—Las personas no son piezas de ajedrez —espetó, seca, Pia.
—Al contrario —negó él—. La mayoría de las personas son felices y se sienten satisfechas cuando alguien asume la responsabilidad de su pobre vida y toma decisiones que ellas mismas no son capaces de tomar. Alguien ha de tener una visión de conjunto, manejar los hilos cuando es necesario. Y ese alguien era yo —concluyó, y a su rostro afloró una sonrisa de orgullo.
—Se equivoca —repuso fríamente Pia, una vez entendidos todos los nexos—. No era usted, sino Daniela Lauterbach. En su partida de ajedrez, usted solo fue un peón al que ella movía a su antojo. —La sonrisa de Terlinden se esfumó—. Rece para que mi jefe la coja en el aeropuerto. De lo contrario, será usted el único que ocupará grandes titulares y se pasará el resto de su vida en la cárcel.
—No hay quien lo entienda. —Ostermann sacudió la cabeza y miró a Pia—. Si no me equivoco, resulta que a la madre de Tobias le corresponde por derecho medio Altenhain.
—Exacto —asintió Pia. Delante de ellos, en la mesa, tenían las tres páginas de la última voluntad de Wilhelm Julius Terlinden, redactada y firmada por un notario el 25 de abril de 1985, en la cual desheredaba a su esposa, Daniela Terlinden, de soltera Kroner, y a Claudius Paul Terlinden, su hermano. Amelie le entregó a un compañero el documento en un abultado sobre antes de subirse a la ambulancia que llevó a Tobias Sartorius al hospital. Dentro de lo que cabía, el joven había tenido suerte, ya que el arma con la que le disparó Daniela Lauterbach no había sido letal debido al escaso poder de penetración de sus balas. Así y todo, Tobias había perdido mucha sangre y aun después de la operación de urgencia a que fue sometido, su estado seguía siendo crítico—. Lo que no acabo de entender es por qué el testamento de Wilhelm Terlinden estaba en manos de Hartmut Sartorius —comentó—. Se redactó tan solo unas semanas antes de que muriera.
—Probablemente se enterase entonces de que esos dos lo habían estado engañando durante años.
—Mmm.
A Pia le costó reprimir un bostezo. Había perdido la noción del tiempo, estaba agotada y a la vez en tensión. Tobias y su familia fueron víctimas de intrigas maliciosas, de la codicia y la sed de poder, pero gracias al testamento que conservó Hartmut, para Tobias y su madre al menos se vislumbraba un final relativamente bueno, aunque solo fuera en el aspecto económico.
—Venga, vete —le dijo Ostermann a Pia—. El papeleo puede esperar a mañana.
—Pero ¿por qué Hartmut Sartorius no hizo valer nunca ese testamento? —preguntó Pia.
—Quizá temiera las consecuencias o tuviese algo que esconder. A saber cómo llegó el testamento a sus manos, seguro que no por la vía legal —contestó Ostermann—. Además, en un pueblo así imperan otras leyes. Me consta.
—¿Y eso?
Ostermann rio y se levantó.
—No creo que quieras oír la historia de mi vida a las tres y media de la madrugada, ¿verdad?
—¿Las tres y media? Madre mía, es tardísimo… —Pia bostezó—. ¿Tú sabías que a Frank lo abandonó su mujer? ¿O que Hasse es amigo del ministro de Educación y Ciencia?
—Lo primero sí, lo otro no —respondió él mientras apagaba el ordenador—. ¿Por qué lo preguntas?
—La verdad es que no lo sé. —Pia se encogió de hombros con aire pensativo—. Pero uno pasa más tiempo con sus compañeros que con su pareja, y sin embargo no sabe nada de ellos. ¿Por qué? —Su móvil sonó con el tono que le tenía asignado a Christoph. La estaba esperando abajo, en el aparcamiento. Pia se levantó con un suspiro y cogió el bolso—. Es algo a lo que no paro de darle vueltas.
—Anda, no te pongas filosófica ahora —dijo Ostermann desde la puerta—. Mañana te cuento todo lo que quieras saber de mí.
Pia le dirigió una sonrisa cansada.
—¿Todo? ¿De veras?
—Claro, mujer —contestó Ostermann mientras pulsaba el interruptor—. No tengo nada que ocultar.
En el breve trayecto de Hofheim a Unterliederbach a Pia se le cerraban los ojos de agotamiento. No se enteró de que Christoph se bajaba a abrir el portón. Cuando le tocó el hombro con suavidad y la besó en la mejilla, abrió los ojos sobresaltada.
—¿Quieres que te lleve en brazos? —se ofreció él.
—Mejor no. —Pia bostezó y sonrió a la vez—. Si te hernias, la semana que viene tendré que cargar yo con las alforjas.
Se bajó y fue hasta la puerta dando traspiés. Los perros la saludaron con ladridos de alegría y pidieron su ración de caricias. Solo cuando se quitó la cazadora y las botas recordó Pia la cita con Gerencia.
—Por cierto ¿qué sacaste en claro? —inquirió.
Christopher encendió la luz de la cocina.
—Por desgracia, nada bueno —respondió él con gravedad—. Ni la casa ni el pajar estaban autorizados, y por otra parte, es prácticamente imposible conseguir un permiso a posteriori debido a las líneas de alta tensión.
—No puede ser. —Pia tuvo la sensación de que el suelo se abría bajo sus pies. Esa era su casa, su hogar. ¿A dónde iba a ir con los animales? Miró a Christoph traumatizada—. ¿Y ahora? ¿Qué va a pasar ahora?
Él la atrajo hacia sí y la abrazó.
—La orden de derribo sigue en pie. Podemos interponer un recurso y retrasarlo durante un tiempo, pero no eternamente, claro. Además, hay otro problemilla.
—Por favor, no —musitó Pia, al borde del llanto—. ¿Qué más?
—Lo cierto es que el estado de Hesse tiene derecho de preferencia en el terreno, ya que está previsto que por aquí pase un acceso a la autopista —le respondió.
—Estupendo. Encima me van a expropiar. —Pia se zafó del abrazo y se sentó a la mesa de la cocina. Uno de los perros le dio con el morro, y ella le acarició la cabeza distraídamente—. Todo el dinero a la porra.
—No, no, escúchame. —Christoph se sentó frente a ella y le cogió la mano—. También hay una noticia muy buena: tú pagaste tres euros por metro cuadrado, y el Estado te dará cinco.
Pia levantó la cabeza con incredulidad.
—¿Cómo lo sabes?
—Bueno, conozco a mucha gente, y hoy he hecho unas cuantas llamadas. —Sonrió—. Y gracias a eso, me he enterado de algunas cosas interesantes.
Pia no pudo por menos de sonreír también.
—Conociéndote como te conozco, seguro que ya has encontrado otro sitio.
—Veo que me conoces bien —replicó él divertido, aunque enseguida se puso serio—. Resulta que el veterinario que se ocupaba antes de los animales del zoo quiere vender su antigua clínica veterinaria de caballos, en el Taunus. Yo vi la finca hace algún tiempo, porque buscábamos un lugar en donde poner en cuarentena a unos animales, y aunque para eso no vale… para los dos y para tus animales sería perfecta. Hoy he ido a por las llaves. Si quieres, mañana vamos a echarle un vistazo, ¿eh?
Pia lo miró a los oscuros ojos y de pronto la invadió una profunda y cálida sensación de dicha. Pasara lo que pasase, aunque tuvieran que derribar la casa e irse de Birkenhof, no estaba sola. Christoph se encontraba a su lado, cosa que Henning jamás había hecho. Él nunca la dejaría en la estacada.
—Gracias —dijo bajando la voz mientras alargaba el brazo hacia él—. Gracias, cariño. Eres increíble.
Él le cogió la mano y se la llevo a la áspera mejilla.
—Solo lo hago porque quiero irme a vivir contigo —repuso risueño—. Espero que así sepas que ya no te vas a librar de mí tan fácilmente.
A Pia se le hizo un nudo en la garganta.
—Espero que nunca —musitó, sonriendo.
Eran poco más de las cinco de la madrugada cuando Bodenstein salió del hospital. Ver a Amelie, que no se separó en ningún momento de la cama de Tobias Sartorius hasta que este despertó de la anestesia, lo conmovió profundamente. Se subió el cuello del abrigo y fue hacia el coche. Había logrado detener a Daniela Lauterbach en el último segundo. No iba a Sudamérica, sino a Australia. Rodeó el hospital sumido en sus pensamientos. La nieve recién caída crujía bajo sus pies. Era como si hubieran pasado meses desde el día en que encontraron el esqueleto de Laura Wagner en el viejo aeródromo de Eschborn. Mientras que antes consideraba cada caso desde la perspectiva objetiva del espectador que se asoma a la vida de auténticos desconocidos, ahora tenía la impresión de haberse involucrado personalmente en los acontecimientos. Algo en su forma de pensar había cambiado, y sabía que ya nada volvería a ser como antes. Se detuvo delante del coche. Le daba la sensación de que la tranquila y aburrida corriente de su vida se había precipitado de pronto por una catarata, y ahora se deslizaba por unas aguas distintas, más turbulentas, en una dirección completamente nueva. La idea se le antojaba inquietante y emocionante a un tiempo.
Bodenstein se subió al coche, arrancó y esperó a que los limpiaparabrisas retiraran la nieve acumulada. El día anterior, al despedirse, le había prometido a Cosima que se pasaría a desayunar para hablar de todo tranquilamente si el trabajo se lo permitía. Constató asombrado que ya no le guardaba rencor y estaba en condiciones de hablar con total imparcialidad de la situación. Sacó el coche del aparcamiento y enfiló la Limesspange hacia Kelkheim cuando el móvil, sin cobertura en todo el ámbito del hospital, emitió un pitido. Se sacó el teléfono del bolsillo y pulsó el símbolo de los mensajes: a las 3.21 alguien lo había llamado desde un móvil desconocido. Marcó de inmediato el número que aparecía en la pantalla. Oyó la señal de llamada.
—¿Dígame? —contestó una voz de mujer adormilada para él desconocida.
—Bodenstein —respondió—. Mire, disculpe que la llame a estas horas, pero tengo una llamada perdida suya y creí que tal vez pudiera ser urgente.
—Ah… hola —saludó la mujer—. Fui con mi hermana al hospital a ver a Thies y acabo de volver a casa. Bueno, solo quería darle las gracias.
Entonces supo quién se hallaba al otro lado de la línea, y su corazón dio un salto de alegría.
—¿Las gracias por qué? —quiso saber.
—Le salvó la vida a Thies —manifestó Heidi Brückner—. Y probablemente también a mi hermana. Hemos visto en televisión que han detenido a mi cuñado y a la doctora Lauterbach.
—Ah, sí.
—Bueno. —De repente parecía cohibida—. Eso era lo que quería decirle. Han… han sido unos días duros, probablemente esté usted cansado y…
—No, no —se apresuró a decir Bodenstein—. Estoy completamente despierto, pero llevo sin comer ni se sabe cuánto y quería ir a desayunar.
Se hizo una pausa breve, y empezó a temerse que la llamada se hubiera cortado.
—A mí tampoco me vendría mal desayunar —respondió ella entonces. Bodenstein casi la vio sonriendo y sonrió a su vez.
—¿Le apetece que vayamos a tomar café a algún sitio? —propuso él, esperando que sonara relajado. En el fondo estaba cualquier cosa menos relajado, tenía la sensación de sentir los latidos del corazón hasta en las puntas de los dedos. Casi era como si estuviese haciendo algo prohibido. ¿Cuánto hacía que no tenía cita con una mujer atractiva?
—Me parece estupendo —repuso Heidi Brückner para su alivio—. Pero por desgracia estoy en casa, en Schotten.
—Mejor ahí que en Hamburgo. —Bodenstein sonrió y esperó con nerviosismo su respuesta—. Aunque ahora mismo, por un café iría incluso a Hamburgo.
—En ese caso, venga mejor a Vogelsberg —propuso ella.
Bodenstein redujo la velocidad, ya que delante tenía una quitanieves. En el kilómetro siguiente, a la derecha, estaba la salida a la B 8, a Kelkheim. A casa de Cosima.
—Eso es un poco impreciso —replicó él, aunque en realidad tenía su dirección gracias a la tarjeta de visita—. No puedo recorrerme Vogelsberg entero buscándola, compréndalo.
—Cierto, sería una lástima a esta hora. —Se rio—. Schlossgasse, 19. En pleno casco antiguo.
—De acuerdo, lo encontraré.
—Perfecto, hasta luego entonces. Y conduzca con cuidado.
—Lo haré. Hasta ahora.
Bodenstein puso fin a la conversación y exhaló un suspiro. ¿Sería aquello una buena idea? En el despacho lo esperaba un montón de papeleo; y en casa, Cosima. La quitanieves seguía delante. A la derecha se iba a Kelkheim.
Para el trabajo había tiempo; y para hablar con Cosima largo y tendido, más. Tomó aire y accionó el intermitente. A la izquierda. En dirección a la autopista.
El camino que recorre un escritor desde que surge la idea hasta que el libro está terminado siempre es largo, aunque también apasionante. Les doy las gracias a mi marido, Harald, por su comprensión; a mis hermanas, Claudia Cohen y Camilla Altvater; a mis sobrinas, Caroline Cohen, Simone Schreiber, Anne Pfenninger, Vanessa Müller-Raidt y Susanne Hecker, por leer las galeradas y por sus acertadas observaciones en las distintas etapas del libro. Agradezco a Christa Thabor e Iska Peller su fantástica colaboración.
Asimismo me gustaría expresar mi agradecimiento al doctor Hansjürgen Bratzke, director del centro de medicina forense de la Universidad de Frankfurt, por su asesoramiento y su apoyo en todo lo relativo al campo de la medicina forense.
Mis más sinceras gracias también al equipo de la K 11 de la Policía Judicial de Comandancia de Hofheim, que una vez más ha vuelto a ceder amablemente sus puestos de trabajo a Bodenstein, Pia & Cía. Sin los consejos del comisario general Peter Öhm, el jefe de brigada Bernd Beer, el inspector mayor Jochen Adler y, sobre todo, la inspectora mayor Andrea Schulze, no podría reflejar con tanto realismo en mis libros la labor que realiza la Policía Judicial.
Muchas gracias también a los vecinos de Altenhain, que esperemos no se tomen a mal que haya convertido su pueblo en el escenario de esta novela. Puedo asegurar que todos los personajes y sucesos son fruto de mi imaginación.
Mi más sincero agradecimiento a mis lectoras, Marion Vazquez y Kristine Kress. A Marion por alentarme a escribir este libro y acompañarme en mi trabajo; y a Kristine, por encargarse de dar los últimos toques a la novela. Trabajar con ambas ha sido un placer.
Por último, me gustaría expresar mi gratitud a mis fantásticos lectores, así como a los libreros a los que les gustan mis libros y con ello me motivan a seguir escribiendo.