Su mirada se paseó por la espaciosa estancia. ¿De verdad sería la última vez que viera ese despacho? ¿No volvería a entrar en su casa, ni a visitar las tumbas de sus padres y sus abuelos en el cementerio, ni vería las familiares vistas del Taunus? La idea se le antojó insoportable. Luchó tanto para engrandecer aún más la obra de sus antepasados… y ahora ¿debía dejarlo todo?
—Por favor, Claudius, date prisa. —La voz de Daniela sonó cortante—. Cada vez nieva más. Tenemos que irnos.
Él introdujo en la caja fuerte los documentos que dejaría allí, y al hacerlo su mano rozó la caja donde guardaba la pistola.
No me quiero ir. Antes me pego un tiro, se dijo.
Se quedó helado. ¿Cómo se le pasaba tal cosa por la cabeza? Él nunca había entendido que alguien pudiera ser tan cobarde para ver el suicidio como la única salida. Pero todo había cambiado desde que la muerte lo miró a la cara.
—¿Hay alguien más en el edificio aparte de nosotros? —quiso saber Daniela.
—No —repuso Terlinden con voz grave al tiempo que sacaba de la caja el estuche con el arma.
—Pues una de las líneas externas está ocupada. —Se inclinó sobre el teléfono, que ocupaba el centro de la mesa—. El terminal 23.
—Eso es contabilidad. Y ya no hay nadie.
—¿Echaste la llave al entrar?
—No.
Terlinden despertó de su ensimismamiento, abrió la caja y sacó el estuche con la Beretta.
El restaurante que había algo más arriba del Opelzoo estaba lleno. Era oscuro y ruidoso y hacía calor, algo que en ese momento a Pia le venía bien. Christopher y ella ocupaban una mesa junto al ventanal, pero Pia no tenía ganas ni de escuchar lo que los de Gerencia habían dicho ese día ni de disfrutar de las luces de Kronberg ni del centelleante horizonte de Frankfurt a lo lejos. Delante, en el plato, tenía un solomillo de ternera que despedía un aroma tentador, en su punto, pero ella tenía el estómago encogido.
Se marchó directamente a casa desde el hospital, había metido la ropa en la lavadora y después se estuvo duchando hasta que se acabó toda el agua caliente del termo. Pese a todo, seguía sintiéndose sucia y manchada. Pia estaba acostumbrada a ver cadáveres, pero no a que alguien muriera en sus brazos. Para colmo, un hombre al que conocía, con quien había estado hablando un minuto antes y que le inspiraba una profunda compasión. Se estremeció al evocar lo sucedido.
—¿Prefieres que nos vayamos a casa? —le preguntó en ese instante Christoph.
La preocupación que se reflejaba en sus ojos oscuros llevó a Pia al límite de su autocontrol. De pronto luchaba por no llorar. ¿Dónde estaría Tobias? Esperaba que no hubiese hecho ninguna tontería.
—No, no importa. —Se obligó a sonreír, pero al ver el filete ante ella, le dieron arcadas. Apartó el plato—. Siento no ser muy buena compañía hoy. No dejo de reprocharme lo ocurrido.
—Lo entiendo, pero ¿qué habrías podido hacer? —Christoph se inclinó hacia delante, alargó la mano y le acarició la mejilla—. Tú misma has dicho que todo sucedió muy deprisa.
—Sí, ya. Es una tontería. No podía hacer nada de nada. Pero a pesar de todo… —exhaló un hondo suspiro—. En momentos así, odio mi trabajo con toda mi alma.
—Venga, cariño. Nos vamos a casa, abrimos una botella de vino tinto y…
El tono del móvil de Pia lo hizo callar. Estaba de servicio.
—Me interesa saber lo que viene después del «y» —le dijo Pia, y esbozó una sonrisa débil, y Christoph enarcó las cejas de manera elocuente. Luego ella contestó al teléfono.
—Hace siete minutos, alguien llamado Tobias Sartorius ha hecho una llamada a los servicios de emergencia —le comunicó el agente de servicio de la central—. Está en el edificio de la empresa Terlinden, en Altenhain, y ha dicho que la señora Lauterbach se encuentra allí. Ya he mandado una patrulla…
—¡Maldita sea! —cortó Pia a su compañero. La asaltó un sinfín de interrogantes: ¿qué hacía Daniela Lauterbach en la empresa de Claudius Terlinden? ¿Por qué estaba Tobias allí? ¿Querría vengarse? Estaba claro que, después de todo lo que había ocurrido, Tobias Sartorius era una bomba de relojería. Se levantó de un salto—. Llama enseguida a los muchachos. Por el amor de Dios, que no vayan con la luz y la sirena. Y que nos esperen a Bodenstein y a mí.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber Christoph. Pia se lo explicó en pocas palabras mientras marcaba el número de Bodenstein. Para alivio suyo, segundos después tenía a su jefe al teléfono. Entre tanto, Christoph le indicó al dueño del restaurante, a quien conocía bien, por ser el director del vecino zoo, que se pasaría a pagar después—. Te llevo —ofreció a Pia—. Voy por los abrigos, tardo tres segundos.
Ella asintió, salió y esperó impaciente ante la puerta del restaurante, en medio de la fuerte nevada. ¿Por qué había llamado Tobias a emergencias? ¿Le habría pasado algo? ¡Ojalá no llegaran demasiado tarde!
—¡Maldita sea! —musitó Tobias con una ira sorda. Claudius Terlinden y Daniela Lauterbach habían salido del despacho e iban por el pasillo cargados con maletas y maletines, camino del ascensor. ¿Qué podía hacer para detenerlos? ¿Cuánto tardarían los polis en llegar? ¡Maldita sea! Se volvió hacia Amelie, que asomaba la cabeza bajo la mesa—. Tú te quedas aquí —dijo con tono brusco a causa de la tensión.
—¿Adónde vas?
—Tengo que entretenerlos hasta que llegue la Policía.
—No, por favor, no lo hagas, Tobi. —Amelie abandonó su escondite. Con la tenue luz exterior sus ojos parecían enormes—. Por favor, Tobi, deja que se vayan. Tengo miedo.
—No puedo permitir que se larguen sin más, después de todo lo que han hecho. Tienes que entenderlo —repuso él con vehemencia—. Quédate aquí, Amelie. Prométemelo.
Ella tragó saliva, lo abrazó y asintió sin mucha convicción. Tobias inspiró aire y puso la mano en el pomo de la puerta.
—Tobi.
—¿Sí?
Amelie se acercó a él y le acarició la mejilla.
—Ten cuidado —susurró, y se le cayó una lágrima.
Tobias la miró fijamente. Durante una décima de segundo estuvo tentado de estrecharla entre sus brazos, besarla y quedarse allí con ella, pero pudo más el deseo feroz de venganza que lo había llevado hasta allí. No podía dejar escapar a Terlinden y Lauterbach. ¡De ninguna manera!
—Vuelvo ahora mismo —aseguró. Y antes de que le diera tiempo a cambiar de opinión, salió al pasillo y echó a correr. El ascensor ya bajaba, de manera que abrió la puerta de la salida de emergencia y bajó por la escalera, salvando tres o cuatro peldaños cada vez. Llegó al vestíbulo justo cuando ellos dos salían del ascensor—. ¡Alto! —gritó, y oyó el eco de su voz.
Ambos se volvieron pasmados y lo miraron incrédulos. Terlinden soltó las maletas. Tobias se percató de que le temblaba todo el cuerpo. Aunque le habría gustado abalanzarse sobre ellos y liarse a golpes, debía controlarse y mantener la calma.
—¡Tobias! —Claudius Terlinden fue el primero en reaccionar—. Lo… lo siento, siento mucho lo que ha pasado. De veras, tienes que creerme, no quería…
—¡Cállese! —chilló él al tiempo que describía un semicírculo alrededor de los dos, sin perderlos de vista—. Estoy harto de tanta mentira obscena. Usted tiene la culpa de todo. Usted y esa… esa mala pécora. —Señaló con un dedo acusador a Daniela Lauterbach—. Siempre tan comprensivos..., claro, como que en todo momento sabíais la verdad. Pese a lo cual permitisteis que me metieran en la cárcel. Y ahora queréis poner tierra por medio, ¿no? A mí me trae sin cuidado, pero de eso ni hablar. He llamado a la Policía, no tardará en llegar. —No se le escapó la mirada rápida que intercambiaron Terlinden y Lauterbach—. Les contaré todo lo que sé de vosotros. Y no es poco, desde luego. Mi padre ha muerto, ya no puede decir nada, pero yo también sé lo que hicisteis en el pasado.
—Tranquilízate, ¿quieres? —dijo Daniela Lauterbach, y esbozó aquella sonrisa amable con la que había logrado engañar al mundo entero—. ¿Se puede saber de qué estás hablando?
—Estoy hablando de su primer marido. —Tobias se acercó más y se paró justo frente a ella. Sus fríos ojos marrones se clavaron en los del chico—. De Wilhelm, Willi, el hermano mayor de Claudius, y de su testamento.
—Ya. —Daniela Lauterbach seguía sonriendo—. ¿Y por qué crees que podría interesarle a la Policía?
—Porque ese no era el testamento auténtico —contestó Tobias—. Porque el auténtico se lo dio a mi padre Fuchsberger después de que Claudius lo emborrachara y le prometiese cien mil marcos.
A Daniela Lauterbach se le heló la sonrisa en los labios.
—Su primer marido estaba moribundo, pero no le hizo ninguna gracia que usted lo hubiera engañado con su hermano; por eso, dos semanas antes de morir cambió el testamento y los desheredó a ambos. Nombró única heredera a la hija de su chófer, ya que poco antes de fallecer se enteró de que Claudius la había dejado a usted embarazada en mayo de 1976 y usted había abortado por orden de él.
—¿Te contó tu padre esa ridiculez? —terció Claudius Terlinden.
—No. —Tobias no perdía de vista a Daniela Lauterbach—. No hizo falta. Fuchsberger le dio el testamento, se suponía que mi padre tendría que haberlo destruido, pero no lo hizo. Lo conservó hasta el día de hoy. —Miró a Claudius Terlinden—. Por eso se aseguró usted de que no se fuera de Altenhain, ¿no es cierto? Porque lo sabía todo. En realidad, ni la empresa ni la casa le pertenecen. Y de haber sido por su primer marido, la doctora Lauterbach tampoco tendría la casa y el dinero que tiene. Según el testamento, todo es de la hija del antiguo chófer de Wilhelm Terlinden, Kurt Cramer… —Tobias resopló—. Por desgracia, mi padre no tuvo el valor de sacar a la luz el testamento. Una lástima, la verdad…
—Sí, una verdadera lástima —afirmó Daniela Lauterbach—. Pero ahora acabo de recordar una cosa.
Terlinden y la doctora Lauterbach se hallaban de espaldas a la escalera, de forma que no pudieron ver a Amelie cuando salió por la puerta, pero sí repararon en que la atención de Tobias se desviaba un momento. Daniela Lauterbach se apoderó de la caja que Terlinden sostenía bajo el brazo y de pronto Tobias se vio ante el cañón de una pistola.
—Casi había olvidado esa noche fatídica, de no habérmela recordado tú ahora mismo. ¿Te acuerdas, Claudius, de que Wilhelm apareció de repente en la puerta de la habitación y nos apuntó con esta misma pistola? —Sonrió a Tobias—. Gracias por darme la idea, idiota.
Sin vacilar un segundo, Daniela apretó el gatillo. Un ruido ensordecedor rompió el silencio. Tobias notó un fuerte golpe y tuvo la sensación de que el pecho le iba a estallar. Miró sin podérselo creer a la médico, que ya estaba dando media vuelta. Oyó que Amelie pronunciaba su nombre desesperada, con voz aguda, fue a decir algo, pero no le llegó el aire. Las piernas le fallaron, y no se dio cuenta de que caía desplomado en el piso de granito. Todo a su alrededor era negro y silente.
Estaban barajando cómo entrar en la fortaleza del recinto empresarial de Terlinden cuando vieron que por el otro lado del portón se aproximaba un vehículo oscuro a gran velocidad y con unos faros cegadores. La puerta se abrió sin hacer ruido.
—¡Es él! —exclamó Pia, y les hizo una señal a sus compañeros.
Claudius Terlinden, que iba al volante del Mercedes, tuvo que frenar en seco cuando de pronto dos coches patrulla le cerraron el paso.
—Está solo en el coche —constató Bodenstein. Pia se situó a su lado con el arma preparada, y le indicó a Terlinden que bajara la ventanilla. Dos agentes recalcaron la orden de Pia rodeando el Mercedes mientras apuntaban con el arma al conductor.
—¿Qué quieren de mí? —preguntó él. Estaba tieso, con las manos aferradas al volante, y a pesar del frío que hacía, tenía el rostro bañado en sudor.
—Salga del coche y abra todas las puertas y el maletero —ordenó Bodenstein—. ¿Dónde está Tobias Sartorius?
—¿Cómo voy a saberlo?
—¿Dónde está la doctora Lauterbach? ¡Y bájese!
Terlinden no se movió. Sus ojos, abiertos de par en par, reflejaban auténtico pánico.
—No va a bajar —se oyó decir desde dentro a alguien que se ocultaba tras los cristales tintados.
Bodenstein se inclinó un tanto hacia delante y vio a Daniela Lauterbach en el asiento trasero. Y la pistola con la que apuntaba al cogote a Terlinden.
—Déjennos pasar o le pego un tiro —amenazó.
Bodenstein notó que también él rompía a sudar. No dudaba de la determinación de Daniela Lauterbach. La doctora tenía un arma en la mano y nada que perder, una combinación de lo más peligroso. En ese modelo de Mercedes, las puertas se cerraban automáticamente por dentro tras haber recorrido unos metros de distancia, de manera que ni Bodenstein ni los policías que se encontraban al otro lado tenían la posibilidad de abrir sin más las portezuelas y reducir a la mujer.
—Creo que va en serio —musitó Terlinden con voz grave. El labio inferior le temblaba, era evidente que estaba conmocionado.
Bodenstein se devanaba los sesos. No podrían escapar. Con el tiempo que hacía, ni siquiera un Mercedes Clase S con neumáticos de invierno superaría los 120 kilómetros por hora.
—Está bien, váyase —dijo—. Pero dígame primero dónde está Tobias.
—Probablemente en el cielo, con su padre —contestó Daniela Lauterbach por Terlinden, y rio con frialdad.
Bodenstein y un coche patrulla siguieron al Mercedes negro, que salió de la zona industrial y se dirigió a la B 8, mientras Pia pedía refuerzos por radio y solicitaba una ambulancia. Terlinden torció a la derecha y puso rumbo a la autopista por la nacional, que ahora contaba con cuatro carriles. En Bad Soden se les unieron dos coches patrulla más, y escasos kilómetros más allá aparecieron otros tres. Por suerte, la jornada laboral ya había terminado y no había tráfico. En caso de atasco, la cosa podía complicarse con facilidad, aunque Daniela Lauterbach difícilmente le pegaría un tiro en la cabeza a su chófer mientras el coche estaba en marcha. Bodenstein miró por el retrovisor: para entonces ya los seguía una docena de vehículos con la luz azul encendida, bloqueando tres carriles a los coches que iban detrás.
—Van a la ciudad —afirmó Pia cuando el Mercedes negro se mantuvo a la derecha en el nudo Eschborner Dreieck. Haciendo caso omiso de la prohibición de fumar en los coches patrulla, encendió un cigarrillo. Por la radio se oía un caos de voces acaloradas. Los compañeros de Frankfurt estaban informados e intentarían despejar las calles en caso de que Terlinden decidiera atravesar la ciudad.