tal rapidez, con tanta facilidad, que Bitterblue cerró los ojos para no marearse. Cuando volvió a abrirlos, Zaf se había acomodado a su lado, con la espalda apoyada en la pared, igual que ella.
—A lo mejor tu gracia es no tener miedo —comentó.
—Hay muchas cosas que me atemorizan —repuso Zaf—. Pero las hago de todas formas. Déjame ver lo que tienes ahí.
Bitterblue sacó de la bolsa el manuscrito de
El beso en las tradiciones de Monmar
y se lo puso en las manos. Él lo miró y parpadeó desconcertado.
—¿Papeles sujetos con una tira de cuero?
—Es una reproducción para que hagas montones de copias —respondió—. Un facsímil manuscrito del libro titulado
El beso en las tradiciones de Monmar
.
Con una exclamación de sorpresa, Zaf se lo acercó a la cara para examinar la etiqueta en la oscuridad.
—Lo ha escrito el mismísimo bibliotecario de la reina —continuó Bitterblue—. Tiene la gracia de leer deprisa y de recordar cada libro, cada frase y cada palabra, incluso cada letra, que ha leído en su vida. ¿Sabías lo de su gracia?
—He oído hablar de Deceso —dijo Zaf tirando del cordón de piel para soltar las lazadas. Dejó a un lado las cubiertas de cuero y empezó a pasar páginas observándolas con intensidad, con los ojos entrecerrados—. ¿Me dices la verdad? ¿Esto es lo que afirmas que es, y Deceso está reescribiendo los libros que el rey Leck hizo desaparecer?