—Si crees de verdad que voy a aceptar una oferta tan poco clara como esa sin pensarlo, me sentiré insultado.
—Te lo demostraré —dijo Bitterblue sin tener la menor idea de qué quería decir con eso, pero desesperadamente segura de que algo se le ocurriría—. Te demostraré que puedo ayudarte. Ya lo he hecho antes, ¿verdad?
—No creo que trabajes sola —insistió Zaf—, pero que me aspen si tengo la menor sospecha de para quién trabajas. ¿Tu madre es parte de esto? ¿Sabe que sales por las noches?
Bitterblue pensó cómo responder a esa pregunta. Por fin, habló con un timbre desesperado:
—Si lo supiera, no sé qué pensaría sobre lo que hago.
Zafiro la observó un momento y los ojos púrpura se tornaron dulces y claros. A su vez, Bitterblue lo observó a él, pero enseguida apartó la vista, deseando no ser tan consciente a veces de ciertas personas, personas que parecían más vivificantes, más alentadoras, más estimulantes que otras.
—¿Crees que si traes pruebas de que podemos confiar en ti, los dos, tú y yo, empezaremos a sostener conversaciones sin recurrir a evasivas? —preguntó Zaf.
Bitterblue sonrió.
Cogiendo otro puñado de comida, Zaf se puso de pie y señaló con la cabeza hacia la puerta.
—Te acompañaré a casa.
—No hace falta.
—Piensa en ello como pago por las medicinas, Chispas —contestó él, que se impulsó en los talones, como meciéndose—. Te llevaré sana y salva con tu madre.
Su energía, sus palabras le traían a la mente con demasiada frecuencia cosas que deseaba pero que no podía tener. Se quedó sin objeciones que hacer.
Fue un gran alivio dejar atrás los relatos de Leck y empezar con las memorias de Grella, el explorador monmardo de antaño. El volumen que estaba leyendo se titulaba
El horrendo viaje de Grella al nacimiento del río XXXXXXX
, y el nombre del río —obviamente el Val, por el contexto— estaba tachado cada vez que aparecía. Qué extraño.
Un día, a mediados de septiembre, entró en la biblioteca y encontró a Deceso escribiendo en su mesa, con el gato pegado al codo; el animal la miró con cara de pocos amigos. Cuando se paró delante de los dos, Deceso empujó algo hacia ella sin levantar la vista.
—¿Es el siguiente libro? —preguntó Bitterblue.
—¿Qué otra cosa podía ser, majestad?
La razón de haberlo preguntado era que el volumen no parecía ser un libro, sino un montón de papeles atados con una tosca tira de cuero. Entonces leyó la etiqueta metida debajo de la tira de cuero atada:
El libro de códigos
.
—¡Oh! —exclamó Bitterblue, con el vello erizado de pronto—. Recuerdo ese libro. ¿De verdad me lo dio mi padre?
—No, majestad. Pensé que le gustaría leer un volumen que su madre eligió para usted.
—¡Sí! —Bitterblue desató la lazada—. Me acuerdo de haberlo leído con mi madre. «Nos mantendrá la mente despierta», decía. Pero… —Desconcertada, hojeó las páginas sueltas, escritas a mano—. Este no es el libro que leíamos las dos. Aquel tenía la tapa oscura y estaba mecanografiado. ¿Qué es esto? No conozco la letra.
—Es la mía, majestad —contestó Deceso, de nuevo sin levantar la vista de su trabajo.
—¿Por qué? ¿Eres el autor?
—No.
—Entonces, ¿por qué…?
—He estado escribiendo a mano los libros que el rey Leck quemó, majestad.
Bitterblue sintió constreñida la garganta.
—¿Leck quemaba libros? —preguntó.
—Sí, majestad.
—¿De esta biblioteca?
—Sí. Y de otras, majestad, así como de colecciones privadas. Una vez que decidía destruir un libro, buscaba todas las copias.
—¿Qué libros?
—De diversas clases. Libros de historia, de filosofía, de la monarquía, de medicina…
—¿Quemaba libros de medicina?
—Unos cuantos selectos, majestad. Y libros sobre las tradiciones monmardas…
—Como, por ejemplo, enterrar a los muertos en lugar de incinerarlos.
Deceso se las ingenió para combinar el asentimiento de cabeza con un gesto ceñudo, manteniendo así, en consonancia, el nivel adecuado de su talante antipático.
—Sí, majestad —afirmó después en voz alta.
—Y libros de códigos que leía con mi madre.
—Eso parece, majestad.
—¿Cuántos libros?
—¿Cuántos libros qué, majestad?
—¡Cuántos libros destruyó!
—Cuatro mil treinta y un títulos, majestad —respondió Deceso, sucinto—. Varios miles de volúmenes entre originales y copias.
—Cielos —musitó Bitterblue, sin aliento—. ¿Y cuántos has conseguido reescribir?
—Doscientos cuarenta y cinco títulos durante los últimos ocho años, majestad —respondió el bibliotecario.
¿Doscientos cuarenta y cinco de cuatro mil treinta y uno? Hizo un cálculo: solo algo más del seis por ciento; unos treinta libros al año. Significaba que Deceso tardaba dos semanas en escribir a mano un libro entero y un poco de otro. Una grandísima hazaña, pero era absurdo; necesitaba ayuda. Necesitaba una hilera de tipógrafos en nueve o diez imprentas. Tenía que dictar diez libros diferentes a la vez, suministrando una página de un tirón a cada cajista. ¿O mejor una frase? ¿Con qué rapidez podía un cajista colocar un tipo en el cajetín? ¿Con qué rapidez podía alguien como Bren o Tilda imprimir múltiples copias y cambiar a la siguiente página? Y… Oh, esto era terrible. ¿Y si Deceso caía enfermo? ¿Y si moría? Quedaban… Tres mil setecientos ochenta y seis libros que no existían en ninguna parte excepto en la mente graceling de este hombre. ¿Estaría durmiendo lo necesario Deceso? ¿Comería bien? A ese paso, era un proyecto que le llevaría… ¡Más de ciento veinte años!
Deceso estaba hablando de nuevo. No sin esfuerzo, Bitterblue se obligó a apartar a un lado esos pensamientos.
—Además de los libros que el rey Leck destruyó —decía el bibliotecario—, también me obligó a cambiar el contenido de mil cuatrocientos cuarenta y cinco títulos, majestad, quitando o reemplazando palabras, frases, párrafos, pasajes que consideraba censurables. La rectificación de tales errores quedará a la espera hasta que haya completado mi proyecto actual y más urgente.
—Por supuesto —convino Bitterblue, que apenas escuchaba lo que el hombre decía, porque para sus adentros iba llegando de forma progresiva e imparable a la convicción de que no había libros en el reino cuya lectura fuera ahora más importante para ella que los doscientos cuarenta y cinco que Deceso había vuelto a escribir, los doscientos cuarenta y cinco libros que molestaban a Leck hasta tal punto que los había destruido. Solo podía deberse a que contenían la verdad sobre algo. Sobre cualquier cosa, fuera lo que fuese; eso no importaba. Tenía que leerlos.
—
El horrendo viaje de Grella al nacimiento del río XXXXXX
—añadió, al caer de repente en la cuenta—. Leck te obligó a tachar la palabra «Val» a lo largo de todo el libro.
—No, majestad. Me obligó a tachar la palabra «Argénteo».
—¿Argénteo? Pero el libro trata del río Val. Reconocí la geografía.
—El verdadero nombre del río Val es «río Argénteo», majestad —le aclaró Deceso.
Bitterblue lo miró fijamente, sin comprender.
—¡Pero todo el mundo lo llama Val!
—Sí —convino el bibliotecario—. Gracias a Leck, casi todos lo llaman así. Pero se equivocan.
Bitterblue puso las manos en la mesa, demasiado anonadada de repente para sostenerse sin tener apoyo.
—Deceso —dijo con los ojos cerrados.
—¿Sí, majestad? —inquirió él, impaciente.
—¿Conoces esa especie de cuartito de la biblioteca en el que hay el tapiz de una mujer de cabello rojo y también la escultura de una niña que se está transformando en castillo?
—Por supuesto, majestad.
—Quiero que lleven una mesa a ese cuarto y quiero que amontones en esa mesa todos los volúmenes que has vuelto a escribir. Deseo leerlos y quiero que sea mi cuarto de lectura, donde trabajaré.
Bitterblue salió de la biblioteca con el manuscrito de códigos sujeto contra el pecho como si temiera que no fuera real. Como si pudiera desaparecer si dejaba de apretarlo contra sí.
E
n
El libro de códigos
había poca información que Bitterblue no supiera ya. No estaba segura de si se debía a que los recordaba por haberlos leído o simplemente porque las claves de varias clases formaban parte de su vida cotidiana. Su correspondencia personal con Ror, con Celaje, con sus amigos del Consejo, incluso con Helda, era cifrada por rutina. Algo que a ella se le daba bien.
El libro de códigos
parecía ser la historia de los mensajes cifrados a través del tiempo, empezando con el secretario de un rey emeridio, siglos atrás, quien un día reparó en que los singulares dibujos de la moldura a lo largo de la pared de su despacho sumaban veintiocho, al igual que el número de letras que tenía el alfabeto por aquel entonces. Aquello dio lugar a la primera clave del mundo —un dibujo asignado a cada letra del alfabeto—, una clave que funcionó con éxito… hasta que alguien se fijó en que el secretario del rey miraba de hito en hito las paredes mientras escribía. La siguiente idea fue un alfabeto cifrado que sustituyera al alfabeto real, lo cual requería una clave para la descodificación. Este era el método que Bitterblue utilizaba con Helda. Por ejemplo, la clave «DULCE A LA CREMA». En primer lugar, uno quitaba las letras repetidas en la clave, lo cual dejaba D U L C E A R M. El siguiente paso era continuar con el alfabeto conocido de veintiséis letras a partir de la letra en que la clave terminaba, saltándose cualquier letra que ya se hubiese utilizado en la clave, y empezando de nuevo por la A tras haber llegado a la Z, sin repetir las que ya estuvieran apuntadas. El alfabeto resultante,
D U L C E A R M N Ñ O P Q S T V X Y Z B F G H I J K,
se convertía en el alfabeto a utilizar para escribir el mensaje cifrado, de este modo:
De manera que al sustituir las veintiséis letras del alfabeto normal por el obtenido con la clave, una nota cifrada para informar que «Ha llegado una carta de lady Katsa», pasaría a ser: M D P P E R D C V G S D L D Z F D C E P D C J O D F B D.
La clave de las cartas cifradas de Bitterblue con Ror empezaba con una premisa similar, pero se trabajaba con varios niveles de forma simultánea y se usaban varios alfabetos distintos a lo largo de un mensaje. El numero de alfabetos y el orden en que se utilizaban dependía de una serie de claves cambiantes. Comunicar estas claves a Bitterblue —de un modo sutil e ingenioso que solo ella sabría interpretar— era una de las funciones de las cartas codificadas de Celaje.
Bitterblue estaba asombrada —muy asombrada— con la gracia de Deceso. Suponía que nunca había pensado en serio sobre lo que el bibliotecario era capaz de hacer. Ahora tenía el resultado en sus manos: la regeneración de un libro que presentaba unos diez o doce tipos diferentes de cifrado y ofrecía ejemplos de cada uno de ellos, algunos de los cuales eran terriblemente complicados de realizar, mientras que la mayoría parecían ser una absurda sarta de letras escritas al azar para el lector.
«¿Entenderá Deceso todo lo que lee? ¿O solo recuerda la apariencia de lo que ve, los símbolos y en qué parte de la página están en relación con los demás?».
No parecía que hubiera mucho en ese texto reescrito que mereciera la pena investigar. Aun así, Bitterblue leyó todas las líneas y se permitió el lujo de demorarse un poco en cada una de ellas para revivir el recuerdo de estar con Cinérea leyendo ese mismo libro, sentadas las dos delante de la chimenea.
Cuando disponía de tiempo libre, Bitterblue seguía con sus excursiones nocturnas. A mediados de septiembre, Teddy ya había mejorado y se sentaba o incluso caminaba de un cuarto a otro, aunque con ayuda. Una noche que no había trabajo en la imprenta, Teddy dejó que Bitterblue pasara a la tienda y le enseñó cómo componer palabras con los tipos. Era difícil manejar los pequeños moldes de las matrices de las letras.
—Lo has pillado enseguida —comentó Teddy mientras ella peleaba con una «i» que no conseguía colocar por la base en el cajetín.
—No me halagues. Tengo los dedos torpes como salchichas.
—Cierto, pero no tienes problema para componer palabras al revés con letras del revés. Tilda, Bran y Zaf tienen unos dedos ágiles, pero siempre trasponen letras y mezclan las que se reflejan entre sí. A ti no te ha pasado ni una sola vez.
Bitterblue se encogió de hombros mientras movía los dedos con más rapidez ahora que manejaba letras con un poco más de peso, como la «m», la «o», la «n».
—Es como escribir textos cifrados. Alguna parte de mi cerebro se desconecta de todo lo demás e interpreta por mí.
—Escribes muchos textos cifrados, ¿verdad, panadera? —preguntó Zaf, que entraba por la puerta de la calle, y Bitterblue se sobresaltó de tal modo que puso una «y» donde no era—. ¿Las recetas secretas de la cocina de palacio?
Una semana después, por la mañana, Bitterblue subió la escalera hacia la torre y encontró a su guardia Holt puesto de pie en el alféizar de una ventana abierta. Estaba de espaldas al cuarto y se inclinaba hacia fuera, agarrado solo a la moldura, que era lo único que impedía que se precipitara al vacío.
—¡Holt! —gritó, convencida, en aquel primer instante irracional, de que alguien había caído por la ventana y el guardia se asomaba para ver el cuerpo destrozado—. ¿Qué ha pasado?
—Oh, nada, majestad —respondió Holt sin alterarse.