Blancanieves debe morir (34 page)

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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Blancanieves debe morir
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—Hola —lo saludó risueña—. Llegas tarde. ¿Ya has cenado?

Allí estaba, con el mismo jersey de cachemir verdeceladón que llevaba ese mediodía en el Ebony Club, la misma de siempre.

—No —respondió él—. No tengo apetito.

—Si te apetece, hay albóndigas y ensalada de pasta en la nevera.

Dio media vuelta con la intención de entrar de nuevo en la cocina.

—Hoy no has estado en Maguncia —afirmó él. Cosima se detuvo y se volvió. Bodenstein no quería que le mintiera, por eso siguió hablando antes de que ella pudiera decir nada—. Te vi a mediodía en el Ebony Club. Con Alexander Gavrilow. No lo niegues, por favor.

Ella cruzó los brazos y lo miró. No se oía un ruido, y el perro notó la repentina tensión y regresó silenciosamente a su sitio.

—En las últimas semanas casi no has estado en Maguncia —prosiguió Bodenstein—. Hace unos días, salía del Instituto Anatómico Forense y te vi delante por casualidad. Te llamé y vi que cogías el teléfono. Y me dijiste que seguías en Maguncia. —Calló. En algún rincón de su corazón aún esperaba que ella se riera y le diese alguna explicación inocua. Pero no se rio, no negó nada. Estaba allí de pie sin más, con los brazos cruzados. Ni rastro de culpabilidad—. Te lo ruego, sé sincera conmigo, Cosima. —Notó que su voz era lastimera—. ¿Tienes… tienes… un lío con Gavrilow?

—Sí —le contestó tranquilamente.

A Bodenstein se le vino el mundo encima, pero por fuera consiguió mantener la calma, como ella.

—¿Por qué? —se mortificó.

—Oliver, por favor. ¿Qué quieres que te diga?

—A ser posible, la verdad.

—Coincidí con él en verano por casualidad en una inauguración en Wiesbaden. Tiene un despacho en Frankfurt, está preparando un proyecto y busca patrocinadores. Hablamos por teléfono un par de veces. Se le ocurrió que yo podía hacer una película sobre su expedición. Sabía que no te gustaría, así que primero quería escuchar qué tenía en mente. Por eso no te conté que lo había visto. En fin. Al final pasó lo que tenía que pasar. Creí que sería un desliz, pero después… —se calló y luego sacudió la cabeza.

A él le resultaba inconcebible que su mujer se hubiera topado con otro hombre y hubiese iniciado una relación sin que él intuyera nada. ¿Tan estúpido, tan confiado había sido? ¿Tan ocupado había estado consigo mismo? Evocó la letra de una canción con la que Rosalie estuvo torturándolos a todos durante la peor fase de su pubertad: «¿Qué tiene él que no tenga yo? Dime qué es. Aunque ya es demasiado tarde, ¿qué echabas de menos?». Una canción estúpida… y de pronto encerraba tanta verdad. Bodenstein dejó plantada a Cosima y subió la escalera camino del dormitorio. Si se hubiera quedado un minuto más, habría estallado, le había gritado a la cara lo que opinaba de los aventureros como Gavrilow que se liaban con mujeres casadas y madres de hijos pequeños. Probablemente tuviera amoríos por todo el mundo, ese calavera. Abrió todos los armarios, sacó una bolsa de viaje de uno de los cajones de arriba, la llenó al azar de ropa interior, camisas y corbatas y encima del todo echó dos trajes. Después fue al cuarto de baño y metió sus artículos de aseo en un neceser. A los diez minutos bajaba la escalera con la bolsa a rastras. Cosima seguía en el mismo sitio.

—¿Adónde vas? —le preguntó con voz queda.

—Me marcho —respondió sin mirarla. Abrió la puerta y salió a la noche.

Viernes, 21 de noviembre

A las seis y cuarto, el móvil despertó a Bodenstein de un sueño profundo. Aturdido, buscó a tientas el interruptor hasta que recordó que no estaba en su casa, en su cama. Había dormido mal y soñado cosas raras. El colchón era demasiado blando, y el edredón daba excesivo calor, de forma que o sudaba o se quedaba helado. El móvil seguía sonando con pertinacia, paraba un instante y sonaba de nuevo. Bodenstein se levantó, fue palpando a oscuras la habitación desconocida, desorientado, y profirió una imprecación al golpearse el dedo gordo con la pata de una mesa. Por fin dio con el interruptor, junto a la puerta, y poco después con el móvil, en el bolsillo interior de la chaqueta, que la noche anterior había dejado en la silla.

El guarda forestal había encontrado en un aparcamiento del bosque, por debajo de Eichkopf, entre Ruppertshain y Königstein, el cadáver de un hombre dentro de un coche. Los criminólogos ya estaban en camino; ¿iba a pasarse él a echar un vistazo? Desde luego que iba a pasarse, ¿qué remedio le quedaba? Con el rostro desencajado por el dolor, volvió cojeando a la cama y se sentó en el borde. Los acontecimientos del día anterior se le antojaban una pesadilla. Había estado casi una hora dando vueltas sin rumbo por la zona, hasta que por casualidad pasó por delante de la entrada de la finca. Ni su padre ni su madre le hicieron preguntas cuando poco antes de medianoche apareció ante su puerta pidiendo asilo para pasar la noche. Su madre le preparó una cama en uno de los cuartos de invitados de la casa y lo dejó solo. Seguro que le había visto en la cara que no había ido hasta allí por gusto, y él agradeció la discreción. No habría podido hablar de Cosima y ese tipo.

Se levantó exhalando un suspiro, sacó el neceser de la bolsa de viaje y enfiló el pasillo hacia el cuarto de baño, que era minúsculo, estaba helado y le trajo recuerdos desagradables de su infancia y su juventud, cuando los lujos brillaban por su ausencia. Sus padres habían ahorrado todo lo que pudieron, ya que siempre anduvieron escasos de dinero. Al otro lado, en el castillo en el que había crecido, durante los meses de invierno solo se caldeaban dos habitaciones, las demás estaban «tibias», como solía llamar su madre a una temperatura de apenas dieciocho grados. Bodenstein se olisqueó la camiseta y arrugó la nariz: imposible evitar la ducha. Echó de menos la calefacción generosa de su casa, las toallas suaves, que olían a Lenor. Se duchó en un tiempo récord, se secó con una toalla áspera y deshilachada y se afeitó con dedos temblorosos a la luz desvaída del fluorescente del armario con luna de Allibert. Abajo, en la cocina, se encontró a su padre, que tomaba café sentado a la arañada mesa de madera y leía el diario FAZ.

—Buenos días. —Levantó la mirada y saludó amablemente a su hijo con un gesto—. ¿Quieres un café?

—Buenos días. Sí, por favor.

Bodenstein se sentó, y su padre se levantó, sacó una taza de uno de los armarios y le sirvió café. Su padre jamás le habría preguntado por qué se había presentado en mitad de la noche y había dormido en uno de los cuartos de invitados. También en lo tocante a las palabras sus padres habían sido siempre parcos. Y por su parte no tenía ninguna gana de hablar de sus problemas conyugales a las siete menos cuarto de la mañana, de manera que padre e hijo tomaron sus respectivos cafés en silenciosa armonía. Desde tiempos inmemoriales, en la casa Bodenstein se había utilizado a diario una vajilla de porcelana de Meissen, por motivos de economía. La porcelana era una herencia familiar, no había razón para no usarla o comprar una nueva. Probablemente su valor hubiera sido incalculable, de no haber sido porque prácticamente cada pieza había sido pegada varias veces a esas alturas. La taza de Bodenstein también tenía una raja y un asa pegada. Cuando terminó, se puso de pie, dejó la taza en la pila y le dio las gracias a su padre, que asintió y volvió a centrarse en su lectura, que había apartado educadamente.

—Llévate una llave —dijo como si tal cosa—. En el tablero que hay junto a la puerta encontrarás una con un mosquetón rojo.

—Gracias. —Bodenstein cogió la llave—. Hasta luego.

Su padre parecía convencido de que esa tarde volvería allí.

Faros y luces azules destellantes iluminaban la sombría mañana de noviembre cuando Bodenstein entró en el aparcamiento del bosque, justo después de la curva de Nepomuk. Aparcó junto a uno de los coches patrulla y echó a andar. El olor otoñal a tierra húmeda y follaje en descomposición inundó su nariz, y le vinieron a la cabeza fragmentos de uno de los pocos poemas que se sabía de memoria: «El que ahora está solo lo estará siempre, deambulará por las avenidas, inquieto como el rodar de las hojas». La sensación de abandono lo embistió como un perro furioso, y hubo de obligarse, haciendo un esfuerzo ímprobo, a continuar, a hacer su trabajo, aunque lo que le hubiera gustado habría sido esconderse en cualquier parte.

—Buenos días —saludó a Christian Kröger, a la cabeza de los criminólogos, que acababa de sacar la cámara—. ¿Qué está pasando ahí delante?

—Probablemente ya se haya corrido la voz por la radio de la Policía —respondió Kröger, y meneó la cabeza risueño—. Son como niños pequeños.

—¿De qué se ha corrido la voz?

Bodenstein no entendía nada y se preguntaba por qué había tantos curiosos. A pesar de la hora que era, contó cinco vehículos oficiales en el aparcamiento de grava, y un sexto entraba en ese momento desde la carretera. Bodenstein oía la algarabía hasta de lejos. Entre los funcionarios, bien de uniforme o con el mono blanco de Criminalística, reinaba una gran agitación.

—Un Ferrari —le informó uno de los agentes con los ojos brillantes—. Un 599 GTB Fiorano. Solo he visto uno en mi vida, en el Salón Internacional del Automóvil.

Bodenstein se abrió paso entre las filas de compañeros. En efecto, en el extremo del aparcamiento resplandecía un Ferrari rojo vivo a la luz de un reflector, rodeado reverentemente de unos quince agentes de policía a quienes interesaba más la cilindrada, los caballos, los neumáticos, las llantas, el par motor y la aceleración del estupendo deportivo que el cadáver que ocupaba el asiento del conductor. Una goma salía de uno de los gruesos tubos de escape cromados y entraba por la ventanilla, que había sido cerrada cuidadosamente por dentro con cinta aislante de tonalidad plateada.

—El cacharro este cuesta doscientos cincuenta mil euros —comentó uno de los agentes más jóvenes—. Una locura, ¿eh?

—Puede que de la mañana a la noche el precio haya bajado considerablemente —intervino Bodenstein con sequedad.

—¿Por qué?

—Tal vez se le haya pasado por alto, pero en el asiento del conductor hay un cadáver. —Bodenstein no era de los que se volvían locos al ver un deportivo rojo—. ¿Alguno de ustedes ha comprobado la matrícula?

—Sí —se oyó decir a una agente joven en segundo plano que a todas luces tampoco compartía el entusiasmo de sus compañeros varones—. El vehículo está a nombre de un banco de Frankfurt.

—Ya —asintió Bodenstein, y se quedó mirando mientras Kröger sacaba fotos y a continuación abría la portezuela del coche con ayuda de un compañero.

—La crisis económica se cobra las primeras víctimas —bromeó alguien, y acto seguido se suscitó una nueva discusión sobre la cantidad de dinero que había que ganar al mes para pagar las cuotas de leasing de un Ferrari Fiorano. Bodenstein vio entrar otro coche patrulla en el aparcamiento, seguido de dos vehículos sin identificación.

—Que acordonen debidamente el aparcamiento —pidió a la joven agente—. Y eche a todo el que no tenga nada que hacer aquí.

La mujer asintió y se puso manos a la obra con energía. A los pocos minutos, el aparcamiento estaba cerrado. Bodenstein se agachó junto a la portezuela abierta y observó el cadáver. Se trataba de un hombre rubio aún joven, treinta y cinco años aproximadamente. Vestía de traje y corbata, y llevaba un reloj caro en la muñeca. Tenía la cabeza ladeada. A primera vista daba la impresión de estar dormido.

—Buenos días, Bodenstein —dijo una voz familiar a sus espaldas, y volvió la cabeza.

—Hola, doctor Kirchhoff. —Se levantó y saludó con la cabeza al forense.

—¿No está Pia?

—No, hoy tengo que levantar el país yo solo —respondió con ironía—. ¿La echa de menos?

Kirchhoff esbozó una sonrisa cansada, pero no entró al trapo. Para variar, no estaba para sarcasmos. Tenía los ojos enrojecidos tras las gafas, también él parecía haber dormido poco. Bodenstein dejó sitio al forense y se acercó a Kröger, que en ese momento registraba el maletín, que se hallaba en el asiento del copiloto.

—¿Y bien? —inquirió. Kröger le dio la cartera del fallecido, y al sacar el carné de identidad, Bodenstein se quedó helado. Leyó el nombre por segunda vez. ¿Sería una casualidad?

La jefa de psiquiatría había informado a Pia del estado de Thies Terlinden tanto como se lo permitía el secreto profesional, y ahora ella estaba más que intrigada por verlo. Sabía que no podía esperar gran cosa. Probablemente, así se lo había dicho la doctora, el chico ni siquiera respondiese a sus preguntas. Estuvo un buen rato observando al paciente por la ventanilla de la puerta. Thies Terlinden era un joven sumamente atractivo de abundante cabello rubio, con una boca delicada, que no dejaba traslucir los demonios con los que tenía que enfrentarse. Solo sus cuadros dejaban entrever su tormento interior. Estaba sentado a una mesa en una estancia luminosa y agradable, y pintaba muy concentrado. Aunque se había vuelto a calmar gracias a la medicación, no le proporcionaban objetos puntiagudos como lapiceros o pinceles, razón por la cual se tenía que contentar con ceras, hecho que, sin embargo, no parecía molestarle lo más mínimo. No levantó la cabeza cuando Pia entró en la habitación acompañada de la médico y de un enfermero. La médico le presentó a Pia, le explicó por qué estaba allí y que quería hablar con él. El muchacho se inclinó más sobre el cuadro y luego se echó hacia atrás bruscamente y dejó la cera en la mesa. Las ceras de colores no estaban dispuestas de cualquier manera, Thies las había colocado en fila con precisión, como soldados a los que se fuera a pasar revista. Pia se sentó ante él en una silla y lo observó.

—No le he hecho nada a Amelie —aseguró con una voz extrañamente monótona antes de que ella le dijera una palabra—. Lo juro. No le he hecho nada a Amelie, no le he hecho nada.

—Y nadie dice que lo haya hecho —repuso Pia amablemente.

Las manos de Thies comenzaron a revolotear sin control, mientras se mecía adelante y atrás, con la mirada fija en el cuadro que tenía delante.

—Le cae bien Amelie, y ella solía ir a su casa, ¿no es verdad?

Asintió con vehemencia.

—He cuidado de ella, he cuidado de ella.

Pia miró a la doctora, que había tomado asiento algo apartada. Thies cogió de nuevo una cera, se inclinó sobre el cuadro y siguió pintando. Reinaba el silencio. Pia pensó por unos momentos cuál sería su siguiente pregunta. La médico le había aconsejado que hablara con Thies con absoluta normalidad, no como si fuera un niño pequeño, pero la cosa no era tan sencilla.

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