Blancanieves debe morir (46 page)

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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Blancanieves debe morir
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—Miente. El sábado estuvo usted en el aparcamiento del Zum Schwarzen Ross y tiró la mochila de Amelie a la maleza.

—¿Ah, sí? —La actriz miró a Pia enarcando las cejas, como si se aburriera mortalmente—. ¿Y eso quién lo dice?

—La vieron hacerlo.

—Es cierto que soy una mujer de recursos —repuso sarcástica—, pero aún no puedo estar en dos sitios a la vez. Ese sábado estaba en Hamburgo, y hay testigos.

—¿Quiénes?

—Le puedo dar nombres y teléfonos.

—¿Qué estaba haciendo en Hamburgo?

—Trabajar.

—No es verdad. Su representante nos ha dicho que por la tarde no tenía rodaje.

Nadja von Bredow consultó su caro reloj y torció el gesto, como si estuviera harta de perder el tiempo.

—Estuve en Hamburgo, presentando una gala que grabó la NDR con mi compañero Torsten Gottwald ante unos cuatrocientos invitados —replicó—. Aunque no puedo darle el teléfono de todos los invitados, sí tengo los del director, Torsten y algunos otros. ¿Basta para demostrar de que a esa hora difícilmente pude estar en un aparcamiento de Altenhain?

—Ahórrese el sarcasmo —espetó Pia con rudeza—. Escoja una de sus maletas y mi compañero se la llevará con gusto a nuestro coche.

—Vaya, qué bien. Ahora la Policía hace de taxista.

—Y con mucho gusto —contestó Pia fríamente—. Aunque la llevará directamente al calabozo.

—Esto es ridículo. —Poco a poco, Nadja von Bredow parecía darse cuenta de que se hallaba metida en un serio aprieto. Una arruga profunda se abrió entre sus arregladas cejas—. Tengo un compromiso importante en Hamburgo.

—Ya no. Por ahora está usted detenida.

—¿Y por qué, si se puede saber?

—Por consentir la muerte de su compañera de clase Laura Wagner. —Pia sonrió con aires de suficiencia—. Seguro que sabrá de qué le hablo, por sus guiones. También se llama complicidad en un asesinato.

Después de que los dos compañeros de paisano partieran hacia Hofheim con Nadja von Bredow en el asiento trasero, Pia intentó de nuevo localizar a Bodenstein, que por fin contestó a la llamada.

—¿Dónde te metes? —inquirió enfadada. Sujetando el móvil con la oreja y el hombro, tiró del cinturón de seguridad—. Llevo una hora y media intentando dar contigo. No hace falta que vengas a Frankfurt. Acabo de detener a Nadja von Bredow, la llevan a comisaría.

Bodenstein dijo algo, pero se le entendía tan mal que ella no supo qué.

—No te oigo —dijo irritada—. ¿Qué pasa?

—… tenido un accidente… esperando la grúa …saliendo del recinto ferial… la estación de servicio…

—¡Lo que faltaba! Espera ahí, voy a buscarte.

Pia cortó, profiriendo una imprecación, y arrancó. Tenía la sensación de estar completamente sola, y precisamente en un momento en el que no podía permitirse ningún error ni perder el norte. Al menor descuido, ¡adiós al caso! Aceleró. A esa hora, un domingo por la mañana, las calles de la ciudad estaban desiertas; en cruzar el barrio de Gutleutviertel hacia la estación central y desde allí dirigirse hacia el recinto ferial apenas tardó diez minutos, cuando en un día entre semana habría necesitado media hora. Por la radio sonaba una canción de Amy MacDonald, que al principio a Pia le gustaba, pero que desde que la ponían en la radio a todas horas hasta la saciedad la sacaba de quicio. Casi eran las ocho cuando en el carril contrario, en la mañana gris que empezaba a clarear, vio las intermitentes luces anaranjadas de la grúa que estaba cargando los restos del BMW de Bodenstein. Cambió de sentido en Westkreuz y a los pocos minutos se detuvo ante la grúa y un coche patrulla. Bodenstein estaba sentado en el arcén, pálido, con los codos apoyados en las rodillas, mirando al vacío.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Pia a uno de los compañeros uniformados después de presentarse. Miró a su jefe por el rabillo del ojo.

—Probablemente esquivara a un animal —repuso el agente—. El coche está para el desguace, pero creo que a él no le ha pasado nada. En cualquier caso, no quiere ir al hospital.

—Yo me ocupo de él. Muchas gracias.

Dio media vuelta. La grúa se puso en movimiento, pero Bodenstein ni siquiera levantó la cabeza.

—Hola, jefe.

Pia se detuvo delante de él. ¿Qué podía decirle? A casa, dondequiera que estuviese en ese momento, no querría ir. Eso, aparte del hecho de que no podía causar baja ahora. Bodenstein emitió un hondo suspiro y a su rostro asomó una expresión de desamparo.

—Se va con él de viaje por el mundo cuatro semanas, después de Navidad —contó con voz inexpresiva—. Su trabajo es más importante que los niños y yo. Firmó el contrato en septiembre.

Pia vaciló. Una frase hecha del tipo «Todo irá bien» o «Arriba esos ánimos» estaba totalmente fuera de lugar. Su jefe le daba muchísima pena, pero el tiempo apremiaba. En comisaría esperaban no solo Nadja von Bredow, sino también todos los agentes disponibles de la Policía Judicial de Comandancia.

—Vamos, Oliver. —Aunque le habría gustado cogerlo por el brazo y llevarlo al coche a rastras, se obligó a ser paciente—. No podemos quedarnos aquí.

Bodenstein cerró los ojos y se frotó el caballete de la nariz con el pulgar y el índice.

—Llevo veintiséis años ocupándome de asesinos y homicidas —dijo con voz ronca—, pero nunca entendí del todo qué hace que una persona mate a otra. Esta mañana por fin lo he entendido. Creo que si mi padre y mi hermano no hubieran intervenido hace un rato, la habría estrangulado en ese aparcamiento. —Se abrazó el cuerpo como si tuviera frío y miró a Pia con los ojos inyectados en sangre—. Nunca en mi vida me había sentido tan mal.

En la sala de reuniones apenas cabían los agentes que Ostermann había requerido a la Policía Judicial de Comandancia. Dado que, después del accidente sufrido, Bodenstein no estaba en condiciones de asumir la dirección de la operación, Pia tomó la palabra. Pidió silencio, expuso a grandes rasgos la situación, enumeró los datos y recordó a los compañeros cuál era la máxima prioridad, es decir, encontrar a Amelie Fröhlich y Thies Terlinden. En ausencia de Behnke, nadie cuestionó la autoridad de Pia, todos escucharon atentamente. Pia miró a Bodenstein, que estaba apoyado en la pared al fondo, junto a Engel. Pia había ido a la estación de servicio en busca de un café, en el cual vació una botellita de coñac. Él se lo había bebido sin rechistar, y ahora parecía estar algo mejor, aunque a todas luces seguía conmocionado.

—Los principales sospechosos son Gregor Lauterbach, Claudius Terlinden y Nadja von Bredow —expuso Pia al tiempo que se acercaba a la pantalla, en la que Ostermann había proyectado un mapa de Altenhain y los alrededores—. Estos tres son los que más tienen que perder si saliera a la luz lo que pasó en realidad en Altenhain en 1997. Terlinden y Lauterbach venían la noche en cuestión de aquí —señaló la Feldstrasse—. Antes habían estado en Idstein, pero el piso ya lo hemos registrado. Ahora nos centraremos en el Zum Schwarzen Ross. El propietario y su mujer están conchabados con Terlinden, no es tan descabellado pensar que le hayan hecho un favor. Posiblemente Amelie no llegó a salir del restaurante. Además, volveremos a interrogar a todo el que viva cerca del aparcamiento. Kai, ¿disponemos ya de las órdenes de detención?

Ostermann asintió.

—Bien. Traeremos aquí a Jörg Richter, Felix Pietsch y Michael Dombrowski. De eso se encargará Kathrin con un par de agentes. Dos equipos de dos compañeros hablarán a la vez con Claudius Terlinden y con Gregor Lauterbach. También tenemos sendas órdenes de detención.

—¿Quién se ocupa de Lauterbach y Terlinden? —quiso saber uno de los agentes.

—El inspector jefe Bodenstein y la comisaria jefe Engel se ocuparán de Lauterbach —contestó Pia—. Yo iré a ver a Terlinden.

—¿Con quién?

Buena pregunta. Behnke y Hasse ya no estaban. Pia recorrió los rostros de los compañeros que tenía sentados delante y tomó una decisión.

—Sven se viene conmigo.

El aludido, de la SB 21, la Brigada Central de Delincuencia Especializada, abrió los ojos asombrado y se señaló con un dedo para cerciorarse. Pia asintió.

—¿Alguna pregunta?

No había más preguntas. La reunión se disolvió en una confusión de voces y ruido de sillas al retirarse. Pia se abrió paso hasta Bodenstein y Nicola Engel.

—¿Le parece bien que la haya incluido? —preguntó.

—Sí, desde luego —asintió la comisaria jefe, que a continuación se llevó a Pia aparte.

—¿Por qué ha elegido al inspector Jansen?

—Ha sido algo puramente instintivo. —Pia se encogió de hombros—. He oído decir a menudo a su jefe lo contento que está con Sven.

Nicola Engel asintió. En otras circunstancias, la expresión insondable de sus ojos habría hecho dudar a Pia de su decisión, pero ahora no tenía tiempo para eso. El inspector Sven Jansen se acercó a ellas. De camino al coche, Pia les explicó someramente lo que quería conseguir del interrogatorio simultáneo de los dos sospechosos y cómo pensaba actuar. En el aparcamiento se separaron. Bodenstein la retuvo un momento.

—Bien hecho —le dijo tan solo—. Y gracias.

Bodenstein y Nicola Engel permanecieron a la espera en el coche, en silencio, hasta que Pia llamó para informar de que ella y Jansen se encontraban delante de la puerta de Terlinden. A continuación se bajaron del coche y pulsaron el timbre de Lauterbach en el preciso instante en que Pia hacía lo propio con el de Terlinden. Gregor Lauterbach tardó un momento en abrir. Llevaba puesto un albornoz de felpa con el logotipo de una cadena de hoteles internacional en el bolsillo del pecho.

—¿Qué quieren? —inquirió mientras los escrutaba con unos ojos hinchados—. Ya les he dicho todo lo que sé.

—Nos gustaría volver a hacerle unas preguntas —contestó amablemente Bodenstein—. ¿No está su mujer?

—No. Está en Múnich, en un congreso. ¿Por qué lo pregunta?

—Por nada.

Nicola Engel, aún pegada al móvil, hizo un gesto de asentimiento a Bodenstein. Pia y Sven Jansen se encontraban en el recibidor de la villa de los Terlinden. Según lo acordado, Bodenstein formuló entonces la primera pregunta al ministro.

—Señor Lauterbach —empezó—, volvamos de nuevo a la noche en que usted y su vecino esperaban a Amelie en el aparcamiento del Zum Schwarzen Ross.

Lauterbach asintió vacilante y miró a Nicola Engel. Parecía desconcertarle que ella hablara por teléfono.

—Dijo que vio usted a Nadja von Bredow.

Lauterbach asintió nuevamente.

—¿Está completamente seguro?

—Sí, claro.

—¿Cómo supo que se trataba de la señora Von Bredow?

—No… no lo sé. Porque la conozco.

Tragó saliva con nerviosismo cuando Nicola Engel le pasó el móvil a Bodenstein, quien consultó los mensajes que les había mandado Sven Jansen. A diferencia de Lauterbach, Claudius Terlinden decía no haber visto a nadie en concreto esa noche en el aparcamiento del Zum Schwarzen Ross. Al restaurante habían entrado varias personas, otras habían salido. Sí vio a alguien en la parada del autobús, pero no consiguió reconocer a la persona en cuestión.

—Bueno... —Bodenstein respiró hondo—. Usted y el señor Terlinden quizá debieran haberse puesto de acuerdo. A diferencia de usted, Terlinden asegura no haber reconocido a nadie.

Lauterbach se puso rojo. Se le trabó la lengua, e insistió en haber visto a Nadja von Bredow, quería incluso jurarlo.

—Esa noche, Nadja se encontraba en Hamburgo —lo interrumpió Bodenstein.

Gregor Lauterbach tenía algo que ver con la desaparición de Amelie, ahora creía saberlo casi con total seguridad. Sin embargo, al mismo tiempo lo asaltaron las dudas: ¿y si Nadja von Bredow mentía? ¿Y si ambos se habían librado juntos del peligro en potencia? ¿O mentía Claudius Terlinden? Bodenstein barajaba las distintas hipótesis, y de repente tuvo la aplastante certeza de que se le había pasado por alto algo de suma importancia. Se topó con los ojos de Nicola Engel, que le lanzaban una mirada inquisitiva. ¿Qué demonios iba a decir? Como si barruntara sus dudas, Nicola Engel tomó la palabra.

—Miente usted, señor Lauterbach —espetó con frialdad—. ¿Por qué? ¿Qué le hace pensar que fue precisamente Nadja von Bredow quien estaba en el aparcamiento?

—No diré nada más si no es con mi abogado. —Lauterbach estaba desquiciado, tan pronto se ruborizaba como palidecía.

—Está en su derecho. —Engel asintió—. Llámelo y dígale que acuda a Hofheim. Usted se viene con nosotros.

—No pueden detenerme sin más. Tengo inmunidad.

El móvil de Bodenstein sonó. Era Kathrin Fachinger, y parecía estar a punto de sufrir un ataque de histeria.

—¡… no sé qué hacer! ¡De pronto vi que tenía un arma en la mano y se pegó un tiro en la cabeza! ¡Maldita sea! ¡Todo el mundo está loco!

—Kathrin, tranquilícese. —Bodenstein se apartó mientras Nicola Engel le enseñaba a Lauterbach la orden de detención—. ¿Dónde está ahora?

De fondo se oían gritos y alboroto.

—Íbamos a detener a Jörg Richter. —A Kathrin Fachinger le temblaba la voz. Estaba absolutamente desbordada, la situación a todas luces iba a más—. Fuimos a casa de sus padres y le enseñamos la orden de detención. Y de repente, el padre se acercó a un cajón, lo abrió, sacó una pistola, se la llevó a la cabeza y apretó el gatillo. Y ahora la madre tiene el arma y quiere impedirnos que nos llevemos a su hijo. ¿Qué hago?

El pánico que destilaba la voz de la joven agente sacó a Bodenstein de su propia confusión. De pronto su cerebro volvía a funcionar.

—No haga usted nada, Kathrin —contestó—. Estaré ahí en unos minutos.

La calle principal de Altenhain estaba bloqueada. Delante de la tienda de los Richter había dos ambulancias con las luces parpadeando y varios coches patrulla atravesados. Los curiosos se apiñaban detrás de los precintos policiales. Bodenstein vio a Kathrin Fachinger fuera. Estaba sentada en la escalera de la puerta de atrás del establecimiento, blanca como la pared e incapaz de moverse. Le puso un instante la mano en el hombro y se aseguró de que estaba ilesa. Dentro de la casa reinaba un caos infernal. Un médico y unos enfermeros se ocupaban de Lutz Richter, que estaba en el recibidor, tendido en el suelo de baldosas en medio de un charco de sangre; otro médico atendía a su mujer.

—¿Qué ha sucedido aquí? —quiso saber Bodenstein—. ¿Dónde está el arma?

—Aquí. —Un agente le dio una bolsa de plástico—. Una pistola de fogueo. El hombre aún vive, la mujer está en estado de shock.

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