Blanca como la nieve roja como la sangre (15 page)

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Authors: Alessandro D'Avenia

Tags: #Drama, romántico

BOOK: Blanca como la nieve roja como la sangre
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Silvia rompe a reír. Yo permanezco serio y me pongo rojo, casi violeta. Sin embargo, cuando veo reír a la madre de Beatrice, también me pongo a reír. Nunca me he sentido tan ridículo y contento al mismo tiempo. La señora sonríe con una dulzura que raramente he visto en el rostro de un adulto: solo mamá sonríe así. Sonríe también su pelo color cobre, a ratos luminoso, a ratos apagado. Se levanta.

—Voy a llamar a Beatrice, veamos si puede.

Me quedo quieto, petrificado por el terror. Ahora comprendo qué estamos haciendo realmente. Estoy en casa de Beatrice y me dispongo a hablarle cara a cara por primera vez. Las piernas no tiemblan, flamean como una bandera, y toda la saliva se ha recogido en algún sitio, dejándome en la boca un Sahara en miniatura. Bebo un trago de Coca-Cola, pero mi lengua sigue tan seca como la leña de una chimenea.

—Venid.

Y yo no estoy para nada listo. Me he vestido al buen tuntún. Me tengo solo a mí mismo, y no creo que sepa bastarme. Nunca sé bastarme. Eso sí, está Silvia.

Me encuentro cara a cara con la sonrisa de Beatrice. Es una sonrisa cansada, pero una sonrisa auténtica. Su madre sale y cierra la puerta. Yo me siento frente a la cama; Silvia, en la punta. Beatrice tiene una fina capa de pelo rojo que le da aspecto de militar, aunque sigue siendo una perfecta mezcla de Nicole Kidman y Liv Tyler. Sus ojos verdes son verdes. Tiene el rostro tirante, pero delicado y rebosante de paz, con los pómulos dulces y el corte redondeado de los ojos. Toda su figura es una promesa de felicidad.

—Hola, Silvia; hola, Leo.

¡Sabe mi nombre! Se lo habrá dicho su madre, o me ha reconocido como el autor de los mensajes en el móvil. Ahora va a pensar que la persigo, que soy aquel pringado que le daba la lata con los SMS. Sea como sea, ha pronunciado mi nombre, y aquel «Leo» brotado de los labios de Beatrice de repente parece real. Silvia le coge la mano y permanece en silencio.

—Quería conocerte, es amigo mío —dice luego.

Estaba a punto de llorar de felicidad. Los labios se movían solos, aun sin saber qué debían decir.

—Hola, Beatrice, ¿cómo estás?

¡Vaya pregunta de mierda! ¿Cómo quieres que esté, estúpido?

—Bien. Solo un poco cansada. Verás, el tratamiento es un poco pesado y me deja sin fuerzas, pero estoy bien. Quería agradecerte que hayas donado sangre. Mi madre me lo ha contado todo.

Así que es verdad que mi sangre alimenta el pelo rojo de Beatrice. Me siento feliz. Felicísimo. Los pocos pelos rojos que le están creciendo en su cabeza desnuda son fruto de mi sangre. De mi amor rojosangre. Pienso tan intensamente en esto que se me escapa la siguiente estupidez:

—Me encanta que mi sangre pueda circular por tus venas.

Beatrice se explaya en una sonrisa capaz de descongelar en un segundo un millón de bastoncillos Findus y mi corazón redobla los latidos, tanto que las orejas se me calientan y creo que también se enrojecen. Enseguida le pido disculpas. He dicho una frase estúpida y sin el menor tacto. ¡Menudo imbécil! Quiero desaparecer en la oscuridad de aquel cuarto, de cuyo interior aún no he mirado nada, tan concentrado estoy en el rostro de Beatrice: el centro de la circunferencia de mi vida.

—No pasa nada. A mí me alegra tener tu sangre en mi corazón. Así que hoy no habéis ido a clase para venir a verme... gracias. Hace tanto que no voy al instituto, que todo me parece tan lejano...

Tiene razón. Comparado con lo que ella está pasando, las clases son un paseo. ¿Cómo es posible que a los dieciséis años estés convencido de que la vida son las clases y de que las clases son la vida? ¿De que el infierno son los profes y el paraíso los días de vacaciones? ¿Que las notas son el juicio universal? ¿Cómo es posible que a los dieciséis años el mundo tenga el diámetro del patio del instituto?

Sus ojos verdes relampaguean en su rostro de perla como fuegos en la noche, manifestando una vida que mana dentro de ella, como si fuese una fuente de montaña, oculta y silenciosa y llena de paz.

—Cuántas cosas quisiera hacer, pero no puedo. Estoy muy débil, me canso enseguida. Soñaba con aprender idiomas, con viajar, con tocar un instrumento... Ya no podré hacer nada de eso. Y además mi pelo. Me avergüenza que me vean así. Mamá ha tenido que convencerme para que os deje pasar. También he perdido el pelo, lo más bonito que tenía. He perdido todos mis sueños, igual que mi pelo.

La miro y no sé qué decir, ante ella me he convertido en una gota de agua evaporándose al sol de agosto y mis palabras vanas no son sino el aliento que se pierde en el aire. Y, en efecto, puntual e inoportuno como la campana del instituto digo:

—Te volverá a crecer, y también todos tus sueños. De uno en uno.

Sonríe con esfuerzo, pero los labios le tiemblan.

—Ojalá, eso es lo que deseo con toda mi alma, pero parece que mi sangre no quiere curarse. No para de pudrirse.

Una perla en forma de lágrima brota del ojo izquierdo de Beatrice. Entonces Silvia le acaricia la cara y recoge la lágrima como si fuese una hermana. Y un instante después ella también sale del cuarto. Me quedo a solas con Beatrice, que cierra los ojos, cansada y preocupada por la reacción de Silvia.

—Lo siento. A veces digo palabras demasiado fuertes.

Beatrice se preocupa por nosotros cuando tendría que ser al revés. Estoy a solas con ella y ahora tengo que confiarle el secreto de su curación. Yo soy tu felicidad, Beatrice, y tú la mía. Solo cuando ambos lo sepamos y nos pongamos de acuerdo, todo será posible, siempre. Me concentro para decirle que la amo, cojo carrerilla en mi interior, como si mi cuerpo fuese una pista de atletismo, pero no puedo arrancar. Te amo, te amo, te amo. Son solo tres letras más otras dos, puedo hacerlo. Beatrice nota mi vacilación.

—No hay que tener miedo a las palabras. Es lo que he aprendido con la enfermedad. Hay que llamar a las cosas por su nombre, sin miedo.

Por eso quiero decirte, por eso voy a decirte... por eso voy a gritarte que te amo.

—Aunque la palabra sea muerte. Yo ya no le tengo miedo a las palabras, porque ya no le tengo miedo a la verdad. Cuando tu vida es lo que está en juego, no soportas los rodeos.

Por eso ahora he de decirle toda la verdad, ahora. La verdad que le dará la fuerza para curarse.

—Hay algo que quiero decirte.

Oigo salir esas palabras de mi boca y no sé de dónde he sacado aquella frase ni quién ha tenido el valor de pronunciarla. No sé cuántos «Leos» hay dentro de mí, antes o después tendré que elegir uno. O mejor dejo que Beatrice elija al que más le guste.

—Dime.

Guardo silencio un minuto. El Leo que acababa de tener el valor de pronunciar la frase ya se ha escondido. Ahora tendría que decir «te amo». Lo encuentro escondido en un rinconcito oscuro, con las manos delante de la cara, como si algo monstruoso fuera a agredirlo, y lo convenzo para que hable. Anda, Leo, sal de ahí, como el león que sale de la espesura. ¡Ruge!

Silencio.

Beatrice espera. Me sonríe para animarme y me pone una mano en el brazo.

—¿Qué pasa?

Del contacto de su mano resulta un borboteo de sangre y palabras.

—Beatrice... yo... Beatrice... te amo.

En mi rostro se dibuja la típica expresión de examen de mates, a los que te presentas por si las moscas esperando que la profe diga con un gesto si te estás equivocando o no, para recular como si no hubieras dicho nada. La mano de Beatrice, frágil y pálida como la nieve, se posa sobre la mía cual mariposa, cierra los ojos unos segundos, respira hondo y, con los ojos otra vez abiertos, dice:

—Es bonito que lo digas, Leo, pero no sé si lo has comprendido: me estoy muriendo.

Aquel montón de sílabas cortantes como un huracán de espadas me deja desnudo ante Beatrice, desnudo, herido y sin defensas.

—No es justo.

Lo digo como quien se está despertando de una larga noche y se encuentra en medio de un sueño, cuando aún es incapaz de distinguir la realidad de la oscuridad. La verdad es que he susurrado, pero ella me ha oído.

—No es cuestión de que sea justo, Leo. Por desgracia, es un hecho, y este hecho me ha tocado a mí. Lo importante es saber si estoy preparada o no. Antes no lo estaba. Pero puede que ahora lo esté.

Ya no la sigo, no entiendo sus palabras, algo se rebela en mi interior y no quiero escuchar. ¿Mi sueño me devuelve a la realidad? Definitivamente, el mundo se ha invertido. ¿De cuándo acá los sueños te hacen ver la realidad? Algo invisible me está azotando y me quedo sin defensas.

—Todo el amor que he sentido a mi alrededor en estos meses me ha cambiado, me ha hecho tocar a Dios. Poco a poco voy dejando de tener miedo, de llorar, porque creo que cerraré los ojos y me despertaré cerca de él. Y ya no sufriré más.

No la entiendo. Mejor dicho, me enfado muchísimo. Yo escalo las montañas, surco los mares, me sumerjo en el blanco hasta el cuello y ella me rechaza así. He hecho de todo por conseguirla y cuando la tengo al alcance de la mano descubro que está lejanísima. Se me crispan los dedos, se me tensan las cuerdas vocales para ponerme a gritar.

Beatrice se acerca y me coge las manos crispadas, que se distienden, al tiempo que las cuerdas vocales se relajan. Tiene las manos calientes, y yo siento que mi vida sale de mis dedos al acariciar los suyos, como si a través de las manos nos pudiéramos intercambiar las almas o las almas ya no encontraran fronteras infranqueables. Luego ella deja mis manos delicadamente, dando al alma tiempo para volver a su cubil, y la siento zarpar de nuevo, lejos de mí, hacia un puerto que no conozco.

—Gracias por la visita, Leo. Ahora tienes que irte. Lo siento, pero estoy muy cansada. Pero me gustaría que volvieras a visitarme. Anota mi móvil, así me avisas cuando vayas a venir. Gracias.

Estoy tan confundido y helado que actúo sin pensar. Me hago el tonto, pues en realidad ya tengo su número, pero cuando me lo dicta caigo en la cuenta de que es distinto del que me dio Silvia hace tiempo. No puedo hacer preguntas, pero ahora se explican todos los mensajes sin respuesta. ¡Beatrice entonces no cree que sea un pringado y su silencio no era premeditado! Todavía me queda alguna esperanza. Puede que Silvia se equivocara, puede que le dieran mal el número, o sencillamente yo lo anoté mal. Mi memoria para los números es peor que la de mi abuela de noventa años. Me inclino y la beso en la frente. Su fina piel huele solo a jabón, sin dolcegabbana o calvinklein. Es su olor y punto. Beatrice y punto. Sin recubrimientos.

—Gracias a ti.

Me deja con una sonrisa, y cuando me vuelvo hacia la puerta noto que detrás de mí hay un abismo blanco que quiere masticarme y tragarme.

La madre de Beatrice me da las gracias y me dice que Silvia me está esperando abajo. Hago esfuerzos para mantener la serenidad.

—Gracias, señora. Si me da su permiso, me gustaría venir a ver a Beatrice. Y si necesita algo, solo tiene que pedírmelo. Llámeme cuando quiera... incluso por la mañana.

Ella ríe de forma franca.

—Eres un chico despierto, Leo. Lo haré.

Cuando salgo del portal, Silvia está ahí esperándome, apoyada contra una farola como si quisiera convertirse en uno de sus elementos. Me mira fijamente a los ojos, que apenas la distinguen, porque flotan en lágrimas. Me coge la mano y, fragilísimos como hojas, caminamos en silencio durante todas las horas que restan de aquel día, las manos entrelazadas, amparado cada uno no en su propia fuerza, sino en la que quería transmitir al otro.

Cuando regreso a casa, mi madre está sentada en el salón. Mi padre, sentado enfrente de ella. Parecen dos estatuas.

—Siéntate.

Pongo la mochila entre las piernas para defenderme de la furia que me embestirá dentro de un instante. Mi madre toma la palabra.

—Han llamado del instituto. Te juegas el curso. Terminantemente prohibido salir de casa desde hoy hasta que acaben las clases.

Miro a mi padre para comprender si se trata de la típica bronca de mamá que da lugar a una serie de contradicciones hasta convertirse en retirada de la paga o en prohibición de salir un sábado por la noche. Pero papá está mortalmente serio. Fin de la discusión. No digo nada. Cojo la mochila y subo a mi cuarto. ¿Qué más me da un castigo así? Si hace falta me fugo, solo faltaría que consiguieran retenerme en casa. Además, ¿qué podrían hacer si huyo? ¿Castigarme un año entero? Pues me volvería a escapar, hasta que me impusieran un castigo que durara toda la vida, pero eso no valdría de nada, pues la vida entera es un castigo y no tendría sentido sobreponer dos castigos. Uno de los dos sobraría. Me tumbo en la cama. Y mis ojos miran fijamente el techo, sobre el cual como en un fresco aparece el rostro de Beatrice.

«No sé si lo has comprendido: me estoy muriendo.»

Sus palabras me perforan como mil agujas las venas. No he comprendido nada de la vida, del dolor, de la muerte, del amor. Yo que creía que el amor triunfaba sobre todas las cosas. Iluso. Como todo el mundo: interpretamosel mismo guión en esta comedia, para ser masacrados al final. No es una comedia, sino una película de terror. Mientras me petrifico sobre mi cama, advierto que mi padre ha entrado en el cuarto. Está mirando por la ventana.

—Verás, Leo, yo también hice novillos una vez. Le acababan de regalar un Spider descapotable al hermano de un compañero de clase, y aquella mañana nos fuimos a la playa a probarlo. Todavía me acuerdo del viento que acallaba nuestras palabras dichas a gritos y aquel aguijón motorizado que cortaba el aire como un cilindro. Y luego el mar. Y de toda aquella libertad del mar que parecía nuestra. Los demás metidos dentro de las cuatro paredes del instituto y nosotros allí, veloces y libres. Todavía me acuerdo de aquel horizonte amplio y sin puntos de referencia, donde el único límite al infinito era el sol. En aquel momento comprendí que lo importante ante la libertad del mar no es tener un barco, sino un lugar a donde ir, un puerto, un sueño, que merezca toda aquella agua que hay que atravesar.

Mi padre calla, como si viese por la ventana aquel horizonte y la luz de un puerto distante como en un sueño.

—Si aquel día hubiese ido a clase, Leo, hoy no sería el hombre que soy. Y las respuestas que necesitaba las recibí un día que falté a clase. Un día en que por primera vez busqué solo lo que quería, exponiéndome a ser castigado...

No sé si mi padre se ha convertido en Albus Dumbledore o en el doctor House, pero lo cierto es que ha comprendido perfectamente cómo me siento. Casi no me lo puedo creer. Tengo que montar una bien gorda para descubrir quién es mi padre... Es la primera vez que me cuenta algo acerca de su pasado. En el fondo, lo conozco desde hace más o menos dieciséis años y no sé mucho de él, casi nada de lo realmente importante. Iba a decir algo pero hubiera resultado tan memo que me callo; menos mal que papá prosigue.

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