Read Blancanieves debe morir Online

Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

Blancanieves debe morir (27 page)

BOOK: Blancanieves debe morir
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Delante del Zum Goldenen Hahn, el aparcamiento, por lo común vacío, también estaba lleno de vehículos policiales. En la acera de enfrente, a pesar de la lluvia, se habían reunido los curiosos, seis o siete personas de cierta edad que no tenían nada mejor que hacer. Bodenstein y Pia se bajaron del coche. Hartmut Sartorius estaba tratando de borrar otra pintada de la fachada del antiguo restaurante con un cepillo, una empresa inútil. «¡ATENCIÓN, AQUÍ VIVE UN ASESINO!», ponía.

—No se irá con lejía —advirtió Bodenstein.

El hombre se volvió. Estaba lloroso y era la viva imagen del dolor, con el cabello mojado y el mono azul empapado.

—¿Por qué no nos dejan en paz? —preguntó desesperado—. Antes éramos buenos vecinos, nuestros hijos jugaban juntos. Ahora solo hay odio.

—Vayamos dentro —propuso con tacto Pia—. Le enviaremos a alguien para que quite eso.

Sartorius dejó caer el cepillo en el cubo.

—Sus hombres lo están poniendo todo patas arriba —afirmó en tono acusador—. Y el pueblo entero vuelve a hablar. ¿Qué quieren de mi hijo?

—¿Está aquí?

—No. —Se encogió de hombros—. No sé dónde ha ido. Ya no sé nada de nada.

Su mirada esquivó a Pia y a Bodenstein. De pronto, y con una ira que los sorprendió a ambos, Sartorius cogió el cubo y echó a correr por el aparcamiento. Pareció crecerse ante sus ojos, por un momento se convirtió en el hombre que debió de ser en su día.

—¡Largo de aquí, cabrones! —bramó, y lanzó el cubo con la lejía caliente al otro lado de la calle, hacia los mirones—. ¡Fuera! ¡Dejadnos en paz!

Soltó un gallo, y estaba a punto de abalanzarse hacia ellos cuando Bodenstein consiguió cogerlo por el brazo. En ese momento se vino abajo con la misma rapidez con la que se había encendido. Bajo la firme presión de Bodenstein, Sartorius se desinfló como un globo.

—Disculpen —dijo bajando la voz, y una sonrisa trémula asomó a su rostro—. Tendría que haberlo hecho hace tiempo.

Dado que los criminólogos estaban registrando la casa, Hartmut Sartorius abrió la puerta trasera del restaurante y condujo a Pia y Bodenstein al gran salón de aire rústico, donde todo parecía indicar que había cerrado únicamente para la hora de comer. Las sillas estaban encima de las mesas, en el suelo no se veía una mota de polvo, las cartas, encuadernadas en polipiel, formaban un montón ordenado junto a la caja. La barra no podía estar más lustrosa, el grifo de la cerveza brillaba, los taburetes estaban perfectamente alineados. Pia echó un vistazo y se quedó helada. En ese sitio el tiempo parecía haberse detenido.

—Vengo todos los días —explicó Sartorius—. Mis padres y mis abuelos explotaban la granja y regentaban el Zum Goldenen Hahn. Y no soy capaz de deshacerme de esto.

Cogió las sillas de una mesa redonda próxima a la barra e invitó a Bodenstein y Pia a sentarse.

—¿Quieren tomar algo? ¿Un café?

—Sí, por favor. —Bodenstein sonrió, y Sartorius se apresuró a la barra, sacó tazas del armario e introdujo café en grano en la máquina. Unos movimientos familiares, realizados miles de veces, que le proporcionaban seguridad. Mientras, habló animadamente de antes, cuando aún sacrificaba y cocinaba él mismo los animales y elaboraba su propia sidra.

—La gente venía desde Frankfurt —contó, el orgullo teñía claramente su voz—. Expresamente por nuestra sidra. Aquí, antes venía todo el mundo. Arriba, en el salón grande, teníamos celebraciones todas las semanas. Antes, con mis padres, había cine y combates de boxeo y un montón de cosas más. Antes, la gente aún no tenía coche y no iba a comer a otra parte.

Bodenstein y Pia se miraron en silencio. Allí, en su reino, Hartmut Sartorius volvía a ser el cocinero preocupado por el bienestar de sus clientes al que enfadaban las pintadas de la fachada, ya no era la sombra sometida y humillada en que lo habían convertido las circunstancias. Solo entonces comprendió Pia la verdadera trascendencia de la pérdida sufrida por ese hombre, y sintió una profunda compasión. Pensaba preguntarle por qué no se había marchado de Altenhain después de lo que sucedió, pero no era necesario: Hartmut Sartorius estaba tan enraizado en el pueblo donde había vivido su familia durante generaciones como el castaño del jardín.

—Han despejado esto —empezó Bodenstein—. Debe de haberles dado mucho trabajo.

—Lo ha hecho Tobias. Quiere que lo venda todo —repuso el hombre—. La verdad es que tiene razón, aquí no hay nada que hacer. Pero el problema es que la propiedad ya no me pertenece.

—¿Y a quién le pertenece?

—Tuvimos que reunir mucho dinero para pagar al abogado de Tobias —contó solícito Sartorius—. Estaba por encima de nuestras posibilidades, sobre todo porque ya nos habíamos endeudado para comprar la nueva cocina del restaurante, un tractor y algunas cosas más. Pude ir pagando las deudas a plazos durante tres años, pero después… Los clientes dejaron de venir, tuve que cerrar el local. De no haber sido por Claudius, nos habríamos visto en la calle de la noche a la mañana.

—¿Claudius Terlinden? —preguntó Pia al tiempo que sacaba su libreta. De pronto entendió a qué se había referido Andrea Wagner no hacía mucho cuando dijo que no quería acabar como los Sartorius. Prefería trabajar a pasar a depender de Claudius Terlinden.

—Sí, Claudius fue el único que nos apoyó. Buscó al abogado y después fue a ver a Tobias con regularidad a la cárcel.

—Ya.

—La familia Terlinden lleva en Altenhain lo mismo que la nuestra. El bisabuelo de Claudius era el herrero del pueblo, hasta que gracias a un invento consiguió dinero para abrir una cerrajería. Luego, el abuelo de Claudius fundó la empresa y construyó la villa del bosque —continuó Hartmut Sartorius—. Los Terlinden siempre han tenido mucho peso social y han hecho mucho por el pueblo, por los trabajadores y por sus familias. Hoy en día no tendrían por qué hacerlo, pero Claudius siempre está dispuesto a echar una mano. Ayuda a cualquiera que esté en un apuro. Sin su respaldo, las asociaciones del pueblo no tendrían nada que hacer. Hace unos años les regaló a los bomberos un nuevo vehículo autobomba, forma parte de la junta directiva del club deportivo y patrocina los dos equipos. Le deben hasta el campo de césped artificial. —Se quedó ensimismado un instante, pero Bodenstein y Pia no interrumpieron su discurso. Al cabo de un rato continuó—: Claudius incluso le ha ofrecido un empleo a Tobias en su empresa. Hasta que encuentre otra cosa. Además, antes Lars era el mejor amigo de Tobias. Entraba y salía de nuestra casa como si fuese nuestro hijo, y lo mismo Tobias con los Terlinden.

—Lars —repitió Pia—. Es disminuido psíquico, ¿no?

—Ah, no, Lars no. —Sartorius sacudió la cabeza con vehemencia—. Ese es Thies, el hermano mayor. Y no es disminuido psíquico, sino autista.

—Si mal no recuerdo —terció Bodenstein, que se había informado de manera exhaustiva del antiguo caso gracias a Pia—, por aquel entonces también se sospechó de Claudius Terlinden. ¿Acaso no afirmó su hijo que Terlinden había tenido algo con Laura? Lo cierto es que podría haberse puesto en contra de Tobias.

—No creo que hubiera nada entre Claudius y esa chica —contestó Sartorius tras una breve reflexión—. La muchacha era guapa y un poco fresca. Su madre era el ama de llaves de los Terlinden, y por eso Laura iba por allí a menudo. Le contó a Tobias que Claudius andaba detrás de ella, probablemente para darle celos. Le ofendió mucho que mi hijo la dejara, pero Tobias estaba enamorado hasta las trancas de Stefanie, y Laura no tenía nada que hacer. La verdad es que Stefanie era otra cosa. Toda una mujer, muy guapa y muy segura de sí misma.

—Blancanieves —apuntó Pia.

—Sí, así empezaron a llamarla cuando consiguió el papel.

—¿Qué papel? —quiso saber Bodenstein.

—Bueno, en una función del instituto. Las demás chicas se morían de envidia. Al fin y al cabo, Stefanie era la nueva, y a pesar de todo le dieron el codiciado papel de protagonista en la obra del Teatro AG.

—Pero Laura y Stefanie eran amigas, ¿no? —se interesó Pia.

—Iban a la misma clase junto con Nathalie. Se entendían bien y formaban parte de la misma pandilla —expuso Sartorius, cuyos pensamientos vagaban por un pasado más apacible.

—¿Quiénes?

—Laura, Nathalie y los muchachos: Tobias, Jörg, Felix, Michael y otros, cuyos nombres no recuerdo. Cuando Stefanie llegó a Altenhain no tardó en unirse a ellos.

—Y Tobias dejó a Laura por ella.

—Sí.

—Pero después Stefanie lo dejó a él. ¿Por qué?

—No lo sé a ciencia cierta. —Sartorius se encogió de hombros—. ¿Quién sabe cómo piensan los jóvenes? Al parecer, se encaprichó de su profesor.

—¿De Gregor Lauterbach?

—Sí. —El semblante del hombre se ensombreció—. De ahí también sacaron un móvil en el juicio: Tobias estaba celoso del profesor y por eso… mató a Stefanie. Pero es absurdo.

—¿Quién se hizo con el papel principal de la obra de teatro cuando no pudo representarlo Stefanie?

—Si la memoria no me falla, fue Nathalie.

Pia miró a Bodenstein.

—Nathalie, es decir, Nadja. Siempre se ha mantenido fiel a su hijo —observó—. Hasta hoy. ¿Por qué?

—Los Unger viven pegados a nosotros —respondió el hombre—. Para Tobias, Nathalie era como una hermana pequeña. Después se convirtió en su mejor amiga. Era… una compañera. Muy campechana, nada caprichosa. Algo marimacho. Tobias y sus amigos siempre la trataban como si fuera un chico, porque lo hacía todo con y como ellos. Montaba en moto, se subía a los árboles y se pegaba con todos cuando eran pequeños.

—Volvamos de nuevo a Claudius Terlinden —indicó Bodenstein, pero en ese momento, por la puerta trasera del restaurante, que solo estaba entornada, entró Behnke seguido de otros dos policías. Esa mañana, Bodenstein lo había puesto al frente del registro de la casa. Se acercó a la mesa flanqueado por sus compañeros, como dos ayudantes de campo.

—Hemos encontrado algo interesante en la habitación de su hijo, señor Sartorius.

Pia vio el brillo triunfal en los ojos de Behnke, el gesto de arrogancia en su boca. En situaciones como esa disfrutaba haciendo gala de la superioridad que le confería su cargo, un rasgo mezquino que Pia despreciaba profundamente.

Sartorius volvió a desplomarse como por arte de magia.

—Esto —anunció Behnke, sin perder de vista a Sartorius—. Estaba en el bolsillo trasero de unos vaqueros en el cuarto de su hijo. —Infló las aletas nasales con aire victorioso—. ¿Es esto de su hijo? ¿Eh? Lo dudo mucho. Aquí detrás hay unas iniciales escritas con Edding, mire.

Bodenstein carraspeó de manera expresiva y alargó la mano al tiempo que hacía un movimiento exhortativo con el índice. A Pia le entraron ganas de darle un beso a su jefe y tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír de oreja a oreja. Sin palabras altisonantes, puso en su sitio a aquel necio ante los de Criminalística. Casi se oyó el colérico rechinar de dientes de Behnke cuando entregó a su jefe la bolsa de plástico con su botín de mala gana.

—Gracias —dijo Bodenstein sin tan siquiera mirarlo—. Podéis seguir fuera.

El afilado rostro de Behnke palideció primero y después enrojeció de ira debido a esa llamada al orden. ¡Ay del pobre diablo que se cruzara en su camino y cometiera un error! A continuación miró a Pia, que sin embargo consiguió poner cara de absoluta indiferencia. Entre tanto, Bodenstein observó detenidamente el hallazgo de la bolsa de plástico y arrugó la frente.

—Parece el teléfono de Amelie Fröhlich —dijo con gravedad cuando Behnke y los otros dos policías se hubieron ido—. ¿Cómo ha podido ir a parar al bolsillo del pantalón de su hijo?

Hartmut Sartorius, pálido, sacudió la cabeza desconcertado.

—No… no tengo ni idea —musitó—. De veras que no.

El móvil de Nadja sonó y vibró, pero ella se limitó a mirar de pasada la pantalla y lo apartó.

—Contesta. —Poco a poco la melodía empezaba a sacar de quicio a Tobias—. El que sea no se cansa.

Ella echó mano del aparato y respondió.

—Hola, Hartmut —contestó, y miró a Tobias, que se incorporó sin querer. ¿Qué querría su padre de Nadja?—. ¿Cómo? … ajá… Ya, entiendo. —Escuchaba sin perderlo de vista—. No… lo siento. No está aquí… No, no sé dónde puede estar. Yo acabo de volver de Hamburgo… Sí, sí, claro. Si se pone en contacto conmigo, se lo diré.

Colgó, y por unos momentos reinó el silencio absoluto.

—Has mentido —comentó Tobias—. ¿Por qué?

Nadja no contestó de inmediato. Bajó la mirada y suspiró. Cuando la alzó de nuevo, pugnaba por no llorar.

—La Policía está registrando vuestra casa —dijo con la voz entrecortada—. Quieren hablar contigo.

¿Un registro? ¿A santo de qué? Tobias se puso en pie. No podía dejar solo a su padre en semejante situación. Hacía tiempo que había llegado ya al límite de lo soportable.

—Por favor, Tobi —pidió Nadja—. No vayas. No… no… permitiré que te vuelvan a detener.

—¿Quién ha dicho que me quieran detener? —repuso él sorprendido—. Probablemente solo tengan intención de hacerme algunas preguntas.

—¡No!

Nadja se levantó de un salto y la silla cayó, golpeando estrepitosamente el suelo de granito. Tenía la desesperación escrita en el rostro, las lágrimas brotaban de sus ojos.

—¿Qué te pasa?

Le echó los brazos al cuello y se apretó contra él. Sin entender a qué venía ese comportamiento, Tobias le acarició la espalda y la abrazó.

—Han encontrado el móvil de Amelie en unos vaqueros tuyos. —Su voz sonó amortiguada contra su cuello. Tobias, estupefacto, se zafó de Nadja desconcertado. ¡Tenía que tratarse de un error! ¿Cómo había ido a parar el móvil de Amelie a sus pantalones?—. No te vayas —le suplicó ella—. Vayámonos a algún sitio. Lejos de aquí, hasta que todo se haya aclarado.

Tobias seguía mudo, la mirada absorta. Intentaba con todas sus fuerzas controlar su perplejidad. Apretó los puños y los relajó. ¿Qué había sucedido durante las horas que no recordaba?

—¡Te detendrán! —exclamó ella, moderadamente contenida, mientras se enjugaba las lágrimas de las mejillas con el dorso de la mano—. Y lo sabes. Y no tendrás nada que hacer.

Tobias sabía que tenía razón. Los acontecimientos se repetían de una manera inquietante. La cadena de Laura, que encontraron en el establo, fue lo que se utilizó para probar su culpabilidad. Sintió el cosquilleo de pánico que le subía por la espalda y se dejó caer pesadamente en la silla de la cocina. No cabía duda de que él era el asesino ideal. El hecho de que el móvil de Amelie estuviera en el bolsillo de su pantalón serviría para que le cargaran el muerto y le echaran el lazo al cuello en cuanto apareciera. De pronto volvió a sentir la congoja de entonces, las dudas empezaron a asaltarlo como un pus ponzoñoso que le recorría las venas, el cuerpo y cada rincón del cerebro. «¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!» Tantas veces se lo dijeron, que hasta él mismo acabó convencido de que lo había hecho. Miró a Nadja.

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