Read Blancanieves debe morir Online

Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

Blancanieves debe morir (40 page)

BOOK: Blancanieves debe morir
7.25Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Bien, ¿y ahora? Me refiero… a…

Rosalie no dijo más. Se sentía desconcertada. Desvalida. Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Bodenstein abrazó a su llorosa hija y enterró la boca en su cabello. Luego cerró los ojos y suspiró. ¡Lo que habría dado él por dar rienda suelta a sus lágrimas para llorar por Cosima, por él mismo y por toda su vida!

—Encontraremos una solución —musitó al tiempo que le acariciaba la cabeza—. Pero primero he de asimilarlo.

—Pero ¿por qué lo hace? —sollozó Rosalie—. No lo entiendo.

Estuvieron un buen rato así. Después, Bodenstein tomó el humedecido rostro de su hija entre sus manos.

—Vete a casa, cariño —aconsejó bajando la voz—. No te preocupes. Tu madre y yo saldremos adelante, ya verás.

—Pero no te puedo dejar aquí solo, papá. Y pronto será Navidad, y si no estás en casa ya no serán unas fiestas familiares.

Su tono sonaba desesperado, algo muy propio de Rosalie, que ya de pequeña se sentía responsable de todo cuando sucedía en la familia y en su círculo de amigos, y a menudo cargaba con más de lo que podía aguantar.

—Para Navidad aún faltan algunas semanas, y no estoy solo —respondió su padre—. Están el abuelo y la abuela, Quentin y MarieLouise. No es para tanto.

—Pero seguro que estás triste.

A esa lógica no podía objetar nada.

—En este momento tengo tanto quehacer que no me da tiempo a estar triste.

—¿De verdad? —A la muchacha le temblaban los labios—. No soporto la idea de que estés triste y solo, papá.

—No te preocupes. Puedes llamarme cuando quieras o mandarme un mensaje al móvil. En cualquier caso, es hora de que tú y yo nos vayamos a la cama. Hablamos mañana, ¿de acuerdo?

Rosalie asintió sintiéndose desdichada y levantó la cabeza. Luego, le dio a su padre un beso lloroso en la mejilla, lo abrazó de nuevo, se subió a su coche y arrancó. Él permaneció junto a su automóvil y la siguió con la mirada hasta que las luces traseras del coche se perdieron en el bosque. Acto seguido, exhaló un suspiro y dio media vuelta. La certeza de que conservaría el cariño de sus hijos aunque su matrimonio se rompiera le proporcionó alivio y consuelo.

Sábado, 22 de noviembre

Se sobresaltó. El corazón le latía ruidosamente; miró a su alrededor con los ojos muy abiertos, pero aquello estaba tan oscuro como siempre. ¿Qué la había despertado? ¿De verdad había oído un ruido o solo lo había soñado? Amelie clavó la vista en la oscuridad y aguzó el oído. Nada. Habían sido imaginaciones suyas. Suspiró y se incorporó en el colchón mohoso, se agarró los tobillos y se frotó los pies para quitarse el frío. Aunque no paraba de decirse que alguien la encontraría, que sobreviviría a esa pesadilla, en el fondo había perdido la esperanza. Quienquiera que la hubiese encerrado allí, no tenía pensado soltarla. Hasta entonces, Amelie había podido resistir los ataques de pánico que la asaltaban con regularidad, pero ahora se desalentaba cada vez con mayor frecuencia, y se limitaba a quedarse tumbada esperando la muerte. A veces, cuando estaba furiosa, le decía a su madre «¡Ojalá estuviera muerta!», pero solo ahora entendía cuán frívola había sido. Hacía tiempo que lamentaba amargamente lo que le había hecho a su madre con su porfía y su indiferencia. Si salía con vida de allí, lo haría todo, todo, todo de manera distinta. Mejor. Nada de malas contestaciones, nada de volver a irse de casa o ser desagradecida.

Aquello debía tener un final feliz por fuerza. Siempre lo había. O al menos, casi siempre. Se estremeció al recordar la cantidad de noticias que aparecían en los periódicos y la televisión que no tenían un final feliz. Chicas muertas enterradas en el bosque, metidas en cajas, violadas, torturadas. No, no y no. Ella no quería morir, no en ese agujero apestoso, en la oscuridad, sola. De hambre no moriría tan pronto, pero sí de sed. Ya no había nada más para beber, racionaba el agua.

De repente se asustó. ¡Ruidos! No eran imaginarios. Pasos, al otro lado de la puerta. Se acercaron más y más, cesaron. A continuación, una llave se introdujo en la cerradura entre chirridos. Amelie quiso levantarse, pero tenía el cuerpo entumecido por el frío y por la humedad, que al cabo de tantos días y noches de aislamiento a oscuras se le había metido en los huesos. Un resplandor entró en la estancia, iluminándola unos segundos y cegándola a ella. Amelie entrecerró los ojos, pero no vio nada. La puerta volvió a cerrarse, la llave giró con un rechinar y los pasos se alejaron. La decepción le tendió sus enfermizos brazos, la agarró con fuerza. ¡Nada de agua fresca! De repente creyó oír respirar a alguien. ¿Había alguien más en la habitación aparte de ella? El vello de la nuca se le erizó, el corazón se le aceleró. ¿Quién sería? ¿Una persona? ¿Un animal? El miedo amenazaba con cortarle la respiración. Se pegó a la húmeda pared y después de unos instantes hizo acopio de valor.

—¿Quién hay ahí? —requirió con voz bronca.

—¿Amelie?

Tomó aire. No, aquello no podía ser verdad. Su corazón dio un salto de alegría.

—¿Thies? —susurró, y fue avanzando a tientas por la pared. No era nada fácil mantener el equilibrio a oscuras, aunque para entonces ya se conocía cada milímetro cuadrado de la habitación. Dio dos pasos con los brazos extendidos y se estremeció al tocar un cuerpo caliente. Oyó la respiración tensa y agarró el brazo de Thies. En lugar de retroceder, él le cogió la mano y la asió con fuerza—. ¡Thies! —Amelie no pudo contener las lágrimas—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Thies, Thies, me alegro tanto de verte! ¡Tanto!

Se arrimó a él, lo abrazó y dio rienda suelta a las lágrimas. Las piernas se le aflojaron, tan grande era el alivio al ver que por fin, por fin no estaba sola. Thies se dejó abrazar. No solo eso. De pronto ella notó que también la abrazaba. Con cuidado y torpemente, pero después la estrechó con fuerza y apoyó una mejilla en su pelo. Y de repente ella ya no tuvo miedo.

De nuevo lo despertó el móvil. Esta vez era Pia, esa madrugadora despiadada que le comunicaba a las seis y veinte de la mañana que Thies Terlinden había desaparecido del psiquiátrico por la noche.

—Me ha llamado la médico jefe —contó Pia—. Yo ya estoy aquí, y he hablado con el jefe de servicio y con la enfermera de noche. En la última ronda, a las 23.27, la enfermera fue a verlo y él estaba en la cama, dormido. La siguiente vez que acudió, a las 5.12, había desaparecido.

—¿Qué explicación dan?

A Bodenstein le costó salir de la cama. Tras tres horas escasas de descanso, estaba hecho polvo. Primero lo había llamado Lorenz, poco después de que se quedara dormido. Luego Rosalie, a la que logró disuadir a duras penas de que cogiera de nuevo el coche para ir a verlo. Con un suspiro ahogado consiguió enderezarse y ponerse en pie. En esa ocasión llegó al interruptor que había junto a la puerta sin chocar con nada.

—Ninguna. Lo han registrado todo y no está escondido en ningún sitio. La puerta de su habitación estaba cerrada. Es como si se lo hubiera tragado la tierra, igual que a los demás. Menudo desastre, oye.

No había ni rastro de Lauterbach, ni de Nadja von Bredow ni de Tobias Sartorius, a pesar de que la noticia había aparecido en la prensa, la radio y la televisión de todo el territorio federal.

Bodenstein fue dando traspiés al cuarto de baño, donde por la noche había tenido la precaución de encender la calefacción y cerrar la ventana basculante. Su rostro no le ofreció una imagen alentadora en el espejo. Mientras escuchaba a Pia, se devanaba los sesos. Había supuesto alegremente que Thies se hallaba a salvo en el psiquiátrico, y eso que debería haber sabido el peligro que se cernía sobre él. Tendría que haberle puesto vigilancia para protegerlo. Su segundo error grave en veinticuatro horas. Como siguiera así, sería el siguiente en ser suspendido. Puso fin a la conversación, se quitó la camiseta sudada y los calzoncillos y se dio una buena ducha. Se quedaba sin tiempo. El caso entero amenazaba con írsele de las manos. Pero ¿qué hacer en primer lugar? ¿Por dónde empezar? Nadja von Bredow y Gregor Lauterbach parecían ser los personajes clave en esa tragedia. Era preciso encontrarlos.

Claudius Terlinden se tomó la noticia del suicidio de su hijo Lars sin mostrar ninguna emoción. Al cabo de cuatro días y tres noches detenido, su afabilidad había dado paso a un silencio obstinado. El jueves su abogado había interpuesto un recurso, pero Ostermann había logrado convencer al juez del posible peligro de encubrimiento. Sin embargo, no podrían retenerlo mucho más, a no ser que encontraran pronto pruebas más concluyentes que el hecho de que careciera de coartada para el lapso de tiempo en que desapareció Amelie.

—El chico siempre fue demasiado blando —fue el único comentario de Terlinden, quien, con el cuello de la camisa desabrochado, la barba incipiente y el cabello desgreñado, tenía el carisma de un espantapájaros. Pia intentó acordarse, en vano, de qué había sido lo que tanto le había cautivado de él.

—Usted, en cambio, es duro, ¿no? —comentó con sarcasmo—. Tan duro que le da absolutamente igual lo que ha ocasionado con sus mentiras y sus maquinaciones. Lars se ha suicidado porque no podía aguantar más los remordimientos, a Tobias le ha robado diez años de su vida y a Thies lo ha amedrentado de tal forma que ha estado cuidando de una chica muerta once años.

—Jamás he amedrentado a Thies. —Claudius Terlinden miró a Pia por vez primera esa mañana. A sus enrojecidos ojos afloró de súbito una expresión vigilante—. Por cierto, ¿de qué chica muerta me está hablando?

—Por favor, no me venga con esas. —Pia cabeceó enfadada—. No pretenderá hacerme creer que usted no sabía lo que había en el sótano del invernadero de su jardín.

—Pues no. Hace veinte años que no entro en ese sitio.

Pia apartó una silla de la mesa y se sentó frente a él.

—En el sótano que hay debajo del estudio de Thies encontramos ayer el cadáver momificado de Stefanie Schneeberger.

—¿Cómo? —Sus ojos reflejaron por primera vez incertidumbre. En su planta serena aparecían las primeras grietas.

—Hace once años, Thies vio quién mató a las dos chicas —continuó sin perder de vista a Terlinden—. Alguien lo averiguó y amenazó a Thies con meterlo en un manicomio si decía algo. Y yo estoy firmemente convencida de que ese alguien fue usted.

Claudius Terlinden meneó la cabeza.

—Thies ha desaparecido del psiquiátrico esta noche, después de confiarme lo que vio entonces.

—Miente. Thies no le ha contado nada.

—Cierto. Su relato de lo que presenció no fue verbal. Pintó unos cuadros que plasman lo sucedido con el mismo grado de detalle que si fueran fotos.

Por fin él reaccionó. Sus pupilas se movían, y sus inquietas manos denotaban nerviosismo. Pia se alegró por dentro. ¿Conseguirían por fin mediante esa conversación dar el paso que tanto necesitaban?

—¿Dónde está Amelie Fröhlich? —preguntó.

—¿Quién?

—¡Por favor! Si está sentado aquí delante es porque la hija de su vecino y empleado Arne Fröhlich ha desaparecido.

—Ah, sí. Por un momento lo había olvidado. No sé dónde está la chica. ¿Qué interés iba a tener yo en Amelie?

—Thies le enseñó a Amelie la momia de Stefanie y le dio los cuadros que pintó de los asesinatos. La chica estaba a punto de desvelar los oscuros secretos de Altenhain. Es evidente que eso a usted no podía hacerle gracia.

—No sé de qué me habla. ¡Oscuros secretos! —Logró soltar una risa burlona—. Creo que ve usted demasiados culebrones. Dicho sea de paso, pronto tendrá que dejarme marchar. A no ser que tenga alguna acusación contra mí, cosa que dudo.

Ella se mantuvo en sus trece.

—Por aquel entonces aconsejó a su hijo Lars que no admitiera que había tenido algo que ver con la muerte de Laura Wagner, aunque seguramente fuera un accidente. En este momento estamos sopesando si eso basta para prolongar la orden de detención.

—¿Por querer proteger a mi hijo?

—No. Por obstrucción a la justicia. Por falso testimonio. Escoja usted.

—Todo eso prescribió hace años.

Claudius Terlinden escrutó a Pia con frialdad. Era un hueso duro de roer; la confianza de ella se tambaleaba.

—¿Dónde estuvieron usted y Gregor Lauterbach después de salir del Ebony Club?

—Eso no es de su incumbencia. No vimos a la chica.

—¿Dónde estuvieron? ¿Por qué se dieron a la fuga? —La voz de Pia se volvió más dura—. ¿Tan seguro estaba de que nadie se atrevería a denunciarlo?

Claudius Terlinden no contestó. No se dejaba provocar por ningún comentario desconsiderado. ¿O acaso era inocente de verdad? La Científica no había encontrado en su coche nada que apuntara a Amelie. Un accidente tras el cual el conductor se había dado a la fuga no era motivo alguno para seguir reteniendo al hombre, y por desgracia, él estaba en lo cierto con lo de la prescripción. Maldita sea.

Avanzó por la calle principal, con la que a esas alturas ya se había familiarizado, dejó atrás la tienda de los Richter y el Zum Goldenen Hahn y al llegar al parque infantil giró a la izquierda en la Waldstrasse. Las farolas estaban encendidas, era uno de esos días en los que no acababa de clarear. Bodenstein abrigaba la esperanza de encontrar a Lauterbach en casa un sábado por la mañana temprano. ¿Por qué había inducido a Hasse a que destruyera las antiguas declaraciones? ¿Qué papel había desempeñado en septiembre de 1997? Se detuvo ante la casa del ministro y comprobó, enojado, que, en contra de lo que había dispuesto, allí no había ningún coche patrulla ni tampoco ningún coche de Policía sin identificación. Antes de que pudiera hablar con la central para decirles cuatro cosas, la puerta del garaje se abrió y las luces traseras de un coche se encendieron. Bodenstein se bajó del suyo y se acercó. El corazón le dio un brinco al ver a Daniela Lauterbach al volante del Mercedes gris oscuro. La mujer se detuvo a su lado y salió del coche. Su rostro revelaba que esa noche no había dormido mucho.

—Buenos días. ¿Cómo tan temprano por aquí?

—Quería preguntarle por la señora Terlinden. He estado pensando en ella toda la noche.

Era una mentira pura y dura, pero sin duda su compasivo interés por la vecina le granjearía las simpatías de Daniela Lauterbach. No se equivocaba: los ojos marrones de ella se iluminaron, y una sonrisa asomó a su rostro cansado.

—Se encuentra mal. Perder a un hijo así es más que terrible. Y eso, añadido al incendio del estudio de Thies y al cadáver del sótano del invernadero… Ha sido demasiado para ella. —Sacudió la cabeza pesarosa—. He estado en su casa toda la noche hasta que ha llegado su hermana para ocuparse de ella.

BOOK: Blancanieves debe morir
7.25Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Fires by Rene Steinke
Darcy & Elizabeth by Linda Berdoll
My Reality by Rycroft, Melissa
En busca del unicornio by Juan Eslava Galán
The Idea of Israel by Ilan Pappe