—Bien. —Kirchhoff asintió con la cabeza, saludó a los criminólogos y se preparó para descender al foso que se abría bajo la lona. Era uno de los pocos antropólogos forenses de Alemania, y los huesos humanos constituían su especialidad. No cabía duda de que era el mejor para encargarse de este caso.
Ahora el viento hacía que la lluvia se abatiera casi en horizontal sobre el solar. Pia estaba congelada. El agua le caía desde la visera de la gorra hasta la nariz, tenía los pies como dos carámbanos y envidiaba a los hombres de la cuadrilla, que, condenados a la inactividad, se habían refugiado en el hangar y bebían café caliente de unos termos. Como de costumbre, Henning trabajaba con esmero: una vez tenía delante unos cuantos huesos, el tiempo y cualquier elemento externo carecían de importancia para él. Estaba arrodillado en el fondo del depósito, inclinado sobre el esqueleto, y observaba los huesos uno a uno. Pia se agachó para meterse debajo de la lona y se agarró a la escalerilla para no resbalar.
—Un esqueleto completo —le anunció Henning desde abajo—. De mujer.
—¿Vieja o joven? ¿Cuánto tiempo lleva ahí?
—Eso aún no lo puedo decir con exactitud. A primera vista ya no hay restos de tejido, así que cabe suponer que unos años.
Henning Kirchhoff se incorporó y subió por la escalera. Los de Criminalística empezaron a recuperar cuidadosamente los huesos y la tierra circundante. Tardarían un rato en poder transportar el esqueleto hasta el instituto, donde Henning y los suyos lo examinarían a fondo. Resultaba habitual encontrar huesos humanos cuando se hacían obras de grandes magnitudes, y era importante dictaminar cuánto llevaba allí el cadáver, dado que los delitos contra la vida, a excepción del asesinato, prescriben a los treinta años. Solo si se determinaban la edad y la fecha del fallecimiento tenía sentido efectuar un cotejo con los casos de personas desaparecidas. El servicio aéreo en el antiguo aeródromo se había suspendido en los años cincuenta, y probablemente el depósito también lo llenaran por última vez en aquella época. El esqueleto podía pertenecer a una soldado estadounidense de la base que hubo, junto al aeropuerto, hasta octubre de 1991; o a una antigua refugiada de la institución que se alzaba al otro lado de la valla oxidada.
—¿Vamos a algún sitio a tomar un café? —Henning se quitó las gafas, las secó y acto seguido se desprendió del mono empapado. Pia miró sorprendida a su exmarido: ir a tomar café en el horario de trabajo no era algo habitual en él.
—¿Qué pasa? —preguntó, suspicaz.
Él frunció la boca y exhaló un hondo suspiro.
—Me he metido en un buen lío —admitió—. Y necesito tu consejo.
El pueblo se hallaba agazapado en un valle, dominado por dos monstruosidades arquitectónicas de varios pisos de los años setenta, época en que todos los municipios que se preciaran de serlo autorizaron la construcción de edificios elevados. A la derecha del talud se levantaba la «loma de los millones», el nombre que le daban los lugareños con cierto retintín a las dos calles en las que unos pocos vivían en villas con generosos terrenos. Notó que el corazón se le aceleraba a medida que se acercaban a la casa de sus padres. Habían pasado once años desde la última vez. A la derecha estaba la casita con entramado de madera de la abuela Dombrowski, que seguía dando toda la impresión de mantenerse en pie solo porque estaba embutida entre otras dos casas. Algo más allá, a la izquierda, la propiedad de los Richter con la tienda. Y, casi enfrente, el restaurante de su padre, el Zum Goldenen Hahn. Tobias no pudo evitar tragar saliva cuando Nadja se detuvo delante. Sus ojos vagaron incrédulos por la deteriorada fachada, las persianas bajadas, el canalón descolgado. Las malas hierbas se habían apoderado del asfalto, el portón pendía ladeado de las bisagras. Estuvo a punto de pedirle a Nadja que siguiera adelante: Acelera, acelera, vámonos de aquí. Pero resistió la tentación y, tras darle las gracias escuetamente, se bajó del coche y sacó la maleta del asiento trasero.
—Si necesitas algo, llámame —se despidió Nadja; después, aceleró y se fue.
¿Qué esperaba? ¿Una bienvenida por todo lo alto? Estaba solo en el pequeño aparcamiento asfaltado que había delante de la construcción que un día fue el centro de ese pueblo de mala muerte. El revoque, por aquel entonces de un blanco resplandeciente, estaba deslucido y con desconchones; el nombre, Zum Goldenen Hahn, apenas se distinguía ya. En la puerta, tras un cristal translúcido rajado, colgaba un letrero que decía: «Cerrado temporalmente», con los caracteres desvaídos. Aunque su padre le había contado que cerró el negocio debido a la hernia discal que padecía, Tobias sospechaba que fue algo muy distinto lo que lo indujo a tomar esa difícil decisión. Hartmut Sartorius era la tercera generación de una familia de hosteleros, y se entregaba en cuerpo y alma a su oficio; él mismo sacrificaba los animales que después cocinaba y elaboraba su propia sidra, y no había faltado un solo día al trabajo, aunque estuviera enfermo. Probablemente se quedó sin clientes: nadie quería comer, y menos celebrar nada, en el restaurante de los padres del autor de un doble asesinato. Tobias respiró hondo y se dirigió al portón. Tuvo que hacer un esfuerzo para mover al menos una de las hojas. El estado del lugar lo dejó conmocionado. Allí donde antes, en verano, había mesas y sillas bajo la fronda de un imponente castaño y una pintoresca pérgola entretejida de vides silvestres, donde las camareras corrían ajetreadas de mesa en mesa, reinaba ahora un triste abandono. La mirada de Tobias recorrió montañas de trastos viejos, muebles rotos y basura. La pérgola estaba medio caída; las vides, secas. Nadie había barrido las hojas del castaño, y era evidente que nadie había sacado a la calle en semanas el contenedor de basura, ya que las bolsas formaban un montón apestoso a su alrededor. ¿Cómo podían vivir así sus padres? Tobias sintió que el poco valor que había logrado reunir para llegar a su casa lo abandonaba. Avanzó despacio hasta los escalones que llevaban a la puerta, alargó la mano y pulsó el timbre. Se le hizo un nudo en la garganta cuando la puerta se abrió vacilante. Al ver a su padre, a Tobias se le saltaron las lágrimas, y al mismo tiempo lo invadió la rabia, hacia sí mismo y hacia quienes habían dejado en la estacada a su familia después de que él fuera a la cárcel.
—¡Tobias! —Una sonrisa afloró en el chupado rostro de Hartmut Sartorius, que no era más que la sombra del hombre vital, seguro de sí mismo, que había sido. Su pelo, antaño abundante y oscuro, había encanecido y raleaba; su postura encorvada revelaba lo pesada que le resultaba la carga que le había endosado la vida—. Quería… quería recoger esto un poco, pero claro, no me dieron el día libre y…
Se interrumpió, dejó de sonreír. Se quedó allí plantado sin más, un hombre desgarrado que evitaba avergonzado la mirada de su hijo, porque era consciente de lo que este veía. Aquello era más de lo que Tobias podía soportar. Dejó la maleta, extendió los brazos y abrazó con torpeza a aquel extraño demacrado y canoso en el que apenas reconocía a su padre. Poco después se hallaban sentados cara a cara, tímidamente, a la mesa de la cocina. Había tanto que decir, y sin embargo, las palabras sobraban. El colorido hule estaba lleno de migas; los cristales, sucios; la planta de una maceta seca que había junto a la ventana había perdido hacía tiempo la batalla por la supervivencia. En la cocina se notaba la humedad y flotaba un olor desagradable a leche agria y tabaco rancio. Ni un solo mueble había cambiado de sitio, ni un solo cuadro había desaparecido de la pared desde que a él lo detuvieran, el 16 de septiembre de 1997, y saliera de la casa. Pero entonces todo era luminoso y agradable y estaba como una patena. Su madre era una estupenda ama de casa. ¿Cómo podía permitir y aguantar semejante abandono?
—¿Dónde está mamá? —preguntó finalmente Tobias, rompiendo el silencio. Se percató de que la pregunta ponía en un nuevo aprieto a su padre.
—Teníamos… teníamos pensado decírtelo, pero… pero creímos que era mejor que no te enteraras —repuso al cabo Hartmut Sartorius—. Tu madre se… fue hace algún tiempo. Pero sabía que venías hoy a casa y tiene ganas de verte.
Tobias miró a su padre sin dar crédito.
—¿Cómo que se fue?
—No fue fácil para nosotros después de que te… marcharas. La gente no paraba de murmurar, y ella al final no pudo más. —No había reproche en su voz, que se había vuelto quebradiza y queda—. Nos separamos hace cuatro años. Ahora vive en Bad Soden.
Tobias tragó saliva a duras penas.
—¿Por qué no me lo dijisteis? —musitó.
—Bueno, hacerlo no habría servido de nada. No queríamos que te disgustaras.
—¿Significa eso que vives aquí solo?
Hartmut Sartorius asintió y comenzó a mover a un lado y a otro del hule las migas con el canto de la mano, creando formas simétricas que después deshacía.
—¿Y los cerdos? ¿Las vacas? ¿Cómo te las apañas con todo el trabajo?
—De los animales me deshice hace muchos años —respondió el padre—. Todavía me ocupo un poco de la tierra, y he encontrado un empleo muy bueno en una cocina de Eschborn.
Tobias apretó los puños. ¡Qué tonto había sido al pensar que la vida lo había castigado solo a él! Nunca fue consciente de lo mucho que habían sufrido sus padres todo aquello. Cuando iban a verlo a la cárcel fingían que todo iba bien, le pintaban un mundo que en realidad nunca había existido. ¡Cuánto tuvo que costarles! Una furia impotente volvió a atenazarle el cuello como si fuese una mano que amenazara con estrangularlo. Se levantó, se acercó a la ventana y miró sin ver. Su intención de marcharse a otra parte después de pasar unos días con sus padres para intentar empezar de cero lejos de Altenhain se esfumó. Se quedaría allí. En esa casa, en esa granja, en ese maldito pueblucho que había forzado a sus padres a separarse, sin que tuvieran la culpa de nada.
El comedor del Zum Schwarzen Ross, revestido de madera, estaba a reventar, y el nivel de ruido, en consonancia. A las mesas y en torno a la barra se había congregado medio Altenhain, algo inusual un jueves a primera hora de la noche. Amelie Fröhlich llevó en equilibrio tres escalopes a la jardinera con patatas fritas a la mesa 9, los sirvió y deseó buen provecho a los comensales. Por regla general, el techador Udo Pietsch y sus compañeros siempre tenían alguna estupidez que decir del aspecto que se gastaba Amelie, pero ese día, ella probablemente hubiera podido trabajar desnuda y nadie se habría dado cuenta. El ambiente era tan tenso como, a lo sumo, durante la retransmisión de algún partido de la Liga de Campeones. Amelie aguzó los oídos con curiosidad cuando Gerda Pietsch se inclinó hacia la mesa contigua, que ocupaban los Richter, propietarios de la tienda de la calle principal.
—… lo vi llegar —contaba Margot Richter en ese preciso instante—. Menudo caradura, presentarse aquí como si no hubiera pasado nada.
Amelie volvió a la cocina. En la ventanilla, Roswitha esperaba el chuletón de Fritz Unger, en la mesa 4, poco hecho, con cebolla y mantequilla a las finas hierbas.
—¿A qué viene tanto alboroto esta noche? —preguntó Amelie a su compañera, de mayor edad, que se había quitado uno de los zuecos y se frotaba discretamente las varices de la pantorrilla izquierda con el pie derecho. Roswitha miró a su jefa, que estaba demasiado ocupada sirviendo bebidas a destajo para preocuparse por el personal.
—Es que hoy ha salido de chirona el chico de los Sartorius —informó Roswitha en voz baja—. Se ha tirado diez años en el trullo por matar a dos muchachas.
—¡No! —Asombrada, Amelie abrió los ojos de par en par. Conocía de vista a Hartmut Sartorius, que vivía solo en la enorme granja abandonada que había algo más abajo de su casa, pero no sabía nada de un hijo.
—Pues sí. —Roswitha señaló con un gesto la barra, en la que el carpintero Manfred Wagner tenía clavados unos ojos vidriosos, con la décima o undécima cerveza de la noche en la mano. Normalmente tardaba dos horas más en dar cuenta de dicha cantidad—. Manfred es el padre de Laura, la chica a la que mató Tobias. Además de a la pequeña Schneeberger. Nunca dijo lo que hizo con ellas.
—¡Un chuletón con mantequilla a las finas hierbas y cebolla! —Kurt, el pinche, deslizó el plato por el pasaplatos, y Roswitha se puso el zueco y paseó ágilmente su corpulencia por el repleto local hasta llegar a la mesa 4. «Tobias Sartorius.» Amelie no había oído nunca ese nombre. Solo hacía seis meses que había llegado a Altenhain desde Berlín, y no de buena gana. El pueblo y sus habitantes le interesaban tanto como un saco de arroz en China, y de no haberse colocado en el Zum Schwarzen Ross por mediación del jefe de su padre, no conocería a nadie.
—¡Tres cervezas de trigo y una cola light pequeña! —exclamó Jenny Jagielski, la joven jefa, que se ocupaba de las bebidas.
Amelie cogió una bandeja, colocó los vasos encima y observó un instante a Manfred Wagner. ¡A su hija la había asesinado el hijo de Hartmut Sartorius! Eso sí que era un notición. En el pueblo más aburrido del mundo se abrían abismos insospechados. Dejó las tres cervezas en la mesa a la que estaban sentados el hermano de Jenny Jagielski, Jörg Richter y otros dos hombres. A decir verdad, tendría que haber sido él quien estuviera detrás de la barra en lugar de Jenny, pero rara vez hacía lo que debía hacer. Y menos cuando no estaba el jefe, el marido de Jenny. La cola light, para la señora Unger, fue a la mesa 4. En la cocina se vivió una breve parada en boxes. Todos los comensales estaban atendidos, y Roswitha, tras darse otra vuelta por la sala, había averiguado nuevos detalles, que ahora contaba, con las mejillas encendidas y el pecho tembloroso, a su curioso público. Además de Amelie, también escuchaban Kurt y Achim, los pinches, y Wolfgang, el jefe de cocina. El ultramarinos de Margot Richter —para sorpresa de Amelie, en Altenhain siempre decían «vamos donde Margot», aunque estrictamente hablando la tienda era de su marido— estaba casi enfrente del Zum Goldenen Hahn, de manera que a primera hora de la tarde Margot y la peluquera Inge Dombrowski, que acababa de pasarse por la tienda para charlar, habían sido testigos del regreso de ese tipo, que se había bajado de un lujoso coche gris y había ido directo a la granja de sus padres.
—Menuda desfachatez —afirmó, airada, Roswitha—. Las muchachas muertas y el tipo va y se presenta aquí como si no hubiera pasado nada.
—Bueno, ¿y dónde querías que fuera? —observó, indulgente, Wolfgang, y bebió un trago de cerveza.
—Tú no estás bien de la cabeza —le espetó Roswitha—. ¿Qué harías tú si de pronto tuvieras delante de tus narices al asesino de tu hija?