—Venga, vamos —añadió él y agitó la mano—. Sube.
Amelie se metió los cascos en el bolsillo de la cazadora y se acomodó en el asiento del copiloto. La pesada puerta del coche de lujo se cerró con un chasquido leve. Terlinden continuó bajando por la carretera del bosque y sonrió a Amelie.
—¿Qué te pasa? —le preguntó—. Estás muy pensativa.
Ella vaciló un instante.
—¿Puedo hacerle una pregunta?
—Claro. Adelante.
—Las dos chicas que desaparecieron… ¿Las conocía usted?
Claudius Terlinden la miró en el acto. Ya no sonreía.
—¿Por qué lo quieres saber?
—Me pica la curiosidad. La gente no para de hablar desde que ha vuelto ese hombre. No sé, me parece emocionante.
—Ah, sí. Fue una historia triste. Y lo sigue siendo —contestó—. Claro que las conocía, a las dos. Stefanie era hija de nuestros vecinos. Y a Laura también la conocía, desde que era pequeña. Su madre trabajó con nosotros como ama de llaves. Para los padres es terrible que nunca encontraran a las muchachas.
—Mmm —repuso Amelie, meditabunda—. ¿Tenían algún mote?
A Claudius Terlinden pareció sorprenderle la pregunta.
—¿A quién te refieres?
—A Stefanie y Laura.
—No lo sé. ¿Por qué? Ah, sí. Stefanie sí tenía un mote. Los demás niños la llamaban Blancanieves.
—¿Por qué?
—Puede que por el apellido, Schneeberger
[1]
. —Terlinden frunció el ceño y redujo la velocidad. El autobús ya estaba en la parada con los intermitentes puestos, esperando a los escasos alumnos que debía llevar a Königstein—. Ah, no —recordó Claudius Terlinden—. Creo que tenía que ver con esa obra de teatro que iba a representarse en el instituto. Stefanie era la protagonista, iba a hacer de Blancanieves.
—¿Iba? —inquirió, curiosa, Amelie—. ¿Es que no lo hizo?
—No. La… bueno… desapareció antes.
Las tostadas saltaron con un clac. Pia las untó con mantequilla salada, añadió una buena capa de Nutella y las unió. Estaba completamente enganchada a esa combinación caprichosa de salado y dulce, disfrutó de cada bocado y se lamió de los dedos la mezcla derretida de mantequilla y Nutella antes de que goteara en el periódico que tenía abierto delante. El hallazgo del esqueleto del antiguo aeródromo el día anterior se mencionaba en una noticia de cinco líneas; al undécimo día de juicio contra Vera Kaltensee, el diario Frankfurter Neue Presse le dedicaba cuatro columnas en la sección local. Ese día, a las nueve, Pia tenía que prestar declaración ante la audiencia provincial sobre lo sucedido en Polonia el último verano. Se puso a pensar en Henning sin querer. En lugar de una, habían sido tres las tazas de café del día anterior. Se sinceró con ella como no lo había hecho nunca en los dieciséis años que duró su matrimonio, pero Pia no supo darle una solución para el dilema en el que se encontraba. Desde la aventura de Polonia estaba liado con la mejor amiga de Pia, Miriam Horowitz; sin embargo, en unas circunstancias en las que, muy a pesar de Pia, él no quiso entrar, se había dejado llevar y se metió en la cama con su ferviente admiradora, la fiscal Valerie Löblich. Un desliz, según aseguró, pero con unas consecuencias funestas, ya que ahora Löblich estaba embarazada. La situación lo tenía desbordado por completo y Henning se planteaba huir a Estados Unidos. La Universidad de Tennessee llevaba años tentándolo con un puesto muy lucrativo y extremadamente interesante desde el punto de vista científico. Mientras Pia rumiaba los problemas de Henning y al mismo tiempo se planteaba si tomarse una segunda bomba calórica, Christoph salió del cuarto de baño y se sentó frente a ella a la mesa de la cocina. Todavía tenía el cabello húmedo, y olía a aftershave.
—¿Crees que podrás venir esta noche? —preguntó mientras se servía un café—. Annika se alegraría.
—Si no surge ningún imprevisto, no tendría que haber problema. —Pia cedió a la tentación y se preparó una segunda tostada—. Tengo que declarar en la audiencia a las nueve, pero por lo demás no hay nada urgente.
Christoph sonrió divertido al ver la Nutella y la mantequilla salada y mordió su saludable pan integral con queso fresco. A Pia aún le provocaba un agradable cosquilleo en el estómago verlo. Fueron sus ojos marrón toffee los que la cautivaron de inmediato cuando lo conoció y hasta ese día no habían perdido ni un ápice de su encanto. Christoph Sander era un hombre impresionante, que no necesitaba alardear de sus puntos fuertes para que se notaran. Aunque no ofrecía el aspecto contundente del jefe de Pia, los rasgos de su rostro tenían algo que hacía que la gente quisiera mirarlo dos veces. Era sobre todo su sonrisa, que comenzaba en los ojos y después se iba extendiendo por toda la cara, lo que despertaba en Pia el deseo casi inevitable de echarse en sus brazos.
Christoph y ella se habían conocido hacía dos años, cuando la investigación de un asesinato llevó a Pia hasta el Opelzoo de Kronberg. Christoph, el director del zoológico, le gustó de inmediato; a decir verdad, fue el primer hombre en el que se fijó después de separarse de Henning. Fue un flechazo. En un principio, Oliver von Bodenstein creyó estúpidamente que Christoph era sospechoso. Cuando resolvieron el caso y Christoph quedó libre de toda sospecha, lo de ellos dos fue bastante deprisa: la pasión desenfrenada dio paso al amor, y ya llevaban más de dos años juntos. Aunque cada cual seguía manteniendo su casa, esa situación no tardaría en cambiar, ya que las tres hijas de Christoph, a las que había criado él solo tras la muerte repentina de su mujer, diecisiete años antes, levantarían el vuelo: Andrea, la mayor, trabajaba en Hamburgo desde la primavera; Antonia, la menor, prácticamente vivía con su novio, Lukas; y ahora, Annika quería instalarse con su hijo y el padre de este en Australia. Esa noche daba una fiesta de despedida en casa de su padre, al día siguiente volaba a Sidney. Pia sabía que a Christoph no le hacía ninguna gracia: no se fiaba del joven que hacía cuatro años había dejado plantada a Annika cuando estaba embarazada. No obstante, en su defensa había que decir que en su día Annika le ocultó el embarazo y cortó con él. Ahora todo se había arreglado, Jared Gordon se había doctorado en biología marina y trabajaba en una estación situada en una isla de la Gran Barrera Coralina, de manera que casi era colega de Christoph, que finalmente, y aunque fuera a regañadientes, les había dado su bendición.
Dado que Pia ni se planteaba abandonar Birkenhof, Christoph había alquilado su casa de Bad Soden a partir del 1 de enero. La fiesta de despedida de Annika de esa noche también sería la despedida de Christoph de la casa en la que había vivido tantos años. Sus cosas ya estaban embaladas, se mudaría el siguiente lunes. Hasta que Gerencia de Urbanismo de Frankfurt diera luz verde a las obras de reforma y ampliación de la casita de Pia, los muebles de mayor tamaño irían a un guardamuebles. Lo cierto era que Pia estaba bastante satisfecha del modo en que había evolucionado su vida personal.
Tobias subió todas las persianas y examinó el estado lamentable en que se encontraba la casa por dentro a la luz del día. Su padre había salido a hacer la compra y él se había puesto a limpiar las ventanas. Justo cuando estaba con la del comedor, su padre volvió, pasó ante él con la cabeza gacha y sin decir nada se metió en la cocina. Tobias se bajó de la escalera y lo siguió.
Su mirada reparó en la cesta de la compra, que estaba vacía.
—¿Qué ha pasado?
—No me ha atendido —repuso en voz baja Hartmut Sartorius—. No pasa nada. Me acercaré a Bad Soden e iré al supermercado.
—Pero hasta ayer comprabas en la tienda de los Richter, ¿no?
Su padre hizo un leve gesto de asentimiento. Sin vacilar, Tobias cogió la cazadora del perchero, agarró la cesta, dentro de la cual estaba el monedero de su padre, y salió de casa. Por dentro temblaba de rabia. Antes, los Richter eran buenos amigos de sus padres, y ahora la bruja esa echaba sin más a su padre de la tienda. No estaba dispuesto a consentir tal cosa. Cuando iba a cruzar la calle, vio de refilón algo rojo en la fachada del restaurante y se giró. Escrito con espray rojo en la pared ponía: «AQUÍ VIVE UN CERDO ASESINO». Tobias miró unos segundos en silencio la espantosa pintada, que llamaría la atención de inmediato a cualquiera que pasara por allí. El corazón le aporreaba el pecho, y el estómago se le encogió más aún. ¡Esos cerdos! ¿Qué pretendían con eso? ¿Echarlo de la casa de sus padres? ¿Qué sería lo siguiente? ¿Prenderle fuego a la casa? Contó hasta diez, se volvió de nuevo y cruzó directo al ultramarinos de los Richter. La panda de cotillas que se había reunido allí lo vio entrar por la gran puerta acristalada. Cuando se oyó la estridente campanilla de la entrada, fue como si representaran una obra de teatro: Margot Richter reinaba detrás de la caja, nervuda y maliciosa, tiesa como un ajo, como de costumbre. Tras ella estaba su rechoncho marido, más desamparado que amenazador. Tobias recorrió con la mirada al resto. Los conocía a todos, las madres de sus amigos de cuando era pequeño. En primer plano Inge Dombrowski, peluquera y reina por antonomasia de la calumnia. Detrás, Gerda Pietsch con su cara de bulldog, el doble de gorda que antes, pero probablemente también el doble de cáustica. A su lado la madre de Nadja, Agnes Unger, apesadumbrada y ahora con el cabello canoso. Era increíble que hubiera traído al mundo a una hija tan guapa.
—Buenos días —saludó él. Lo recibió un silencio glacial, pero nadie le impidió que recorriera las estanterías. En medio de la tensa quietud se oía el zumbido estridente de las vitrinas refrigeradas. Tobias fue echando a la cesta con parsimonia todo lo que su padre había anotado en la lista. Cuando se acercó a la caja, todos seguían en su sitio como pasmarotes. Impasible por fuera, Tobias fue depositando los artículos en la cinta, pero Margot Richter se había cruzado de brazos y no hacía ningún ademán de cobrarle. La campanilla de la puerta sonó y entró el conductor de un servicio de mensajería ajeno a todo aquello. El hombre se percató de la tensión que se respiraba y se detuvo con aire vacilante. Tobias no se movió ni un milímetro: aquello era un pulso, no solo entre él y Margot Richter, sino entre él y todo Altenhain.
Al cabo de unos minutos, Lutz Richter se doblegó:
—Deja que pague.
Su mujer obedeció, rechinando los dientes, y fue tecleando en la caja la compra de Tobias en silencio.
—Cuarenta y dos con setenta.
Tobias le dio un billete de cincuenta euros y ella le entregó el cambio de mala gana y sin decir una sola palabra amable. Su mirada habría podría congelar el mar del Sur, pero a Tobias le daba lo mismo. En la trena había librado otras luchas por el poder y a menudo había salido vencedor.
—He cumplido mi condena y he vuelto. —Miró uno por uno aquellos rostros turbados, de ojos abatidos—. Os guste o no.
Pia volvió sobre las once y media a comisaría, después de prestar declaración en el juicio contra Vera Kaltensee en la Audiencia Provincial de Frankfurt. Dado que desde hacía semanas nadie había experimentado el deseo de perder la vida de manera dudosa, en la K 11, la Brigada de Delitos Contra las Personas, no había mucho que hacer. El único caso que tenían entre manos era el del esqueleto hallado en el depósito subterráneo del aeródromo de Eschborn. Aún estaban esperando los resultados del Instituto Anatómico Forense, por eso Kai Ostermann, inspector de la brigada, repasaba con calma los casos de desaparecidos de los años anteriores. No tenía ninguna ayuda. El lunes su compañero Frank Behnke presentó la baja para toda la semana: al parecer se había caído de la bicicleta y tenía heridas en la cara y contusiones. Que el inspector Andreas Hasse también estuviese enfermo era algo que no extrañaba a nadie. Desde hacía años se ausentaba durante semanas y meses, siempre con el certificado médico oportuno. La K 11 se había adaptado a la situación para apañárselas sin él, y nadie lo echaba en falta. En la máquina dispensadora de café del pasillo, Pia se tropezó con la más joven de sus compañeras, Kathrin Fachinger, que charlaba con la secretaria de Nicola Engel, la jefa. Atrás quedaba la época en que Kathrin vestía blusas de volantes y pantalones a cuadros. Había cambiado las gafas redondas de lechuza por un moderno modelo anguloso, y desde hacía poco llevaba vaqueros ajustadísimos, botas de tacón alto y jersecitos minúsculos que realzaban a la perfección su envidiable tipazo. Pia desconocía el motivo de semejante cambio, y se sorprendía de lo poco que sabía de la vida privada de sus colegas. Sea como fuere, estaba claro que la benjamina de la sección tenía ahora más autoestima.
—¡Pia, espera! —exclamó Kathrin, y la aludida se detuvo.
—¿Qué pasa?
Kathrin echó un vistazo al pasillo con cara de misterio.
—Ayer por la noche estuve en Sachsenhausen con unos amigos —dijo después en voz baja—. No te vas a creer a quién vi.
—No me irás a decir que a Johnny Depp, ¿no? —se burló Pia. La K 11 entera estaba enterada de que Kathrin era una ferviente admiradora del actor norteamericano.
—No. Vi a Frank —continuó Kathrin sin inmutarse—. Trabajando en la barra del Klapperkahn, y desde luego no está lesionado.
—¿Qué?
—Pues sí, y ahora no sé qué hacer. Supongo que debería decírselo al gran jefe, ¿no?
Pia frunció el ceño. Si un policía quería desempeñar un trabajo adicional, debía cursar una instancia y esperar hasta que se lo autorizaran. Trabajar en un bar de mala fama, sin duda no estaría permitido. Si Kathrin había visto bien, Behnke se arriesgaba a recibir una amonestación, a ser sancionado con una multa o incluso a ser expedientado.
—Puede que solo esté sustituyendo a un amigo. —Pia no sentía mucha simpatía por Behnke, pero le desagradaba pensar en las consecuencias que tendría formular una acusación oficial.
—No es eso. —Kathrin sacudió la cabeza—. Nada más verme vino directo. Creyó que lo estaba espiando. ¡Menuda estupidez! Y luego, el muy capullo va y dice que como se me ocurra chivarme, me voy a enterar.
Kathrin estaba muy ofendida y cabreada, cosa comprensible. Pia no dudó un solo instante de su palabra: aquello era muy del estilo de su querido compañero. Behnke era tan diplomático como un pitbull.
—¿Has hablado con Schneider? —quiso saber Pia.
—No. —Kathrin negó con la cabeza—. Aunque es lo que me habría gustado hacer. Menudo cabreo tengo.
—No me extraña. Frank es todo un experto en sacar de quicio a la gente. Deja que hable con el jefe. Puede que el asunto se arregle discretamente.