Read Blanca como la nieve roja como la sangre Online
Authors: Alessandro D'Avenia
Tags: #Drama, romántico
—Perdóname, Leo, por lo del otro día en el partido... imagínate si te mueres... me habrías dejado aquí solo con ese hatajo de pringados... se habrían acabado los Piratas, los piques, la música... no vuelvas a gastar estas bromitas...
Sonrío feliz. He recuperado a Niko. Prácticamente no nos habíamos dirigido la palabra desde el partido. Ninguno de los dos quería pedir disculpas. Tenía que hacerlo él. Yo me había encontrado mal y punto.
—¿Para cuántos días tienes?
—De escayola, más órnenos un mes; por suerte es una fractura abierta...
—Bien, entonces solo te perderás un partido. Ojalá podamos ganar sin ti...
—Haz jugar a Tranca. No es bueno con los pies, pero sabe ubicarse en el terreno. Tendrá que entrenarse un poco más. Además, el próximo partido no es complicado...
—Pero sin ti no me divierto, Pirata...
Sonrío.
—Ya verás que me repongo enseguida y luego iremos por esa copa. Nadie puede parar a los Piratas, Niko, nadie... Y no olvides que tenemos una cuenta pendiente con el Vándalo...
Niko se pone de pie y se coloca en posición de himno nacional italiano. Con la mano sobre el corazón canta en voz alta y yo lo sigo. Cantamos a grito pelado. Cuando la enfermera entra para ver qué está pasando, rompemos a reír...
—¡Como no os portéis bien, a los dos os pongo anestesia total! ¿Es que tú ni enfermo puedes portarte como es debido? De repente, Niko la mira serio y arrobado.
—¿Quieres casarte conmigo? La enfermera, desarmada, se echa a reír. Niko se vuelve hacia mí, suspirando.
—Me ha dicho que sí.
También el resto de la clase viene a verme. Estoy contento. A saber por qué para ser el centro de atención hay que estar tan hecho polvo. En la vida hay veces que te dan ganas de hacer algo espectacular para que ya nadie te pueda seguir ignorando: para que todo el mundo te mire y hable de ti. Sobre todo en aquellos momentos en que te sientes solo y lo que quieres es escupir tu soledad a la cara de los demás. Entonces te da por tirarte de una ventana, así todos esos capullos que te dejan solo entenderán lo que estás sintiendo y lo que significa dejar solo a alguien. En cualquier caso, parece que no hay nada mejor que el dolor y la desdicha para que el mundo se ocupe de ti y te quiera.
Me han traído mis cómics preferidos. Silvia ha pintado un cuadro para mí. Es pequeño. Hay una barca en medio del mar, cuya proa apunta hacia el horizonte azul, donde el cielo y el mar se mezclan. Es como si estuviese pintado desde dentro de la barca. Lo he colgado enfrente de mí. Me hace compañía, cuando me quedo solo en esa habitación de hospital. Es una habitación doble, pero de momento estoy solo. Menos mal. Me avergonzaría mogollón mear en la cuña delante de otro, y aún peor si la sostuviera una enfermera. .. Durante un instante envidio a
Terminator
, al que no le da el menor apuro mear delante de tropeles de perros y filipinas. Los perros no saben siquiera ruborizarse.
Niko me ha traído un CD. Lo escucharé con calma y podremos tocarlo cuando me levante. Mis otros compañeros también me han traído cosas. Es bonito ser el centro de atención, aun a costa de unos huesos rotos.
Es bonito dejarse querer...
Desde hace unos días tengo un compañero de habitación. Un hombre corpulento. Inmenso. Un elefante urbano. Se ha fracturado dos vértebras. Tiene que permanecer inmóvil y hacerlo todo en la cama: hasta sus necesidades. Detesto su olor. Mira continuamente el techo o la tele, que está más o menos en el techo. Hablamos de vez en cuando. Es un tipo simpático. Pese a que está hecho una pena, no pierde la calma. Solo se enfada a veces, cuando tiene dolores o no puede dormir. Tiene mujer, que lo cuida. Su hija y su hijo lo visitan con frecuencia.
Es bonito tener una familia a tu lado cuando estás malo. ¿Qué haces si no tienes familia, mujer, hijos? ¿Quién cuida de ti cuando estás malo? Gracias al Elefante he comprendido lo que significa tener una familia. No es que yo no tenga una. Pero he comprendido lo que hasta ahora no había comprendido. Porque las cosas tienen que pasarte para descubrirlas y comprenderlas. Y por eso tu padre y tu madre te parecen dos coñazos profesionales, que están ahí solo para prohibirte hacer las cosas que te apetecen.
Gracias al Elefante, a su mujer y a sus hijos ya no tengo dudas: de mayor quiero tener una familia unida como la suya. Porque aunque estés malo lo aguantas bien y consideras que tu vida ha tenido sentido: sabes que hay alguien que te quiere cuando estás malo. Alguien que soporta tu olor. Solo quien bien te quiere con tu olor te quiere de verdad. Te da fuerzas, te da serenidad. Y me parece un buen modo de defenderse contra los dolores que surgen en la vida.
Esto tengo que recordarlo. Sí, debo recordarlo para incluirlo en mi sueño cuando sea mayor. Con Beatrice. Desde ahora ya amo su perfume. El perfume irresistible de los sueños, de la vida, del amor.
Entra el Soñador. No me lo puedo creer. Un profesor visitando a un alumno en un hospital. Mejor dicho, un suplente. Me siento un rey que toca el cielo con un dedo o algo semejante. El Soñador se sienta al lado de la cama y me habla del instituto. Los exámenes, los deberes y algo sobre el programa. Ya estamos terminando el cuatrimestre, las vacaciones de Navidad están a la vuelta de la esquina. En la pizarra han aparecido los adornos plateados y Barba, el conserje con una barba tan larga y tupida que en ella podrían colgarse las bolas de Navidad y las luces, ha preparado su árbol medio seco. Me lo imagino, siento no estar ahí, en uno de esos raros momentos en que el insti se vuelve divertido.
El Soñador me cuenta que a mi edad él también se rompió un brazo jugando al fútbol. Me enseña la cicatriz que le ha quedado de la operación. Por suerte, a mí no han tenido que operarme y no estaba consciente cuando me recolocaron el hueso. Cuánto dolor te ahorras cuando estás dormido. El problema empieza al despertarte.
En fin, el Soñador es francamente divertido, porque te cuenta las cosas como otro cualquiera. O sea, que es normal. Tiene una vida como la mía. Me cuenta incluso un chiste, que no da risa, pero yo me río para no chafarle la intención. Me pregunta cómo llevo mi sueño y le cuento hasta dónde he llegado. Y le digo que todo se ha hecho añicos con el accidente y que no sé si quiero seguir, pues cada vez que lo intento pasa algo malo: primero Beatrice, ahora yo. El Soñador sonríe y me dice* que eso forma parte de los sueños verdaderos.
—Los sueños verdaderos se construyen con obstáculos. Si no, no se transforman en proyectos, sino que se quedan en sueños. Esta es justo la diferencia entre un sueño y un proyecto: los azotes, como en el cuento de mi abuelo. Los sueños ya existen, se van revelando poco a poco, tal vez de manera distinta de como los habíamos soñado...
Estaba a punto de hacerme creer que tenía suerte de estar en cama con la espalda rota. Rechazo la idea y se lo digo.
—No me cabía duda.
Reímos. Sin embargo, me explica que si estoy en esa cama es porque estaba haciendo algo especial, estaba cumpliendo mi sueño llevando la carta. Y si un sueño tiene tantos obstáculos, significa que es el oportuno. Le brillan los ojos. Al despedirme de él, me confundo y lo llamo Soñador. Ríe y añade que sabe que lo llamo así. Se marcha y me muerdo los labios porque el Soñador lo encaja todo, hasta los apodos. ¿Quién ha dicho que para tener autoridad hay que ser antipático?
La visita del profe me ha puesto de buen humor: tengo ganas de salir de aquí, de cenar con mamá y papá, de sacar a
Terminator
a mear, de tocar con Niko, de besar a Beatrice... Aunque, en el fondo, el Soñador me cabrea un poco y es que... me da rabia reconocerlo... quiero ser como un suplente pringado de historia y filo.
Mi madre ha encontrado la carta. Está manchada de sangre y asfalto. Estaba en el bolsillo de los vaqueros. Los vaqueros los ha tirado. Estaban rotos. Pero antes de tirarlos ha rebuscado en los bolsillos. Dos euros. Un elástico. Un cromo de Bart. Chicles. Una carta. Mi sangre está en esa carta. Ya agrumada y seca. Y enmarca el nombre de Beatrice. Es la segunda vez que doy sangre por ella. Y ello me hace feliz, como la primera vez. Releo la carta. Es una carta bonita, aunque hay palabras ilegibles, manchadas como están de sangre. Tengo que encontrar la forma de hacérsela llegar. ¡Si pudiera levantarme solo de esta cama!
Gandalf también ha venido a visitarme. No me lo esperaba. Tiene veinte mil clases, al menos ocho millones de alumnos, su parroquia y un centenar de años y de kilos que llevar a cuestas todos los días, con ese cuerpo transparente que se parece al Espíritu Santo en el que tanto cree... y sin embargo viene a visitarme. No es que me moleste, más bien me conmueve. No me lo esperaba. Me pide que le cuente qué ha pasado. Se lo cuento todo, también lo de la carta. Me siento a gusto. No le digo que se trata de Beatrice, me voy por las ramas. Me dice que soy un hijo predilecto de Dios. Yo le digo que no quiero oír hablar de Dios, porque si existiese no habría dejado que Beatrice enfermara.
—Si Él es omnipotente y omnitodo, ¿por qué me ha hecho esto? ¿Por qué ha querido hacerme sufrir y hace sufrir a otros como yo que no hacen nada malo? ¿Cómo voy a ser su hijo predilecto? No entiendo a Dios. ¿Qué clase de Dios eres si existe el mal?
Gandalf me dice que tengo razón. ¿Cómo que tengo razón? ¿Lo provoco y me da la razón? Anda... Los curas deberían al menos defender sus posturas. Gandalf me asegura que también Jesús, que era el Hijo de Dios, se sintió abandonado por su Padre, y se lo gritó en el instante de su muerte.
—Si Dios trató así a su hijo, tratará igual a todos los que considera sus hijos predilectos.
¿Qué clase de razonamiento es ese? Sin embargo, no he podido rebatirle, porque eso es —dice Gandalf— lo que cuentan los Evangelios.
—Para cualquiera es fácil concebir un Dios fuerte, no un Dios débil y que además se sintiera abandonado por su Padre en el instante de la muerte.
Gandalf ve la sangre en la carta que tengo cerca de mí sobre la mesilla. Y me dice que le recuerda su crucifijo: una carta dirigida a los hombres, firmada con la sangre de Dios, que nos salva con esa sangre. Detengo a Gandalf, si no me suelta un sermón de nunca acabar y no creo que sea lo procedente. Eso sí, me lo ha puesto difícil y además la idea de la sangre me gusta. Como he hecho yo con Beatrice. Puede que sea lo único cierto en toda esta cháchara sobre Cristo: el amor consiste en dar la sangre. El amor es rojosangre.
—Leo, no hay una respuesta convincente para el dolor. Sin embargo, desde que Cristo murió por nosotros en la cruz existe un sentido. Existe un sentido...
Lo abrazo tan afectuosamente como puedo. Cuando ya se ha marchado, reparo en que se ha dejado su crucifijo sobre la carta para Beatrice. Detrás de aquel trozo de madera en forma de T está escrito «Dar la vida por los amigos es el mayor amor que hay». No está mal como frase. Quiero recordarla. Guardo el crucifijo en el sobre, cuando vuelva al instituto tengo que devolvérselo a Ganfalf, y además me da vergüenza que me vean con un crucifijo: da mala suerte...
Estoy harto de seguir paralizado en la cama. Hartísimo. Los días no terminan nunca. La incomodidad de la postura y el brazo escayolado, que me pica tanto que me lo arrancaría. Los minutos no pasan. La única manera de llenarlos es no pensar. Tengo la tele encendida todo el rato porque así me mantengo distraído. Y es que si me concentro en mi cuerpo siento dolor; si me concentro en mis pensamientos siento todavía más dolor. ¿Por qué será que el dolor ha decidido convertirse en mi mejor amigo?
Como dice el Soñador, es necesario para que los sueños se hagan realidad, y por eso lo soporto, aunque prescindiría de él con mucho gusto. Porque tiene que haber otro modo de conseguir las cosas... probablemente sin esfuerzo... también me canso de ver la tele. No sé por qué, ya que estoy quieto en la cama. Pero es un hecho. La tele me cansa. Todo es igual: una anestesia total. La mitad de las historias de la tele tratan sobre los secretos de las personas; la otra mitad sobre lo que hacen las personas cuando se descubren sus secretos. Yo tengo un secreto, pero no se me ocurre ir a contarlo en la tele.
Mi secreto es Beatrice.
Silvia ha venido a verme. Me ha traído un libro. Es un libro de relatos breves.
—Así te entretendrás.
Silvia es como la resaca del mar: aunque no la oigas, siempre está. Y si la oyes, te mece. Si la amara, me casaría con ella ahora mismo, pero el amor no es resaca, el amor es tempestad. Le pregunto por Beatrice. Me cuenta que está otra vez ingresada. Para la segunda parte de la quimioterapia.
—Está aquí, en tu mismo hospital.
No me lo puedo creer. Duermo bajo el mismo techo que Beatrice y no lo sabía. La cosa me eleva a un éxtasis hipercinético. A Silvia apenas le digo nada porque el pensamiento es demasiado bonito para no disfrutarlo solo. Después quiero volver sobre él para hacer algo. Es más, voy a hacerlo enseguida.
—¿Por qué no le llevas mi carta? —pregunto a Silvia.
Me contesta que no procede y baja los ojos, casi triste. Quizá tenga razón. Beatrice duerme mucho durante la quimio; la deja agotada. Beatrice vomita con frecuencia. No se atreve a ir a verla para darle la carta de otro. Puede que no sea el momento oportuno. Creo que Silvia tiene razón.
Hablamos del insti. Erika-con-ka está saliendo con Luca. Parecen una pareja inseparable. Lo raro es que Erika-con-ka, que sacaba siempre buenas notas, ha suspendido ya dos exámenes. Un día antes estaba con Luca. Luca nunca ha estudiado mucho y saca a Erika-con-ka todas las tardes. Vaguean y se besuquean mogollón. Erika-con-ka dice que ha descubierto que en el fondo el estudio no es importante. Ahora que conoce el amor ve todo lo demás con otros ojos. Porque no hay nada como el amor para que uno se sienta bien. Erika-con-ka tiene razón, coincido con ella. Le digo a Silvia que la felicidad consiste en tener el corazón enamorado. Silvia me da la razón, aunque dice que resulta raro que se cambie de personalidad al enamorarse. Si Erika ha estudiado siempre, ¿por qué tiene que dejar de hacerlo ahora que está enamorada? Es como si se hubiera convertido en una simple Erica-sin-ka: no parece ella.
La agudeza de Silvia es sorprendente, no menos que la sencillez con que se explica. Me ha hecho dudar hasta sobre mi sueño intocable del enamoramiento. Le pregunto si alguna vez se ha enamorado. Silvia asiente y mira al vacío.
—¿De quién?
—Es un secreto. A lo mejor algún día te lo cuento.