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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

Blancanieves debe morir (44 page)

BOOK: Blancanieves debe morir
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Bodenstein le dirigió una mirada penetrante.

—Miente.

—No, no miento. —Lauterbach tragó saliva con nerviosismo y miró a su abogado, que seguía ensimismado con su propia imagen en el espejo.

—Sabemos que Tobias Sartorius no tuvo nada que ver con el asesinato de Laura Wagner. —Bodenstein hablaba con más agresividad de la que solía—. Hemos encontrado el cuerpo momificado de Stefanie. Y hemos recuperado el gato del depósito judicial para que lo lleven al laboratorio. Todavía se puede examinar para ver si hay huellas dactilares. Además, el forense ha encontrado en la vagina del cuerpo restos de un ADN ajeno. Esperma. Si se demuestra que se trata del suyo, se verá metido en un buen aprieto, señor Lauterbach.

Gregor Lauterbach se retrepaba en su silla y se pasaba la lengua por los labios nerviosamente.

—¿Cuántos años tenía Stefanie en aquel entonces? —inquirió Bodenstein.

—Diecisiete.

—¿Y usted?

—Veintisiete. —Lo dijo casi en un susurro. Las pálidas mejillas se tiñeron de rojo, y agachó la cabeza.

—¿Se acostó con Stefanie Schneeberger el 6 de septiembre de 1997 o no?

Lauterbach se quedó de piedra.

—Es un farol —dijo por fin el abogado, para echarle un cable—. A saber con quién pudo acostarse la chica.

—¿Qué ropa llevaba usted la noche del 6 de septiembre de 1997? —Bodenstein se mantuvo en sus trece, sin apartar la mirada de Lauterbach, que lo miraba con perplejidad y se encogió de hombros—. Yo se lo diré. Llevaba unos pantalones vaqueros, una camisa azul celeste, debajo una camiseta verde de la peña de las fiestas y calzaba zapatos marrones claros.

—¿Qué tiene esto que ver con lo que nos ocupa? —quiso saber el abogado.

—Tome. —Bodenstein no le hizo ni caso. Sacó de las declaraciones las copias de los cuadros de Thies y se las fue ofreciendo a Lauterbach, una a una—. Thies Terlinden pintó estos cuadros. Fue testigo ocular de los dos asesinatos, y esta fue su forma de comunicarlo. —Señaló con el índice uno de los personajes retratados—. ¿Quién cree usted que es? —inquirió. Lauterbach miró con fijeza las imágenes y se encogió de hombros—. Es usted, señor Lauterbach. Se estuvo besando con Stefanie Schneeberger delante del pajar y luego se acostó con ella.

—No —musitó Gregor Lauterbach, con el rostro blanco como la pared—. No, no, no es verdad, tienen que creerme.

—Era usted su profesor —continuó Bodenstein sin inmutarse—, y Stefanie mantenía una relación de dependencia con usted. Lo que hizo es punible, y sin duda fue consciente de ello inmediatamente. Temió que Stefanie pudiera irse de la boca. Evidentemente, un profesor que se acuesta con una alumna menor de edad está acabado.

Gregor Lauterbach sacudió la cabeza.

—Mató a Stefanie, tiró el gato a la fosa y se fue a su casa. Luego se lo confesó todo a su esposa, y ella le aconsejó que mantuviera la boca cerrada. La jugada le salió bien, aunque no del todo. En efecto, la Policía creyó que el asesino era Tobias, y fue detenido y condenado. Pero había un pequeño problema: el cuerpo de Stefanie había desaparecido. Alguien tuvo que verlos a usted y a Stefanie.

Lauterbach seguía negando con la cabeza sin cesar.

—Sospechaba usted de Thies Terlinden, y para que no hablara, su mujer (en calidad de médico de Thies) drogó en toda regla al muchacho, y además lo intimidó. Y funcionó. Durante once años. Hasta que Tobias Sartorius salió de la cárcel. Supo usted por un conocido suyo, Andreas Hasse, de la K 11, que estábamos interesados en los dos casos, que incluso nos habíamos hecho con los autos. E incitó a Hasse a sustraer las correspondientes declaraciones policiales de los expedientes judiciales.

—Eso no es verdad —musitó Lauterbach con voz bronca. El sudor perlaba su frente.

—Sí lo es —afirmó Pia—. Hasse lo ha confesado, y ha sido suspendido por ello. A decir verdad, si no hubiera hecho usted eso no estaría sentado aquí ahora.

—¿Qué significa todo esto? —espetó Anders—. Aunque mi cliente se hubiera acostado con su alumna, ese delito habría prescrito hace tiempo.

—Pero el asesinato no.

—¡Yo no maté a Stefanie!

—Entonces, ¿por qué convenció al señor Hasse para que robara las declaraciones?

—Porque… porque… pensé que sería mejor que no apareciera mi nombre mezclado con todo esto —admitió Lauterbach. Sudaba de tal forma que le corrían goterones por las mejillas—. ¿Puedo beber algo?

Nicola Engel se puso en pie sin decir palabra, abandonó la sala y volvió poco después con una botella de agua y un vaso. Dejó ambas cosas en la mesa, delante de Lauterbach, y se sentó de nuevo. El ministro desenroscó la botella y se sirvió un vaso de agua que se bebió de un trago.

—¿Dónde está Amelie Fröhlich? —preguntó Pia—. ¿Y dónde está Thies Terlinden?

—¿Cómo voy a saberlo yo? —inquirió el aludido a su vez.

—Sabía que Thies lo vio todo —contestó ella—. Y se enteró de que Amelie se había interesado por lo que sucedió en 1997. Los dos suponían una amenaza importante para usted, de manera que no es tan extraño aventurar que haya tenido algo que ver con su desaparición. Cuando Amelie desapareció, usted y Terlinden estaban justo donde se la vio por última vez.

Gregor Lauterbach miraba la deslumbrante luz de los fluorescentes como un zombi. El rostro le brillaba debido al sudor, y se frotaba las manos en los muslos nerviosamente hasta que su abogado le puso una mano en el brazo.

—Señor Lauterbach —Bodenstein se levantó, apoyó ambas manos en la mesa y se inclinó hacia delante. Su tono amenazador surtió efecto—, compararemos su ADN con el que se ha encontrado en la vagina de Stefanie Schneeberger, y si encajan, tendrá que responder de abuso de una alumna menor de edad, por mucho que su abogado diga que el delito ha prescrito. Estoy seguro de que la inculpación dará al traste con su cargo en el ministerio. Haré cuanto esté en mi mano para llevarlo ante un tribunal, se lo prometo. No creo necesario decirle lo que hará con usted la prensa cuando se sepa que por culpa de su silencio un muchacho, para colmo antiguo alumno suyo, se pasó diez años en prisión aunque era inocente. —Calló, dejando que sus palabras calaran. A Gregor Lauterbach le temblaba todo el cuerpo. ¿Qué era lo que más miedo le daba, la pena que podía caerle o el posible linchamiento público por parte de la prensa?—. Le daré otra oportunidad esta tarde —añadió Bodenstein, ahora con voz tranquila—. Si está en mi mano, me abstendré de presentar una denuncia ante la fiscalía si usted nos ayuda a encontrar a Amelie y Thies. Piénselo y háblelo con su abogado. Ahora vamos a hacer un descanso. De diez minutos.

—¡Ese cerdo! —escupió Pia, que veía a Lauterbach sonriendo al otro lado del cristal—. Fue él. Mató a Stefanie. Y ahora retiene a Amelie, estoy completamente segura.

No podían oír lo que Lauterbach hablaba con su abogado, ya que Anders había insistido en que se cerrara el micrófono.

—Con Terlinden. —Bodenstein tenía el ceño fruncido, estaba meditabundo y bebía sorbos de un vaso de agua—. Pero ¿cómo se enteró de que Amelie podía saber algo?

—Ni idea. —Pia se encogió de hombros—. Puede que Amelie le dijera algo de los cuadros a Terlinden. Pero no, no lo creo.

—Yo tampoco. Nos falta una pieza. Tuvo que pasar algo que intimidara a Lauterbach.

—¿Hasse? —propuso Nicola Engel, en segundo plano.

—No, no sabía nada de los cuadros —objetó Pia—. Cuando los encontramos, él ya no estaba.

—Ajá. En tal caso está claro que se nos escapa algo.

—Un momento —intervino Bodenstein—. ¿Qué hay de Nadja von Bredow? Estaba delante cuando los chicos violaron a Laura, y también aparece en uno de los cuadros, con Stefanie y Lauterbach al fondo.

Nicola Engel y Pia le lanzaron sendas miradas inquisidoras.

—¿Y si estuvo todo el tiempo allí? No fue con los chicos a deshacerse de Laura. Y Nadja se hallaba al corriente de la existencia de esos cuadros. Se lo contó el propio Tobias.

Engel y Pia entendieron a la vez adónde quería llegar Bodenstein. ¿Y si Nadja von Bredow había amenazado a Lauterbach con lo que sabía y, de ese modo, lo había obligado a actuar?

—Volvamos dentro. —Bodenstein tiró el vaso a la basura—. Creo que lo tenemos.

El agua subía. Centímetro a centímetro. Con la última luz del día, Amelie vio que llegaba por el tercer escalón. Su intento de impedir que entrara con ayuda de una gruesa manta de lana solo había servido de algo hasta que la presión arrastró la manta. Ahora la oscuridad era absoluta, pero oía el murmullo incesante en las tuberías. Trató en vano de calcular cuánto tardaría el agua en llegar a la última balda de la estantería. Thies estaba pegado a ella, que notaba cómo su pecho subía y bajaba. El muchacho tosía de vez en cuando y respiraba con dificultad. Su piel desprendía un calor febril; la humedad fría de ese agujero terminaría de debilitarlo. Amelie recordó que no hacía mucho ya parecía enfermo. ¿Cómo aguantaría todo aquello? ¡Thies era tan sensible! Había intentado hablar con él, pero no le respondió.

—Thies —musitó. Le costaba hablar, los dientes le castañeteaban de tal forma que apenas podía abrir la boca—. Thies, di algo.

Nada. La abandonó el valor. Adiós al férreo autocontrol que había impedido que enloqueciera en la oscuridad todos esos días y noches. Rompió a llorar. Ya no había esperanza que valiera. Moriría en ese sitio, se ahogaría miserablemente. A Blancanieves tampoco la habían encontrado, ¿por qué iba ella a tener más suerte? El miedo se apoderó de todo su ser. De pronto se estremeció. Sintió que alguien le tocaba la espalda. Luego, Thies la rodeó con un brazo, entrelazó una pierna con la suya y la apretó contra sí con fuerza. El calor de su cuerpo la reconfortó.

—No llores, Amelie —le dijo al oído—. No llores. Estoy aquí.

—¿Cómo supo usted de la existencia de esos cuadros?

Bodenstein no se anduvo con preámbulos. Trató de averiguar cuál era la disposición de Lauterbach con una mirada intensa. El ministro no era un hombre especialmente fuerte, y no soportaba bien la presión. Después de los agotadores acontecimientos de los últimos días, no resistiría mucho más.

—Recibí cartas y correos electrónicos anónimos —respondió Lauterbach, e hizo callar a su abogado con un gesto débil cuando este hizo ademán de protestar—. Aquella noche perdí las llaves en el pajar, y en una de las cartas se incluía una foto del llavero. Entonces supe que alguien nos había estado observando a Stefanie y a mí.

—Observándolos cuando hacían..., ¿qué?

—Eso ya lo sabe. —El hombre levantó la cabeza, y Bodenstein no vio en sus ojos más que autocompasión—. Stefanie me provocaba, todo el tiempo. Yo… no quería… acostarme con ella, pero me estuvo acosando de tal modo que… bueno, al final no pude evitarlo.

Bodenstein aguardó en silencio hasta que Lauterbach retomó su relato con voz llorosa.

—Cuando… cuando me di cuenta de que se me habían caído las llaves, quise buscarlas. Mi mujer me iba a arrancar la cabeza, en el llavero también estaban las llaves de su consulta. —Alzó la cabeza en busca de comprensión, y Bodenstein hubo de hacer un esfuerzo para disimular su desprecio creciente tras un semblante inexpresivo—. Stefanie dijo que sería mejor que me fuera. Ella las buscaría y me las daría más tarde.

—Y así lo hizo usted, ¿no?

—Sí. Me fui a casa.

Bodenstein se dio por satisfecho por el momento.

—Así que recibió cartas y correos electrónicos —repitió—. ¿Qué ponía en ellos?

—Que Thies lo sabía todo. Y que la Policía no sabría nada si yo seguía manteniendo la boca cerrada.

—Manteniendo la boca cerrada, ¿respecto a qué?

Lauterbach se encogió de hombros y meneó la cabeza.

—¿Quién cree usted que pudo mandarle esos anónimos?

Se encogió de nuevo de hombros, desconcertado.

—De alguien sospechará, señor Lauterbach. —Bodenstein se echó de nuevo hacia delante—. Ahora mismo, no decir nada es la peor de todas las opciones.

—Pero es que no tengo ni idea —repuso él con una mezcla de desvalimiento y desesperación que al parecer no eran fingidos. Solo y entre la espada y la pared, mostraba su verdadera personalidad: Gregor Lauterbach era un ser débil, que sin el amparo de su mujer se empequeñecía hasta convertirse en un hombrecillo sin agallas—. Eso es todo lo que sé. Mi mujer me dijo que esos cuadros debían de existir, pero que Thies difícilmente podía haber escrito los correos y las cartas.

—¿Cuándo se lo contó usted?

—Qué sé yo. —Lauterbach se llevó las manos a la frente y cabeceó—. No lo sé exactamente.

—Procure hacer memoria —apretó Bodenstein—. ¿Fue antes o después de la desaparición de Amelie? ¿Y cómo se enteró su mujer? ¿Quién se lo pudo decir?

—Dios mío, no lo sé —se lamentó—. De verdad que no.

—¡Piense! —Bodenstein se echó hacia atrás—. La noche del sábado que desapareció Amelie estuvo usted cenando en Frankfurt, en el Ebony Club, con su mujer y el matrimonio Terlinden. Su mujer y Christine Terlinden se fueron a casa sobre las nueve y media, usted volvió con Claudius Terlinden. ¿Qué hizo después de salir del Ebony Club?

Gregor Lauterbach comenzó a pensar y pareció darse cuenta de que la Policía sabía mucho más de lo que había supuesto.

—Sí, creo que cuando íbamos a Frankfurt mi mujer me contó que Thies le había dado a la chica de los vecinos unos cuadros en los que por lo visto aparecía yo —admitió a regañadientes—. Lo supo por la tarde, por una llamada anónima que le hizo una mujer. Después no tuvimos ocasión de volver a hablar del tema. Daniela y Christine se fueron a las nueve y media. Yo le pregunté a Andreas Jagielski por Amelie Fröhlich, al fin y al cabo sabía que trabaja en el Zum Schwarzen Ross. Jagielski llamó a su mujer, y ella le confirmó que la chica estaba trabajando. Así que Claudius y yo volvimos a Altenhain y la estuvimos esperando en el aparcamiento del Zum Schwarzen Ross, pero no apareció.

—¿Qué quería que le dijera Amelie?

—Si había sido ella quien me había enviado los correos y las cartas anónimos.

—¿Y bien? ¿Fue ella?

—No se lo pude preguntar. Estuvimos esperando en el coche, serían las once o las once y media. Entonces llegó Nathalie. Bueno, Nadja. Ahora se hace llamar Nadja von Bredow.

Bodenstein alzó por un instante la mirada y coincidió con la de Pia.

—Se dio una vuelta por el aparcamiento —prosiguió Lauterbach—, miró en la maleza y al final se fue a la parada del autobús. Entonces vimos que allí había un hombre. Estaba dormido. Nadja intentó despertarlo, pero no hubo manera. Al final se fue. Claudius llamó por el móvil al Zum Schwarzen Ross y preguntó por Amelie, pero la señora Jagielski le dijo que se había ido hacía ya rato. Después nos fuimos al despacho de Claudius. Él tenía miedo de que la Policía viniera a curiosear. Lo último que le faltaba era que registraran su casa, por eso quería llevar allí ciertos documentos espinosos.

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