—¿Cuándo vio a Amelie por última vez?
Él no reaccionó, pintaba como loco, cambiando de colores.
—¿De qué hablaban Amelie y usted?
El interrogatorio distaba mucho de ser normal. El rostro de Thies no revelaba nada, su mímica era la de una estatua de mármol. El muchacho no respondía a las preguntas, y al final, Pia dejó de formularlas. Los minutos pasaban. El tiempo no significaba nada para los autistas, le había explicado la doctora a Pia, vivían en un mundo propio. Había que tener paciencia. Sin embargo, a las once se celebraba en el cementerio de Altenhain el entierro de Laura Wagner, y ella quería reunirse allí con Bodenstein. Cuando se disponía a levantarse para irse, decepcionada, Thies Terlinden habló de súbito.
—La vi por la noche, desde el nido de las águilas. —Hablaba alto y claro, construía bien las frases. Lo único que faltaba era la melodía, daba la impresión de ser un robot—. Estaba en la casa, en el pajar. Yo quería llamarla, pero entonces llegó… el hombre. Estuvieron hablando y riéndose y entraron en el pajar para que nadie viera lo que hacían. Pero yo lo vi.
Pia miró perpleja a la médico, que se limitó a encogerse de hombros desconcertada. ¿El pajar? ¿El nido de las águilas? ¿Y a qué hombre había visto Thies?
—Pero no puedo hablar de eso —continuó él—, o me encerrarán. Y tendré que quedarme allí hasta que me muera.
De pronto levantó la cabeza y la miró con unos ojos claros, azules, con la misma desesperación que los rostros de los cuadros del despacho de la doctora Lauterbach.
—No puedo hablar de eso —repitió—. No puedo. O me encerrarán. —Le tendió a Pia el cuadro que había pintado—. No puedo. No puedo.
Ella contempló el cuadro y se estremeció: una chica de cabello largo y oscuro. Un hombre que sale corriendo. Otro hombre que golpea a la chica de cabello oscuro en la cabeza con una cruz.
—Esta no es Amelie, ¿no? —inquirió Pia en voz baja.
—No puedo hablar —insistió él con voz bronca—. No puedo. Solo pintar.
El corazón de Pia se desbocó cuando entendió lo que Thies intentaba explicarle: alguien le había prohibido hablar de lo que había visto. No estaba hablando de Amelie, y la del cuadro tampoco era Amelie, sino ¡Stefanie Schneeberger con su asesino!
Thies había vuelto a apartarse de ella y, tras coger una cera, pintaba con dedicación otro cuadro. Daba la sensación de haberse replegado por completo en sí mismo, los rasgos de su rostro seguían en tensión, pero había dejado de balancearse. Poco a poco, Pia comprendió lo que había sufrido ese hombre los últimos años. Lo habían presionado y amenazado para que no le contase a nadie lo que había visto once años atrás. Pero ¿quién lo había hecho? De repente también comprendió el peligro que correría Thies Terlinden en caso de que ese alguien se enterase de lo que acababa de contarle a la Policía. Para protegerlo, Pia debía fingir que no tenía la menor importancia, incluso ante la doctora.
—En fin —dijo—. Muchas gracias de todas formas. —Se puso en pie, y la médico y el enfermero hicieron otro tanto.
—Blancanieves debe morir, dijeron —añadió Thies en ese instante—. Pero ahora nadie puede hacerle nada, porque yo cuido de ella.
Ni la llovizna ni la niebla impidieron que Altenhain al completo diera el último adiós a los restos de Laura Wagner. El aparcamiento del Zum Schwarzen Ross no tenía capacidad para tantos coches. Pia aparcó sin más junto a la carretera, se bajó y, al oír que doblaban las campanas, fue deprisa hacia la iglesia, donde Bodenstein la esperaba bajo el alero.
—Thies lo vio todo entonces —expuso a su superior—. Y lo de los cuadros es verdad, tal como le dijo Amelie a Tobias. Alguien lo ha presionado. Le dijeron que lo encerrarían si hablaba de lo que había visto.
—¿Qué dijo de Amelie? —Bodenstein estaba impaciente, señal de que también se había topado con algo importante.
—Nada, solo que no le ha hecho nada. Pero habló de Stefanie, e incluso pintó un cuadro.
Pia se sacó el papel doblado del bolsillo y se lo ofreció a Bodenstein, que, después de echarle un vistazo, arrugó la frente y después señaló con la cabeza la cruz.
—Ese es el gato. El arma homicida.
Pia asintió con nerviosismo.
—¿Quién lo amenazaría? ¿Su padre? —se preguntó.
—Es posible. Puede que no quisiera ver a su hijo involucrado en semejante crimen.
—Pero Thies no tomó parte —objetó Pia—. Solo lo vio.
—No me refiero a Thies —contestó Bodenstein. La campana enmudeció—. Esta mañana me llamaron para que acudiera a ver a un suicida: un hombre se quitó la vida en su coche, en el aparcamiento de la curva de Nepomuk. Y ese hombre es el hermano de Thies, Lars Terlinden.
—¿Cómo? —dijo Pia asombrada.
—Sí, sí. —Hizo un gesto de asentimiento—. ¿Y si fue Lars quien mató a Stefanie y su hermano lo vio?
—Nada más desaparecer las chicas, Lars Terlinden se fue a estudiar a Inglaterra.
Pia intentó recordar la cronología de lo sucedido en septiembre de 1997. El nombre del hermano de Thies no aparecía ni una sola vez en los expedientes del caso.
—Puede que de ese modo Claudius Terlinden mantuviera a su hijo al margen de la investigación. Y al otro lo presionó para que tuviese la boca cerrada —aventuró Bodenstein.
—Pero ¿a qué se referiría Thies cuando dijo que ya nadie podía hacerle nada a Blancanieves, porque él cuidaba de ella?
Bodenstein se encogió de hombros. El asunto, en lugar de esclarecerse, cada vez se complicaba más. Rodearon la iglesia para ir al cementerio. El cortejo fúnebre se había reunido bajo los paraguas, apelotonado en torno a la tumba donde en ese instante bajaban el féretro blanco con un ramo de claveles blancos. Los de la funeraria retrocedieron, y el sacerdote empezó a hablar.
A Manfred Wagner lo habían dejado salir de prisión preventiva para que asistiera al entierro de su hija mayor. Con el semblante pétreo, estaba junto a su mujer y dos adolescentes en primera fila. Los dos policías que lo acompañaban aguardaban a cierta distancia. Una mujer joven pasó por delante de Bodenstein y Pia a toda prisa, encaramada a unos tacones de aguja, sin mirarlos. Tenía el cabello, de un rubio resplandeciente, recogido en un moño sencillo, y llevaba un ceñido traje negro y, pese a la oscuridad neblinosa, unas grandes gafas de sol oscuras.
—Nadja von Bredow —le explicó Pia a su jefe—. Oriunda de Altenhain y amiga de Laura Wagner.
—Ah. —Bodenstein tenía la cabeza en otra parte—. Por cierto, Engel me ha prometido que se ocupará de Gregor Lauterbach. Ministro o no, estaba con Terlinden el sábado cuando Amelie desapareció.
Sonó el móvil de Pia; lo sacó deprisa y se alejó de allí para cogerlo antes de que alguien la mirara mal.
—Pia, soy yo —oyó decir a Ostermann—. No hace mucho me dijiste que en los expedientes del caso faltan declaraciones policiales.
—Sí.
—Escucha, aunque me cuesta decirlo, me he acordado de que Andreas mostró bastante interés por esos documentos. Un día que en realidad estaba de baja se quedó hasta tarde en el despacho y le…
El resto de las palabras lo ahogó el repentino ulular de la sirena que se encontraba en el tejado del Zum Schwarzen Ross. Pia se tapó el otro oído y pidió a su compañero que hablara más alto. Al oír la sirena, tres hombres abandonaron la ceremonia y pasaron corriendo ante Pia en dirección al aparcamiento.
—… extrañó… la receta… pero estaba en nuestro despacho… —alcanzó a oír—. … ni idea… preguntarle… ¿…es eso?
—La sirena. —Pia aguzaba el oído—. Probablemente se haya declarado un incendio. A ver, ¿qué me decías de Andreas?
Ostermann repitió lo que acababa de contarle mientras Pia escuchaba sin dar crédito a lo que oía.
—Eso sí que sería una metedura de pata —respondió—. Gracias. Nos vemos luego.
Se guardó el móvil y volvió, ensimismada, con Bodenstein.
Tobias Sartorius pasó por delante del pajar y entró en la antigua vaqueriza. Todo Altenhain estaba en el cementerio, de manera que nadie lo vería, ni siquiera Paschke, el vecino, ese viejo metomentodo. Nadja lo había dejado arriba, en la entrada trasera, y había ido al cementerio para asistir al entierro de Laura. Tobias abrió la puerta del establo y entró en la casa. La sensación de tener que ocultarse era espantosa, él no estaba hecho para vivir así. Justo cuando se disponía a subir la escalera, su padre apareció en la puerta de la cocina, silencioso como una sombra.
—¡Tobias! ¡Gracias a Dios! —exclamó—. Estaba tan preocupado por ti... ¿Dónde has estado?
—Papá. —Tobias le dio un abrazo a su padre—. En casa de Nadja. Estoy seguro de que la poli no me creería y me metería en chirona sin pensárselo dos veces.
Hartmut Sartorius asintió.
—Solo he venido en busca de algo de ropa. Nadja ha ido al entierro, me recogerá después.
Entonces cayó en la cuenta de que su padre estaba en casa, cuando era una mañana laborable, y no en el trabajo.
—Me han despedido. —Hartmut Sartorius se encogió de hombros—. Con excusas. Mi jefe es yerno de Dombrowski.
Tobias entendió, y se le hizo un nudo en la garganta. Ahora además era el culpable de que hubieran despedido a su padre.
—Bueno, de todas formas quería dejarlo —le restó importancia a lo sucedido—. Quiero volver a cocinar como Dios manda, no solo descongelar comida y ponerla en un plato. —Entonces pareció recordar algo—. Hoy te ha llegado una carta.
Se dio media vuelta y entró en la cocina. Tobias lo siguió. La carta no tenía remitente, y le entraron ganas de tirarla a la basura. Probablemente fuesen más insultos maliciosos. Se sentó a la mesa de la cocina, rasgó el sobre y desdobló el elegante papel de color gamuza. Reparó en que el membrete era de un banco suizo y no entendió nada hasta que no empezó a leer el texto escrito a mano. Solo las primeras líneas fueron ya para él como un puñetazo en el estómago.
—¿De quién es? —quiso saber su padre. Fuera pasó un coche de bomberos con la luz azul y la atronadora sirena; los cristales de las ventanas tintinearon. Tobias tragó saliva y levantó la vista.
—De Lars —respondió con voz velada—. De Lars Terlinden.
El portón de la propiedad de los Terlinden estaba abierto de par en par. El penetrante olor a quemado se colaba por las ventanillas del coche, pese a que estaban subidas. Los coches de bomberos habían atravesado el césped y dejado huellas profundas en el suelo encharcado. Sin embargo, no era la casa lo que se había incendiado, sino un edificio que se alzaba en la parte trasera del amplio terreno. Pia aparcó a la entrada de la casa y se acercó a pie con Bodenstein hasta el lugar donde se había producido el incendio. La humareda hizo que les lloraran los ojos. Los bomberos parecían tener la situación bajo control, ya no se veían llamas, tan solo nubes de humo densas y oscuras que salían por las ventanas. Christine Terlinden iba vestida de negro, era evidente que había estado en el entierro o pretendía asistir a él cuando vio el fuego. Contemplaba el espectáculo conmocionada, el caos de mangueras, los bomberos pisoteando los arriates y destrozando el césped. A su lado estaba Daniela Lauterbach, su vecina, y al verla, Bodenstein recordó sin querer uno de sus extraños sueños de esa noche. Como si le hubiese leído el pensamiento, esta se volvió y se acercó a él y a Pia.
—Hola —saludó con frialdad, sin el menor atisbo de una sonrisa. Los brillantes ojos color avellana, ese día parecían chocolate helado—. ¿Han sacado algo en claro de la visita a Thies?
—No, nada —respondió Pia—. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Cuál es el edificio que ha ardido?
—El invernadero, el estudio de Thies. A Christine le preocupa mucho cómo reaccionará Thies cuando se entere de que todos sus cuadros se han quemado.
—Por desgracia, tenemos noticias aún peores para la señora Terlinden —terció Bodenstein. Daniela Lauterbach enarcó una de sus bien dibujadas cejas.
—Difícilmente pueden ser mucho peores —contestó la doctora con evidente acritud—. He oído que Claudius sigue detenido. ¿Por qué?
Por un momento, Bodenstein se sintió tentado de pedirle que fuera comprensiva, de justificarse, pero Pia se le adelantó:
—Tenemos nuestros motivos —replicó—. Y ahora, desgraciadamente, hemos de comunicarle a la señora Terlinden que su hijo se ha quitado la vida.
—¿Qué? ¿Thies ha muerto? —La médico miró a Pia. ¿Era alivio lo que asomó brevemente a sus ojos antes de que en su rostro se instalara la consternación? Qué extraño.
—No, Thies no —corrigió—. Lars.
Bodenstein dejó hablar a Pia. Le desconcertaba que le importara tanto granjearse las simpatías de Daniela Lauterbach. ¿Era la calidez comprensiva que ella le había prodigado, y en la que él, dado lo necesitado que estaba afectivamente, había creído ver algo más? No podía apartar la vista de su rostro y deseaba absurdamente que la médico le sonriera.
—Se intoxicó en el coche con gases del tubo escape —decía Pia—. Se encontró su cadáver esta mañana.
—¿Lars? Dios mío...
Cuando Daniela Lauterbach fue consciente del nuevo golpe que iba a recibir su amiga Christine, el hielo de sus ojos se derritió. Parecía desvalida, pero después enderezó la espalda.
—Yo se lo diré —afirmó resuelta—. Así será mejor. Me ocuparé de ella. Llámeme más tarde.
Se volvió y echó a andar hacia su amiga, quien mantenía la mirada fija en la construcción que había ardido. Daniela Lauterbach la rodeó con ambos brazos y le habló en voz baja. De repente, Christine Terlinden profirió un grito ahogado y se tambaleó, pero Daniela la sostuvo.
—Vámonos —propuso Pia—. Ya se las arreglan solas.
Bodenstein apartó la vista de las dos mujeres y siguió a Pia por el jardín devastado. Justo cuando llegaron al coche, se les aproximó una mujer a la que él no logró ubicar de inmediato.
—Hola, señora Fröhlich —saludó Pia a la madrastra de Amelie—. ¿Qué tal está?
—No muy bien —admitió la aludida. Estaba muy pálida, pero parecía serena—. Quería preguntarle a la señora Terlinden qué había pasado y he visto su coche. ¿Hay alguna novedad? ¿Le han servido de algo los cuadros a su compañera?
—¿Qué cuadros? —preguntó Pia sorprendida. Barbara Fröhlich observó perpleja a Pia y a Bodenstein.
—P… pero ayer vino a verme una compañera suya —balbució—. Dijo… dijo que la enviaban ustedes. Por los cuadros que Thies le había dado a Amelie.
Los dos policías intercambiaron una mirada rápida.
—Nosotros no mandamos a nadie —respondió Pia frunciendo el ceño. Aquel asunto cada vez era más raro.