Read Blanca como la nieve roja como la sangre Online
Authors: Alessandro D'Avenia
Tags: #Drama, romántico
Beatrice, por ejemplo, debe de haber sido una estrella en su vida anterior. Sí, porque las estrellas tienen una luminosidad cegadora alrededor: las ves de lejos, a millones de años luz. Son un conglomerado de materia roja incandescente y luminosa. Y Beatrice es así. La ves a cientos de metros de distancia y brilla con su pelo rojo. Quién sabe si algún día conseguiré besarla. Dicho sea de paso, dentro de poco será su cumpleaños. A lo mejor me invita a su fiesta. Hoy por la tarde iré a la parada del insti, así la veré. Beatrice es vino tinto. Me emborracha: la amo.
Cuando tienes un partido del torneo por la tarde no queda tiempo para hacer nada más. Has de prepararte mentalmente y saborear las emociones con calma. Cada gesto se vuelve importante y debe ser perfecto. El momento que más me gusta es el de ponerme las medias, que te acarician lentamente las canillas, como una armadura antigua, como las espinilleras de un caballero medieval.
Los rivales de hoy son de segundo B. La clase de los hijos de papá. Tenemos que hacerlos papilla. Piratas contra Pijos. El resultado es seguro, no así el número de muertos. Eliminaremos a todos los que podamos. La hierba artificial del campo de tercera generación me produce cosquillas en cada fibra de mi cuerpo. Ya resplandecemos en la tarde otoñal, aún cálida, con nuestra camiseta roja con una calavera en el centro y debajo nuestro nombre «Piratas». Estamos todos: Niko, Mechón, Patalarga y Esponja, que más que un portero parece una puerta blindada. Nuestro porte es el debido. Es lo que marca la diferencia. Los otros están llenos de granos y más que Pijos parecen Pringados.
Cuando aún no se han dado cuenta de con quién se las tienen que ver ya les hemos metidos dos goles. Uno lo marca Niko y otro yo. Dos auténticos piratas del área pequeña. El uno sabe siempre dónde se encuentra el otro, hasta con los ojos cerrados, espalda contra espalda, como dos hermanos. Al celebrar mi disparo venenoso y ajustado a un poste, reparo en Silvia, que está sentada mirando el partido con otras compañeras: Erika-con-ka, Elettra, Espárrago, Eli, Fra y Barbie. Hablan entre ellas. Como siempre. A las chicas el partido les importa un comino. Silvia es la única que aplaude mi gol. Y yo le mando un beso, tal como los grandes futbolistas agradecen a la grada. Algún día Beatrice será quien me mande ese beso. Le dedicaré mi gol más hermoso y correré hacia el público para enseñar a todo el mundo mi camiseta con el lema «I belong to Beatrice».
Ha muerto el marido de Argentieri. Ya no la veremos más: ha pedido la jubilación anticipada. Está destrozada. Bien es verdad que tiene dos hijos que están con ella, pero su marido era la razón de su vida, pues la historia y la filo dejaron de serlo hace mucho. El Soñador se queda con nosotros: definitivamente, los suplentes son gafes... Con tal de encontrar trabajo, hacen morir a los maridos de las pobres profesoras.
Total, que tenemos que ir al funeral del marido de Argentieri y yo no tengo ni idea de qué hay que hacer en estas cosas. No sé qué ropa ponerme. Silvia, la única mujer de la que me fío en cuestiones de estilo, me dice que debo ponerme ropa oscura, como un jersey azul y una camisa. También valen los vaqueros, ya que no tengo otros pantalones. En la iglesia hay mogollón de gente del insti. Me siento en uno de los últimos bancos porque tampoco sé cuándo hay que ponerse de pie ni cuándo hay que sentarse. Además, ¿qué hago si me encuentro con la profe? ¿Qué se dice en estas circunstancias? La palabra «condolencia» —¿se pronuncia así?— me suena vulgar. Mejor permanecer en la oscuridad. Así que me confundo en el grupo: invisible e insignificante.
El funeral lo celebra el sacerdote que también es mi profe de religión: Gandalf, con su cuerpo diminuto, casi de bolsillo, y un millón de arrugas pacíficas y vivaces, por cuya causa todos en el instituto lo llamamos Gandalf, como el brujo de
El Señor de los Anillos.
En el primer banco está sentada la profe Argentieri, negra por fuera, blanca por dentro. Se enjuga las lágrimas con su pañuelo; a su lado están sentados sus hijos. Un hombre de unos cuarenta años y una mujer un poco más joven, que está buena. Los hijos de los profes son siempre un misterio, pues nunca sabes si los profes tienen hijos normales: ¡les dan clases todo el santo día! Qué espanto debe de ser aquello...
Pero Argentieri está llorando y verla así me apena. Al final —ni que lo hubiese hecho a propósito— nos encontramos y ella me mira y me parece que espera algo. Le sonrío. Es lo único que me sale. Ella baja la mirada y sale detrás del féretro. Soy todo un pirata. Lo único que sé hacer frente a una mujer que ha perdido a su marido es sonreír. Me siento culpable. Quizá habría podido decir algo. Pero en ciertas situaciones no sé cómo comportarme: ¿qué culpa tengo yo?
De vuelta en casa, no me apetece hacer nada. Quisiera estar solo, pero no aguanto el blanco. Pongo música y me conecto a internet. Chateo con Niko sobre el funeral.
¿Quién sabe dónde está el marido de Argentieri?
¿Se ha reencarnado?
¿Es solo cenizas?
¿Sufre?
Espero que no sufra más, porque ya ha sufrido mucho. Niko no lo sabe. El cree que hay algo después. Pero no le apetece nada reencarnarse en una mosca. ¿Por qué pensará en la mosca? Me explica que se debe a que todos en su casa le dicen que da el coñazo como una mosca.
Dicho sea de paso, o realmente no tan de paso: no puedo olvidarme del cumpleaños de Beatrice. Es más, ahora mismo le mando un SMS: «Hola Beatrice, soy Leo, el de primero D con el pelo de loco. Se acerca tu cumpleaños. ¿Cómo lo celebrarás? Hasta pronto, Leo §:-)». No me responde. Me deja hecho polvo. He vuelto a hacer un papelón. Qué pensará ahora Beatrice. El típico pringado que lo intenta con un mensaje. Ese silencio entra en mi corazón como un pintor que quiere pintar las paredes de blanco, borrando el nombre de Beatrice y cubriéndolo con una capa uniforme. Unas tenazas de dolor, de miedo, de soledad salen de mi móvil mudo y me desgarran las entrañas...
Primero un funeral, luego Beatrice que no responde. Dos cierres metálicos blancos se cierran y para remate sobre aquel blanco rechinante está escrito «vado permanente». Se cierran y tienes que apartarte de ahí. No puedes pensar. ¿Y qué hago?
Llamo a Silvia.
Estamos dos horas al teléfono. Ella comprende que lo único que quería era tener a alguien cerca y me lo dice. Sabe entenderme al vuelo, incluso cuando hablo de otras cosas. Silvia seguramente ha sido un ángel en su vida anterior. Lo pilla todo al vuelo y al parecer los ángeles son así, si no, no tendrían alas. Al menos eso es lo que dice la Monja (Anna, una compañera de clase muy católica): «Cada uno tiene al lado su ángel de la guarda. A los ángeles solo tienes que contarles lo que te pasa porque entienden al vuelo las causas». No lo creo. Sin embargo, creo que Silvia es mi ángel de la guarda. Me ha subido el ánimo. He subido los dos cierres metálicos. Nos damos las buenas noches y me duermo tranquilo porque con ella puedo hablar siempre. Ojalá que Silvia esté siempre, también cuando seamos mayores. Pero yo amo a Beatrice.
Antes de dormirme miro la pantalla del móvil. ¡Un mensaje! Será la respuesta de Beatrice: estoy salvado. «Si no puedes dormir, aquí me tienes. S.» Cómo me gustaría que aquella S fuese una B...
Dadme un scooter, aunque sea un bativespino, y me comeré el mundo. Sí, porque cuando vas frente al insti y está Beatrice con sus amigos no puede haber nada mejor. No me atrevo a pararme, podría decirme delante de todos que no quiere recibir más mensajes míos de pringado. Así que me limito a pasar por ahí con el pelo revoloteando al viento bajo el casco y lanzarle una mirada como flecha de Cupido, que solo ella recibe. Eso me da una marcha a tope. Sí, porque sin esa marcha acabo en los sitios porno y me hago una paja. Pero después me siento aún más deprimido y tengo que llamar a Silvia, y como no puedo contarle la verdad le hablo de otra cosa. Pero ¿puede hablarse de estas cosas con alguien?
Menos mal que la estrella de rayos rojos ha vuelto la cabeza para mirarme. Sabe que soy el autor del mensaje y con su mirada me confirma que mi estar en el mundo sigue teniendo una razón de ser. ¡Estoy salvado!
Así que echo a volar en mi scooter por calles transitadas por millones de coches, y es como si no estuvieran. Todo el viento del mundo me acaricia la cara y yo lo bebo como se bebe la libertad. Canto «eres el primer pensamiento que me despierta por la mañana», y cuando me despierto realmente ya ha oscurecido.
He deambulado a ciegas sobre mi alfombra voladora, sin darme cuenta del paso del tiempo. Cuando estás enamorado el tiempo no debe existir. Pero mi madre sí que existe, no está enamorada de Beatrice y está furiosa porque no sabía dónde andaba metido. Pero ¿yo qué puedo hacer? Es el amor. Así son los momentos rojos de la vida: sin reloj. «Pero ¿se puede saber dónde tienes la cabeza?» Los mayores no recuerdan qué es enamorarse. ¿Qué sentido tiene explicarle una cosa a quien ya la ha olvidado? ¿Qué sentido tiene describirle el rojo a un ciego? Mamá no entiende y encima quiere que yo saque todos los días a mear a
Terminator
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Terminator
es nuestro salchicha pensionista. Come, se arrastra sobre su panza de metro y medio de largo y mea un millón de litros. Yo lo saco a hacer sus vertidos solo las veces que no me apetece hacer los deberes y le doy tiempo para que haga meadas de dos horas, pero con esa excusa lo que hago es fijarme en los escaparates y en las chicas. ¿Por qué será que los hombres compran perros? Tal vez para dar trabajo a las filipinas, que luego los sacan a mear. El parque está lleno de filipinas y perros .Y, si no hay filipina, quien paga el pato soy yo. De todas formas, los animales son meros comparsas.
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lo único que sabe es mear: vida de perros.
No consigo dormirme. Estoy enamorado, y cuando estás enamorado lo menos que te puede pasar es no dormir. Hasta la noche más negra se vuelve roja. Se te amontona tal cantidad de cosas en la cabeza que querrías pensar en ellas todas a la vez y el corazón no consigue calmarse. Y además resulta extraño porque todo te parece hermoso. Haces la misma vida de todos los días, con las mismas cosas y el mismo hartazgo. Y luego te enamoras y esa misma vida se vuelva grandiosa y diferente. Sabes que vives en el mismo mundo de Beatrice y entonces qué más da si el examen te sale mal, si se pincha la rueda del scooter, si
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quiere mear, si se pone a llover y no llevas paraguas. Te da lo mismo porque sabes que esas cosas son transitorias. El amor, en cambio, no. Tu estrella roja brilla siempre. Beatrice está ahí, tu amor está dentro de tu corazón y es grande, te hace soñar y nadie puede arrancártelo porque está en un sitio al que nadie puede llegar. No sé cómo describirlo: ojalá no se acabe nunca.
Así me he dormido, gracias a esta esperanza en el corazón. Basta que esté Beatrice para que la vida sea cada día nueva. El amor es lo que hace la vida nueva. Qué gran verdad es lo que acabo de decir: tengo que recordarlo. Me olvido mogollón de cosas importantes que descubro. O sea que me doy cuenta de que podrían serme útiles en el futuro, pero las olvido, igual que los mayores. Tal es el origen de al menos la mitad de los males del mundo. «En mi época estos problemas ni siquiera existían.» Exacto. ¡En tu época!
Puede que si anoto en alguna parte las cosas que voy descubriendo ya no las olvide y deje de cometer los mismos errores. Tengo una memoria pésima. Por culpa de mis padres: ADN de mala calidad. Hay una sola cosa que no olvido: mañana, partido de fútbol del torneo.
No es verdad. Hay otra cosa que no olvido: Beatrice no me ha respondido al mensaje. No tengo esperanza. Cubridme de blanco como a una momia.
Gandalf es un hombre hecho de viento; te da la impresión de que puede salir volando en cualquier momento como un globo y te preguntas cómo consigue sujetar hordas de alumnos bárbaros. Pero está siempre sonriente. Ha sembrado los suelos de mármol de todo el insti con sus sonrisas. Cuando te cruzas con él sonríe, también cuando entra en el insti, a diferencia de los otros profes. Es como si aquella sonrisa no fuese suya.
Entra en clase, sonríe y calla. Luego escribe una frase en la pizarra y todos esperamos ese momento. Hoy ha entrado y ha escrito: «Allí donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón».
Empieza el juego de siempre.
—¡Jovanotti!
—No.
—¿Max Pezzali?
—No.
—¿Elisa?
—No. Más atrás...
—Battisti...
—No.
—¡Ya lo sé! —grito desde el fondo abriendo los brazos en un gesto teatral que anuncia mi triunfo—. ¡El Tío Güito!
La clase estalla en una carcajada.
También Gandalf sonríe, en silencio. Nos mira y luego dice:
—Jesucristo.
—Ya nos la está jugando otra vez —intervengo—. Usted nunca puede prescindir de Jesús.
—¿Crees que iría vestido así si pudiera prescindir de él?
Sonríe.
—Pero ¿qué significa la frase?
Sonríe.
—¿Vosotros qué creéis?
—Como Gollum, que siempre dice «mi tesoro». No piensa en otra cosa, su corazón está allí —explica la Monja. Suele estar callada, pero cuando habla solo dice cosas profundas.
—No sé quién es el tal Gollum, pero si tú lo dices, me fío.
Gandalf no conoce a Gollum, parece absurdo, pero es así. Luego continúa:
—Significa que cuando nos parece que no pensamos en nada, en realidad estamos pensando en aquello que nos importa. El amor es una especie de fuerza de gravedad: invisible y universal, como la física. De manera inevitable, nuestro corazón, nuestros ojos, nuestras palabras, sin que nos demos cuenta desembocan allí, sobre lo que amamos, como la manzana con la gravedad.
—¿Y si no amamos nada?
—Imposible. ¿Te imaginas la Tierra sin gravedad? ¿O el espacio sin gravedad? Sería un continuo autochoque. Incluso quien cree que no ama nada, ama algo. Y sus pensamientos se dirigen hacia allí, sin que se dé cuenta. Lo importante no es si amamos o no, sino qué amamos. Los hombres siempre adoran algo: la belleza, la inteligencia, el dinero, la salud, a Dios...
—¿Cómo puede amarse a Dios, que no se toca?
—Dios se toca.
—¿Dónde?
—En su cuerpo, con la eucaristía.
—Pero profe, esa es una forma de hablar... una imagen...
—¿Creéis que yo puedo jugarme la vida por una forma de hablar? ¿Tú qué amas, Leo?, ¿en qué piensas cuando no piensas en nada?