Read Blanca como la nieve roja como la sangre Online
Authors: Alessandro D'Avenia
Tags: #Drama, romántico
Silvia se detiene y me pregunta si no creo que tanta sangre puede perjudicar a Beatrice, que ya debe de estar hastiada de agujas, hospitales y sangre. Silvia siempre tiene razón. ¿Cómo consigue Silvia averiguar mis dudas antes y mejor que yo? Es como si mirara el mundo con mis ojos. Fuera, pues, la parte de la sangre.
Beatrice, yo haría cualquier cosa para que te curaras. He donado mi sangre para ti. Confío en que sirva. Beatrice, tengo un sueño, y en ese sueño estamos tú y yo. Por eso te curarás, porque si de verdad se cree en los sueños, se cumplen. Sé que ahora estás cansada y flaca y quizá te da vergüenza que te vean, pero quiero que sepas que a mí no me importa. Sigues siendo preciosa. Estoy seguro de que mejorarás y, si quieres, iré a visitarte pronto y hablaremos. Tengo un millón de cosas que decirte y que contarte, aunque me parece que tú ya las sabes todas. De todas formas, si estás cansada y no te apetece hablar, podemos quedarnos callados e igualmente estará bien. Yo me conformo con estar a tu lado.
Paro porque mi voz se quiebra, porque en un instante la imagen de Beatrice que ya no puede más barre todas aquellas palabras, de Beatrice que en silencio cierra los ojos porque ya no puede más. Y no los vuelve a abrir. Y entonces todo el mundo que me rodea se oscurece. La luz se apaga. La bombilla se funde. Si los ojos de Beatrice no miran a las cosas, las cosas están apagadas. Siempre le he tenido miedo a la oscuridad, y lo sigo teniendo, pero no se lo digo a nadie, porque me da vergüenza. Silvia me mira sin decir nada. Acerca el índice a mi ojo y recoge la lágrima que estaba tratando de contener.
—Silvia, sigo teniéndole miedo a la oscuridad.
No sé cómo se me ha ocurrido decir semejante tontería, que haría reír hasta a una cabeza de piedra de la isla de Pascua... Silvia calla. Me acaricia. Y yo a ella. Y la suya no es piel: es Silvia. Luego escribe en la carta a Beatrice: «tuyo, Leo».
Y aquel «Leo» está escrito como yo jamás he podido escribirlo. Y está escrito como si fuese yo. Sin Silvia yo no sería nadie y mi alma permanecería blanca. Y el blanco es el tumor en la sangre de la vida.
Silvia me dicta la dirección del hospital en el que está Beatrice. No es el mismo que el anterior, porque parece que esta vez la quimioterapia es otra, más larga o algo así. O puede que aquí tengan que prepararla para una operación.
Estoy en casa. Tomo una ducha ciclópica. Rocío electrolitos de desodorante sobre cada centímetro cuadrado de mi piel. Me miro al espejo durante tres cuartos de hora, pero no estoy satisfecho de mi aspecto. Para Beatrice he de ser completamente evidente. Nada más verme tiene que saber quién soy. Así que me pruebo todas las combinaciones de colores y de ropa, pero no consigo estar seguro. Algo falla.
Mamá me dice a gritos que salga del cuarto de baño y que deje de hacer guarradas. ¿Por qué será que los mayores nunca entienden una mierda? ¿Qué sabrán ellos de lo que te pasa por la cabeza? Creen que en nuestra cabeza solo tenemos las cosas que ya no pueden hacer. Luego se quejan de que no les pedimos consejo. «Estás siempre metido en tu cuarto, ya no te reconozco, eras un niño tan dulce...» Total, si ya sabemos su respuesta, «no te preocupes, que eso se te pasa». Encerrado en el baño, me cambio una y otra vez. Con el brazo derecho todavía medio roto vestirse es toda una hazaña, aunque por lo menos no tengo que morirme de vergüenza mientras mamá me abotona la camisa y aprovecha para darme un beso y decirme que estoy guapísimo... A lo mejor una camisa. A lo mejor un polo con una sudadera. A lo mejor... Llamo a Niko.
—Ponte una camisa y estarás de miedo.
Gracias, Niko, tienes razón, me has salvado. Niko siempre tiene soluciones y recursos para todo. Me pregunto cómo lo hace, aunque no conozca las circunstancias. Me gustaría ser como Niko y tener las ideas claras para saber qué ponerme en cada momento.
Aunque Niko ni siquiera me ha preguntado de qué chica estábamos hablando...
Estoy listo. Fuera ya ha oscurecido, pero yo llevo la luz por dentro. Tengo la carta escrita por Silvia. No espero hablar directamente con Beatrice y por eso me he vestido lo mejor que he podido, para que con solo mi imagen sepa cuánto la amo. Y además bastará con dejarle la carta.
Cuando entro en el hospital una enfermera me pregunta adónde voy y yo le digo que voy a visitar a una amiga.
—¿Cómo se llama? —quiere saber, con la típica cara de enfermera recelosa.
—Beatrice —respondo mirándola con ojos desafiantes. La enfermera palito, modelo espantapájaros y antipática, no sabe de lo que soy capaz. Le doy la espalda sin decir nada. Gilipollas. Busco a Beatrice. Y no la encuentro. No, no la encuentro. Pasada una hora sigo dando vueltas y no la encuentro.
He visto de todo. He visitado el museo del sufrimiento, con ese olor a alcohol típico de los hospitales y el color verde vómito de las paredes. Alguno sonríe cuando entro por error en su habitación. Un vejete se enfada. Me manda a hacer puñetas y yo hago lo propio. Salgo de la habitación y me cruzo con la enfermera espantapájaros, que me mira mal; yo bajo la mirada.
—Habitación 405 —dice con voz satisfecha y bonachona, cruzando los brazos como si me estuviera regañando.
—¿Cómo lo ha averiguado?
—Es la única Beatrice que sale en el ordenador.
La miro y sonrío. Le mando un beso con la mano y le guiño un ojo.
—Por el otro lado —me grita la enfermera moviendo la cabeza—, en la cuarta planta.
Subo la escalera a la carrera. Subo y siento que Beatrice está más cerca. Subo porque Beatrice está ahí y yo quiero darle alcance, y cada peldaño que subo es un peldaño hacia el paraíso, como para Dante en la
Divina Comedia.
La puerta está cerrada, o mejor dicho entrecerrada. La abro despacito.
Hay una sola cama en la penumbra de la habitación y en aquel rectángulo inmenso y blanco, un perfil diminuto y encogido. Me acerco sin hacer ruido. No es Beatrice. No es Beatrice. Esa enfermera imbécil se ha confundido de habitación y a saber dónde me ha mandado. Antes de salir, observo el cuerpo encogido en la cama. Es una niña. Y eso que al principio me había parecido un niño. Tiene la cara flaquísima y hundida. La piel tan pálida que no tiene color. El brazo violeta junto a la aguja que entra en su muñeca. Pero duerme tranquila. No tiene pelo. Parece una marcianita, acurrucada como un niño en la tripa de su madre. Parece sonreír mientras duerme.
En la mesilla hay un libro, una botella de agua, una pulsera de perlas azules y anaranjadas, una concha de esas que esconden el rumor del mar y una foto. Una foto de esa niña con su madre abrazándola. En la foto está escrito «Sigo contigo, no tengas miedo, mi pequeña Beatrice». Esa niña es pelirroja.
Esa niña es Beatrice.
Silencio.
Es medianoche. Estoy sentado en el sitio en el que me siento cuando el mundo tiene que volver a girar hacia donde debe. Es uno de esos sitios que llevan un botón incorporado, que sirve para regresar a la canción anterior. Lo aprietas y el mundo se recoloca. Lo aprietas y el problema no solo desaparece, sino que nunca ha existido. En una palabra, es uno de esos sitios que no existen. Ese sitio es un banco de madera roja al lado del río. Un sitio que solo conozco yo. Y Silvia.
Tengo la cabeza entre las manos, hasta donde puedo con mi brazo escayolado... y no he dejado de llorar desde mi huida. Sí, porque he huido ante mi sueño. Mi sueño triturado. Aprieto entre mis manos la carta para Beatrice escrita por Silvia, empapada por mis lágrimas. La rompo en mil pedazos con los dientes y la mano sana. Lanzo los trozos a la corriente. Ahí está mi alma negra. Mi alma escrita.
Y ahora todos los trozos de mi alma se están hundiendo en la corriente y cada uno se marcha por su lado y nadie podrá ya recogerlos: nadie. Me hundo en cada uno de aquellos trozos de papel. Me hundo un millón de veces. Ahora ya no existe mi alma, se la ha llevado la corriente. Quiero estar solo. En silencio. Con el móvil apagado. Quiero que el mundo entero sufra porque desconoce mi paradero. Quiero que el mundo entero se sienta solo y abandonado como yo ahora. Sin Beatrice, que se está muriendo, sin pelo. Sin Beatrice, que no aguanta más. Y yo no he podido siquiera reconocer la otra mitad de mi sueño. He huido de la chica a la que quería proteger toda la vida. Soy un cobarde.
No existo.
Dios no existe.
Me despierto de golpe. Feliz. Solo era un sueño. Beatrice está bien. Tiene el pelo rojo. Y es mi auténtico sueño. Y Dios sigue existiendo, aunque yo no me lo crea, pero eso no cambia nada. Entonces oigo una voz que me dice:
—¿Leo?
Me despabilo y no reconozco aquella cara. No estoy en mi cama. Jack Sparrow no me mira desde la pared con sus ojos alucinados y me estoy muriendo de frío. Estoy en mi banco y delante de mí está Silvia con un policía. Esto sí que es un sueño. ¿Mi sitio mágico, Silvia y un policía? Miro el vacío.
—¿Te encuentras bien? —me pregunta Silvia con ojos hinchados de sueño y quizá de lágrimas.
La miro y no entiendo.
—No.
El poli habla por un aparato que no reconozco en la oscuridad.
—Encontrado.
Silvia se sienta a mi lado, me rodea los hombros con un brazo y apretándome con dulzura me dice:
—Volvamos a casa.
Miro el agua negra del río, en el que se reflejan los faros como peces prisioneros. Mi alma está así ahora. Muchos peces de papel desaparecidos. Prisioneros del agua. Ya no volverán. Y la palabra «casa» es como todas las demás, o peor: porque a saber lo que me espera. Apoyo la cabeza en el hombro de Silvia y comienzo a llorar, porque soy malo.
No quiero tocar. No quiero comer. No quiero hablar. Estoy castigado por lo que he hecho. Es justo, me lo merezco. Papá y mamá me estaban esperando desesperados: con ojeras, el rostro descompuesto. Nunca los había visto así. Por mí. Eran las cuatro de la madrugada. Pero he conseguido lo que quería. Por fin he encontrado la manera de defenderme de este escorpión venenoso que es la realidad. Odiar es el único modo de ser más venenoso que el escorpión. Un odio veloz como el fuego que devora el papel y la paja, un odio que quema todo lo que toca, y que cuanto más toca, más se aviva. Ser malo. Estar solo. Ser fuego. Ser hierro.
Esta es la solución. Destruir y resistir.
Cinco horas de clase. Cinco horas de guerra. He mandado a la profe Massaroni-abrigo-de-piel-de-perro a hacer puñetas cuando me ha preguntado qué hacía con el móvil. Nota en la agenda. He estado ausente durante toda la hora de inglés y nadie se ha dado cuenta. He batido el nuevo récord de
snake
durante la hora de filosofía, mientras el Soñador hablaba de un fulano que decía que la muerte no existe, porque cuando estás vivo no hay muerte y cuando estás muerto estás muerto y por tanto tampoco hay muerte.
Me ha parecido una chorrada colosal, para variar. Beatrice antes estaba viva, pero ahora se está muriendo. Como decía aquel poeta, «la muerte se expía viviendo». Me parecía únicamente una de esas patochadas de los poetas, pero por desgracia es cierta. Beatrice se ha vuelto irreconocible, o mejor dicho: yo no la reconocí. La muerte envenena todas las cosas de la vida. La filosofía es inútil. El T9 no tiene la palabra «Dios», lo que demuestra que Dios no existe.
Snake
es la única posibilidad que te queda para no darle más vueltas al tarro.
Después el Soñador ha abierto su inseparable bolsa, de la que puede extraer cualquier libro o enciclopedia, como de los calzoncillos de Eta Beta.
[3]
Porque hay momentos en que también parece un extraterrestre. A veces hasta prescinde de los libros, los deja sobre su mesa por si los necesita. Dice que para él los libros son como un trozo de casa, donde los tiene se siente en casa. ¡Los libros... menuda chorrada! Todas esas líneas llenas de historias y de sueños no están a la altura del número de la habitación de hospital con Beatrice transformada en una niña que vuelve a las entrañas de la tierra: devorada.
El Soñador va a leer unas cartas de miembros de la Resistencia condenados a muerte antes de ser ajusticiados, uno de sus temas no incluidos en el programa. No sé cómo lo hace, pero el Soñador siempre tiene algo que decir ante lo cual no puedes hacer oídos sordos. Pero ¿por qué no me deja en paz? Lo escucho solo porque es inevitable, dado que es imposible cerrar las orejas como los ojos, pero no creeré una sola palabra. Y que después se vaya al infierno. Ya está leyendo:
—«4 de agosto de 1944. Papá y mamá, yo, que no he querido vivir sino por el amor, muero arrasado por el tenebroso vendaval del odio. Dios es amor y Dios no muere. No muere el Amor...»
El Soñador hace una pausa.
—¡Chorradas!
Me elevo como el fuego, quemando los sueños de papel y las palabras de paja. La palabra se estampa con violencia contra la cara del profe, como un puño claveteado de guerrero de la noche. Todos se vuelven hacia mí con ojos inertes en vez de quedarse boquiabiertos ante la primera declaración sincera jamás pronunciada en el instituto. Los abrasaría a todos, menos a Silvia. También el Soñador me mira, convencido de no haber comprendido.
—¡Chorradas! —repito desafiándolo.
Veamos qué hace ahora, ahora que alguien se atreve a llamar las cosas por su nombre y a destruir su castillo de naipes literarios. Calla un minuto. Parece buscar algo que no consigue encontrar en su interior. Luego, con voz absolutamente serena, pregunta:
—¿Tú quién eres para juzgar la vida de ese hombre?
Respondo instantáneamente; ha echado gasolina sobre mi fuego:
—No son más que ilusiones. La vida es una caja vacía que llenamos de bobadas para que nos guste, hasta que ocurre cualquier cosita y pum... —hago un silencio mientras gesticulo muy teatralmente con las manos como si formara una pompa de jabón que estalla—, te encuentras sin nada. Aquel hombre quiso creer que morir por una causa que consideraba justa daba un sentido a su vida. Dichoso él. Pero no es más que una película para que la píldora sea menos amarga. La caja sigue vacía.
El Soñador me mira de nuevo y guarda silencio. Luego surge de aquel silencio con un lapidario y tranquilísimo:
—¡Chorradas!
Las suyas contra las mías. Sea como sea, se trata de chorradas. Pero me ha hecho daño. Cojo la mochila y salgo, sin dar tiempo al Soñador a decir nada más. El fuego quema y sigue destruyendo. No regreso para dar explicaciones. Que me catearan, que me hicieran perder el curso, todo me daba igual. Nadie sabe justificar lo que pasa y si esto es lo que hay, yo por qué tengo que meterme en nada. Estaba solo y me siento fuerte por primera vez. Soy fuego y quemaré el mundo entero. No voy a llamar a Niko, porque no entendería un carajo. No voy a llamar a Silvia, porque ya no la necesito.