Blanca como la nieve roja como la sangre (17 page)

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Authors: Alessandro D'Avenia

Tags: #Drama, romántico

BOOK: Blanca como la nieve roja como la sangre
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Así hemos ido a visitar el Anillo de Oro en Rusia cubiertos de mil capas de lana para protegernos del frío; hemos descansado a la sombra gigantesca del Cristo que domina Rio, hemos parado en silencio frente al Taj Mahal en India, un edificio extraordinariamente blanco apoyado sobre arena roja, que un rey indio hizo construir por amor a su esposa; hemos buceado en las aguas de la barrera coralina después de pasar por el teatro de la Ópera de Sidney; hemos participado en la ceremonia del té, puede que el primero que bebo en mi vida, en un rincón inolvidable de Tokio.

Aún nos queda navegar por el Danubio y contemplar un geiser islandés; comer un
cannolo
[4]
 
siciliano a la orilla del mar; tomar una foto en blanco y negro en el Sena; pasear mirando a todos los artistas por las Ramblas; abrazar a la Sirenita; robar polvo de la Acrópolis; comprar ropa en la Gran Manzana y ponérnosla enseguida en Central Park; pasear en bicicleta entre los canales de Amsterdam, procurando mantenernos en equilibrio para no caer al agua; tirar al menos una piedra de Stonehenge; dar un par de saltos por el borde de un fiordo noruego con el riesgo de despeñarnos y tumbarnos en un inmenso prado irlandés pensando que en el mundo solo existen dos colores: el verde y el azul... Tenemos todo el mundo por descubrir y explorar y el cuarto de Beatrice se transforma en todos los lugares gracias a nuestros paseos
super-low-cost.

—Beatrice, ¿adónde quieres ir en verano después de la selectividad?

Beatrice guarda silencio y eleva la mirada llevándose un dedo a la nariz y la boca, como quien busca una respuesta difícil.

—A mí me gustaría ir a la luna.

—¿A la luna? Un montón de polvo blanco sin gravedad, sumido en el silencio más profundo que puede haber...

—Sí, pero ahí se conservan todas las cosas que se pierden en la tierra.

—¿De qué hablas?

—¿No conoces la historia de Astolfo en el
Orlando furioso?
Es un caballero que va a recuperar la cordura de Orlando, enloquecido por amor, para que este pueda volver a luchar.

Muevo la cabeza y me imagino como Leo furioso, que ha perdido la cabeza por amor.

—Ya la estudiarás. Pero no es más que una fantasía... —añade Beatrice, casi triste.

—¿Qué irías a recuperar?

—¿Y tú? —me pregunta Beatrice.

—No lo sé, tal vez mi primera guitarra; me la dejé olvidada en un hotel de la montaña y nunca la pude recobrar; le tenía cariño, con esa guitarra aprendí a tocar... O tal vez mi scooter viejo... no lo sé... ¿Y tú?

—El tiempo.

—¿El tiempo?

—El tiempo que he desaprovechado...

—¿Desaprovechado cómo?

—Con cosas inútiles... el tiempo que no he usado para los demás: cuánto más habría podido hacer por mi madre, por mis amigos...

—Pero todavía te queda toda la vida por delante, Beatrice.

—No es verdad, Leo, mi vida ya se está parando.

—¡No digas eso, no lo sabes, todavía te puedes curar!

—Leo, la operación ha salido mal.

Enmudezco. No puedo imaginarme el mundo sin Beatrice. No puedo soportar el silencio que se haría. Inmediatamente desaparecerían todas las ciudades que tenemos que visitar, bellezas inútiles si me quedo solo. Todo perdería sentido, se volvería blanco como la luna. Solo el amor da sentido a las cosas.

Beatrice, si como los esquimales para la nieve, tuviéramos quince maneras de decir te amo, yo las usaría para ti todas.

Fuera de la casa de Beatrice la luz de mayo chorrea sobre mí como la ducha tras los partidos con Niko. Y cuando cierro el grifo ya estoy en la puerta de la casa de Silvia para el temible, infinito repaso de italiano antes del examen de todo el programa del segundo cuatrimestre.

Estudiamos hasta muy tarde. Son las once cuando la madre de Silvia entra tímidamente en el cuarto y nos pregunta si nos apetece un refresco. Así, mientras bebemos un vaso de Coca-Cola que nos despierta un poco, Silvia me propone salir al balcón a tomar un poco de aire. Da la impresión de que la Vía Láctea se ha sacado brillo por nosotros. Empiezo a explicarle a Silvia algunas constelaciones. Repito lo que me ha enseñado mi padre, añadiendo alguna cosita de mi propia cosecha... Señalo con el índice las estrellas casi invisibles en el resplandor de la ciudad, que componen mis constelaciones preferidas: Perseo, Andrómeda y Pegaso.

Cuento a Silvia, que desplaza lentamente la mirada de mi dedo al cielo, como si el firmamento lo estuviese dibujando yo, la historia de Perseo que vence a Medusa, cuya mirada transformaba en piedra, y de cuya sangre surgió, blanco como la espuma del mar, el caballo alado: Pegaso, que sigue flotando libre por la Vía Láctea. Perseo, que encuentra a Andrómeda atada a una roca, donde iba a devorarla un monstruo marino, pero aquel la libera. La libera del monstruo.

—Mi padre me ha hecho descubrir que el cielo no es una pantalla. Yo lo veía siempre como un televisor, con puntos de colores aquí y allá, repartidos al azar, sobre la superficie. Pero si lo miras bien el cielo es como el mar: es profundo, casi puedes percibir la distancia que hay entre las estrellas y te asusta tu pequeñez. Y aquella profundidad repleta de miedos la llenas de historias. Verás, Silvia, yo no lo creía, pero el cielo está lleno de historias. Antes no las veía, ahora las leo como en un libro. Mi padre me ha enseñado a ver las historias, porque si no se escapan, se esconden, se extienden como hilos invisibles de una trama entre estrellas...

Silvia me escucha observando los puntos luminosos sobre el fondo uniforme; a su lado el olor de la ciudad parece mitigarse y hasta las calles parecen perfumadas. El corazón de Silvia rezuma paz, Silvia sonríe.

—La gente es semejante a las estrellas: tal vez brillen lejos, pero brillan y siempre tienen algo interesante que contar... pero igual que la luz de las estrellas, se necesita tiempo, a veces mucho tiempo, para que las historias lleguen a nuestro corazón, como la luz a los ojos. Además, hay que saber contar las historias. Tú las cuentas bien, Leo, pones pasión. A lo mejor algún día te conviertes en astrofísico o en escritor...

—¿En astro qué? No, yo no valgo para predecir el futuro...

—¿Qué has entendido, bobo? Un astrofísico estudia el cielo, las estrellas, las órbitas celestes.

—Quién sabe... me gustaría. Pero para mí que hay que estudiar demasiadas mates. Aunque la Vía Láctea es una de las pocas cosas blancas que no me aterrorizan...

—¿Y eso?

—Será porque en realidad ese blanco está hecho de muchos puntitos luminosos, unidos entre sí... y cada una de esas uniones oculta una historia que hay que recordar...

—Claro... Solo las historias bonitas merecen tener constelaciones...

—Tienes razón. Fíjate en cómo Perseo libera a Andrómeda y en cómo Pegaso revolotea blanco y libre...

—Se necesita un poco de imaginación, pero...

Interrumpo las palabras de Silvia que flotan en el aire límpido y alcanzan las estrellas, como si pudieran oírnos.

—Yo quisiera poder liberar a Beatrice de aquel monstruo, como hizo Perseo. Y huir montado en un caballo alado...

—Sería bonito...

—¿Tú crees que podría ser escritor?

—Cuéntame una historia...

Guardo silencio. Miro una estrella más roja que las otras, centelleante.

—Había una vez una estrella, una estrella joven. Igual que todas las estrellas jóvenes, era pequeña y blanca como la nieve. Daba sensación de fragilidad, pero eso se debía a que la luz que desprendía la volvía casi transparente, todo luz. La llamaban Enana, porque era pequeña. Blanca, porque era luminosa como la nieve. Enana Blanca; Enana, por abreviar. Le gustaba dar vueltas por el cielo y conocer otras estrellas. Con el paso del tiempo, Enana creció y se volvió roja y grande. Ya no era Enana, sino Gigante. Gigante Roja. Todas las estrellas la envidiaban por su belleza y sus rayos rojos, como cabellos infinitos. Pero el secreto de Gigante Roja consistía en permanecer Enana en su interior. Sencilla, luminosa y pura como Enana, aunque parecía gigante y roja. Por eso Enana Roja sigue centelleando en el cielo, del blanco al rojo y viceversa, porque es ambas a la vez. Y no existe mayor beldad que ella en el cielo. Ni en la tierra.

Callo. Mi historia no es una historia. No hay ninguna historia, pero esto es lo que me ha inspirado aquella estrella luminosa. Señalo la estrella.

—Quiero dedicarte esa estrella a ti, Silvia.

Una sonrisa blanca y roja ilumina el rostro de Silvia, como si su cara fuese un espejo capaz de reflejar a millones, quizá a miles de millones de años luz, los destellos de su estrella.

Silvia apoya la cabeza sobre mi hombro y cierra los ojos. Y yo en silencio contemplo a Perseo, Andrómeda, Pegaso. El cielo se ha convertido en una enorme pantalla cinematográfica oscura, a punto de proyectar todas las películas que deseamos mientras, sin hacer ruido, algo pequeño y luminoso se arrincona en mi corazón, como el grano de arena que se oculta en la ostra para transformarse en perla.

—Te quiero —dicen los ojos de Silvia.

—Yo también —responden los míos.

La profe de italiano me examina y me pregunta por qué he esperado hasta ahora para empezar a estudiar. Miro a Silvia, está moviendo ligeramente la cabeza, así que me trago la respuesta que me disponía a darle a la profe, aunque sé a quién debo agradecer mis progresos. En el examen me ha salido mal solo una cosa: me equivoco en los subjuntivos.

—¿Por qué te equivocas en todos los subjuntivos, Leo? Casi parece que lo haces adrede. Te equivocas hasta en los más sencillos...

De nuevo guardo silencio y maldigo el día en que para que me aceptaran en el grupito en el que quería estar en tercero de primaria decidí no usar los subjuntivos porque ahí nadie los usaba. Para estar en un grupo puede renunciarse al subjuntivo, pero no para hablar en italiano. Así que me pone un siete en vez de un ocho.

Desde mañana repetiré frases en subjuntivo, me guste o no. Vaya, lo acabo de hacer. Me gusta, aunque tendré que corregirlo en todo lo que escriba. Si quiero convertirme en escritor debo aprender a usar el subjuntivo. Bien es verdad que el subjuntivo no es necesario para vivir, pero con el subjuntivo se vive mejor: la vida se llena de matices y posibilidades. Y yo solo tengo esta vida.

Voy a visitar a Beatrice; está escribiendo su diario. También ella, como Silvia. Me recibe con una sonrisa y me pide que la ayude a escribir. Su diario no lo lee nadie; a mí me permitiría hacerlo, con la condición de que escribiese por ella.

—Si me ayudas a escribir, te lo dejo leer —me dice, y me parece entrar en la habitación que contiene todos los secretos del mundo.

Tiene una tapa roja y las páginas son blancas. Blancas sin renglones. Lo peor que me puede pasar...

—Beatrice, yo no sé escribir sobre hojas en blanco. Puedo echarlo todo a perder...

Digo esto mirando el orden perfecto de la escritura de Beatrice. Arriba a la derecha, la fecha, y después pensamientos contados con una letra delicada, elegante, discreta. Recuerda un vestido blanco en un día de viento primaveral. Leo el párrafo que está escribiendo: «Querido Dios». ¿Cómo «Querido Dios»? Sí: «Querido Dios...».Beatrice escribe cartas a Dios. Todo su diario se compone de breves cartas a Dios, en las que le cuenta cómo son sus días y le confía sus miedos, alegrías, tristezas, esperanzas. Leo en voz alta la última parte de la carta de aquel día, porque ella me lo pide, para retomar el hilo y continuar escribiendo.

—«... Hoy estoy muy cansada. Me cuesta mucho escribirte. Sin embargo, tengo tantas cosas que contarte, aunque me consuela el hecho de que ya las conoces todas. Aun así, me gusta hablarte de ellas, me ayuda a comprenderlas mejor. Me pregunto si en el cielo podré tener de nuevo mi pelo rojo... si me lo hiciste rojo será porque te gustaba así, lleno de vida. Así que a lo mejor lo recupero.»

Poco ha faltado para que la voz se me quebrara durante la lectura, pero he podido evitarlo.

—Vale, ahora sigue escribiendo tú: «Hoy me fatigaba mucho escribirte, me dolía la mano. Por suerte me has mandado a Leo, uno de tus ángeles de la guarda...».

Nunca me he visto como guarda, ni aún menos como ángel, pero no me desagrada en absoluto. Leo, el ángel de la guarda. Suena bien. Mientras, Beatrice se ha detenido a pensar. Fija en el vacío sus ojos verdes como un fondo marino olvidado, del cual está a punto de surgir un tesoro antiguo. Interrumpo aquella mirada.

—¿Eres feliz, Beatrice?

Sigue mirando el vacío y tras una pausa dice:

—Sí, soy feliz.

Cuando alzo la vista del diario, Beatrice se ha sumido en el sueño. Le hago una caricia y tengo la impresión de acariciar su debilidad. No me siente. Duerme. Me quedo observándola media hora sin decir nada. Mirándola veo más allá, algo que me espanta, porque no consigo darle un nombre. Releo lo que hemos escrito. Esta vez he sido yo quien ha hecho visible otra alma. El alma de Beatrice, con mi letra torcida y hacia abajo... todos los renglones los he escrito hacia abajo. Solo ahora me doy cuenta. No sé escribir sobre el blanco. Es como si todas las palabras se cayeran por una pendiente hasta destrozarse...

Luego ha entrado su madre y he salido. Su madre me besa en la frente y yo, que no sé qué hacer, la abrazo. Por el modo en que ella me da las gracias comprendo que he hecho lo adecuado. Desde que trato de vivir también por Beatrice me salen mogollón de cosas adecuadas. Esto también es amor, creo, porque después me siento feliz: el secreto de la felicidad es un corazón enamorado. Hoy sacaré a
Terminator

 a mear: ojalá tuviera que hacerlo toda la vida. Beatrice no lo puede hacer, yo sí. Esto también es vida.

Si Beatrice le escribe, Dios seguramente existe.

Pierdo tiempo escribiendo mis MNM (mensajes nunca mandados. ..) en el móvil. La verdad es que el T9 es más inteligente que yo. El T9 puede pensar setenta y cinco mil palabras y yo solamente mil. Vaya si es cierto. La de palabras que no sé, que no se me ocurren, palabras que no conozco y que el T9 me sugiere. No sé si germinación se escribe con «j» o con «g» y el T9 lo sabe. No sé si «hastío» lleva «h» y el T9 lo sabe. No sé si aceleración termina con «z» o con «c». Y cuando quiero escribir mamón a alguien, en la cuarta letra sale «puro» y entonces tengo que buscar un sinónimo menos ofensivo y pongo memo...

Pero ¿quién habrá inventado el T9? El que haya sido tiene que haberse forrado. Debo inventar algo que me haga ganar mogollón de guita. A lo mejor si me esmero más lo consigo. O quizá no. Y si escribo una novela lo haré con el T9. Pero ¿por qué me pierdo dándole vueltas a estas chorradas?

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