Blancanieves debe morir (32 page)

Read Blancanieves debe morir Online

Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Blancanieves debe morir
10.7Mb size Format: txt, pdf, ePub

—La Policía la encontrará —fue lo único que dijo, y desapareció en el cuarto de baño.

Barbara se quedó en la cocina, desvalida, atónita y sola. Y de repente vio a su marido con otros ojos. Se refugiaba cobardemente en su rutina. ¿Se comportaría de otra forma de haber sido Tim o Jana y no Amelie los que hubieran desaparecido? Lo único a lo que le tenía miedo su marido era a quedar mal. Ya no volvieron a hablar, se metieron en la cama en silencio. A los diez minutos, él ya estaba roncando, tranquila y cadenciosamente, como si no pasara nada. Nunca en su vida se había sentido más abandonada que esa noche espantosa e interminable.

Llamaron a la puerta. Barbara Fröhlich se asustó y se puso de pie. Esperaba que no fuera otra vez una de esas mujeres del pueblo, que iban a su casa fingiendo compasión para después poder dar la exclusiva de la situación en la tienda. Abrió y vio ante ella a una desconocida.

—Buenos días, señora Fröhlich —saludó la mujer. Tenía el cabello oscuro y corto, la cara pálida, grave y ojerosa, y llevaba unas gafas de montura rectangular—. Inspectora Maren König, de la K 11 de Hofheim. —Le enseñó la placa de la Policía Judicial—. ¿Puedo pasar?

—Sí, claro. Adelante. —A Barbara Fröhlich el corazón se le aceleró. La mujer estaba muy seria, como si fuera a darle malas noticias—. ¿Sabe algo de Amelie?

—No, por desgracia, no. Pero mis compañeros han averiguado que su amigo Thies le dio unos cuadros. Sin embargo, en su cuarto no encontraron nada.

—No sé nada acerca de esos cuadros —contestó, mientras negaba con la cabeza, desconcertada. Sentía que la policía no pudiera decirle nada nuevo.

—¿Me permite volver a echar un vistazo en la habitación de Amelie? —pidió Maren König—. Esos cuadros, suponiendo que existan, podrían ser sumamente importantes.

—Sí, desde luego. Acompáñeme.

Barbara Fröhlich la condujo escaleras arriba y abrió la puerta del cuarto de Amelie. Ella permaneció allí, viendo cómo la inspectora registraba a fondo los armarios empotrados y se arrodillaba para mirar debajo de la cama y de la mesa. Por último apartó un poco la cómoda Biedermeier de la pared.

—Un falsete —constató la mujer, que se volvió hacia Barbara Fröhlich—. ¿Le importa si lo abro?

—No. Ni siquiera sabía que existía esa puerta.

—En muchas casas que tienen tejado con vertientes se utilizan los laterales como trastero —explicó la inspectora, que sonrió por primera vez—. Sobre todo, cuando en la casa no hay desván.

Se agachó, abrió la puerta y se introdujo en el pequeño espacio que se abría entre la pared y el aislamiento del tejado. Entró una corriente de aire frío. Poco después, la mujer salió; llevaba en las manos un grueso rollo envuelto en papel y atado cuidadosamente con una cinta roja.

—¡Dios mío! —exclamó Barbara Fröhlich—. Así que ha encontrado algo...

La inspectora mayor Maren König se levantó y se sacudió el polvo de los pantalones.

—Me llevo los cuadros. Si lo desea, le puedo extender un justificante.

—No, no, no es necesario —se apresuró a decir Barbara Fröhlich—. Si los cuadros les pueden ayudar a dar con Amelie, lléveselos sin más.

—Gracias. —La inspectora le puso una mano en el brazo—. Y no se preocupe. Haremos todo cuanto sea posible para encontrar a Amelie. Se lo prometo.

Sonó tan compasivo, que Barbara Fröhlich tuvo que hacer un esfuerzo considerable para que no se le saltaran las lágrimas. Asintió en silencio, agradecida. Acto seguido estuvo por unos momentos pensando si llamar a Arne y hablarle de los cuadros, pero aún se sentía profundamente ofendida por su comportamiento, así que desistió de hacerlo. Algo después, cuando se preparaba un té, cayó en la cuenta de que se le había olvidado por completo ver qué mostraban los cuadros.

Tobias, inquieto, recorría arriba y abajo el salón del piso de Nadja. El gran televisor de la pared estaba encendido, pero sin volumen. La Policía lo buscaba en relación con la desaparición de Amelie F., de diecisiete años, acababa de leerlo en el teletexto. Nadja y él se habían pasado casi toda la tarde pensando en lo que debía hacer, y a ella se le ocurrió ir en busca de los cuadros. Nadja se había quedado dormida hacia medianoche, pero él permaneció en vela, intentando hacer memoria desesperadamente. Una cosa estaba clara: si se presentaba a la Policía, lo detendrían en el acto. No podía explicar de manera plausible cómo había ido a parar el móvil de Amelie al bolsillo de su pantalón, y al igual que la otra vez, no recordaba absolutamente nada de la noche del sábado al domingo.

Amelie debía de haber encontrado algo sobre lo sucedido en 1997 en Altenhain, algo que podía ser peligroso para alguien. Pero ¿quién era ese alguien? Por más vueltas que le daba, a él solo se le ocurría Claudius Terlinden. Durante once años lo había considerado su único protector en el mundo; en la trena esperaba ilusionado sus visitas, las largas conversaciones que mantenía con él. ¡Qué idiota había sido! Terlinden solo pensaba en sí mismo. Tobias no llegaba hasta el punto de responsabilizarlo de la desaparición de Laura y Stefanie, pero ese hombre se había aprovechado descaradamente de la precaria situación de sus padres para conseguir lo que quería: Schillingsacker, el terreno donde había erigido el nuevo edificio de administración de su empresa.

Tobias encendió un cigarrillo. El cenicero de la mesita ya estaba casi desbordado. Se acercó a la ventana y miró las negras aguas del Meno. Los minutos transcurrían con una lentitud angustiosa. ¿Cuánto hacía que se había ido Nadja? ¿Tres horas? ¿Cuatro? Esperaba que todo hubiera salido bien. Su plan era el clavo ardiendo al que se agarraba. Si de verdad existían los cuadros de los que le había hablado Amelie el sábado, tal vez con ellos se pudiera demostrar su inocencia y al mismo tiempo averiguar quién había raptado a Amelie. ¿Seguiría con vida? ¿O…? Tobias sacudió la cabeza malhumorado, no paraba de pensar en ello. ¿Y si era cierto todo cuanto psicólogos, expertos y el tribunal dictaminaron entonces? ¿Se convertía de verdad en el monstruo que tanto juego le daba a la prensa bajo la influencia del alcohol? Antes, la posibilidad de que mostrara un comportamiento agresivo era elevada, digería mal los fracasos. Para él era normal conseguir lo que quería: buenas notas, chicas o triunfos en el deporte. Rara vez se andaba con miramientos, y sin embargo era querido, el alma indiscutible de la pandilla. ¿O acaso era eso lo que él creía, absolutamente ciego y arrogante en su inmenso egocentrismo?

El reencuentro con Jörg, Felix y los demás había despertado en él vagos recuerdos, acontecimientos olvidados hacía tiempo que había considerado insignificantes. En aquella época le había quitado a Laura a Michael sin que le remordiera lo más mínimo la conciencia por su amigo. Las chicas no eran más que trofeos de su vanidad. ¿Cuántas veces había herido los sentimientos de alguien con su falta de consideración, cuánta ira y cuánto dolor había causado? Eso fue algo que solo entendió cuando Stefanie lo dejó. No quiso aceptarlo, incluso se arrodilló ante ella y le suplicó, pero Stefanie se rio de él. ¿Qué hizo después? ¿Qué había hecho con Amelie? ¿Cómo había llegado su móvil al bolsillo de sus pantalones?

Tobias se dejó caer en el sofá, se llevó las manos a las sienes e intentó desesperadamente establecer una relación lógica entre los retazos sueltos de recuerdos. Pero por más que lo intentaba, no había manera. Era para volverse loco.

Aunque la consulta estaba a reventar, la doctora Daniela Lauterbach no hizo esperar mucho a Bodenstein y Pia.

—¿Qué tal la cabeza? —se interesó amablemente.

—Bien. —En un acto reflejo, Bodenstein se tocó la tirita de la frente—. Me duele un poco, nada más.

—Si quiere, le puedo echar un vistazo.

—No es preciso. No queremos entretenerla.

—De acuerdo. Ya sabe dónde encontrarme.

Bodenstein asintió risueño. Tal vez debiera cambiar de médico. Daniela Lauterbach firmó a toda prisa tres recetas que la enfermera le había dejado en recepción e hizo pasar a Bodenstein y Pia a su despacho. El parqué del suelo crujió bajo sus pies. La doctora los invitó a sentarse con un gesto.

—Queremos hablarle de Thies Terlinden.

Bodenstein se sentó, pero Pia permaneció de pie.

Daniela Lauterbach tomó asiento tras su mesa y lo miró con atención.

—¿Qué quiere saber de él?

—Su madre nos dijo que sufrió un ataque y ahora está en el psiquiátrico.

—Es verdad —confirmó ella—. Pero tampoco puedo decirles mucho más. El secreto profesional, ya saben. Thies es paciente mío.

—Nos han dicho que Thies solía seguir a Amelie —terció Pia desde un segundo plano.

—No la seguía, la acompañaba —corrigió la mujer—. A Thies le caía muy bien Amelie, y esa es su forma de expresar afecto. Y dicho sea de paso, ella lo supo ver así desde el principio. Es una chica muy sensible, a pesar de su extravagancia. Toda una suerte para Thies.

—El padre de Thies se peleó con su hijo y acabó con arañazos en las manos —apuntó Pia—. Dígame, ¿tiene Thies tendencia a ser violento?

Daniela Lauterbach esbozó una sonrisa un tanto pesarosa.

—Nos estamos acercando demasiado al terreno del que no puedo hablar con ustedes —respondió—. Pero intuyo que sospecha que Thies le pueda haber hecho algo a Amelie, lo que considero imposible. Thies es autista, y no se comporta como una persona normal. No es capaz de mostrar sus sentimientos ni de exteriorizarlos, eso es todo. De vez en cuando tiene esos… arrebatos, pero muy, muy rara vez. Sus padres se ocupan de él estupendamente, y responde muy bien a la medicación que toma desde hace años.

—¿Diría usted que Thies es disminuido psíquico?

—De ninguna manera. —Daniela Lauterbach sacudió la cabeza con vehemencia—. Al contrario, es extremadamente inteligente y tiene un talento extraordinario para la pintura.

Señaló los cuadros abstractos de gran formato, tan similares a los que colgaban en las paredes de la vivienda y del despacho de Terlinden.

—¿Son de Thies? —preguntó Pia.

Los contempló con asombro. A primera vista no se había percatado, pero ahora veía lo que representaban. Se estremeció al distinguir rostros humanos deformes, de ojos llenos de angustia, miedo y horror. La intensidad de los lienzos era opresiva. ¿Cómo podían soportar a diario esos rostros?

—El verano pasado, mi marido le organizó una exposición en Wiesbaden. Fue todo un éxito, se vendieron los cuarenta y tres cuadros.

Lo dijo con orgullo. A Daniela Lauterbach le caía bien el hijo de los vecinos, pero parecía mantener la suficiente distancia profesional para evaluar su conducta con objetividad.

—Claudius Terlinden ayudó generosamente a la familia Sartorius después de que condenaran a Tobias —intervino Bodenstein—. Por aquel entonces, incluso le procuró un abogado a Tobias, uno muy bueno. ¿Cree usted posible que lo hiciera porque le remordía la conciencia?

—¿Por qué iba a ser así? —Daniela Lauterbach dejó de sonreír.

—Tal vez porque supiera que Thies tuvo algo que ver con la desaparición de las muchachas.

Por un momento reinó un gran silencio; el incesante sonido del teléfono llegaba amortiguado a través de la puerta cerrada.

La médico frunció el ceño.

—Nunca lo había visto así —contestó con aire pensativo—. Lo cierto es que Thies estaba completamente loco por Stefanie Schneeberger. Pasaba mucho tiempo con ella, como ahora con Amelie… —Se interrumpió al comprender a dónde quería llegar Bodenstein. Su mirada inquisitiva buscó la del policía—. ¡Dios mío! —exclamó consternada—. No, no, no lo puedo creer.

—Tenemos que hablar como sea con Thies —afirmó Pia con seriedad—. Es una pista que podría llevarnos hasta Amelie.

—Lo entiendo, pero es complicado. Como, dadas las circunstancias, me temí que en su estado pudiera autolesionarse, no me quedó más remedio que ordenar su ingreso en el psiquiátrico. —Daniela Lauterbach unió las manos y se dio unos golpecitos con los índices en los labios fruncidos, meditabunda—. No está en mi mano facilitarles una conversación con Thies.

—Pero si Thies ha cogido a Amelie, la chica corre un gran peligro —observó Pia—. Quizá la haya encerrado en alguna parte y no pueda liberarse ella sola.

La doctora miró a Pia, con ojos en los que se reflejaba la preocupación.

—Tiene razón —contestó pasados unos instantes, resuelta—. Llamaré al médico jefe del psiquiátrico de Bad Soden.

—Ah, una cosa más —añadió Pia como si acabara de ocurrírsele en ese momento—. Tobias Sartorius nos dijo que Amelie mencionó a su marido en relación con lo sucedido en 1997. Al parecer, por aquel entonces corría el rumor de que su marido le había dado a Stefanie Schneeberger el papel protagonista de la obra de teatro porque miraba a la chica con buenos ojos.

Daniela Lauterbach ya había alargado la mano para coger el teléfono, pero la dejó caer.

—Bueno, por aquel entonces, Tobias inculpó a todo el mundo —replicó—. Quería salir bien parado, cosa por otra parte de lo más comprensible. Pero en el curso de la investigación, todas las sospechas dirigidas contra otros se desvanecieron por completo. La verdad es que mi marido, que era quien dirigía entonces el Teatro AG, estaba entusiasmado con el talento de Stefanie. Y a eso había que añadirle el aspecto de la chica: era sencillamente la encarnación de Blancanieves.

La doctora fue a descolgar de nuevo el teléfono.

—¿A qué hora salieron el sábado del Ebony Club, de Frankfurt? —quiso saber Bodenstein—. ¿Lo recuerda?

Al rostro de la mujer asomó una expresión de perplejidad.

—Sí, claro, lo recuerdo perfectamente —contestó—. Eran las nueve y media.

—¿Y volvieron a Altenhain juntos, con Claudius Terlinden?

—No. Esa noche yo estaba de guardia, por eso me fui en mi coche. A las nueve y media me llamaron de Königstein por una urgencia.

—Ya. ¿Y los Terlinden y su marido? ¿Cuándo se fueron ellos?

—Christine se vino conmigo. Le preocupaba Thies, que estaba en cama con una fuerte gripe. La llevé hasta la parada del autobús y yo seguí hasta Königstein. Cuando volví a casa, a las dos de la madrugada, mi marido ya estaba durmiendo.

Bodenstein y Pia se miraron. Así que Claudius Terlinden había mentido como un bellaco sobre la noche del sábado. Pero ¿por qué?

—Sin embargo, cuando volvió de la urgencia no fue directamente a casa, ¿no? —inquirió Bodenstein.

La pregunta no sorprendió a Daniela Lauterbach.

Other books

Dying For You by MaryJanice Davidson
My Three Husbands by Swan Adamson
Forever Together by Leeanna Morgan
Submission Revealed by Diana Hunter
Redeeming Angel by JL Weil
Apprehended by Jan Burke
Tin City by David Housewright
The Secrets of Peaches by Jodi Lynn Anderson
A Baby And A Wedding by Eckhart, Lorhainne
Cheesecake and Teardrops by Faye Thompson