Read Blanca como la nieve roja como la sangre Online
Authors: Alessandro D'Avenia
Tags: #Drama, romántico
Comienzo a flotar en esta burbuja blanca, que me lleva a las alturas, lejos, entre las nubes, donde ya nadie puede oírme, y después al silencio sideral: solo, como un globo que se ha ido volando.
Cuando todo se vuelve blanco, mi corazón se hace tan diminuto como una lenteja y, por mucho que grite, nadie lo oye.
La única que me puede salvar es Silvia.
Silvia no está; se ha ido a la playa, a pasar unos días a la casa de su abuela; mejor, así podré dejar para más adelante el maldito estudio para ponerme al día. Aunque la verdad es que me estoy muriendo de aburrimiento y me da remordimientos ver cómo el tiempo se esfuma, pero no quiero hacer el esfuerzo de ponerme al día con todo aquel mogollón de páginas. El Soñador dice que cuando nos aburrimos es porque nos falta vida. ¿Qué frase es esa? Una de sus frases filosóficas. Es una frase que me desborda. Tal vez por eso me gusta. Tal vez porque es cierta: me falta vida. Pero ¿qué significa «falta de vida»? Se lo tengo que preguntar.
Niko me llama. La semana pasada ganamos el partido contra los Desesperados, de nombre y de hecho. Estamos en la cuerda floja y dentro de tres semanas jugamos el otro partido. No sé si podré estar en el terreno de juego. Este año todos mis sueños están depositados en el torneo de fútbol. ¡Quiero levantar la copa por Beatrice, y ojalá pueda hacerlo delante de ella!
Cuando nos aburrimos es porque nuestra vida es aburrida.
Llega el día en que te miras al espejo y no eres el que te esperabas. Sí, porque el espejo es la forma más cruel de la verdad. No te reflejas como eres realmente. Querrías que tu imagen se correspondiese con quien eres por dentro y que los otros al verte pudieran saber en el acto si eres sincero, generoso, simpático... pero resulta que nunca se puede prescindir de las palabras ni de los hechos. Tienes que demostrar quién eres. Lo bonito sería que uno pudiera mostrarse sin más. Todo sería más sencillo.
Podría ponerme cachas, un piercing, un tatuaje de un león en el bíceps (que no tengo)... qué sé yo, tengo que pensarlo. Eso sí, son cosas que en cuanto las miras sabes a quién tienes delante.
Erika-con-ka tiene un piercing en la nariz y sabes que es una tía abierta, con la que se puede hablar. Susy tiene un tatuaje debajo del ombligo, que converge justo ahí. También en su caso sabes con quién estás. Es una especie de flecha indicadora de una tía que te quiere parar los pies. Total: creo que tengo que hacerme más evidente, así los demás me verán mejor. Estoy cansado de ser anónimo.
Beatrice no necesita hacer nada de eso, tiene el pelo rojo y los ojos verdes. Con eso le sobra y basta para contar cuánto sabe amar y lo pura que es: roja como la estrella más luminosa, inmaculada como la arena más hawaiana que pueda haber.
Al volver al insti todos me toman el pelo y me llaman C-3PO, el robot dorado de
La Guerra de las Galaxias.
Sigo llevando el brazo en cabestrillo, aunque dentro de pocos días por fin me quitarán la escayola. Todo indica que le he quitado el último puesto de la clase a Giacomo, pues parece que soy más gafe que él. A cambio, sin embargo, todos me firman el brazo escayolado. Tengo todo el brazo firmado por mis compañeros y por mis amigos. Tengo el brazo de todos los colores. Mi brazo es famoso. Mi brazo me quiere, porque llevo en él a todos los que me quieren. «¡Los Piratas están esperando a su capitán! Niko», «Tu reencarnación será un monumento a la mala pata... Erika», «¡Mejor que te haya pasado a ti que a mí! Giak», «¡Incluso así estás guapo! Silvia». Solo falta una firma. La de Beatrice. Pero no la necesito, porque la firma de Beatrice la llevo en el corazón.
Hay firmas y firmas. Si te compras un Fred Perry, unos Dockers, unas Nike... pues son firmas que llevas en las cosas y antes o después las cambias, las tiras, las pierdes... Ya, te hacen sentir alguien, te hacen sentir importante, pero son pasajeras. Hay otras firmas. Las que llevas en el corazón. Esas firmas te dicen quién eres en verdad y por quién estás realmente. En el corazón llevo tatuada la firma de Beatrice. Ella es mi sueño y yo existo por ella.
Sin embargo, no viene al instituto: nuevo ciclo de quimio. Como siga así, acabará perdiendo el curso.
Cuando regreso a casa, en mi mesa hay una carta arrugada. En un post-it de mamá leo: «Se había quedado en el fondo de la bolsa del hospital». ¡La carta a Beatrice! ¿Cómo he podido olvidármela? Tengo que llevarle la carta, aunque sea lo último que haga, pues «lo que te define es lo que haces, no lo que eres». Batman siempre tiene razón.
Finalmente, forzado por el paso inexorable de los días, estoy sentado delante de los libros. He decidido recuperar el estudio atrasado. En realidad, enfrente de mí está Silvia, porque solo no lo conseguiría nunca. A estas alturas ya nos encontramos en la fase suspense del cuatrimestre, entre exámenes y trabajos. Y yo llevo mogollón de retraso.
Silvia está ahí y me cuenta las clases del Soñador (sobre todo las no incluidas en el programa, mis preferidas), me resume la sintaxis de los casos, me explica un canto de la
Divina Comedia.
El de Ulises, en que convence a sus compañeros para que se enfrenten al mar con el fin de alcanzar, creo, «virtud y ciencia» (oigo la voz áspera y metálica de la profe), y luego los engaña porque todos mueren en el fondo de los abismos.
Mientras Silvia explica, yo me pierdo. Pensándolo bien, siempre es la misma historia. Hay personas que tienen un sueño, o creen tenerlo, y obligan a otras a creer en él, pero luego el tiempo y la muerte se lo llevan todo. Todos han vivido el espejismo de aquel sueño. Te estalla la adrenalina en las venas sencillamente porque alguien se lo ha creído en tu lugar, pero era una ilusión. También mi sueño es una ilusión. La enfermedad me lo quiere arrebatar. Sin Beatrice no existo.
Silvia me mira fijamente a los ojos en silencio, porque se ha dado cuenta de que me he perdido. Luego me acaricia y el viento vuelve a soplar sobre la barca del cuadro, que avanza con velas desplegadas hacia un puerto que no conozco pero cuya realidad es para mí tan indudable como aquella mano que me ha acariciado. Silvia sabe hacer todo esto con una caricia. ¿Cómo lo consigue?
Gracias, Silvia. Gracias, Silvia, por existir. Gracias, Silvia, porque eres el ancla que me permite no ir a la deriva y porque además eres la vela que me permite surcar los escollos del mar.
—Gracias, Silvia. Te quiero.
—Yo también.
Hay tardes en que mi cuarto, que es mejor que Eurodisney y Gardaland juntos, me parece un desván de cosas apagadas. ¿De qué vale la vida si después llega la muerte? Y lo que hay después de la muerte me da miedo. Y aún me da más miedo que después no haya nada. Y me da miedo Dios, que es omnipotente. Y me dan miedo el mal y el dolor. Y me da miedo la enfermedad de Beatrice. Y me da miedo quedarme solo. Y todo este blanco de mierda...
Así que telefoneo a Niko, pero Niko está jugando al fútbol y yo no puedo ir. Entonces telefoneo a Silvia, pero Silvia no está en casa. La llamo al móvil: está desconectado. Le dejo un mensaje: «Llámame cuando puedas».
Silvia, ¿podrías acariciarme como la otra vez? Tengo miedo, Silvia. Tengo un jodido miedo de todo. Tengo miedo de no llegar a nada en la vida. Tengo miedo de que Beatrice muera. Tengo miedo de no tener a nadie a quien poder llamar por teléfono. Tengo miedo de que tú me dejes.
Estoy en mi cuarto y dentro solo hay cosas mudas. Nadie con quien hablar. Los libros están mudos, porque resulta que además no hay ningún Soñador que me explique nada o me convenza de que me podrían gustar. Los cómics están mudos, a pesar de sus colorines. El equipo de música está mudo, porque no tengo ganas de encenderlo. El PC está mudo, porque esa pantalla tan profunda que puede contener el mundo entero, si la miras de perfil no es más que una pantalla plana. Y te preguntas cómo consigue contener tanto mundo, tanto mar, con lo plana que es. Hoy todo está mudo en mi cuarto. Pero no quiero huir. Quiero resistir. Hoy en mi cuarto la tristeza entra a oleadas. Trato de atajarla con una esponja. Doy risa. Resisto unos minutos, luego el miedo asciende, y soy un náufrago en medio de un océano de soledad.
Floto en un desierto completamente blanco: una enorme habitación blanca insonorizada, en la que no se distinguen ni los rincones de las paredes. No sabes dónde está la parte de arriba ni la de abajo, la derecha ni la izquierda... grito, pero todos los sonidos son devorados. De mi boca salen palabras ya podridas. Silvia, llámame, por favor.
Cuando me despierto son las cuatro y el miedo está más lejos, por la sencilla razón de que estoy completamente agilipollado. He desembarcado en una isla desconocida. Busco algo que me ayude a sobrevivir. Los pósters de mi cuarto me miran. Luego veo la carta. Tengo que llevársela a Beatrice. Hay dos problemas. La carta está demasiado estropeada, parece el borrador del borrador de mis apuntes, así que tengo que reescribirla, pero con la zurda no puedo.
El segundo problema es que no sé si Beatrice está en casa o en el hospital. Para el primer problema solo hay una solución: Silvia. Yo dicto la carta y ella me la escribe. Ya lo sé, no es lo mismo, no es mi letra, pero Silvia tiene una letra bonita, mejor que la mía. En cuanto al segundo problema... la solución está clara: ¡Silvia!
¿No me estaré pasando? Ella llama a Beatrice para preguntarle dónde está, así yo le llevo la carta y a lo mejor le hablo. Sí, le hablo, porque tengo que hablarle. Tengo que hablarle del sueño, y cuando entienda que el sueño es necesario, que el sueño es nuestro destino, se curará, porque los sueños curan cualquier mal, cualquier dolor. Los sueños colorean cualquier blanco.
Voy a la casa de Silvia.
La mamá de Silvia es una señora que se muestra tal cual es. Me gusta. Silvia ha sacado más de ella que de su padre, que es un hombre silencioso y en ciertos aspectos enigmático. La mamá de Silvia tiene una gran virtud: demuestra un genuino interés por mí. Lo sé por las preguntas que me hace.
—¿Podrás volver a tocar?
—No veo la hora.
Pide detalles. Solo quien pide detalles se esfuerza por compartir lo que siente tu corazón. Los detalles. Los detalles: una forma genuina de amar. Me gusta la mamá de Silvia. Si tuviese que elegir una madre, sin contar la que tengo, elegiría a la mamá de Silvia.
El cuarto de Silvia huele a lavanda. Así se llaman las flores desmenuzadas que hay en un platillo sobre una mesilla baja que está en medio del cuarto. En las paredes no hay pósters como en mi cuarto. Hay fotos. Fotos de Silvia de niña, con sus padres, con su hermano menor, en primaria durante una representación, vestida de hada turquesa. Le he dicho que ella es el hada turquesa y yo Pinocho. A lo mejor Silvia ha salido de ese libro.
En todas las paredes cuelga un cuadro suyo: una barca de vela suspendida en un cielo clarísimo, casi blanco, que se confunde con un mar lechoso; un bosque de árboles espigados, que según me ha dicho se llaman abedules y es una imagen que se le quedó grabada en un viaje a Suecia; un campo de tulipanes rojos bajo un cielo azul, casi violeta, que está inspirado en un paisaje holandés. Me gustan los cuadros de Silvia. Puedes descansar en ellos. Puedes viajar con ellos.
—Necesito que me ayudes a escribir, Silvia.
—Con la condición de que cuando te repongas toques una canción para mí.
Le guiño un ojo, acompañando el gesto con un chasquido de la lengua contra el paladar, que es mi especialidad.
—¿Cuál?
—Mi preferida.
—¿Y cuál es?
—
Aire,
de Nannini.
—No la conozco.
Silvia parece asombrada y lo demuestra como solo ella sabe hacerlo: se pone las manos delante de los ojos y mueve la cabeza de forma teatral.
—Pues tendrás que aprenderla.
—¿No puedes conformarte con
Talk,
de los Coldplay?
—O esa o nada —dice fingiéndose ofendida; luego sonríe con los ojos y prosigue—: ¿"Qué debo escribir: el trabajo sobre Dante o el estudio sobre la célula?
—Una carta...
—¿Una carta? No nos han pedido eso...
—... a Beatrice.
Silvia guarda silencio. Abre un cajón para buscar algo y el pelo le tapa la cara. Tarda un rato en encontrar papel y boli. Y por fin recupera el buen humor.
—Perdona... Vale, estoy lista...
Silvia se dispone a escribir la carta mientras yo le dicto. Ya no vale, quiero cambiarla. Ha pasado tiempo y las palabras de la primera carta ya no son las apropiadas. Silvia se dispone a escribir, me mira a los ojos y yo trato de concentrarme en las palabras. Pero no me salen. No me salen las palabras para Beatrice. Como se me acaben las palabras para Beatrice, estaré acabado.
Hasta ahora, las únicas palabras que he escrito libremente, dado que las del instituto no las considero palabras verdaderas, son precisamente las palabras de la carta para Beatrice. Esa ha sido —ahora que lo pienso— la primera vez que he escrito, la primera vez que he puesto, negro sobre blanco, mi alma. Sí, porque el alma es blanca y para mostrarse ha de volverse negra como la tinta. Y cuando la ves ahí, negra, la reconoces, la lees, la miras, como cuando te miras al espejo y luego... y luego la regalas.
Querida Beatrice:
Te escribo esta carta...
Mi alma ya empieza a salir y Silvia la va transformando en negro sobre blanco, pone su letra y mi alma parece más elegante en sus manos, más fina, más dulce y ordenada...
...para que mis palabras puedan hacerte compañía. Me encantaría hablarte en persona, pero me da miedo cansarte, me da miedo tener miedo de verte sufrir. Por eso te escribo. Es la segunda carta que te escribo, la primera se me quedó en el bobillo. Sí, porque he tenido un accidente y he estado ingresado en el hospital. Así, ahora que me he recuperado, aunque tengo un brazo escayolado y el cuello de un robot, he decidido escribirte de nuevo. ¿Cómo estás, Beatrice? ¿Estás cansada? Supongo que sí. Yo he donado mi sangre para ti. Sé que necesitabas sangre y creo que te curarás, porque mi sangre te curará. Estoy seguro. Gandalf asegura que la sangre donada cura. Él dice que Cristo ha curado a personas de todas las épocas del pecado dando su sangre. Pero esa historia es rara, porque lo que es a mí aquella sangre nunca me ha entrado en las venas. De todos modos, me gusta la idea de la sangre que cura y confío en que mi sangre sirva para curarte. Si tienes mi sangre descubrirás algo importante. Cuando pase por tu corazón notarás que lo acaricia y le cuenta mi sueño. El sueño que tengo. Los sueños convierten a las personas en lo que son. Las hacen grandes.