Blanca como la nieve roja como la sangre (20 page)

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Authors: Alessandro D'Avenia

Tags: #Drama, romántico

BOOK: Blanca como la nieve roja como la sangre
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Y de noche en la montaña se ven las estrellas como en ninguna otra parte. Papá suele contarme historias de las estrellas. Mamá escucha, mirándonos más a nosotros que a las estrellas. Una noche papá me cuenta la historia de la estrella que le regalé a Silvia y aquella luz, aún caliente, ilumina ese rincón de mi corazón que había cerrado con mil cerrojos.

No he podido abrir la carta de Silvia, tampoco la he traído. Sigo escribiéndole SMS, que no consigo enviarle. Eso sí, los guardo todos: categoría MNM.

Como también guardo todos los que ella me ha enviado antes. No puedo borrarlos. Debo de tener más de un centenar en el móvil y a veces, cuando no sé qué hacer, cuando no pienso en nada, cuando me aburro, cuando siento la necesidad, los leo al azar. Los repaso y elijo el mensaje que más me inspira. Treinta y tres: «Eres el chico más tonto que conozco, pero al menos no eres aburrido...».

Doce: «¡Acuérdate de traer el libro de historia, tonto!». Cincuenta y seis: «Ya está bien de bobadas. Salgamos y cuéntamelo todo». Veintiuno: «¿Cuánto calzas? ¿Cuál es tu color preferido?». Cien: «Yo también».

El mensaje más bonito: lo rellenaba con lo que quería y siempre me decía «yo también». Y nunca estaba solo. Era el número cien y daba buena suerte. Podría escribir una novela solo con SMS. De momento hay pocos personajes: Silvia, Niko, Beatrice y su madre, el Soñador y yo. Sí, el Soñador: tenía su número de móvil y este verano le ha mandado un mensaje para saludarlo y para preguntarle si su amigo, aquel que había tenido el problema con el padre, estaba mejor. Me ha respondido que, gracias a las palabras de Beatrice que leí en el funeral, su amigo había empezado a curarse de su herida. Entonces le he preguntado qué sabía su amigo sobre Beatrice. ¿Acaso lo había invitado al funeral?

«En cierto modo... Gracias, Leo, estoy encantado de haberte conocido.»

Respondo: «¿Gracias por qué?».

¿Podemos hablar de lo que sea a través de los SMS? Estoy convencido de que sí.

«Por haber tenido el valor de leer aquellas palabras. Reencontraremos a quienes hemos querido y nos queda toda la vida para pedir perdón.»

He releído esa respuesta al menos ciento veintisiete veces, era demasiado filosófica, y a la ciento veintiochena he comprendido tres cosas:

1) Llamo filosóficas a todas las «cosas» que son realmente importantes y quizá para esto sirva la filosofía...

2) Tengo que responder al SMS del Soñador: «¡Gracias a Beatrice, nos veremos pronto!».

3) No veo la hora de regresar a casa para leer la carta de Silvia.

Paso la noche mirando su estrella, luego mamá se sienta a mi lado en plena noche, bajo el aroma de los abetos y con su rostro reposado iluminado por la luna.

—Mamá, ¿cómo se ama cuando se ha dejado de amar?

Mamá sigue mirando el cielo, ahora tumbada junto a mí, que estoy mirando la Enana Blanca Gigante Roja llamada Silvia.

—Leo, amar es un verbo, no un sustantivo. No es algo que se establezca de una vez para siempre, sino que evoluciona, crece, sube, baja, se hunde, como los ríos ocultos en el corazón de la tierra, que sin embargo nunca interrumpen su curso hacia el mar. A veces dejan la tierra seca, pero discurren por debajo, en las cavidades oscuras, o ascienden y brotan, fecundándolo todo.

El cielo parece la caja de resonancia de aquellas palabras dulces, que solo en una noche así no resultan retóricas.

—¿Qué debo hacer, entonces?

Mamá calla durante al menos dos minutos hasta que por fin sus palabras manan del silencio como un río que tras grandes penalidades llega al mar.

—Seguir amando. No tienes por qué dejar de hacerlo: amar es un acto.

—¿Aunque la persona que amas te haya herido?

—Eso es normal... Hay dos tipos de personas que nos hieren, Leo: las que nos odian y las que nos aman...

—No entiendo. ¿Por qué quien nos ama tiene que herirnos?

—Porque cuando amamos, a veces nos comportamos como tontos. Puede que metan la pata, pero lo que hacen es poner a prueba... Hay que preocuparse cuando quien nos ama ya no nos hiere, porque eso significa que ha dejado de ponernos a prueba o que a nosotros ha dejado de importarnos esa persona...

—¿Y si de todas formas no consigues amar?

—Te falta experiencia. Nos engañamos mucho, Leo. Creemos que el amor está decayendo, cuando en realidad lo que nos está diciendo es que quiere crecer... como la luna: vemos solo un cuarto, pero la luna siempre está ahí entera, con sus océanos y sus cumbres, solo hay que esperar que crezca, que poco a poco la luz ilumine toda la superficie oculta... y para eso hace falta tiempo.

—Mamá, ¿por qué te casaste con papá?

—¿Tú qué crees?

—¿Porque te regaló una estrella?

Mamá sonríe y la luna ilumina la línea perfecta de sus dientes enmarcados por ese rostro que es capaz de calmar todas mis tempestades.

—Porque quería amarlo.

Mamá me revuelve el pelo para liberarme de las ideas tenebrosas que aún siguen metidas en mi cabeza, como hacía cuando era un niño miedoso y me escondía entre sus brazos.

Después no queda sino el silencio de quien mira la luna y el cielo y habla con quien desea, detrás de las estrellas.

¿Dónde la habré metido? No la encuentro, no la encuentro en ninguna parte. Desastre cósmico. Las clases comienzan mañana y yo no encuentro la carta de Silvia. ¡Fin, por lo menos esta vez, ayúdame! De repente veo la luz: el libro de historia. Menos mal que no lo he vendido como los otros, solo por no hacerle un feo al Soñador, que en ese libro encuentra tantas cosas, más de las que realmente contiene...

Ahí la había dejado, pero todavía no quiero leerla. Mis sueños se cumplen en un banco, ahí es donde quiero leerla y pensar con calma.

—¡Mamá, saco a mear a
Terminator
!

Corro, corro, corro. Corro como jamás lo había hecho en toda mi vida.
Terminator
arrastra la lengua por el suelo, recogiendo todo el polvo del universo, no puede seguirme. Cualquiera diría que él me ha sacado a pasear y que trata de frenarme.

Ahí está mi banco: vacío, solitario, rojo, esperando mis sueños. Suelto a
Terminator
para que se mueva a sus anchas, pues él también se siente feliz y se porta muy bien.

Abro la carta y veo la caligrafía de Silvia, esa letra que yo siempre he querido tener y que no tendré nunca.

Querido Leo:

Cojo papel y pluma para contarte un episodio que me ha hecho pensar en ti y porque necesitaba escribirte. Sé que estás furioso conmigo y que no quieres hablarme. Recibe esta carta como un desahogo que solo tú puedes entender.

Hace unos días salí de excursión con un grupo de amigos de mi familia. De pronto me encontré a solas con el hijo de uno de ellos. Se llama Andrea y está colgado por mí. Cuando nos quedamos solos se me acercó e intentó besarme. Lo rechacé y Andrea se quedó de piedra, se dio la vuelta y se marchó, como hiciste tú aquel día. Pero mientras miraba la espalda de Andrea, en mi fuero interno no encontraba fuerzas para reprocharme nada. Andrea no significa nada para mí. Aquel día, cuando miré tu espalda desde tu banco, algo se rompió en mi interior. He comprendido que el mundo solo lo puedo ver contigo.

Los griegos contaban que el hombre era al principio esférico y que Zeus para castigarlo de sus fechorías lo partió en dos. Las dos mitades deambulan por el mundo y se buscan. La nostalgia las impulsa a buscarse sin parar, y cuando se encuentren la esfera querrá unirse. Esta historia tiene algo de cierto, pero falla en algo. Cuando las dos mitades se encuentren de nuevo, cada una habrá vivido su propia vida. No serán como cuando se separaron. Sus extremidades no coincidirán. Tendrán defectos, debilidades, heridas. No basta con que se encuentren y se reconozcan. Ahora además tienen que preferirse, porque las dos mitades ya no coinciden perfectamente; el amor es lo único que hace aceptar las asperezas y el abrazo es lo único que las lima, aunque haga daño. Aquel día, Leo, descubrí que nuestras mitades no coinciden perfectamente y que solo el abrazo puede hacernos coincidir. Sin tu presencia el mundo se ha vaciado. Echo de menos cuanto es tuyo: la risa, la mirada, los subjuntivos que empleas mal, los SMS, nuestras charlas... Todas esas cosas insignificantes que lo son todo para mí, porque son tuyas.

Solo quería decirte esto. Para mí tu espalda nunca será igual a la de nadie. Cuando tú me das la espalda, la vida me da la espalda. Perdóname. Y, si puedes, acéptame de nuevo con mis defectos. Abrázame así. Como yo haré contigo. Nuestros abrazos nos cambiarán. Yo te quiero como eres, hazlo tú también, aunque no sea perfecta como Beatrice. Quisiera que tu banco se volviera nuestro: dos corazones y un banco. Como ves, me conformo con poco...

Alzo la vista y el río corre indiferente a los cambios mundiales, aquel río que ha recogido siglos de lágrimas, de alegría y de dolor, y las ha llevado donde tienen que estar las lágrimas: al mar, que por eso es salado. Aprieto mi amuleto de la suerte, que brilla azul en el azul de la mañana, y noto cerca a Beatrice, tan cerca que es como si estuviese viviendo con dos corazones, el mío y el suyo, con cuatro ojos, los míos y los suyos, con dos vidas, la mía y la suya.

Y la vida es lo único a lo que no se engaña, siempre que tú, corazón, tengas el valor de aceptarla...

Ya es de noche. Una de esas noches de septiembre en que los aromas, los colores y los sonidos parecen un arco iris capaz de unir el cielo con la tierra. Beatrice me mira desde su estrella. Llevo la guitarra en la mano y un perro salchicha a los pies:
Terminator
era la excusa necesaria para salir a esta hora sin levantar demasiadas sospechas. Llamo al telefonillo y le pido que se asome a la ventana de su dormitorio.

—Pero ¿quién es?

Cuando saca la cabeza por el segundo piso del que ya se ha convertido en un castillo de cuentos de hadas, le cuesta distinguirme en la oscuridad de la calle poco iluminada. Pero puede oír mi voz.

—Cuando escribiste la carta por mí, te prometí que cantaría para ti...

Silencio. Mientras afino la guitarra me pierdo en el azul oscuro del cielo y ataco:

Así nacen ya verás

los cuentos de hadas que quiero

tener en mis sueños...

Y que contaré

para volar a paraísos

que no tengo.

Y no es fácil quedarse

sin hadas que raptar,

ni es fácil jugar

si tú no estás...

En la oscuridad me imagino el rostro de Silvia escuchando, escuchando mi voz, y ya no me avergüenzo de nada, porque si tengo buena voz es para regalársela a ella:

Llévame contigo,

entre misterios de ángeles

y sonrisas diabólicas.

Y todo lo transformaré

en confeti de suave luz.

Y siempre me refugiaré

en colores que quedan por descubrir...

Estoy metido en todos los cuentos de hadas y reinventándolos todos, en clave urbana, para volverlos reales. Otros rostros salen del edificio encantado, atraídos por aquella serenata. Pero a mí me da igual, como al más libre de los hombres, que no tiene miedo de enfrentarse al mundo entero con tal de no perder lo que realmente importa.

Aire, respírame el silencio,

no me digas adiós

pero levanta el mundo...

Noto mi voz libre y a la vez con peso. El peso se lo dan los hechos por los que he pasado, aunque ya se han convertido en alas y plumas que la hacen volar, tan ligera como grave. Solo ahora que tengo peso, sé volar.

Aire, abrázame.

Volaré, volaré,

volaré, volaré...

Silencio. Cuando alzo la vista ya no está. Unos silban y me hacen pedorretas. Otros ríen, tal vez envidiosos. Y otros aplauden.

El portal del castillo encantado se abre. Una sombra viene hacia mí lentamente. Miro el rostro que se acerca en la penumbra.

—Silvia está en clase de danza... Te lo he dicho desde arriba, pero no me oías... tiene que estar al caer. Eso sí, eres muy bueno. Te he escuchado bien. Eras tú al cien por cien...

La madre de Silvia sonríe. La he confundido con Silvia, pero es su madre. Por suerte, la oscuridad no deja ver el rojo que está ardiendo en mi cara, que podría estallar en cualquier momento en mil pedazos, como la peor película de terror.

—¿No quieres subir a esperarla?

—No, gracias, la esperaré aquí...

—Como quieras. Pero una cosa... cántale de nuevo...

Me siento en la escalera del portal, con la guitarra, como un gitano que pide limosna por su arte, buscando ocultar la vergüenza o algún secreto en plena noche.
Terminator
se acurruca a mis pies, tranquilo por primera vez en su vida.

Cierro los ojos y canto otra vez, casi susurrando, mientras mis dedos tocan la melodía como una alfombra voladora sobre la cual mi voz atraviesa libre los tejados y agarra las estrellas, como si fueran la noche de mi canción, flotando sobre la partitura infinita del cielo.

Cuando abro los ojos, un rostro me está mirando.

Aquel rostro de ojos azules, que me miran con atención, con esfuerzo, como se abre una puerta oxidada, sonríe, y de golpe de esa puerta sopla una corriente y me acomete la felicidad que, desde la muerte de Beatrice, tenía olvidada. Sopla, me envuelve, me sumerge y me susurra como si cantara:

—Y siempre me refugiaré en colores que quedan por descubrir...

Nos abrazamos como dos piezas de lego.

—A mí me parece que coincidimos perfectamente —le susurro al oído.

Silvia me responde abrazándome más fuerte. Gracias a aquel abrazo noto mis asperezas, mis defectos, mis espinas. Y noto que se liman, se suavizan y que encajan con suavidad en las cavidades de Silvia.

Terminator
corre a nuestro alrededor formando círculos que nos protegen mágicamente de todos los brujos, como ocurre en los cuentos de hadas.

Y un beso es el puente rojo que construimos entre nuestras almas, que bailan sobre el vértigo blanco de la vida sin miedo a caer.

—Te amo, Leonardo.

Mi nombre, completo, mi verdadero nombre precedido por aquel verbo en primera persona es la fórmula que explica todas las cosas ocultas en el corazón del mundo.

Me llamo Leo, pero yo soy Leonardo.

Y Silvia ama a Leonardo.

—Voy a enseñarte un juego.

—¿No será uno de tus absurdos piques?

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