Blancanieves debe morir (7 page)

Read Blancanieves debe morir Online

Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Blancanieves debe morir
4.74Mb size Format: txt, pdf, ePub

Bodenstein maniobró hábilmente su BMW y aparcó en un hueco delante de un espantoso edificio del barrio de Neuenhain, en Bad Sodener. Pia tardó un rato en encontrar el nombre de Rita Cramer entre los alrededor de cincuenta timbres. No respondió nadie, de modo que Pia llamó al azar a otros inquilinos hasta que finalmente alguien le abrió la puerta. La casa, que era muy fea por fuera, por dentro estaba muy cuidada. En la cuarta planta los aguardaba una anciana que miró con una mezcla de recelo y curiosidad los carnés de Bodenstein y Pia. Esta consultó con impaciencia el reloj: ¡casi eran las nueve! Le había prometido a Christoph que iría a la fiesta de Annika, y era imposible prever cuánto le llevaría todo ese asunto. Lo cierto es que tenía esa tarde libre. Maldijo para sí a Hasse y a Behnke.

La vecina mantenía cierta amistad con Rita Cramer y tenía unas llaves de su casa, que soltó sin reticencia cuando Bodenstein y Pia se hubieron identificado y le contaron lo del accidente. Por desgracia, la vecina no sabía si Rita Cramer tenía familia. En cualquier caso, nunca iba a verla nadie. La vivienda en sí era deprimente. Limpia como una patena y perfectamente ordenada, pero sin muchos muebles. No había absolutamente nada que revelase la personalidad de Rita Cramer, ni una sola foto personal, y los cuadros de las paredes eran de los que podían comprarse por unos cuantos euros en cualquier centro de bricolaje. Bodenstein y Pia recorrieron la casa, y abrieron armarios y cajones con la esperanza de hallar algo que apuntara a la existencia de una familia o que motivase la agresión. Nada.

—Impersonal como una habitación de hotel —constató Bodenstein—. Parece mentira.

Pia entró en la cocina y su mirada se detuvo en el contestador automático, que parpadeaba. Pulsó el botón correspondiente. Por desgracia, el que llamaba no dejó ningún mensaje grabado, sino que se limitó a colgar, pero Pia anotó el número que aparecía en la pantalla del teléfono. El prefijo pertenecía a Königstein. Sacó el móvil y marcó el número. A la tercera saltó un contestador.

—La consulta de un médico —informó—. Ya no hay nadie.

—¿Hay alguna otra llamada? —preguntó él. Y Pia, tras pulsar unos botones, sacudió la cabeza.

—Qué raro, que alguien pueda vivir así. —Pia se guardó el teléfono y le echó una ojeada al calendario de la cocina, cuyas páginas no se habían pasado desde mayo. Nada escrito. En un tablón de corcho solo había pinchados el folleto de una pizzería y la copia azul amarillenta de una multa de aparcamiento de abril. Nada hacía suponer una vida plena y feliz.

—Mañana llamaremos a ese médico —decidió Bodenstein—. Hoy ya no hay nada más que hacer. Me pasaré por el hospital para ver cómo está la señora Cramer.

Salieron de la vivienda y le devolvieron las llaves a la vecina.

—¿Te importa dejarme en casa de Christoph antes de ir al hospital? —inquirió Pia cuando bajaban en el ascensor—. Te pilla de camino.

—Ah, sí, la fiesta.

—¿Y cómo sabes tú eso? —Pia empujó con brío la puerta de cristal y a punto estuvo de darle en la espalda a un hombre que examinaba los timbres encorvado—. Perdone, no lo había visto.

Pia le miró la cara de pasada y esbozó una sonrisa compungida.

—No importa —respondió el hombre, y ellos se fueron.

—Me gusta estar bien informado sobre los míos. —Bodenstein se subió el cuello del abrigo—. Ya lo sabes.

Pia recordó la conversación que había mantenido esa misma mañana con Kathrin Fachinger. La ocasión era perfecta.

—En ese caso, sabrás que Behnke tiene otro empleo, y seguro que no le han dado oficialmente permiso.

Bodenstein frunció la frente y la miró.

—Pues la verdad es que hasta esta mañana no lo sabía —admitió—. ¿Y tú?

—Probablemente yo sea la última a la que Behnke le contaría algo —replicó ella al tiempo que resoplaba con desdén—. Su vida privada es un secreto, como si aún siguiera en las fuerzas especiales.

Bodenstein escudriñó a Pia a la débil luz de una farola.

—Tiene muchos problemas —contestó al cabo—. Su mujer lo dejó hace un año, no pudo hacer frente a la hipoteca y tuvo que renunciar a la casa.

Pia se detuvo y lo miró fijamente un instante, en silencio. Eso explicaba el comportamiento de Behnke, su constante crispación, su malhumor, la agresividad. Así y todo no le dio pena, sino que se enfadó.

—Otra vez protegiéndolo —espetó—. ¿Qué hay entre vosotros dos para que pueda hacer lo que le dé la gana?

—No puede hacer lo que le dé la gana —negó Bodenstein.

—¿Por eso se permite faltar y cometer descuidos constantemente sin sufrir las consecuencias?

—Supongo que esperaba que volviera a hacerse con el control de su vida si no lo presionaba demasiado. —Bodenstein se encogió de hombros—. Pero si de verdad tiene otro empleo sin permiso, no voy a poder hacer nada más por él.

—Entonces, ¿vas a dar parte a Engel?

—Me temo que no tengo más remedio. —Bodenstein suspiró y se puso en marcha de nuevo—. Primero hablaré con él.

Sábado, 8 de noviembre

—Dios mío. —La doctora Daniela Lauterbach se mostró sinceramente horrorizada cuando Bodenstein le contó cómo había conseguido su número de teléfono. Palideció bajo su bronceado veraniego—. Rita es una buena amiga mía. Éramos vecinas hasta que se separó, hace unos años.

—Un testigo afirma haber visto que a la señora Cramer la empujaron por la barandilla de la pasarela de peatones —añadió él—. Por eso estamos investigando un intento de asesinato por parte de una persona desconocida.

—Es terrible. Pobre Rita. ¿Cómo está?

—No muy bien. Su estado es crítico.

La doctora Daniela Lauterbach unió las manos como en oración y sacudió la cabeza consternada. Bodenstein calculó que tendría cuarenta y muchos o cincuenta años. Su silueta era muy femenina, el brillante cabello oscuro recogido en un moño sencillo. Con sus cálidos ojos marrones rodeados de pequeñas arrugas, irradiaba cordialidad y un algo maternal. Seguro que era una médico que se tomaba su tiempo con sus pacientes y se interesaba por sus circunstancias. La espaciosa consulta se encontraba en la zona peatonal de Königstein, sobre una joyería, y contaba con unas habitaciones grandes y luminosas de techos altos y suelo de parqué.

—Vamos a mi despacho —propuso ella. Bodenstein la siguió hasta una estancia muy amplia presidida por una mesa antigua imponente. En las paredes, unos cuadros expresionistas de gran formato y colores sombríos suponían un contrapunto inusitado, aunque atractivo, al agradable espacio—. ¿Le apetece un café?

—Sí, gracias. —Bodenstein sonrió y asintió—. Hoy ni siquiera me ha dado tiempo a tomarme uno.

—Se ha dado un buen madrugón. —Daniela Lauterbach colocó una taza bajo la cafetera automática, que se hallaba en un aparador junto a toda clase de libros de consulta, y pulsó un botón. Se oyó el mecanismo de molienda, y el agradable olor del café recién molido inundó el aire.

—Usted también —replicó el policía—. Y eso que es sábado.

La noche anterior había dejado un mensaje en el contestador de la consulta, y ella lo había llamado esa misma mañana a las siete y media.

—Los sábados por la mañana hago visitas a domicilio. —Le ofreció el café, que él tomó sin leche ni azúcar después de darle las gracias—. Después me suelo ocupar del papeleo, que por desgracia cada vez va a más. Preferiría dedicarle ese tiempo a mis pacientes. —Señaló la mesa con un gesto y Bodenstein tomó asiento en una de las sillas. Detrás del escritorio, las ventanas ofrecían unas magníficas vistas del parque del balneario, sobre el que se alzaban las ruinas del castillo de Königstein—. ¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó ella después de beber un sorbo de su taza de café.

—Por desgracia, en la vivienda de la señora Cramer no encontramos un solo indicio de que tuviera familia —contestó—. Pero ha de haber alguien a quien podamos informar del accidente.

—Rita sigue teniendo una buena relación con su exmarido —respondió Daniela Lauterbach—. Estoy segura de que él se ocupará de ella. —Sacudió la cabeza de nuevo, afligida—. Pero ¿quién puede haber hecho eso? —Observó a Bodenstein pensativa con sus ojos castaños.

—Ese es un punto que también nos interesa a nosotros. ¿Tenía enemigos?

—¿Rita? Por el amor de Dios, no. Es una persona encantadora, y ya le ha tocado sufrir bastante en la vida. Pese a todo, no es una amargada.

—¿Sufrir? ¿A qué se refiere? —Bodenstein estudió a la doctora con atención. Tan serena y calmada, Daniela Lauterbach le caía muy bien. Su médico de cabecera despachaba a sus pacientes como si se tratara de una cadena de montaje. Cada vez que tenía que ir a verlo, después se sentía nervioso por la agitación con la que llevaba a cabo el examen.

—A su hijo lo metieron en la cárcel —repuso la doctora, y profirió un suspiro—. Rita lo encajó mal. Probablemente fuera eso lo que acabó con su matrimonio.

Bodenstein, que iba a beber un sorbo de café, suspendió el movimiento.

—¿El hijo de la señora Cramer está en la cárcel? ¿Por qué?

—Estuvo en la cárcel. Salió hace dos días. Hace diez años mató a dos chicas.

Bodenstein se estrujó los sesos, pero no fue capaz de recordar a ningún joven acusado de doble asesinato apellidado Cramer.

—Después de separarse, Rita recuperó su apellido de soltera para que no se la relacionara con ese horrible asunto —aclaró Daniela Lauterbach, como si le hubiese leído el pensamiento a Bodenstein—. Antes se apellidaba Sartorius.

Pia apenas daba crédito a lo que veía. Leyó por encima con incredulidad el escrito, redactado en un prosaico alemán burocrático sobre papel ecológico gris. Su corazón había dado un salto de alegría al ver en el buzón la carta de Gerencia de la ciudad de Frankfurt que con tanta ilusión esperaba desde hacía tanto tiempo, pero lo que estaba leyendo ahora, desde luego, no se lo esperaba. Desde que Christoph y ella decidieron vivir juntos en Birkenhof, tenían pensado reformar la casita, que se quedaba un tanto pequeña para dos personas, por no hablar de las posibles visitas. Un arquitecto amigo de Pia se encargó de los planos y presentó la correspondiente solicitud de licencia de obras. Desde entonces ella aguardaba con impaciencia la respuesta, ya que le habría gustado empezar cuanto antes. Leyó la carta una segunda y una tercera vez y después la apartó, se levantó de la mesa de la cocina y fue al cuarto de baño. Tras darse una ducha rápida, se envolvió en una toalla y se miró malhumorada en el espejo. Pese a que eran las tres y media de la madrugada cuando se fueron de la fiesta, Pia se había levantado a las siete para dejar salir a los perros y dar de comer a los demás animales. Después aprovechó un momento en que no llovía para darles cuerda a los dos jóvenes caballos y limpiar los boxes. Estaba claro que ella ya no estaba para trasnochar. A los cuarenta y un años, lo de no dormir una noche ya no se llevaba tan bien como a los veintiuno. Se cepilló con aire pensativo la melena, que le llegaba por los hombros, y se hizo dos trenzas. Después de recibir la mala noticia ya no le apetecía dormir. Atravesó la cocina, cogió de la mesa la desagradable carta y entró en el dormitorio.

—Hola, cariño —musitó Christoph al tiempo que, medio dormido, entrecerraba los ojos por la luz—. ¿Qué hora es?

—Las diez menos cuarto.

Él se incorporó y se masajeó las sienes gemebundo. En contra de su costumbre, la noche anterior había empinado bastante el codo.

—¿Cuándo sale el avión de Annika?

—A las dos de la tarde. Todavía falta mucho.

—¿Qué es eso? —preguntó al ver la carta que tenía Pia en la mano.

—Una catástrofe —replicó ella sombríamente—. Nos han escrito de Gerencia.

—¿Y? —Christoph hizo un esfuerzo por despertar.

—Es una orden de derribo.

—¿Cómo?

—Los antiguos propietarios construyeron la casa sin permiso, imagínate. Y nosotros, con nuestra solicitud, hemos levantado la liebre. Solo están autorizados una caseta y un establo. No lo entiendo. —Se sentó en el borde de la cama y cabeceó—. Llevo empadronada aquí unos años, el servicio de recogida de basura se lleva la basura, pago el agua y la electricidad. ¿Y qué creen? ¿Que vivo en una chabola?

—A ver. —Christoph se rascó la cabeza y leyó la carta oficial—. Interpondremos un recurso. No puede ser. El vecino construye un pabellón inmenso y tú no puedes hacer una pequeña reforma.

El móvil, en la mesilla, sonó. Pia, que ese día estaba de guardia, lo cogió sin mucho entusiasmo. Estuvo escuchando un minuto en silencio.

—Ahora voy —dijo; colgó y lanzó el móvil a la cama—. Maldita sea.

—¿Tienes que salir?

—Sí, por desgracia. En la comisaría de Niederhöchstadt se ha presentado un muchacho que dice que ayer por la tarde vio que un hombre empujaba a una mujer por un puente.

Christoph le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia él. Pia suspiró. Él la besó en la mejilla primero y en la boca después. ¿No podría haber reprimido el muchacho sus ganas de hablar hasta esa tarde? A Pia no le apetecía lo más mínimo trabajar. Lo cierto es que tendría que haber sido Behnke quien estuviera de servicio ese fin de semana, pero, claro, estaba enfermo. Y Hasse también estaba enfermo. ¡Que se fueran al infierno esos dos idiotas! Pia se derrumbó hacia atrás y se arrimó al cuerpo caliente de Christoph. La mano de él se deslizó por debajo de la toalla y le acarició el vientre.

—No te preocupes por ese papelucho —musitó, y volvió a besarla—. Encontraremos una solución. No echarán la casa abajo así como así.

—Es que todo son problemas —farfulló ella, y decidió que el muchacho podía esperar una hora en la comisaría de Niederhöchstadt.

Bodenstein estaba en el coche, enfrente del hospital de Bad Sodener, esperando a su compañera. Daniela Lauterbach le había dado la dirección del exmarido de Rita Cramer en Altenhain, pero antes de que le comunicara al hombre la mala noticia se había pasado de nuevo por el hospital para interesarse por el estado de Rita Cramer. La mujer había sobrevivido a la primera noche; después de someterse a una operación, estaba en coma en la unidad de cuidados intensivos. Eran las once y media cuando Pia aparcó a su lado, se bajó del coche y se dirigió hacia el suyo esquivando los charcos.

—El chico ha dado una descripción bastante precisa del hombre. —Pia se acomodó en el asiento del copiloto y se abrochó el cinturón—. Si Kai consigue sacar una foto medianamente buena de la cámara de vigilancia, tendríamos una imagen para la prensa.

Other books

Foul Matter by Martha Grimes
Darkside by Tom Becker
Nekomah Creek by Linda Crew
Tournament of Losers by Megan Derr
Shadows on the Stars by T. A. Barron
Naked Edge by Charli Webb