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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

Blancanieves debe morir (50 page)

BOOK: Blancanieves debe morir
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—Y dígame, ¿cuáles de esos daños terribles quería minimizar? —preguntó con sarcasmo.

—La comunidad amenazaba con desmoronarse —respondió Terlinden—. Sobre mi familia pesa una gran responsabilidad en este pueblo desde hace décadas, si no siglos. Y yo debía asumirla. Los muchachos cometieron una estupidez, estaban borrachos y la chica los había estado provocando. —Empezó con voz insegura, pero ahora hablaba con firme convencimiento—. Creía que Tobias había matado a Stefanie, de manera que iría a la cárcel de todas formas. ¿Qué importancia podría tener que lo condenaran por uno o por dos delitos? Y a cambio de que sus cuatro amigos no se vieran involucrados, siempre he ayudado a su familia y me he preocupado…

—¡Basta ya! —lo interrumpió Bodenstein—. Usted solo quería proteger a su hijo Lars. Lo único que le importa es su buen nombre, que habría llegado irremisiblemente a oídos de la prensa de haber estado relacionado Lars con los asesinatos. Los muchachos y los vecinos le traían completamente sin cuidado. Y la evidencia de que también le daba lo mismo la familia Sartorius lo demuestra el mero hecho de que abriera usted el Zum Schwarzen Ross para que le hiciera la competencia al Zum Goldenen Hahn y luego se lo arrendase al cocinero de Sartorius.

—Además, se aprovechó vilmente de las circunstancias —terció Pia—. Albert Schneeberger no quería venderle su empresa, pero lo presionó usted de tal modo cuando él se hallaba en una situación terrible que acabó haciéndolo. Después, en contra de lo que habían acordado, despidió a los trabajadores y desmanteló la empresa. Usted es el único que sacó tajada de tanta desgracia, se mire por donde se mire.

Claudius Terlinden adelantó el labio inferior y dirigió una mirada hostil a Pia, que no se dejó arredrar.

—Pero le ha salido el tiro por la culata —prosiguió—. Los vecinos de Altenhain no esperaron a recibir más órdenes, sino que actuaron a su antojo. Para colmo, después apareció Amelie y se puso a investigar por su cuenta y riesgo, y sin querer, medio pueblo se vio obligado a actuar. Y hacía tiempo que usted ya no tenía bastante poder como para detener la avalancha que desencadenó la vuelta de Tobias.

El semblante de Terlinden se ensombreció. Pia cruzó los brazos y lo fulminó a su vez con la mirada, sin pestañear. Le había dado en el punto flaco con absoluta precisión.

—Si Amelie y Thies mueren —agregó con un tono amenazador—, usted será el único responsable.

—¿Dónde pueden estar? —preguntó Bodenstein—. ¿Dónde está la doctora Lauterbach?

—No lo sé —masculló entre dientes Claudius Terlinden—. Maldita sea, les digo que no lo sé.

Los nubarrones bajos que se cernían sobre el Taunus auguraban nieve. En las últimas veinticuatro horas, las temperaturas habían bajado casi diez grados. Ahora la nieve se asentaría. Pia atravesó la zona peatonal de Königstein haciendo caso omiso de las miradas enojadas de los escasos transeúntes. Aparcó delante de la joyería sobre la que se hallaba la consulta de la doctora Daniela Lauterbach. Una auxiliar de mediana edad defendía el fuerte con valentía, contestando pacientemente a un teléfono que no paraba de sonar y dando largas a todos los pacientes descontentos que tenían cita ese día.

—La doctora Lauterbach no está —respondió la mujer a la pregunta de Bodenstein—, y no la localizo al teléfono.

—Pero tampoco está en el congreso de Múnich.

—No, eso era solo el fin de semana. —La mujer alzó las manos con desamparo cuando el teléfono volvió a sonar—. Tenía intención de volver hoy. Ya ve el jaleo que hay aquí.

—Sospechamos que ha puesto pies en polvorosa —apuntó Bodenstein—. Probablemente sea la responsable de la desaparición de dos personas y sepa que andamos tras su pista.

La auxiliar sacudió la cabeza, con ojos desorbitados.

—No puede ser —objetó—. Llevo doce años trabajando para la doctora, y ella jamás le haría daño a nadie. Me refiero a… a que la conozco.

—¿Cuándo fue la última vez que vio a la doctora Lauterbach o que habló con ella? Estos últimos días, ¿se comportó de manera distinta o estaba fuera más a menudo? —Bodenstein echó una ojeada a la identificación del bolsillo derecho del pecho de la almidonada y blanca bata—. Señora Wiesmeier, por favor, piénselo bien. Es posible que su jefa haya cometido un error, aunque obrara con buena intención. Puede usted ayudarla antes de que suceda algo peor.

El hecho de que se dirigiera a ella por su apellido y el tono perentorio en la voz de Bodenstein surtieron efecto. Waltraud Wiesmeier se estrujó la cabeza de tal modo que la frente se le llenó de arrugas.

—Me extrañó que la semana pasada la doctora cancelara todas las visitas a la villa de la señora Scheithauer —repuso al cabo de un rato—. Llevaba meses procurando encontrar un comprador para el viejo caserón, y finalmente había un interesado que pretendía venir el jueves desde Dusseldorf. Sin embargo tuve que cancelar por teléfono la cita con él y con dos agentes inmobiliarios. Me pareció extraño, la verdad.

—¿Qué casa es esa?

—Una villa antigua en Grünen Weg con vistas al valle Woogtal. La señora Scheithauer fue paciente suya durante años. No tenía herederos, y cuando murió, en abril, legó su fortuna a una fundación, y a la doctora Lauterbach le dejó la casa. —La mujer esbozó una sonrisa cohibida—. Creo que la jefa habría preferido que hubiera sido al contrario.

«Un portavoz del Ministerio de Educación y Ciencia explicó en una rueda de prensa esta mañana la sorprendente dimisión del ministro Gregor Lauterbach aduciendo motivos personales…», dijo la voz del locutor desde la radio del coche cuando Pia entraba en Grünen Weg desde Ölmühlweg. Pasó despacio por delante de las construcciones nuevas y se metió en un callejón sin salida que moría ante una gran puerta de hierro forjado.

«La Cancillería todavía no se ha pronunciado oficialmente. El portavoz del Gobierno…»

—Debe de ser aquí.

Bodenstein se desabrochó el cinturón y se bajó apenas Pia se detuvo. La puerta estaba asegurada con una cadena y un candado con pinta de nuevo, de la villa solo se veía el tejado. Pia sacudió los barrotes y miró a izquierda y derecha. El muro, de dos metros, estaba reforzado con remates puntiagudos de hierro.

—Llamaré a un cerrajero y pediré refuerzos.

Bodenstein sacó el móvil. Si Daniela Lauterbach se encontraba allí, era de suponer que no se daría por vencida sin oponer resistencia. Entre tanto, Pia recorrió el muro de la extensa propiedad, pero solo vio una puertecita cerrada cubierta de maleza espinosa. Minutos después llegó un cerrajero, y dos coches patrulla de la comisaría de Königstein se detuvieron algo más arriba en la calle. Los agentes se acercaron a pie.

—En la casa no vive nadie desde hace unos años —informó uno de los agentes—. La anciana señora Scheithauer vivía en Rosenhof, en Kronberg. Tenía más de noventa años cuando murió, en abril.

—Y le dejó esta propiedad a su médico —observó Pia—. ¿Por qué algunos tienen tanta suerte?

El cerrajero había hecho su trabajo y quería marcharse, pero Bodenstein le pidió que esperara un momento. Caían los primeros copos de nieve, minúsculos, cuando echaron a andar por el camino de gravilla. El castillo en ruinas de enfrente había desaparecido entre las nubes, era como si alrededor el mundo entero se hubiese evaporado. Otro coche patrulla los adelantó con lentitud y paró a la entrada. La puerta también estaba cerrada; el cerrajero se puso manos a la obra.

—¿Oís eso? —inquirió Pia, los ojos y los oídos de lince.

Bodenstein aguzó al máximo el oído, pero solo oyó el murmullo del viento entre los altos abetos del caserón. Sacudió la cabeza. La puerta se abrió y accedió a un recibidor grande y lóbrego. Olía a vacío y a moho.

—Aquí no hay nadie —constató decepcionado.

Pia pasó por delante de su jefe y encendió la luz. Se oyó un chasquido y del interruptor saltaron chispas, y los dos agentes de la comisaría de Königstein sacaron el arma. A Bodenstein casi se le sale el corazón por la boca.

—Un cortocircuito —explicó ella—. Perdón.

Fueron de habitación en habitación. Los muebles estaban tapados con sábanas blancas; los postigos de las altas ventanas, echados. Bodenstein cruzó la amplia estancia, que se unía al recibidor por la izquierda. El suelo de parqué crujió bajo sus pies. Apartó las cortinas de terciopelo, húmedas y apolilladas, pero apenas entró luz.

—Se oye un murmullo —aseguró Pia desde la puerta—. No hagáis ruido.

Los agentes enmudecieron. Y, en efecto, ahora Bodenstein también lo oyó. Abajo, en el sótano, corría agua. Bodenstein retrocedió y siguió a Pia hasta llegar a una puerta que había por debajo de la sinuosa escalinata.

—No tendréis una linterna, ¿verdad? —inquirió ella al tiempo que intentaba abrir la puerta, que no se movió ni un milímetro. Un agente le dio una linterna—. No está cerrada, pero no se abre.

Pia se agachó e iluminó el suelo.

—¡Mirad! —exclamó—. Alguien ha puesto silicona. ¿Por qué será?

Uno de los compañeros de Königstein se puso de rodillas y rascó la silicona con una navaja. Pia sacudió la puerta hasta que cedió. El murmullo se intensificó. Cinco o seis sombras ágiles pasaron a toda velocidad por delante y desaparecieron en las profundidades de la casa.

—¡Ratas!

Bodenstein dio un salto hacia atrás y chocó con el agente con tal fuerza que a este le faltó poco para caerse al suelo.

—No por eso tiene que dejarme KO —se quejó el compañero—. Ahora, si no le importa dejar de pisarme...

Pia no los escuchaba; su cabeza estaba en otra parte.

—¿Por qué han sellado la puerta del sótano con silicona? —se preguntó en voz alta cuando bajaba la escalera, alumbrando delante con la linterna. Al llegar al décimo peldaño se quedó petrificada—. ¡Maldita sea! —exclamó—. Se ha roto una tubería. De ahí el cortocircuito. Probablemente el cuadro eléctrico esté abajo.

—Llamaré a la compañía para que corten el suministro —se ofreció uno de los policías de Königstein.

—Será mejor que avise también a los bomberos. —Bodenstein miraba receloso por si había más ratas—. Vámonos, Pia. La doctora Lauterbach no está aquí.

Ella no le hizo caso. En su cabeza se habían disparado todas las alarmas. La casa estaba vacía y era de Daniela Lauterbach, que la semana anterior había cancelado de golpe y porrazo unas citas concertadas hacía tiempo con posibles compradores. Y ello no se debía a que quisiera ocultarse en esa casa. En vista de que ya tenía mojados tanto los zapatos como los pantalones, Pia siguió bajando. El agua borboteaba, y el frío la dejó noqueada.

—¿Qué haces? —le preguntó Bodenstein—. Sal de ahí, vamos.

Pia se inclinó y barrió la oscuridad con la linterna. El agua se hallaba a apenas veinticinco centímetros del techo. Bajó un peldaño más, agarrándose con fuerza al pasamanos. El agua le llegaba por la cadera.

—¡Amelie! —gritó, los dientes castañeteándole—. ¿Amelie? ¿Hola?

Contuvo la respiración y aguzó el oído; el frío hacía que se le saltaran las lágrimas. De pronto se quedó de una pieza. La adrenalina le recorrió el cuerpo como si se tratara de una descarga eléctrica.

—¡Ayuda! —se oyó gritar a alguien por encima del murmullo uniforme del agua—. ¡Ayuda! ¡Estamos aquí!

Pia caminaba arriba y abajo en el recibidor, fumando con impaciencia. El nerviosismo hacía que apenas notara la humedad en la ropa y los zapatos. Bodenstein prefirió esperar delante de la casa, en medio de la nevada, hasta que por fin se pudiera acceder al sótano inundado. La idea de convivir bajo el mismo techo con un ejército de ratas le causaba desazón. La empresa había cortado el suministro, y los miembros del retén de Königstein achicaban con todas las mangueras disponibles el agua del sótano, que iba a parar, pendiente abajo, al abandonado jardín. Gracias a un generador de emergencia, se disponía de luz. Habían llegado tres ambulancias, y la Policía procedió a acordonar el terreno.

—Todas las claraboyas por las que habría podido salir el agua han sido cegadas y selladas con silicona —informó el jefe de bomberos—. Increíble.

Pero cierto. Bodenstein y Pia no tenían la menor duda de quién había sido la responsable.

—Podemos entrar —anunció uno de los bomberos, que al igual que dos de sus compañeros, llevaba unos pantalones impermeables que le llegaban por el ombligo.

—Yo también voy —decidió Pia; tiró el cigarrillo al parqué sin miramientos y lo pisó.

—No. ¡Tú te quedas aquí! —gritó Bodenstein desde la puerta—. Te pillarás una buena.

—Póngase al menos unas botas de goma —terció el jefe de bomberos—. Espere, ahora le traigo unas.

Cinco minutos después, Pia seguía a los tres bomberos por el sótano, con el agua aún a la altura de las rodillas. A la luz del reflector portátil fueron abriendo puertas hasta dar con la definitiva. Pia giró la llave en la cerradura y se apoyó contra la puerta, que se abrió hacia dentro con un chirrido agudo. Su corazón estaba a punto de estallar, y las piernas se le aflojaron de alivio cuando el haz de luz del reflector iluminó el rostro blanco y sucio de una chica. Amelie Fröhlich entrecerró los ojos, cegada. Pia descendió a trompicones los dos escalones que bajaban al cuarto, situado en un nivel inferior, extendió los brazos y atrajo hacia sí a la muchacha, que sollozaba histérica.

—Tranquila —la calmó al tiempo que le acariciaba el cabello enmarañado—. Ya pasó, Amelie. No tengas miedo.

—Pero… pero Thies —musitó ella—. Creo que ha muerto.

El alivio que experimentaron todos los integrantes de la Policía Judicial de Comandancia fue inmenso. Amelie Fröhlich había aguantado los diez días en el sótano del antiguo caserón de Königstein sin sufrir daños importantes. Estaba exhausta, deshidratada y escuálida, pero desde el punto de vista físico, la espeluznante vivencia no le dejaría secuelas. A ella y a Thies los habían llevado al hospital. El estado del hijo de Terlinden no era tan bueno. Se hallaba en muy malas condiciones físicas y padecía un fuerte síndrome de abstinencia. Después de la reunión que se celebró en la K 11, Bodenstein y Pia fueron al hospital de Bad Soden, y cuál sería su sorpresa al toparse en el vestíbulo con Hartmut Sartorius y su hijo, Tobias.

—Mi exmujer ha salido del coma —contó el padre—. Hemos podido hablar un momento con ella. Dadas las circunstancias, no está demasiado mal.

—Vaya, me alegro —sonrió Pia, y su mirada descansó en Tobias, que daba la impresión de haber envejecido unos años. Parecía enfermo y tenía ojeras.

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