—Santo cielo, tiene usted las manos heladas —comentó preocupado cuando le estrechó a Pia la mano, una mano gratamente caliente y seca, y acto seguido le puso encima un instante la otra. Pia se estremeció, fue como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Al rostro de Terlinden asomó una breve expresión de asombro—. ¿Le apetece un café o un chocolate caliente para que se entone un poco?
—No, no, estoy bien —repuso, desconcertada debido a la intensidad de la mirada del hombre, que hizo que se ruborizara sin querer. Mantuvieron la mirada algo más de lo necesario. ¿Qué había sido eso? ¿Se trataba de un simple calambre, algo con una explicación puramente física, o era algo distinto por completo?
Antes de que ella o Bodenstein formularan la primera pregunta, Terlinden preguntó por Amelie.
—Estoy muy preocupado —afirmó con gravedad—. Amelie es hija de mi apoderado, la conozco bien.
Pia recordó vagamente que se proponía atacarlo con dureza y acusarlo de ir detrás de la chica, pero esa intención se desvaneció de repente.
—Por desgracia seguimos sin novedades —contestó Bodenstein. Y, sin más preámbulos, fue al grano—: Nos han dicho que fue a ver a Tobias Sartorius a la cárcel en varias ocasiones. ¿Con qué motivo? ¿Y por qué asumió las deudas de sus padres?
Pia se metió las manos en los bolsillos del chaleco y trató de recordar qué era lo quería preguntar sin falta a Terlinden, pero de pronto su cerebro estaba tan vacío como un disco duro recién formateado.
—Después de los terribles acontecimientos, la gente del pueblo empezó a tratar a Hartmut y Rita como si fuesen leprosos —replicó él—. A mí, la responsabilidad familiar no me dice nada. Con independencia de lo que hubiera hecho su hijo, ellos no tenían la culpa.
—¿Aunque Tobias sospechara que usted había tenido algo que ver con la desaparición de las dos chicas? Esa declaración le causó bastantes problemas, por lo que sabemos.
Terlinden asintió. Se metió las manos en los bolsillos del pantalón y ladeó la cabeza. Su seguridad en sí mismo no parecía verse afectada por el hecho de que Bodenstein le sacara una cabeza y él tuviera que levantar los ojos para mirarlo.
—No se lo tomé a mal. Tobias se hallaba sometido a una presión inmensa, simplemente quería defenderse con todos los medios de que disponía. Y además, era cierto que Laura me había puesto en una situación sumamente comprometida en dos ocasiones. Al ser hija de nuestra ama de llaves, pasaba por casa a menudo, y creía estar enamorada de mí.
—¿Cuáles fueron esas situaciones? —quiso saber Bodenstein.
—La primera vez se metió en mi cama cuando yo estaba en el cuarto de baño —respondió con aplomo—. La segunda se desnudó delante de mí en el salón. Mi mujer estaba de viaje, y Laura lo sabía. Me dijo sin ambages que quería acostarse conmigo.
Por algún motivo insondable, sus palabras pusieron nerviosa a Pia, que evitó mirarlo y prefirió centrarse en los muebles del despacho. La formidable mesa de madera maciza con impresionantes tallas en los laterales descansaba sobre cuatro enormes garras de león. Probablemente fuese muy antigua y valiosa, pero rara vez había visto Pia un mueble tan feo. Junto al escritorio había un globo terráqueo antiguo, y en las paredes colgaban sombríos cuadros expresionistas en sencillos marcos dorados, similares a los que había atisbado en la villa de los Terlinden.
—¿Qué pasó después? —preguntó Bodenstein.
—Cuando la rechacé, se echó a llorar y salió corriendo. En ese preciso instante entró mi hijo.
Pia carraspeó. Había recuperado el control.
—Suele llevar a Amelie en su coche —dijo—. Lo pone en su diario. Tenía la impresión de que usted la esperaba.
—Esperarla, no —Claudius Terlinden sonrió—, pero la he recogido algunas veces cuando se ha topado conmigo camino de la parada del autobús o saliendo del pueblo hacia la montaña.
Hablaba tranquila y sosegadamente, y no daba la sensación de tener remordimientos.
—Le consiguió usted el empleo de camarera en el Zum Schwarzen Ross. ¿Por qué?
—Amelie quería ganar dinero, y el gerente del Zum Schwarzen Ross buscaba una camarera. —Se encogió de hombros—. En este pueblo conozco a todo el mundo, y cuando puedo echar una mano, lo hago con gusto.
Pia observó al hombre. Su mirada escrutadora coincidió con la de ella, que no la rehuyó. Pia formulaba preguntas y él las respondía. Al mismo tiempo, entre ambos había algo completamente distinto, pero ¿qué? ¿A qué se debía la singular atracción que ejercía ese hombre sobre ella? ¿Eran sus ojos oscuros? ¿Su voz agradable, sonora? ¿El aura de seguridad serena que irradiaba? No era de extrañar que hubiese impresionado a una muchacha como Amelie, si la tenía fascinada incluso a ella, una mujer adulta.
—¿Cuándo vio por última vez a Amelie? —quiso saber Bodenstein.
—No lo sé exactamente.
—¿Recuerda usted dónde estuvo el pasado sábado por la noche? En concreto entre las 22 horas y las dos de la madrugada.
Claudius Terlinden se sacó las manos de los bolsillos y cruzó los brazos. En el dorso de la mano izquierda se veía un arañazo rojizo que parecía bastante reciente.
—Por la noche estuve cenando en Frankfurt con mi mujer —contestó tras pensar por un instante—. Como a Christine le dolía mucho la cabeza, la dejé en casa y después me vine hasta aquí para guardar las joyas en la caja fuerte.
—¿Cuándo salió de Frankfurt?
—Sobre las diez y media.
—Así que pasó dos veces por delante del Zum Schwarzen Ross —apuntó Pia.
—Sí. —Terlinden la miraba con la concentración del participante en un concurso televisivo cuando el presentador le plantea la pregunta decisiva, mientras que a las preguntas de Bodenstein respondía casi como de pasada. Esa atención desconcertaba a Pia; al parecer, Bodenstein también se dio cuenta.
—¿Y no le saltó nada a la vista? —inquirió el policía—. ¿Vio a alguien en la calle? ¿Alguien que saliera a dar un paseo tarde, quizá?
—No, nada —replicó Claudius Terlinden con aire pensativo—. Pero hago ese recorrido todos los días varias veces y no me fijo mucho.
—¿Cómo se hizo ese arañazo en la mano? —se interesó Pia.
El rostro de Terlinden se ensombreció. Dejó de sonreír.
—Me peleé con mi hijo.
Thies, ¡eso era! Pia casi había olvidado lo que la había llevado hasta allí. También a Bodenstein parecía habérsele pasado, pero salvó la situación con elegancia.
—Cierto —afirmó—. Su mujer nos acaba de decir que su hijo Thies sufrió una especie de ataque ayer por la noche.
Claudius Terlinden vaciló un instante y después asintió.
—¿Qué clase de ataque? ¿Es epiléptico?
—No. Thies es autista. Vive en su mundo y percibe cualquier cambio en su entorno habitual como una amenaza, ante la que reacciona autolesionándose. —Terlinden profirió un suspiro—. Me temo que el desencadenante del ataque ha sido la desaparición de Amelie.
—En el pueblo corre el rumor de que Thies podría tener algo que ver —aseveró Pia.
—Eso es absurdo —dijo él sin enfadarse, más bien con indiferencia, como si conociera de sobra las habladurías—. A Thies le cae muy bien la chica. Pero en el pueblo hay quien opina que debería estar en una institución. No me lo dicen a la cara, desde luego, pero lo sé.
—Nos gustaría hablar con él.
—Por desgracia, ahora no es posible. —Terlinden meneó la cabeza con pesar—. Tuvimos que llevarlo al psiquiátrico.
A Pia la asaltaron en el acto imágenes espeluznantes de personas atadas a las que trataban con descargas eléctricas.
—¿Qué le van a hacer?
—Intentar calmarlo.
—¿Cuándo podremos hablar con él?
Claudius Terlinden se encogió de hombros.
—No lo sé. Hacía muchos años que Thies no sufría un ataque tan fuerte. Me temo que esto supondrá un importante retroceso en su evolución, lo cual sería una catástrofe, para nosotros y para él.
Prometió informar a Bodenstein y a Pia en cuanto los médicos que trataban a su hijo autorizaran una conversación con Thies. Cuando los acompañó hasta el ascensor y les dio la mano para despedirse, sonreía de nuevo.
—Ha sido un placer —comentó. Esa vez el contacto no provocó en Pia una descarga eléctrica, y sin embargo se sentía extrañamente aturdida cuando por fin se cerró la puerta del ascensor. Procuró controlar su turbación mientras bajaban.
—Vaya, vaya, se ha quedado impresionado contigo —observó Bodenstein—. Y tú con él —añadió con un deje burlón.
—Menuda bobada —negó ella al tiempo que se subía hasta la barbilla la cremallera de la cazadora—. Yo solo intentaba calarlo.
—¿Y? ¿Cuál es tu conclusión?
—Creo que ha sido sincero.
—¿Ah, sí? Pues yo pienso justo lo contrario.
—¿Por qué? Ha respondido todas las preguntas sin titubear, hasta las espinosas. Por ejemplo, no tendría por qué habernos contado que Laura lo puso en una situación embarazosa en dos ocasiones.
—Ese precisamente creo que es su truco —respondió su jefe—. ¿No es mucha casualidad que el hijo de Terlinden se esfume del punto de mira justo cuando desaparece la chica?
El ascensor se detuvo en la planta baja; las puertas se abrieron.
—No hemos avanzado nada —constató Pia con repentino desencanto—. Parece que nadie ha visto a la chica.
—Puede que no nos lo quieran decir —puntualizó Bodenstein.
Atravesaron el vestíbulo, saludaron con un gesto al joven recepcionista y salieron del edificio. Los recibió un viento glacial. Pia pulsó el mando a distancia del coche y el seguro de las puertas del BMW se desbloqueó.
Bodenstein se detuvo junto a la puerta del copiloto y miró a Pia por encima del techo del vehículo.
—Tenemos que volver a hablar con la señora Terlinden.
—Así que sospechas de Thies y su padre.
—Es una posibilidad. Thies le hace algo a la chica, su padre quiere ocultarlo y encierra a su hijo en el psiquiátrico.
Subieron al coche, Pia arrancó y abandonaron el alero del aparcamiento. La nieve cubrió de inmediato la luna delantera, y los sensores del coche pusieron en marcha los limpiaparabrisas.
—Quiero saber quién fue el médico que se ocupó de Thies —comentó Bodenstein meditabundo—. Y si de verdad los Terlinden estuvieron cenando en Frankfurt el sábado por la noche.
Pia se limitó a asentir. El encuentro con Claudius Terlinden le había dejado una sensación contradictoria. Por lo común, ella no se dejaba cegar por nadie tan deprisa, pero ese hombre le había causado una gran impresión, y quería averiguar el motivo.
A las nueve y media, cuando Pia entró en el edificio de la Policía Judicial de Comandancia, el único sitio donde había alguien era en el puesto de control. A la altura de Kelkheim la nieve había dado paso a la lluvia, y a pesar de la herida en la cabeza, Bodenstein había insistido en irse a su casa solo. A decir verdad, Pia también tenía intención de poner punto final a la jornada, seguro que Christoph la estaba esperando, pero el encuentro con Claudius Terlinden la perseguía, y Christoph entendía que a veces tenía que quedarse trabajando más de la cuenta.
Recorrió los pasillos y escaleras desiertos hasta llegar a su despacho, encendió la luz y se sentó a la mesa. Christine Terlinden les había facilitado el nombre de la médico que trataba a Thies desde niño. No fue ninguna sorpresa que se tratara de la doctora Daniela Lauterbach, a fin de cuentas esta era vecina de los Terlinden y podía acudir rápidamente en situaciones críticas.
Introdujo la contraseña en el ordenador. Desde que salieran del despacho de Claudius Terlinden, no había parado de darle vueltas a la conversación, intentando recordar cada palabra, cada expresión, cada alusión sutil. ¿Por qué estaba Bodenstein tan convencido de que Terlinden se hallaba involucrado en la desaparición de Amelie y ella no? ¿Había empañado su objetividad la atracción que había sentido?
Introdujo el apellido Terlinden en un buscador y obtuvo miles de resultados. En la media hora siguiente averiguó algunas cosas de la empresa y la familia, del variopinto compromiso social y caritativo de Claudius Terlinden. Formaba parte de un sinfín de consejos de administración y de la dirección de fundaciones de numerosas asociaciones y organizaciones, había concedido becas para jóvenes aventajados procedentes de familias socialmente vulnerables. Terlinden hacía muchas cosas por los jóvenes. ¿Por qué? Según su versión oficial, dado que el destino lo había favorecido, quería devolverle algo a la sociedad. Un motivo de lo más noble, al que no se podía poner reparos. Pero ¿habría algo detrás? Él afirmaba haber rechazado dos veces las claras insinuaciones de Laura Wagner. ¿Sería verdad? Pia abrió las fotos que le proporcionó el buscador y observó pensativa al hombre que había desatado en ella sensaciones tan intensas. ¿Sabía su mujer que a su marido le iban las jovencitas y por eso se vestía de forma tan exageradamente juvenil? ¿Le habría hecho algo a Amelie por resistirse a sus acercamientos? Pia se mordisqueaba el labio inferior. No, no podía creerlo. Pasado un rato, dejó Internet e introdujo el apellido en el POLAS, el sistema de búsqueda informatizado que utilizaba la Policía. Nada. Carecía de antecedentes, nunca había tenido problemas con la ley. De pronto, Pia reparó en un enlace que aparecía en la parte inferior derecha. Se irguió. El domingo 16 de noviembre, hacía solo dos días, alguien había presentado una denuncia contra Claudius Terlinden a la 1.15. Pia abrió la denuncia en la pantalla. El corazón se le aceleró mientras leía.
—Vaya, vaya —musitó.
Como cada mañana, el despertador sonó puntualmente a las 6.30, pero ese día le hizo tan poca falta como los anteriores. Gregor Lauterbach llevaba tiempo despierto. El miedo de las preguntas que pudiera hacerle Daniela le había impedido volver a dormirse. Lauterbach se incorporó y se sentó en el borde de la cama. Estaba empapado en sudor, hecho polvo. La perspectiva del día que le esperaba, con numerosos compromisos, lo desmoralizó por completo. ¿Cómo iba a concentrarse mientras en su cabeza hacía tictac esa amenaza, como si se tratara de una bomba? El día anterior había vuelto a recibir un anónimo entre el correo del despacho, de contenido aún más inquietante que el precedente: «¿Estarán aún tus huellas dactilares en el gato que tiraste a la fosa de purín? ¡La Policía averiguará la verdad y tú estarás acabado!»
¿Quién conocía esos detalles? ¿Quién le escribía esas cartas? ¿Y por qué ahora, al cabo de once años? Gregor Lauterbach se levantó y se arrastró hasta el cuarto de baño contiguo. A continuación, apoyó las manos en el lavabo y miró con fijeza en el espejo su rostro sin afeitar, ojeroso. ¿Y si decía que estaba enfermo y se quitaba de en medio hasta que hubiera pasado la tormenta que se vislumbraba en el horizonte? No, imposible. Debía seguir actuando como hasta entonces, no podía parecer inseguro, de ningún modo. Su carrera no acababa con el cargo de ministro de Educación y Ciencia, aún podía conseguir muchas cosas en la política si no se dejaba intimidar por las sombras del pasado. No podía permitir que una única falta, y para colmo cometida hacía once años ni más ni menos, le arruinara la vida. Lauterbach se enderezó y miró con resolución la imagen que le devolvía el espejo. Ahora, gracias a su cargo, disponía de medios y posibilidades con los que nunca se hubiera atrevido a soñar. Y los utilizaría.