Toda la gente había tenido tiempo de salir de los edificios. Todos los caballos habían sobrevivido, así como todos los perros, hasta el cachorro más renacuajo de la camada. En cuanto a las cosas de Giddon, poco quedaba. Los hombres de Randa habían recorrido el lugar de antemano para recoger todos los objetos de valor antes de provocar el tipo de incendio que desencadenaba la máxima destrucción.
Bitterblue regresó al castillo con Giddon.
—Lamento mucho todo lo ocurrido —le dijo en voz queda.
—Es un consuelo hablar de ello con usted, majestad. Pero ¿recuerda que había algo más que tenía que decirle?
—¿Es sobre su heredad?
No lo era. Se trataba del río, y a Bitterblue se le desorbitaron los ojos conforme él la ponía al corriente.
El río, en Ciervo Argento, estaba lleno de restos óseos. Se habían descubierto al mismo tiempo que el cadáver de Runnemood porque dio la casualidad de que el cuerpo se había quedado enganchado en lo que, tras una investigación, resultó ser un encalladero generado por huesos acumulados. Se había formado hielo alrededor del cadáver de forma que se congeló y se quedó anclado en el sitio. Todo ello había ocurrido en un meandro del río donde el agua se embalsaba y discurría con progresiva lentitud hasta casi detenerse. Era un tramo profundo que los vecinos del lugar solían evitar por la sencilla razón de que las cosas muertas se acumulaban allí, peces y plantas eran arrastrados a las orillas y se quedaban hasta descomponerse. Era un lugar pútrido.
Los restos óseos eran humanos.
—Pero ¿cuántos años tienen? —preguntó Bitterblue, sin comprender—. ¿Son de los cuerpos que Leck incineraba en el Puente del Monstruo?
—El sanador creía que no, majestad, porque no halló señales de quemaduras, aunque admitió tener poca experiencia en el examen de esqueletos. No se sentía cómodo haciendo especulaciones respecto a la edad que podrían tener, pero es posible que se hayan estado acumulando allí durante tiempo. Si la gente no hubiera tenido que entrar remando en esa zona para liberar el cadáver de Runnemood, no los habrían descubierto. Nadie se anima a ir a ese tramo del río, majestad, y nadie se mete en la charca, porque aventurarse por el cauce es peligroso.
A Bitterblue se le vino a la cabeza otra cosa: Po y sus alucinaciones de que en el río flotaban cadáveres. Cinérea y sus bordados: «El río es su cementerio de huesos».
—Tenemos que sacarlos —dijo.
—Por lo visto hay cuevas subacuáticas allí, majestad, con mucha profundidad de agua. Podría ser difícil.
Un recuerdo se abrió paso en la mente de Bitterblue como un rayo de luz.
—Bucear en busca del tesoro —musitó.
—¿Perdón, majestad?
—Por lo que Zaf me dijo una vez, él sabe algo sobre recuperar cosas del fondo del mar. Imagino que lo podría extrapolar al cauce de un río. ¿Es factible hacer eso en agua fría? —A regañadientes añadió—: Zaf es discreto, al menos en cuanto a información se refiere, bien que no tanto en lo relacionado con su comportamiento.
—En cualquier caso, no creo que la discreción sea un problema en este asunto, majestad —repuso Giddon—. Toda la ciudad está al corriente de la aparición de restos óseos en el río. Los descubrieron antes de que yo llegara e incluso oí hablar del asunto en varias ocasiones antes de reunirme con mi contacto. Si llevamos a cabo una operación de rescate de esos restos en un lugar a medio día de camino a caballo de la capital, no creo posible que podamos mantenerlo en secreto.
—Sobre todo si decidimos buscar también en otras zonas del río —le comentó Bitterblue.
—¿Deberíamos?
—Creo que hay más restos óseos de las víctimas de Leck, Giddon. Y creo que tiene que haber algunos aquí, en el río, cerca del castillo. Po los buscó
ex profeso
, pero no los percibió. Sin embargo, cuando estuvo enfermo y delirante, con su gracia henchida y distorsionada, una parte de él los descubrió. Dijo que en el río flotaban cadáveres.
—Comprendo. Si Leck arrojaba restos al cauce del río, supongo que podríamos encontrarlos prácticamente hasta en el puerto. ¿Qué flotabilidad tienen los huesos?
—Ni idea —reconoció Bitterblue con la voz ronca—. A lo mejor Madlen lo sabe. Quizá debería unir en equipo a Madlen y Zafiro, y enviarlos a Ciervo Argento. Oh, cómo me duele el hombro. Y la cabeza me va a estallar —se quejó; se paró en el patio mayor y se frotó el cuero cabelludo por debajo de las trenzas, demasiado prietas—. Giddon, qué ganas tengo de disfrutar de unos pocos días sin noticias desagradables.
—Son muchas sus preocupaciones, majestad —musitó él.
Advertida por el tono de su voz, se sintió avergonzada por protestar. Lo miró a la cara y captó un atisbo de desolación en los ojos del hombre, que él procuraba no transmitir con la voz.
—Giddon, quizá decir esto no sirva para nada ni lo ayude —empezó—. Espero que no le parezca ofensivo, pero quiero que sepa que siempre será bienvenido en Monmar y en mi corte. Y si algunos de los que estaban a su servicio no tienen empleo o desean, por la razón que sea, encontrarse en otro lugar, todos serán bien recibidos aquí. Monmar no es un sitio perfecto —continuó, tras hacer una inhalación, y apretó el puño para rechazar todos los sentimientos que tal declaración había despertado en ella—. Pero aquí hay buenas personas, y quería que usted lo supiera.
Giddon le tomó el puño apretado en su mano y se lo llevó a los labios para besarlo. Bitterblue sintió una cálida sensación ante la magia de saber que había hecho algo, aunque fuera poca cosa, bien. Ojalá se sintiera así más a menudo.
De vuelta en el despacho, Darby le dijo que Rood se encontraba en la cama, al cuidado de su esposa y, tal vez, zarandeado por los brincos de sus nietos, aunque Bitterblue era incapaz de imaginar a Rood zarandeado por nada sin que se rompiera. Darby no reaccionó bien a la noticia de los restos óseos. Se alejó dando tumbos y, con el paso de las horas, los andares y la conversación del consejero se tornaron irregulares. Bitterblue se preguntó si estaría bebiendo en su escritorio.
Nunca se le había ocurrido pensar, hasta lo ocurrido esa mañana, dónde se encontraban exactamente los aposentos de Thiel. Solo sabía que estaban en la planta cuarta, hacia el lado norte, aunque por supuesto no era dentro del laberinto de Leck. Esa tarde, a última hora, le pidió a Darby indicaciones más específicas.
Ya en el pasillo correcto, le consultó a un lacayo, que la miró con ojos de pez y señaló, sin decir palabra, una puerta.
Un tanto inquieta, Bitterblue llamó con los nudillos. Hubo una pausa. Luego, la puerta se abrió hacia dentro y Thiel estuvo ante ella, mirándola desde su altura. Llevaba el cuello de la camisa desabrochado y los faldones sueltos.
—¡Majestad! —exclamó, sobresaltado.
—Thiel. ¿Te he sacado de la cama?
—No, majestad.
—¡Thiel! —exclamó, al reparar en la mancha roja que tenía uno de los puños—. ¡Estás sangrando! ¿Te encuentras bien? ¿Qué te ha pasado?
—Oh. —El hombre miró hacia abajo, buscando en el pecho y los brazos la mancha causante de la alarma; al verla, la cubrió con la mano—. No ocurre nada, majestad, aparte de mi torpeza. Me ocuparé de esto inmediatamente. ¿Quiere…? ¿Desea entrar?
Abrió la puerta del todo y se apartó a un lado con aturdimiento para que ella pasara. Era una única habitación, pequeña y sin chimenea, con una cama, un lavamanos, dos sillas de madera y un escritorio que parecía demasiado pequeño para un hombre tan grande, como si tuviera que tocar con las rodillas la pared cuando lo utilizara. La temperatura del cuarto era muy fría y la luz, demasiado tenue. No había ventanas.
Cuando le ofreció la mejor de las dos sillas de respaldo recto, Bitterblue se sentó, incómoda, avergonzada e incomprensiblemente confusa. Thiel fue hacia el lavamanos, se giró de forma que no viera el lado que estaba herido, se subió la manga e hizo algo, no sabía qué, dándose golpecitos con agua y luego vendas. Había un instrumento de cuerda en un estuche abierto, contra la pared. Un arpa. Al recordar la música que había oído el día anterior estando en el laberinto de Leck, Bitterblue se preguntó si cuando Thiel la tocaba el sonido salvaría la distancia hasta allí.
También vio un trozo de espejo roto encima del lavamanos.
—¿Esta ha sido siempre tu habitación, Thiel? —le preguntó.
—Sí, majestad. Lamento que no sea más acogedora.
—¿Te fue… asignada o la elegiste tú? —preguntó con tiento.
—La elegí, majestad.
—¿Nunca te ha apetecido disponer de más espacio? ¿Algo parecido a mis aposentos?
—No, majestad. —Se acercó y se sentó frente a ella—. Esta alcoba es adecuada para mí.
En absoluto. Ese cuarto cuadrado e incómodo, la manta gris de la cama, el mobiliario deprimente, no se correspondía con su posición, su inteligencia o su importancia para ella y para el reino.
—¿Has hecho que Darby y Rood vayan a trabajar a diario? —le preguntó—. Nunca había visto que ninguno de los dos acudiera a las oficinas tan seguido sin sufrir una crisis.
Él se miró las manos y luego se aclaró la garganta con delicadeza.
—Sí, majestad. Aunque, claro está, hoy no le insistí a Rood. Confieso que, siempre que me han pedido consejo, se lo he dado. Espero que no piense que me he extralimitado.
—¿Te has aburrido mucho?
—Oh, majestad —exclamó fervientemente, como si la pregunta en sí fuese un alivio al aburrimiento—. He estado sentado en este cuarto sin nada más que hacer que pensar. No tener nada que hacer salvo pensar le hace a uno sentirse impotente, te deja anquilosado.
—¿Y qué has pensado, Thiel?
—Que, si me permitiese volver a su torre, majestad, me esforzaría para servirla mejor.
—Thiel, nos ayudaste a escapar, ¿verdad? Le diste un cuchillo a mi madre. No habríamos escapado si no lo hubieras hecho; ella necesitaba ese cuchillo. Y distrajiste a Leck mientras huíamos.
Thiel se acurrucó, rodeándose con los brazos.
—Sí —susurró por fin.
—A veces me parte el corazón no recordar cosas. No recuerdo que los dos fueseis tan amigos. No recuerdo lo importante que eras para nosotras. Solo recuerdo momentos fugaces cuando os llevaba a los dos escalera abajo para castigaros juntos. No es justo que no recuerde tu bondad.
Thiel soltó un largo suspiro.
—Majestad, uno de los legados más crueles de Leck es que nos incapacitó para recordar ciertas cosas y para olvidar otras. No somos dueños de nuestra mente, no la controlamos.
—Me gustaría que volvieras mañana —dijo Bitterblue tras una pausa.
Él la miró y una creciente esperanza asomó a su rostro.
—Runnemood ha muerto —continuó ella—. Ese capítulo ha quedado atrás, pero el misterio sigue sin resolverse, porque mis amigos buscadores de la verdad de la ciudad siguen siendo el blanco de alguien. No sé cómo irán las cosas entre nosotros, Thiel. No sé cómo volveremos a confiar el uno en el otro, y no sé si estás lo bastante bien para ayudarme con los asuntos a los que me enfrento. Pero te echo de menos, y me gustaría intentarlo otra vez.
Un fino hilillo de sangre escurría a través de otra zona de la camisa de Thiel, en la parte alta de la manga. Al levantarse Bitterblue de la silla para marcharse, recorrió de nuevo con la mirada todo el cuarto. No podía quitarse de encima la sensación de que era como una celda.
A continuación, Bitterblue se dirigió a la enfermería. Encontró el cuarto de Madlen caliente por el calor de los braseros, bien iluminado para aliviar la temprana oscuridad otoñal y, como siempre, lleno de libros y papeles. Un acogedor refugio.
Madlen estaba haciendo el equipaje.
—¿Los restos óseos? —le preguntó Bitterblue.
—Sí, majestad. Los misteriosos restos óseos. Zafiro ha ido a casa y también se está preparando.
—Voy a mandar un par de soldados de la guardia lenita con vosotros, Madlen, porque Zaf me preocupa, pero ¿lo vigilarás tú también, como sanadora? Ignoro hasta qué punto sabe el procedimiento para recuperar cosas del agua, sobre todo en la que está fría, y se cree invencible.
—Por supuesto que lo haré, majestad. Y quizá cuando regrese podré echar un vistazo debajo de esa escayola. Estoy deseosa de comprobar la fuerza del brazo y ver cómo han funcionado mis medicinas.
—¿Podré amasar pan una vez que no lleve puesta la escayola?
—Si estoy satisfecha del resultado, entonces sí, podrá amasar pan. ¿Es por eso por lo que ha venido, majestad? ¿A pedir permiso para amasar pan?
Bitterblue se sentó a los pies de la cama de Madlen, al lado de un enorme montón de mantas, papeles y ropa.
—No —contestó.
Repasó lo que quería decir antes de dar voz a las palabras, preocupada de que fueran una prueba de que estaba loca.
—Madlen, ¿una persona se cortaría a sí misma a propósito? —le preguntó.
La sanadora dejó de revolver cosas y miró a Bitterblue. Luego apartó el montón de ropas que había en la cama y se sentó junto a ella.
—¿Lo pregunta por sí misma, majestad, o por otra persona?
—Sabes que yo no me haría tal cosa.
—Desde luego me gustaría pensar que lo sé, majestad —respondió Madlen. Hizo una pausa, con un aire muy sombrío—. No hay límites en las formas que la gente conocida puede dejarlo a uno pasmado. No tengo una explicación para esa costumbre, majestad. Me pregunto si hacerlo significa castigarse por algo de lo que uno es incapaz de perdonarse a sí mismo. O la expresión externa de un dolor interno, majestad. O tal vez es un modo de darse cuenta de que, en realidad, uno quiere seguir vivo.
—No hables de ello como si fuese una afirmación de la vida —susurró Bitterblue, furiosa.
Madlen se miró las manos, que eran grandes, fuertes, y —como Bitterblue sabía por propia experiencia— infinitamente tiernas.
—Para mí es un alivio saber que, en su propio dolor, la idea de hacerse daño a sí misma no le atraiga, majestad.
—¿Por qué iba a atraerme? —estalló—. ¿Por qué? Es una estupidez. Me gustaría dar de patadas a quien lo hace.
—Eso, majestad, tal vez estaría de más.
De vuelta a sus aposentos, Bitterblue entró como un vendaval en su dormitorio, cerró de un portazo e incluso echó la llave, tras lo cual se soltó las trenzas, se quitó el cabestrillo y la ropa, todo ello a tirones, mientras las lágrimas le trazaban surcos silenciosos en la cara. Alguien llamó a la puerta.
—Vete —chilló sin dejar de caminar de un lado para otro a zancadas.